Jorge Luis Borges: El aprendizaje del escritor [Segundo seminario: «Poesía»]

21 de mayo de 2020





MacShane: Creo que la forma más simple de comenzar es pedirle a Borges que haga algunos comentarios generales acerca de la escritura de su propia poesía.

Borges: Sí, por qué no. Desde luego, predicar es desaconsejable. «Esas cosas pasaron, también pasarán éstas», sí, las cosas corresponden al pasado bastante rápido. Bueno, creo que voy a empezar por hacer algunas observaciones muy evidentes y baladíes sobre el tema. Después de todo, todos nosotros estamos tratando de ser poetas. A pesar de mis fracasos, yo todavía trato de ser un poeta, y en cualquier momento habré cumplido setenta y dos años.

Creo que los poetas jóvenes tienden a empezar con lo que es en realidad lo más difícil: el verso libre. Éste es un grave error. Recurriré a lo que el poeta argentino Leopoldo Lugones dijo hace ya mucho tiempo, en 1909, en un libro que sigue siendo revolucionario, el Lunario sentimental. En el prólogo, Lugones señaló que él estaba ensayando experimentos en verso, que trataba de inventar nuevos metros y nuevas combinaciones de los metros, digamos, antiguos, tales como el verso octosílabo, el verso endecasílabo, el verso alejandrino, y tantos otros. Él sabía que lo que trataba de hacer era imprudente y muy probablemente un fracaso, pero quiso recordar a sus lectores que él ya había demostrado que podía manejar las formas clásicas del verso. Agregó que uno no puede empezar por las innovaciones, pero que en su caso sintió que ya había ganado el derecho a experimentar, de modo que él ya había publicado varios volúmenes de buena poesía, o al menos de tolerable verso clásico. Yo creo que ésa es una afirmación honesta, pero es meramente un argumento ético.

Podría encontrarse un argumento mejor, si fuera necesario. Si uno intentara componer un soneto, por ejemplo, uno cree en la ilusión de que realmente tiene algo delante, y eso es el marco del soneto, ya sea que uno elija la forma italiana o la forma isabelina. Esa forma existe desde antes de que uno haya escrito un solo verso. Luego uno tiene que descubrir palabras que rimen. Esas palabras limitan lo que uno esté haciendo y facilitan entonces el trabajo. Ahora, esto no significa que yo prefiera un soneto a una pieza en verso libre. Ambas formas me gustan. Si alguien tomara algunas de las mejores páginas de Leaves of Grass (Hojas de hierba) de Walt Whitman y me preguntara si las encuentro o no mejores que un soneto de Shakespeare o Wordsworth o Keats o Yeats, yo contestaría que la pregunta no tiene sentido. No hay necesidad de preferir una forma y descartar la otra, de modo que se pueden conservar ambas. Sin embargo, hay una diferencia, y es ésta: si uno trata de componer un soneto, uno ya tiene algo de antemano, y el lector puede anticipar la forma; en cambio, si uno intenta escribir en verso libre, todo depende íntimamente de uno. Uno tiene que ser técnicamente mucho más hábil para intentar el verso libre que para intentar lo que ustedes quizá reconozcan como anticuado. Desde luego, si alguno resultara ser Walt Whitman, tendrá el ímpetu íntimo, o la urgencia íntima, que lo haga capaz y digno del verso libre, pero no todos tenemos esa suerte.
  
Yo cometí ese error cuando publiqué el primer poemario mío, Fervor de Buenos Aires, hace ya mucho tiempo, en el año 1923. Escribí ese libro en verso libre —había leído a Whitman, desde luego— porque creí que era más fácil. Ahora sé que es ciertamente más difícil. Si yo tuviera que escribir algo en el momento, si tuviera que fabricar algo en apuros, recurriría a una forma convencional, ya que es más fácil para mí. De modo que mi consejo a los poetas jóvenes es el de empezar por las formas clásicas del verso y sólo después de eso ensayar posibles innovaciones. Recuerdo una observación de Oscar Wilde, una observación profética. Él dijo: «Were it not for the sonnet, the set forms of verse, we should all be at the mercy of genius» (Si no fuera por el soneto, las formas cerradas del verso, todos habremos de estar a merced de la genialidad). Esto es lo que está ocurriendo actualmente; al menos esto es lo que está ocurriendo en mi país. Casi todos los días recibo libros de versos que me ponen a merced de la genialidad; es decir, libros que me parecen bastante sin sentido. Ni siquiera las metáforas en ellos son discernibles. Se supone que la metáfora es el contacto momentáneo de dos imágenes, pero en estos libros yo no veo tales contactos. Tengo la impresión de que todo ha sido hecho de un modo azaroso, como por una especie de computadora desquiciada. ¡Y se espera que yo sienta o disfrute algo! Yo cometí ese error de genialidad en ese primer libro mío (creo que en el segundo también; acaso también en el tercero), y luego descubrí que hay algo realmente mágico e inexplicable en los sonetos. Esta forma, que en sí misma parece ser parcialmente azarosa con sus varios patrones y esquemas de rima —el italiano, el shakesperiano, el spenseriano— es capaz de producir muy diversos tipos de poemas.

Lo que digo es que, a la larga, para romper las reglas, uno debe conocer las reglas antes. Ahora, todo esto es muy evidente, pero a pesar de su obviedad, no parece haber sido comprendido por la mayoría de los jóvenes, para no mencionar a los adultos, como es mi caso. En un momento podemos leer algunos de mis versos, que, para probar que no estoy muy seguro de lo que he estado diciendo, estarán, lo temo, en verso libre. Pero yo he vuelto al verso libre después de haber ensayado otras formas del verso.

