Salman Rushdie: «Ciudad Victoria» - Cap. I (fragmento)

14 de julio de 2024






El último día de su vida, cuando tenía doscientos cuarenta y siete años de edad, la milagrera, profetisa y poetisa ciega Pampa Kampana puso fin a su inmenso poema narrativo sobre Bisnaga y lo metió en una cazuela de barro sellada con cera en el corazón del Recinto Real ahora en ruinas, como mensaje para el futuro. Cuatro siglos y medio después encontramos la cazuela y leímos por primera vez la inmortal obra maestra titulada Jayaparajaya, que significa «Victoria y Derrota», escrita en sánscrito, tan larga como el Ramayana, compuesta de veinticuatro mil versos, y conocimos así los secretos del imperio que ella había hurtado a la historia durante más de ciento sesenta mil días. Nosotros conocíamos únicamente las ruinas de ese imperio, y el recuerdo de su historia estaba también en ruinas debido al paso del tiempo, a las imperfecciones de la memoria y a las falsedades de quienes vinieron después. Leyendo el libro de Pampa Kampana íbamos reconquistando el pasado, el imperio Bisnaga renacía tal como había sido en verdad, con sus mujeres guerreras, sus montañas de oro, su generosidad de espíritu y sus momentos de vileza, sus puntos débiles y sus puntos fuertes. Oímos por primera vez la historia completa del reino que empezó y terminó con una quema y una cabeza cortada. Lo que viene a continuación es esa misma historia contada en un lenguaje más llano por el presente autor, que no es ni un erudito ni un poeta sino un simple cuentacuentos que ofrece esta versión para el mero entretenimiento y posible instrucción del lector de hoy, sea joven o viejo, culto o menos culto, ya busque la sabiduría o le diviertan los disparates, gente del norte como del sur, seguidores de tal o cual dios o de ninguno, de miras amplias o de miras estrechas, hombres y mujeres y miembros de los géneros intermedios o de más allá, vástagos de la nobleza y plebeyos de carnet, gente buena y granujas, embaucadores y extranjeros, sabios humildes y tontos egoístas.

La historia de Bisnaga dio comienzo en el siglo XIV de nuestra era, en el sur de lo que ahora llamamos la India, Bhᾱrat, Hindustán. El viejo rey cuya cabeza separada del cuerpo lo puso todo a rodar no era un gran monarca, sino más bien un sucedáneo de gobernante como suele darse entre el declive de un gran reino y el nacimiento de otro. Su nombre era Kampila, del diminuto principado de Kampili, «Kampila Raya», siendo raya la versión regional de raja, rey. Este raya de segunda categoría estuvo el tiempo suficiente en su trono de tercera categoría como para edificar una fortaleza de cuarta categoría a orillas del río Pampa, levantar en su interior un templo de quinta categoría y hacer tallar unas intrincadas inscripciones en la pared de una colina pedregosa, pero luego vino el ejército del norte para dar buena cuenta de él. La batalla que siguió fue muy descompensada, hasta el punto de que nadie se molestó en ponerle un nombre; una vez que la gente del norte hubo aplastado a las huestes de Kampila Raya y matado a la mayor parte de su ejército, prendieron al reyezuelo y le cortaron la descoronada cabeza. Después la rellenaron de paja y la enviaron al norte para deleite del sultán de Delhi. Ni la batalla sin nombre ni la cabeza cortada tenían nada de especial. En aquella época las batallas eran casi lugar común y mucha gente ni se molestaba en darles un nombre; en cuanto a las cabezas cortadas, eran numerosas las que viajaban de una parte a otra de nuestro gran país para gusto de tal o cual príncipe. El sultán de la capital norteña había reunido una buena colección.

