Pascal Quignard: «El origen de la danza» Cap. III 'Insultar y exultar'
15 de agosto de 2025

Quignard, Pascal El origen de la danza / Pascal Quignard. - 1ᵃ ed .
Todo cabe en esta pequeña hoz
Proemio
Jo. Déjate encerrar por el cuadro.
Sé buena, Jo. Déjate apresar por los duros marcos.
No es que yo quiera atraparte,
sólo ahí, ese instante. Esa luz que te golpea la mejilla
tan suavemente. Este minuto en que el sol va saliendo
o se oculta lejos, tras las montañas (si lo prefieres, Jo,
serán cerros). El tren es todo vértigo, pero no lo notas,
Jo, querida. Los libros no nos permiten estremecernos demasiado.
Siempre dentro de los márgenes de la hoja, ¿sabes?
Pero también soñamos, Jo. También caemos torpemente
sobre duras camas. Y para ver el día, así, desnudándote,
te cubres de una luz espesa.
Creo ver un lento armatoste rojo cubriendo el horizonte
y el cuadro luminoso sobre el verde parduzco.
Pero no sé, todo está en mi memoria, y tal vez me equivoque, Jo.
Yo no sabía que tus manos alguna vez serían mías,
pero ya te pintaba desde la infancia.
En alegres farolas, en los pliegues de un mantel,
en la sonrisa lastimera de una sombra.
Estabas conmigo, siempre en mi paleta, en mis pinceles o como un cristo sobre los lienzos.
Y te vi otro día esperar a que terminara la función.
El cine es también un paraíso, Jo,
me gustaría morir en un cine, en medio de una proyección.
No importa, esperabas, con la mano apenas apoyada
sobre el rostro. Esperabas con tu traje azul con una raya roja
de acomodadora. Y yo te vi al pasar,
difusa entre el humo. Pero cuando quise acordar
el humo no existía. Y la acomodadora no existías,
pero Jo, Jo. Sí que existías. Existías
en la sala de espera de un hotel. Mirabas a tu viejo marido
y en frente, existías leyendo, distraída, el tercer tomo
de aquella novela.
Bueno, eso lo digo ahora,
tal vez leyeras el catálogo
de una tienda, o la Guía Azul.
Creo, tímidamente, recordar que tu vestido era azul.
Yo no sabía que un día podría quitarte
de un tirón, todos los vestidos reales o imaginados.
Y que tendría por la mañana el sabor de tu sangre en mi boca herida.
Pero así, te pintaba en los cristales y en el miedo y en el sueño.
¿Estarías de luto? No lo recuerdo, pero el tren es un vértigo.
Claro, todo pasa tan de prisa cuando uno camina mirando
casi por el rabillo del ojo
a la gente. Pero siempre te tendré, Jo, para completar mis alucinadas vibraciones.
Me gustaría ahora, Jo, que te quedes un instante quieta
sentada desnuda, como estás, sobre la cama. Apoyada en la pared
blanca. Estira las piernas, así, con tus tacones. Con las manos
entrelazadas sobre las piernas. Da vuelta la página. Imaginemos
por un instante, este instante,
que el día termina. Y que el horizonte, cubierto de luces raras
es inalcanzable. Pero que no importe, no, Jo, no llores.
Que no importe, que todo lo que importe
sea la tarde precisa, las cuatro maderitas del marco.
Cuando Pablo Neruda corrigió las galeras
de su Oda a la pobreza,
ya era inflado y lujoso como un globo aerostático:
un poeta parecido al tapir o a la luna
que ya había obstruido
cañerías laberínticas
de lentos transatlánticos, pagodas y embajadas,
con cagadas pomposas
(fabricaba fantásticos pasteles el poeta
con peces o con frutos de Rangún o de India
o con caviar birlado al bigote de Stalin).
Cuando el mismo Neruda
dijo que estaba en contra de las aristocracias,
de la tuberculosis en los picapedreros,
de la nariz de Nixon,
su vulcanología de pedos polifónicos
detonados mediante champán y madreperlas
ya había marchitado
corolas de sombreros, alas de fracs vultúridos
y narices de cónsules.
¡Viva Pablo Neruda!
Quien esto escribe, en cambio,
atesta con dentales su inédita diatriba
asistido por todas las tubas de su estómago
y por radios que cantan
sus alegres teoremas a favor de la pepsi.
Este poeta está siendo
acechado por flacos lavatorios de fierro
en piezas que se alquilan
solamente a suicidas o a mujeres que juran
no volver a ovular.