Esto nos lleva a otro tema interesante: ¿Por qué a veces escribo en verso libre y en otras escribo sonetos? Ésta es una especie de misterio central: cómo se escriben mis poemas. Puedo estar caminando por la calle o subiendo y bajando las escaleras de la Biblioteca Nacional y, de pronto, siento que algo va a ocurrir. Entonces, trato de situarme en actitud pasiva. Tengo que estar atento a lo que está por ocurrir. Y luego surge algo, que puede ser un cuento o puede ser un poema, ya sea en verso libre o en alguna forma cerrada. Lo importante en este punto es no falsear. Debemos, a fin de no ser ambiciosos, dejar que el Espíritu Santo o la musa o el inconsciente —si prefieren la mitología moderna— hagan lo suyo con nosotros. Ya que cuando yo escribo algo, tengo la sensación de que ese algo preexiste. Pero no tengo la sensación de inventarlo; las cosas son así. Son así, pero están escondidas y mi deber de poeta es encontrarlas. Por eso, en el debido momento, si no me he estado engañando, me será dada una línea, o quizá alguna vaga noción —acaso una imagen— de un poema, todavía lejano. A veces, apenas puedo descifrarlo; luego esa forma borrosa, esa vaga nube, cobra forma, y entonces oigo mi voz interna que me dice algo. Desde el ritmo de lo primero que oigo, eso me deja sospechar si voy a escribir un poema blanco o un soneto. Ésta es una de las formas de hacerlo.

La otra forma, que yo no creo conveniente, es tener el argumento de antemano. El argumento, sin embargo, a mí me es dado también. Por ejemplo, hace dos o tres días, de pronto, me di cuenta de que tenía una idea para el argumento de un poema. Pero es todavía muy pronto para mí para hacer nada con él; tiene que esperar el momento oportuno, y a su debido tiempo seguirá su curso. Una vez que me he comprometido con dos o tres líneas, conozco la forma general de la totalidad del poema, y sé si será en verso libre o en alguna forma convencional. Todo esto se reduce a un simple enunciado: la poesía le es dada al poeta. El escritor vive, la tarea de ser poeta no se cumple en determinado horario. Quien es poeta lo es siempre, y se ve asaltado por la poesía continuamente. Yo no creo que un poeta pueda sentarse deliberadamente y escribir. Si lo hiciera, nada que valga la pena puede resultar de eso. Yo hago lo posible por resistir esa tentación. ¡En ocasiones me pregunto cómo he llegado a escribir varios poemarios! Sin embargo, yo dejo que los poemas insistan, y a veces son tan obstinados y tenaces que consiguen abrirse camino conmigo. Es entonces que pienso: si no escribo esto, seguirá insistiendo y preocupándome; lo mejor que puedo hacer es escribirlo. Una vez escrito, sigo el consejo de Horacio y lo hago a un lado por una semana o diez días. Y luego, por supuesto, descubro que he cometido muchos errores flagrantes, de modo que los pulo. Luego de tres o cuatro intentos, me doy cuenta de que no puedo hacerlo mejor y que cualquier otra variación podría arruinarlo. Es, pues, entonces que lo publico. Ahora, ¿por qué lo publico? Alfonso Reyes, el gran escritor mejicano, y en ocasiones el máximo poeta mejicano, me dijo: «tenemos que publicar lo que escribimos porque si no lo hacemos, probando todas las posibles variaciones, no paramos de modificarlo y no vamos más allá de eso; publicamos para no pasarnos la vida corrigiendo borradores, para librarnos de un texto». De modo que lo mejor es publicarlo y pasar a otra cosa.

Yo sé muy poco de mi propia obra de memoria, porque no me gusta lo que escribo. De hecho, me encuentro personalmente expresado mucho mejor en la escritura de otros poetas que en la mía propia, ya que conozco todos mis errores; conozco todas las fisuras y todos los rellenos, sé que una línea particular es débil, y así. Yo leo a otros poetas de manera diferente; no los examino muy de cerca.

Y ahora, antes de que leamos uno de los poemas míos, ¿hay alguna pregunta? Yo soy sumamente agradecido de las preguntas, y quizá agregue que no me gusta la conformidad. Me gusta que me corrijan.

Estudiante: Con respecto a escribir en formas cerradas, ¿no cree que depende del tipo de poesía con la que uno haya crecido? Por ejemplo, yo no puedo imaginarme escribiendo sonetos o coplas rimadas.

Borges: Yo lo lamento mucho. Pero creo que es bastante raro que usted sienta tan poca curiosidad por el pasado. Si usted escribe en inglés, usted sigue una tradición. El lenguaje mismo es una tradición. ¿Por qué no seguir esa larga e ilustre tradición de sonetistas, por ejemplo? Yo encuentro muy extraña la ignorancia de la forma. Después de todo, no hay muchos poetas que escriban en buen verso libre, pero son muchos los escritores que han dominado las otras formas. Incluso Cummings escribió muchos buenos sonetos; yo recuerdo algunos de ellos de memoria. Yo no creo que sea posible descartar todo el pasado. Si lo hiciera, usted correría el riesgo de descubrir cosas que ya han sido descubiertas. Yo creo que eso se debe a la falta de curiosidad. ¿No siente usted curiosidad por el pasado? ¿No siente curiosidad por sus compañeros poetas de este siglo? ¿Y del último siglo? ¿Y del siglo dieciocho? ¿John Donne no significa nada para usted? ¿O Milton? Realmente, yo no puedo ni siquiera empezar a contestar esa pregunta suya.

Estudiante: Uno puede leer a los poetas del pasado e interpretar lo aprendido en el verso libre.

Borges: Lo que yo no consigo entender es por qué uno debería empezar por tratar de hacer algo que es tan difícil, como lo es el verso libre.

Estudiante: Pero yo no lo encuentro difícil.