Sorprendentemente, tras la insignificante batalla se produjo uno de esos acontecimientos que cambian la historia. Cuentan que las mujeres del minúsculo y derrotado reino, la mayor parte de ellas viudas como resultado de la batalla sin nombre, abandonaron la fortaleza de cuarta categoría tras hacer unas ofrendas finales en el templo de quinta categoría, cruzaron el río en pequeñas embarcaciones —⁠ desafiando de manera inverosímil la turbulencia del agua⁠ —, recorrieron cierta distancia a pie rumbo al oeste siguiendo la orilla meridional y luego encendieron una gran hoguera y se suicidaron en masa entre las llamas. Muy serias, sin emitir una sola queja, se dijeron adiós y avanzaron sin dar un respingo. Tampoco se oyeron gritos cuando el fuego prendió en sus carnes y el hedor de la muerte colmó el aire. Ardieron en silencio; no hubo más ruido que el crepitar del fuego mismo. Pampa Kampana lo vio todo. Fue como si el propio universo le mandara un mensaje: Abre bien los oídos, inspira hondo y aprende. Tenía entonces nueve años y se quedó mirando la escena con lágrimas en los ojos mientras apretaba con todas sus fuerzas la mano de su madre, que no lloraba, mientras aquellas mujeres a las que conocía penetraban en la hoguera y se sentaban o permanecían de pie o se tumbaban en el corazón del horno expulsando llamas por las orejas y la boca: la mujer mayor que lo había visto todo y la joven que apenas empezaba a vivir y la niña que odiaba a su padre el soldado muerto y la esposa que se avergonzaba del marido por no haber entregado su vida en el campo de batalla y la mujer de bella voz melodiosa y la mujer de aterradora carcajada y la mujer flaca como un palo y la mujer gruesa como un melón. Helas allí, marchando hacia la muerte, y de pronto Pampa, que empezaba a sentir ganas de vomitar debido a la fetidez de la muerte, vio horrorizada cómo su madre, Radha Kampana, le soltaba suavemente la mano y muy despacio pero con total determinación avanzaba para sumarse a la hoguera de las suicidas sin decirle adiós siquiera.

Durante el resto de su vida Pampa Kampana, que compartía nombre propio con el río en cuyas orillas tuvo lugar dicho suceso, llevaría consigo el olor de la carne de su madre quemándose. La pira estaba hecha de madera de sándalo perfumada y se le había añadido gran cantidad de clavos y ajo y comino y canela, como si las damas suicidas estuvieran siendo condimentadas como un plato muy especiado a fin de ser presentado ante los victoriosos generales del sultán para su gastronómico deleite, pero aquellas fragancias —⁠ la cúrcuma, los cardamomos grandes y también los cardamomos pequeños⁠ — no lograron enmascarar la singular y canibalesca acrimonia de mujeres siendo asadas vivas y, si acaso, hicieron la pestilencia aún más difícil de soportar. Pampa Kampana no volvió a comer carne nunca más, y tampoco
fue capaz de estar ni unos minutos en una cocina donde estuvieran preparándola. Todos esos platos exudaban el recuerdo de su madre, y cuando otras personas comían animales muertos Pampa Kampana tenía que apartar la vista.

El padre de Pampa había muerto joven, mucho antes de la batalla sin nombre, de ahí que su madre no fuera una de las recién enviudadas. Arjuna Kampana había muerto hacía tanto tiempo que Pampa no recordaba qué cara tenía. Todo lo que sabía de él era lo que Radha Kampana le había contado, que había sido un hombre afable, el muy querido alfarero de la localidad de Kampili, y que había animado a su esposa a aprender ella también el arte de la alfarería; así pues, a su muerte, ella se hizo cargo del negocio y demostró que era igual de buena o incluso mejor. Radha, a su vez, había enseñado a la pequeña Pampa a manejarse con la rueda y la niña sabía hacer cazuelas y platos y había aprendido también una importante lección: que no había ningún trabajo exclusivo de los hombres. Pampa Kampana llegó a pensar que esa iba a ser su vida, hacer objetos hermosos con su madre, juntas a la rueda. Pero el sueño había terminado cuando su madre le soltó la mano aquel día y la abandonó a su suerte.