Este mismo poeta
que ha masticado oscuros objetos del infierno
—carne de perro muerto y plástico revuelto—
llora frente al vacío de las ensaladeras,
frente a un deslumbramiento de tomates perdidos,
y eructa una penumbra
de papas sin sentido.
Y este mismo poeta, junto a los habitantes
de algún Pirarajá o Kabul de la mente,
junto a otros para quienes
Ferlinghetti es el nombre de un auto supersónico
(o sería Lamborghini, o talvez Alighieri),
farfulla el jingle inmundo
del vacío. Se aturde
ante la muchedumbre de todo lo que falta:
el desierto de cielo y mar en las ventanas,
la fuga de ventanas
(lo que es decir paredes ciegas y cascarudas),
la huida del calor, el pimentón, o el hielo,
cuando no es que lo asedian
materia conjurada, artilugios traidores:
cacerolas convexas y quirófanos negros.
Luego:
sabe el poeta que una gallina arpía
del tamaño de un boeing
desprogramó la trama tremenda de la Eneida,
la transmutó en naufragio de las declinaciones,
que estableció su podre, su mina de parálisis,
su huevo miserable
dentro de la alegría:
piénsese en Maiakovski, la nube en pantalones,
o el pobre Roque Dalton;
o recuérdese a Góngora,
el cura alucinógeno,
entubado en sotanas torvas y culteranas
bajo el verano atómico del siglo diecisiete.
Es el poeta pobre
el mutante que ambula en un supermercado
fantasma («Viuda e hijos de Gutemberga & Co.»)
porno y superpoblado como un sueño del Papa;
es la vieja que traga
teleteatros vencidos
coprotagonizados por galanes de Marte,
y, como ella, merece
morir bajo el tamaño del elefante negro
de Quinto Horacio Flaco.
La luz se apagó
nada tiene sentido
sin forma las figuras se alargan
hasta mi corazón que ahora
pronuncia la palabra
que entre golpes y miedos
no podía pronunciar
En las inmóviles calles sin vida
un hombre caminaba bajo la lluvia
y lloraba, recuerdas.
Dónde has terminado amor mío
no me atrevo a mirarte
así de dura es la distancia
entre los dos
y sin embargo te sigo buscando
Negra y amorfa
camino por la ciudad
de quienes son felices en pueblos
majestuosamente silenciosos
donde nadie me conoce
me detengo en umbrales extraños
y apoyo la frente en puertas cerradas
En las inmóviles calles sin vida
un hombre caminaba bajo la lluvia y lloraba
Recuerdas nuestras dudas
Las tardes blancas y silenciosas
se alejaban volando
y me sentaba en los bancos de siempre
mirando el agua segura
de que incluso tú te habías marchado
Martes, 7 de diciembre. Llama Borges y me felicita por El sueño de los héroes, al parecer sinceramente. Me cuenta la lectura de Manucho de unos apuntes para una novela en preparación: «No parte de una situación o de unos personajes. Parte de una situación que no es nada. Por ejemplo, una vieja que vive sola en una quinta. Después agrega episodios que le divierten, homosexualidad, porque es moderna (?), algunos muchachos que él conoce, la historia de ese príncipe portugués que fue al baile y que nadie se le acercaba porque no sabían cómo tratarlo, si de Alteza, Monseñor o Señor y que al final se quebró ese hielo y conoció le tout Buenos Aires. Yo creo que escribe novelas porque es chismoso. Después el lector se pregunta lo que quiso decir el autor, y es precisamente lo que el autor nunca supo».
Comenta también: «La gente dice que la Historia de la filosofía (¡o el Diccionario!) de Ferrater Mora es buena porque en ella figuran las filosofías de España y de la América Latina. Es una idea muy casera: buscan a Francisco Romero y lo encuentran. Es como si se alegraran de encontrar en una enciclopedia de medicina a la Madre María... La gente que elogia a ciertas Historias de la literatura en diez tomos, diciendo: "todo está" y "el autor lo sabe todo", suelen señalar, en la misma frase, que hay un volumen suplementario sobre la literatura nacional, escrito por Giusti u otra autoridad indígena. Es como una fotografía a la que le pegaran un pedazo para añadir personas que no salieron, o un cuadro alegórico al que se le agregaran, para exponerlo en Buenos Aires, las figuras de San Martín y de Belgrano. Ha de haber una edición bantú, con un tomo sobre la literatura bantú, firmado por una autoridad caníbal, desnuda y retinta».
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