Borges: Bueno, yo no conozco su escritura, de modo que en realidad no puedo juzgarlo. Acaso escribir sea fácil y leer sea difícil. Sin embargo, yo diría que, en la mayoría de los casos, eso tiene algo que ver con la haraganería. Hay, desde luego, excepciones, tales como Whitman, Sandburg, Edgar Lee Masters. Yo pienso que un argumento en favor del verso libre es que el lector sabe que no se espera de él que obtenga ninguna información del poema o que sea persuadido de algo, a diferencia de una página de prosa, que puede pertenecer a lo que De Quincey llamó la «literatura de conocimiento» y no a la «literatura de poder». El lector espera emocionarse con el verso libre, sentirse elevado y revivido, sentirse conmovido por las emociones. Quiero decir que en el verso libre hay algo que lo afectará físicamente. Incluso cuando no fuera muy eufónico, y generalmente no lo es, el lector conoce aún el ánimo que el poeta quiere que tenga cuando lea el poema.

Estudiante: Yo pienso que es difícil relacionarse con formas antiguas y frecuentemente desconocidas. ¿Cree usted que es posible crear nuevas formas en las que escribir?

Borges: Bueno, supongo que teóricamente puede ser posible. Pero lo que en realidad quería decir, y no lo he dicho todavía, es que siempre hay una estructura, y empezar con una estructura evidente es ciertamente más fácil. Tiene que haber una estructura. Creo que Mallarmé dijo: «En vérité, il n’y a pas de prose. Toutes les fois qu’il y a effort au style, il y a versification» (en realidad, no hay tal cosa como la prosa; toda vez que uno se preocupa por el estilo, hay versificación). Esto iría con lo que dijo Stevenson: «The difference between verse and prose lies in the fact that when you are reading you expect something, and you get it» (la diferencia entre el verso y la prosa reside en el hecho de que cuando uno está leyendo —él se refería a las formas clásicas del verso— uno espera algo, y lo obtiene). Pero también dijo de la prosa que una frase tiene que terminar de manera inesperada y grata a la vez, y eso es, muchas veces, bastante difícil. En cambio, Monsieur Jourdain dijo que pasó su vida hablando en prosa sin saberlo, y estaba equivocado. Uno no habla en prosa, uno trata de hacerse entender. Si yo quisiera escribir ahora lo que he dicho, estaría tratando de prosificar, y tendría, sin duda, diversos problemas que resolver.

Todo esto, en suma, significa que la diferencia entre, digamos, un soneto de Keats y una página en verso libre de Whitman radica en el hecho de que en el caso del soneto la estructura es evidente —de modo que es más fácil de hacer— mientras que si uno trata de escribir algo como «Children of Adam» («Los hijos de Adán») o «Song of Myself» («Canto a mí mismo»), uno tiene que inventarse su propia estructura. Sin estructura, el poema sería informe, y yo no creo que un poema pueda permitirse eso.

Pasemos, pues, a un poema ahora. Quizá debamos empezar con «Junio 1968». Es un poema autobiográfico, al menos yo pensé que lo era. Me sentía feliz cuando lo escribí, pero quizá no me sentía tan feliz como creía. Mi amigo Norman Thomas di Giovanni leerá el poema, y podemos detenernos para discutirlo en diferentes puntos.

Di Giovanni

Junio 1968

En la tarde de oro
o en una serenidad cuyo símbolo
podría ser la tarde de oro,
el hombre dispone los libros
en los anaqueles que aguardan
y siente el pergamino, el cuero, la tela
y el agrado que dan
la previsión de un hábito
y el establecimiento de un orden.
Stevenson y el otro escocés, Andrew Lang,
reanudarán aquí, de manera mágica,
la lenta discusión que interrumpieron
los mares y la muerte
y a Reyes no le desagradará ciertamente
la cercanía de Virgilio.
(Ordenar bibliotecas es ejercer,
de un modo silencioso y modesto,
el arte de la crítica).
El hombre, que está ciego,
sabe que ya no podrá descifrar
los hermosos volúmenes que maneja
y que no le ayudarán a escribir
el libro que lo justificará ante los otros,
pero en la tarde que es acaso de oro
sonríe ante el curioso destino
y siente esa felicidad peculiar
de las viejas cosas queridas.

Borges: Todo el asunto del poema es esa rara felicidad que sentí, aunque estaba ciego, de regresar a mis libros y disponerlos en los anaqueles. Me sentí bastante lúcido cuando lo hice. El hecho de que el hombre (que soy yo) sea ciego está sugerido a lo largo de todo el poema.

Di Giovanni: Puedo recordarle que ese episodio tuvo lugar justo después de que regresara de pasar un año en Harvard, usted se estaba mudando a un departamento nuevo. Regresar a sus libros después de una larga ausencia fue tanto más placentero.

Borges: Naturalmente, yo había regresado hacía poco tiempo a Buenos Aires. Yo estaba tocando esos libros otra vez; estaba sintiéndolos, aunque ya no podía leerlos.

Di Giovanni:
En la tarde de oro
o en una serenidad cuyo símbolo
podría ser la tarde de oro

Borges: Ahí es donde se sugiere la ceguera. Yo no sé si la tarde era dorada, de modo que no podía verla. Estoy insinuando la ceguera. La felicidad y la ceguera son los temas centrales del poema. Vean, es «en una serenidad cuyo símbolo/ podría ser la tarde de oro». Tanto es así que el tiempo pudo haber estado sombrío.

Di Giovanni:
el hombre dispone los libros
en los anaqueles que aguardan
y siente el pergamino, el cuero, la tela

Borges: Aquí, otra vez, el lector recibe la sugerencia de que el hombre está ciego. Sin embargo, no la recibe de una manera muy evidente. Nada se dice sobre los textos o la tipografía de los libros. Él está disfrutando de los libros, no con sus ojos sino con sus dedos.

Di Giovanni:
y el agrado que dan
la previsión de un hábito
y el establecimiento de un orden.

Borges: Mientras disponía esos libros en los anaqueles, sabía que recordaría dónde los había dispuesto, de modo que ese día perduraría felizmente por mucho tiempo. También está involucrada aquí la idea de que eso era solo un principio, la idea de que lo que estaba haciendo en ese momento continuaría y administraría un posible o, incluso, verosímil futuro.

Di Giovanni: Stevenson y el otro escocés, Andrew Lang

Borges: Ellos son dos de mis escritores favoritos, y amigos.

Di Giovanni:
reanudarán aquí, de manera mágica,
la lenta discusión que interrumpieron
los mares y la muerte

Borges: Porque Stevenson murió antes que Andrew Lang. Andrew Lang escribió un muy buen artículo sobre él en un libro llamado Adventures Among Books (Aventuras entre libros). Ellos fueron leales amigos y supongo que compartieron muchas buenas discusiones literarias. Éstos son dos hombres por quienes siento un afecto personal, como si los hubiera conocido. Si yo tuviera que hacer una lista de amigos, yo incluiría no sólo a mis amigos personales, a mis amigos físicos, también incluiría a Stevenson y a Andrew Lang. Aunque ellos quizá no habrían aprobado mi trabajo, creo que les habría gustado la idea de que un mero sudamericano, separado de ellos por el tiempo y el espacio, los admirara por sus obras.

Di Giovanni: y a Reyes no le desagradará ciertamente la cercanía de Virgilio.

Borges: He mencionado a Alfonso Reyes porque él fue uno de los mejores amigos que tuve. Cuando yo era sólo un joven muchacho en Buenos Aires, cuando no era nadie en particular salvo el hijo de Leonorcita Acevedo o el nieto del Coronel Borges, Reyes intuyó, de algún modo, que yo sería un poeta. Recordemos que él era bastante famoso; había renovado la prosa en castellano y era un muy buen escritor. Recuerdo que yo solía mandarle mis manuscritos, y él leía no lo que yacía en la superficie del manuscrito sino lo que yo había intentado hacer. Luego, él le decía a la gente: qué buen poema ha escrito este joven muchacho Borges. Pero al examinar el poema, ya lejos del mágico poder de Reyes, ellos no veían otra cosa que la mera torpeza de mis ensayos de versificación. Reyes, yo no sé cómo, adivinaba lo que yo me había propuesto hacer y lo que mi inexperiencia literaria me había impedido hacer.

Incluí a Virgilio ya que, para mí, Virgilio representa la poesía. Chesterton, que era un hombre muy ingenioso y muy sabio, dijo de alguien quien había sido acusado de imitar a Virgilio que tener una deuda con Virgilio es como tener una deuda con la naturaleza. No es un caso de plagio. Virgilio está aquí para todos los tiempos. Tanto es así que si tomáramos una línea de Virgilio, bien podríamos decir que tomamos una línea de la luna o del cielo o de los árboles. Y yo, desde luego, sabía que a Reyes, en su propio paraíso secreto, le habría gustado encontrarse cerca de Virgilio. En fin, pienso que ordenar libros en una biblioteca —de un modo silencioso y modesto— es una forma de la crítica literaria.

Di Giovanni: Ésas son las próximas tres líneas, Borges.
(Ordenar bibliotecas es ejercer,
de un modo silencioso y modesto,
el arte de la crítica).

Borges: Sí, soy bastante incapaz de invención. Y debo recurrir a ese escritor menor sudamericano, Borges.

Di Giovanni: El hombre, que está ciego

Borges: Ahora vemos el hecho de que el hombre está ciego. Podríamos llamar a ésa la frase clave, el hecho central: la idea de felicidad en la ceguera. Lo digo de manera no premeditada. No digo «el hombre es ciego», porque ése sería un enunciado algo amplio, sería muy afirmativo. Digo, en cambio, «El hombre, quien, dicho sea de paso, es ciego», y eso lo hace, creo, más eficaz. Es una voz diferente. Uno tiene que ir administrando la información a medida que avanza.

Di Giovanni:
sabe que ya no podrá descifrar
los hermosos volúmenes que maneja
y que no le ayudarán a escribir
el libro que lo justificará ante los otros

Borges: En aquel tiempo, tenía muchos planes para escribir libros. Tenía la esperanza de poder escribir un libro sobre la poesía del inglés antiguo y, quizá, una novela o un libro de cuentos. Al mismo tiempo, dudaba si sería de hecho capaz de hacerlo. De cualquier modo, esos libros estaban ahí amistosamente, eran una forma de amistoso aliento.

Di Giovanni: Pero usted ya ha escrito dos libros desde que escribió este poema.

Borges: Y bueno, qué vamos a hacer. Debo disculparme con ustedes. No puedo evitar escribir: ¡es un mal hábito! Tengo una anécdota que puedo contarles, ya que, después de todo, no les estoy hablando a todos ustedes —eso es una abstracción— sino a cada uno de ustedes, en confidencia. Pues bien, recuerdo que una vez yo le estaba hablando a un antiguo amor mío. Ella había sido la mujer más hermosa de Buenos Aires. Yo he estado enamorado de ella, pero ella nunca me hizo caso. La primera vez que me vio, ella hizo un gesto, cuyo significado es éste: «¡No, no me proponga casamiento, no!» Pero después de que todo eso terminara, hemos tenido una especie de broma fija entre nosotros. Una vez le dije: «Bueno, nos conocemos hace tanto tiempo, y aquí estamos los dos…» y yo estaba, desde luego, a punto de ponerme sentimental. Entonces ella me dijo (ella era irlandesa-noruega): «No, yo soy sólo un mal hábito». Y yo tengo ese mal hábito de escribir. No logro detenerme.

Di Giovanni: pero en la tarde que es acaso de oro

Borges: Otro recordatorio de su ceguera.

Di Giovanni:
sonríe ante el curioso destino
y siente esa felicidad peculiar

Borges: Porque ser ciego y que la posesión de los libros le deparara placer es un destino peculiar. Además, yo había tomado un nuevo hogar, y anhelaba diversas formas de felicidad.

Di Giovanni: de las viejas cosas queridas.

Borges: El poema es en su totalidad autobiográfico. Pensé, entonces, que algo más podía intentarse basándome en esa misma experiencia. Pero cuando lo intenté por segunda vez, dije: «Seré más inventivo y me olvidaré de mí mismo; escribiré una especie de historia fabulosa o una parábola, quizá kafkiana». Yo era muy ambicioso, y acaso todavía lo sea. De cualquier modo, finalmente terminé escribiendo un fingido poema chino. Uno reconoce que es chino por la cantidad de detalles. Sin embargo, el poema es de hecho una forma de transmutación. Es la misma experiencia que «Junio 1968», transfigurada. Quizá para el lector casual los dos poemas no sean el mismo. Pero yo sé que lo son; les doy mi palabra de honor.

El guardián de los libros

Ahí están los jardines, los templos, y la justificación de los templos,
la recta música y las rectas palabras,
los sesenta y cuatro hexagramas,
los ritos que son la única sabiduría
que otorga el Firmamento a los hombres,
el decoro de aquel emperador
cuya serenidad fue reflejada por el mundo, su espejo,
de suerte que los campos daban sus frutos
y los torrentes respetaban sus márgenes,
el unicornio herido que regresa para marcar el fin,
las secretas leyes eternas,
el concierto del orbe;
esas cosas o su memoria están en los libros
que custodio en la torre.

Los tártaros vinieron del Norte
en crinados potros pequeños;
aniquilaron los ejércitos
que el Hijo del Cielo mandó para castigar su impiedad,
erigieron pirámides de fuego y cortaron gargantas,
mataron al perverso y al justo,
mataron al esclavo encadenado que vigila la puerta,
usaron y olvidaron a las mujeres
y siguieron al Sur,
inocentes como animales de presa,
crueles como cuchillos.
En el alba dudosa
el padre de mi padre salvó los libros.
Aquí están en la torre donde yazgo,
recordando los días que fueron de otros,
los ajenos y antiguos.

En mis ojos no hay días. Los anaqueles
están muy altos y no los alcanzan mis años.
Leguas de polvo y sueño cercan la torre.
¿A qué engañarme?
La verdad es que nunca he sabido leer,
pero me consuelo pensando
que lo imaginado y lo pasado ya son lo mismo
para un hombre que ha sido
y que contempla lo que fue la ciudad
y ahora vuelve a ser el desierto.
¿Qué me impide soñar que alguna vez
descifré la sabiduría
y dibujé con aplicada mano los símbolos?
Mi nombre es Hsiang. Soy el que custodia los libros,
que acaso son los últimos,
porque nada sabemos del Imperio
y del Hijo del Cielo.
Ahí están en los altos anaqueles,
cercanos y lejanos a un tiempo,
secretos y visibles como los astros.
Ahí están los jardines, los templos.

Di Giovanni: Ahí están los jardines, los templos, y la justificación de los templos

Borges: Los jardines y los templos nos hacen pensar en algo pagano y antiguo.

Di Giovanni: la recta música y las rectas palabras, los sesenta y cuatro hexagramas

Borges: Ahí estaba pensando en el I Ching, o libro de las mutaciones chino, y en los sesenta y cuatro hexagramas, que están compuestos de sesenta y cuatro líneas enteras o partidas, combinadas de los sesenta y cuatro modos posibles.

Di Giovanni: los ritos que son la única sabiduría que otorga el Firmamento a los hombres

Borges: Ahí estaba haciendo lo posible por ser chino. Tenemos hexagramas, ritos y un Firmamento. Yo estaba tratando de ser tan chino como debería serlo un buen estudiante de Arthur Waley.

Di Giovanni: el decoro de aquel emperador cuya serenidad fue reflejada por el mundo, su espejo

Borges: Eso fue plagiado de Confucio, y vertido al castellano, desde luego.

Di Giovanni: de suerte que los campos daban sus frutos y los torrentes respetaban sus márgenes, el unicornio herido…

Borges: Eso se refiere a alguna biografía o leyenda de Confucio. Parece que cuando su madre estaba a punto de dar a luz apareció un unicornio —yo vi un retrato de ese unicornio— y un río empezó desde el cuerno. El tiempo pasó, el unicornio regresó y Confucio supo entonces que su vida había terminado. También nos recuerda a Mark Twain y al cometa Halley. De modo que éstas son dos cosas maravillosas que aparecen y desaparecen a un tiempo: el unicornio y Confucio, el cometa y Mark Twain.

Di Giovanni: …que regresa para marcar el fin

Borges: «Que regresa para marcar el fin» puede ser muy contemporáneo. Cuando uno llega a mi edad tiende a pensar que el campo se está desmoronando. De hecho, el campo está siempre desmoronándose, y, de algún modo, siempre se salva.

Di Giovanni:
las secretas leyes eternas,
el concierto del orbe

Borges: Eso es ser chino y profético, yo supongo.

Di Giovanni: esas cosas o su memoria están en los libros que custodio en la torre.

Borges: Aquí regreso al primer poema mío disfrazado de chino.

Di Giovanni: Los tártaros vinieron del Norte en crinados potros pequeños

Borges: Los potros tenían que ser pequeños, porque si hubiera dicho «en crinados potros altos» hubiera sido muy grandilocuente. Los mantuve de poca alzada para estar en lo seguro.

Di Giovanni: aniquilaron los ejércitos que el Hijo del Cielo mandó para castigar su impiedad

Borges: Aquí estaba tratando de que el lector sintiera pena por el Hijo del Cielo, quien envía ejércitos para castigar a estos mongoles pero es, en cambio, vencido.

Di Giovanni: erigieron pirámides de fuego y cortaron gargantas

Borges: Tengo que disculparme con ustedes por las gargantas cortadas. Estaba meramente siendo argentino; sí, tengo esa costumbre. De hecho, uno de mis antepasados fue degollado. Se lo hicieron muy diestramente y muy rápido. Yo creo que es ciertamente mejor que la silla eléctrica.

Di Giovanni:
mataron al perverso y al justo,
mataron al esclavo encadenado que vigila la puerta

Borges: Parece que eso era una costumbre en las naciones de Oriente. Hay algo en Chuang Tzu acerca de un vigilante encadenado a una puerta. Y luego en Salammbô de Flaubert, cuando Hannibal entra a ver sus tesoros, hay también ahí un esclavo encadenado.

Di Giovanni:
usaron y olvidaron a las mujeres
y siguieron al Sur,
inocentes como animales de presa,
crueles como cuchillos.

Borges: Sí, los imagino más como lobos que como hombres.

Di Giovanni:
En el alba dudosa
el padre de mi padre salvó los libros.
Aquí están en la torre donde yazgo,
recordando los días que fueron de otros,
los ajenos y antiguos.

Borges: Tenía que ser una torre, ya que verosímilmente podía permanecer erguida después de que el resto de la aldea fuera desvastada. De lo alto de la torre él hubiera podido ver muchas cosas. Y ahora me avengo al hecho de que él no podía ver.

Di Giovanni: En mis ojos no hay días. Los anaqueles

Borges: Como ven, estuvo mintiendo desde el principio.

Di Giovanni:
están muy altos y no los alcanzan mis años.
Leguas de polvo y sueño cercan la torre.

Borges: Originalmente, escribí ese verso —«leguas de polvo y sueño»— en la estancia de Alicia Jurado. Ella después lo usó como título de un libro suyo.

Di Giovanni:
¿A qué engañarme?
La verdad es que nunca he sabido leer,
pero me consuelo pensando
que lo imaginado y lo pasado ya son lo mismo

Borges: Ahí estoy, para ser anticuado, enumerando agonías. Hablo del hombre como si fuera ciego, como si hubiera perdido la capacidad de leer los libros, y luego paso a algo todavía peor, paso al hecho de que es iletrado y que nunca ha sabido leer. Su destino, en un sentido, era o es —no sé que palabra debería usar, de modo que todo esto es imaginario— peor que el mío. Yo, al menos, he leído a Stevenson; él, en cambio, no pudo leer sus libros de sabiduría.

Di Giovanni:
para un hombre que ha sido
y que contempla lo que fue la ciudad
y ahora vuelve a ser el desierto.

Borges: Él supo esto, aunque en realidad no la haya visto.

Di Giovanni:
¿Qué me impide soñar que alguna vez
descifré la sabiduría
y dibujé con aplicada mano los símbolos?
Mi nombre es Hsiang.

Borges: Tomé el nombre de Chuang Tzu, pero no tengo idea de cómo se pronuncia.

Di Giovanni:
Soy el que custodia los libros,
que acaso son los últimos,
porque nada sabemos del Imperio
y del Hijo del Cielo.

Borges: Aquí, otra vez, la idea de la civilización que declina.

Di Giovanni:
Ahí están en los altos anaqueles,
cercanos y lejanos a un tiempo,
secretos y visibles como los astros.

Borges: Otra vez, me estoy refiriendo a la secreta presencia de los libros que encontramos también en el primer poema. Este segundo poema puede pensarse como una especie de fábula o de parábola; sin embargo, todavía estoy escribiendo a partir de mi experiencia personal.

Di Giovanni: Y la última línea:
Ahí están los jardines, los templos.

Borges: Para sorpresa mía, me parece un poema bastante bueno, aunque yo lo haya escrito. Me pregunto qué piensan ustedes.

Estudiante: ¿Todavía puede ver jardines y templos desde adentro de la torre?

Borges: No, no puede. Todo el pueblo ha sido devastado. La idea es que dentro de los libros todavía puede encontrarse un orden perdido, ese orden es la civilización. En este poema, pienso en la civilización como si hubiera sido destruida por los mongoles. Y aun así, el orden —esa civilización asiática donde ocurrió todo, digamos, un siglo atrás o más— todavía está ahí en los libros, salvo que nadie puede descifrarla, ya que este hombre es el único sobreviviente, y él está ciego.

Estudiante: ¿Cree usted que sea posible escribir poesía mayor en más de una lengua?

Borges: Me pregunto si se habrá hecho. Yo pienso que ya es muy difícil escribir poesía mayor en una sola lengua, aunque quizá hubo quienes pudieron hacer ese tipo de cosas en la Edad Media, con el latín, por ejemplo. Podemos explorar el caso de Eliot. No estoy seguro de que Eliot —un prosista ejemplar— sea un poeta mayor, pero estoy bastante seguro de que sus poemas en francés son bastante flojos. Recuerdo otro caso, y es éste: cuando Rubén Darío, que tenía un conocimiento muy refinado y sensible del francés, intentó versificar en francés, el resultado fue por debajo de lo desdeñable. George Moore pensó que era un buen catedrático del francés; yo no creo que lo fuera, y sus versos en francés no figuran en ninguna parte. Son una suerte de broma, bueno, no diría una broma, pero una afección literaria bastante torpe. Milton, por lo demás, fue un gran poeta inglés, pero yo considero lo que escribió en italiano como meros ejercicios de versificación.

Estudiante: Me pregunto si tiene algo para decir acerca de la influencia del surrealismo en los poetas más jóvenes en América.

Borges: Yo sé muy poco sobre surrealismo, pero he sido un asiduo lector de los expresionistas alemanes, que escribieron antes que los surrealistas. He intentado traducciones de poetas como Wilhelm Klemm, Johannes Becher y August Stramm; los poetas que escribieron en la revista pacifista Die Aktion. Pero, desde luego, no ha podido hacerse. La belleza de esos poemas depende de las palabras compuestas, y eso no puede hacerse en castellano. El resultado fue un miserable fracaso. Lo mismo ocurre, en otro idioma, cuando se lo traduce a Joyce. Pero para volver a la pregunta, supongo que cuando usted se refiere al surrealismo, usted está pensando en un tipo de poesía que va, acaso, más allá de la realidad. ¿Está usted al tanto de que se han hecho intentos anteriores a los surrealistas, y que algunos de ellos son ciertamente mejores? Alice in Wonderland (Alicia en el país de las maravillas) y Through the Looking Glass (A través del espejo) son ejemplos de ello. También hay algunos versos en los poemas de Yeats. Y uno es éste: «That dolphintorn, that gong-tormented sea» (ese delfín-rasgado, ese gong-atormentado mar). Él no está pensando en ningún mar de la geografía ni de la imaginación, ni siquiera de la tierra de los sueños. Yeats muchas veces crea nuevos objetos, y eso —si funciona— es legítimo. Desde el punto de vista teórico, todos los experimentos deberían ensayarse y todo es posible. Los primeros comentarios míos se refieren meramente al hecho de que quizá sea más fácil usar las formas convencionales que tratar de inventar nuevas; y que, en cualquier caso, es más seguro saber todo sobre tales formas que empezar por romper las reglas. Todo joven poeta se siente un Adán que nombra las cosas. Pero lo cierto es que un poeta no es Adán y que tiene una larga tradición detrás de él. Esa tradición es el lenguaje en el que escribe y la literatura que ha leído. Yo creo que es más prudente para un joven escritor demorar la invención y la irreverencia por un tiempo y tratar meramente de escribir como algún buen escritor a quien admire. Stevenson dijo que él empezó encarnando un «sedulous ape» (un remedo diligente) de Hazlitt. Desde luego, la frase «sedulous ape» ya es prueba de la originalidad de Stevenson. Yo no creo que Hazlitt hubiera usado la expresión «sedulous ape».

Di Giovanni: ¿Borges, quiere decir algo acerca de cómo escribe usted los poemas? Los poemas que acabamos de leer fueron originalmente dictados en español. ¿Cuánto tiempo elabora un poema en su cabeza antes de comenzar a dictarlo? ¿Qué es lo que evalúa?

Borges: Naturalmente, hago borradores mentales que voy probando. Yo leí en Something of Myself (Algo de mí mismo) de Kipling que él probaba cada línea y que sólo cuando las había purificado de errores, las escribía. Yo hago lo mismo. Mis primeros borradores los hago siempre caminando por la calle, como ya he dicho antes. Cuando me doy cuenta de que estoy por olvidarlo, dicto lo que tenga. Si no lo hago, me veo obstaculizado por el hecho de tener que retenerlo en la memoria. Luego continúo, puliendo y repuliendo.

MacShane: Me gustaría saber sobre la próxima etapa. ¿Cómo revisa las líneas que ha dictado?

Di Giovanni: Borges a mí no me dicta en español.

Borges: Una de las razones por las que no lo hago —y aquí puedo decirlo a salvo— es que tengo una secretaria muy eficiente —eficiente en el sentido de que ella es completamente necia. Supongamos, por ejemplo, que en vez de decir «yo soy», cometí el error de decir «yo es». Ella escribiría eso último. Y mi amigo di Giovanni puede atestiguar el hecho de que leyendo manuscritos míos se encuentra a menudo y bastante de golpe con las palabras «coma» o «punto y coma». Pero me siento bastante seguro con ella y no puedo engañarme. Ella es una mujer muy agradable y me tiene mucho cariño, lo que hace que todo sea más fácil. En cambio, cuando trato de dictarle a mi madre, todo es bastante más difícil. Ella dice, «¡No, esto no va!» o «¡Cómo pudiste escribir eso!» Esa aguda anciana tiene apenas noventa y cinco años.

Di Giovanni: Y hay otra razón: yo no puedo tomar dictado y hacer también el otro trabajo que debo hacer, así que tiene que haber esta división del trabajo.

Borges: ¿Por qué dice que no puede tomar dictado?

Di Giovanni: Porque mientras usted está dictando en la mañana, yo estoy en mi casa preparando el trabajo que haremos juntos esa misma tarde.

Borges: Por supuesto, el error es mío. Él prepara todo durante la mañana y luego traducimos juntos durante la tarde. Bueno, él es quien hace todo el trabajo en realidad.

Di Giovanni: Pero ocasionalmente, en viajes, cuando esa maravillosa mujer no está con nosotros, sí le tomo dictado. Yo estoy a mitad de camino entre esa mujer y la madre: yo escribo los puntos y comas como puntos y comas, y no lo critico directamente.

Borges: Mi madre es muy crítica de mi trabajo.

Di Giovanni: Yo hago todas mis críticas cuando hacemos las traducciones. Borges, tengo una idea. ¿Por qué no probamos ese poema nuevo titulado «El centinela»?

Borges: Sí, por qué no.

El centinela

Entra la luz y me recuerdo; ahí está.
Empieza por decirme su nombre, que es (ya se entiende) el mío.
Vuelvo a la esclavitud que ha durado más de siete veces diez años.
Me impone su memoria.
Me impone las miserias de cada día, la condición humana.
Soy su viejo enfermero; me obliga a que le lave los pies.
Me acecha en los espejos, en la caoba, en los cristales de las tiendas.
Una u otra mujer lo ha rechazado y debo compartir su congoja.
Me dicta ahora este poema, que no me gusta.
Me exige el nebuloso aprendizaje del terco anglosajón.
Me ha convertido al culto idolátrico de militares muertos, con los que acaso 
       no podría cambiar una sola palabra.
En el último tramo de la escalera siento que está a mi lado.
Está en mis pasos, en mi voz.
Minuciosamente lo odio.
Advierto con fruición que casi no ve.
Estoy en una celda circular y el infinito muro se estrecha.
Ninguno de los dos engaña al otro, pero los dos mentimos.
Nos conocemos demasiado, inseparable hermano.
Bebes el agua de mi copa y devoras mi pan.
La puerta del suicida está abierta, pero los teólogos afirman que en la sombra ulterior 
       del otro reino, estaré yo, esperándome.

Borges: Bueno, eso es todo.

Di Giovanni: ¿Quiere hablar sobre la otra pieza autobiográfica?

Borges: Escribí otra pieza autobiográfica titulada «Borges y yo», y esos dos poemas son aparentemente el mismo. Sin embargo, hay algunas diferencias. Y son éstas: en «Borges y yo» me preocupa la división entre el hombre privado y el hombre público. En «El centinela» me interesa la sensación que tengo cada mañana cuando me despierto y descubro que soy Borges. Lo primero que hago es pensar en mis muchas preocupaciones. Antes de despertarme, no era nadie o, acaso, todos y todo —sabemos tan poco sobre el sueño—; pero al despertar, me siento acalambrado, y tengo que regresar al pesado trabajo de ser Borges. De modo que éste es un contraste de distinto tipo. Tiene que ver con algo muy profundo dentro de mí: el hecho de que me siento consternado por ser un individuo particular, viviendo en una ciudad particular, en un tiempo particular, y así. Esto podría pensarse como una variación del tema de Jekyll y Hyde. Stevenson pensó en la división en términos éticos, pero aquí la división es difícilmente ética. Está entre la elevada y sucinta idea de ser todas las cosas o nada en particular y el hecho de haberse convertido en un solo hombre. Es la diferencia entre el panteísmo —por lo que sabemos, somos Dios cuando dormimos— y ser meramente el señor Borges en Nueva York.

En fin, querría hacer una observación final. A lo largo del poema, hay siempre una suerte de alternancia entre el hecho de que soy dos y el hecho de que soy uno. Por ejemplo, en ocasiones hablo de «él», y luego, en otros momentos en el poema, estoy bastante solo, rodeado y encerrado por un ilimitado mundo circular. Y luego, al final, me encuentro conmigo mismo. Está siempre esta idea de la personalidad dividida. En ocasiones recurro a la metáfora del otro, del «centinela»; en otras, él me está esperando en lo alto de las escaleras, y luego, en el verso siguiente, él está dentro de mí, él es mi voz o está en mi rostro. Esta especie de juego se mantiene hasta el final. Luego digo que la puerta del suicidio está abierta —Stevenson escribió sobre la puerta abierta del suicidio en una de las novelas de él, y eso lo usó también Asturias—, pero suicidarse es inútil. Si soy inmortal, el suicidio no tiene caso.

Di Giovanni: ¿Quiere hacer algún comentario sobre el cambio que hizo en la última línea respecto de la versión original?

Borges: Al principio, escribí «…estarás ahí, esperándome». Luego pensé que sería ciertamente más eficaz decir: «estaré yo, esperándome». Refuerza la idea, como lo creían los escoceses, de la búsqueda, de un hombre viéndose a sí mismo. Creo que en la superstición judía la idea era que si un hombre se encontraba consigo mismo —su Doppelgänger, como lo llaman los alemanes—, ese hombre vería a Dios. En la similar superstición escocesa, la idea es que si uno se encuentra consigo mismo, se encuentra con su yo real, y este otro yo vendrá a buscarlo para llevárselo. Es por eso que en escocés «Doppelgänger» se dice «fetch» (buscar y traer). Creo que podemos encontrar algo como eso en la religión egipcia, donde el doble se llama el «ka», pero yo soy bastante inseguro sobre mitología egipcia.

Di Giovanni: Me gustaría decir una cosa más acerca de esa última línea. El poema fue impreso y publicado en su primera versión. La idea nueva se le ocurrió a Borges cuando trabajábamos en la traducción del poema, así que cambiamos esa línea en la versión en inglés. Antes de que el poema salga…

Borges: O se escape…

Di Giovanni: …en formato libro en español, haremos, pues, otra lectura, y luego Borges puede decidir qué versión prefiere.

Borges: Sí, y ya he decidido: «…estaré yo, esperándome».







En El aprendizaje del escritor, versión castellana de Julián Ezquerra [1973]
Transcripción de seminarios dictados en la Universidad de Columbia en 1971
Título original: Borges on Writing, Columbia University, 1972


Los interlocutores de Borges fueron Norman Thomas di Giovanni, su editor y traductor al inglés de muchas de sus principales obras, Frank MacShane, entonces director del Programa de Escritura y los estudiantes. A modo de seminarios, cada charla duró aproximadamente dos horas, tiempo en el que Borges conversó sobre las cuestiones fundamentales que debe enfrentar todo aspirante a escritor. Se organizaron tres ejes temáticos: “La ficción”, “La poesía” y “La traducción”.


Foto original color: Borges Sicily, Palermo, 1984
© Ferdinando Scianna Magnum Photos 1984 NN11572676


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