Por un largo momento Pampa intentó convencerse de que su madre solo se estaba mostrando sociable y haciendo lo que las demás, pues siempre había sido una mujer para quien la amistad femenina era de vital importancia. Se dijo a sí misma que aquel ondulante muro de fuego era un telón detrás del cual las señoras se habían congregado para chismorrear y que no tardarían en salir de las llamas, ilesas, o quizá un poco chamuscadas, oliendo a perfumes culinarios tal vez, pero que eso duraría poco. Y que luego su madre y ella volverían a casa.

Solo al ver cómo los últimos pedazos de carne asada se desprendían de la osamenta de Radha Kampana dejando al descubierto el cráneo mondo, comprendió Pampa que su infancia tocaba a su fin y que a partir de ese momento debía comportarse como una adulta y no cometer jamás el error final de su madre. Se reiría de la muerte y encararía la vida. No sacrificaría su cuerpo solo por seguir a un hombre muerto a la otra vida. Se negaría a morir joven y, por el contrario, viviría hasta ser insultantemente vieja. Fue en este punto cuando recibió la bendición celestial que iba a cambiarlo todo, pues fue el momento en que la voz de la diosa Pampa, tan antigua como el Tiempo, empezó a salir por su boca de niña de nueve años. 

Era una voz descomunal, como el retumbo de una gran cascada en medio de un valle de dulces ecos. Poseía una música que ella no había oído jamás, una melodía que ella más tarde bautizó como «bondad». Lógicamente, le entró pánico, pero al mismo tiempo se sentía serena. No es que la hubiera poseído un demonio. Era una voz benigna, y majestuosa también. Su madre le había dicho una vez que dos de las principales divinidades del panteón habían pasado los primeros días de su noviazgo cerca de allí, junto a las rabiosas aguas del tumultuoso río. Quizá se trataba de la mismísima reina de los dioses, que volvía en una época de mortandad al lugar donde naciera su amor. Como el río, a Pampa Kampana le pusieron el nombre de la deidad —⁠ «Pampa» era uno de los nombres con que se denominaba en la región a la diosa Parvati, y su amante Shiva, el poderoso Señor de la Danza, se le había aparecido en su encarnación local de tres ojos⁠ —, de modo que la cosa empezó a cobrar sentido. Con una sensación de sereno desapego Pampa, el ser humano, empezó a prestar oídos a las palabras de Pampa, la diosa, que salían por su boca. Tenía tan poco control sobre ellas como un miembro del público pueda tenerlo sobre el monólogo de la protagonista, y ahí dio comienzo su carrera como profeta y milagrera.

En el terreno físico no notó cambio alguno. No experimentó desagradables efectos secundarios. Ni temblores ni desvanecimientos, ni sofocos ni sudores fríos. No le salía espuma por la boca ni era víctima de ataques epilépticos, como había dado en creer que podía ocurrirle y como a otras personas, en casos semejantes, sí les había pasado. Si acaso, se sentía como arropada por una gran calma, la certeza de que el mundo todavía era un lugar bueno y de que las cosas saldrían bien.

—De la sangre y el fuego —dijo la diosa⁠ — nacerá vida y nacerá poder. En este punto exacto crecerá una gran ciudad, maravilla del mundo, y su imperio durará más de dos centurias. Y tú —⁠ la diosa se dirigió ahora a Pampa Kampana, proporcionando a la muchacha la experiencia insólita de que un ser desconocido del orbe sobrenatural le hablara a ella en concreto por medio de su propia boca⁠ —, tú lucharás para asegurarte de que ninguna otra mujer muera de esta forma y de que los hombres empiecen a ver a la mujer con otros ojos, y vivirás lo suficiente como para ser testigo de tu éxito y también de tu fracaso, para verlo todo y contar los hechos, aun cuando una vez que hayas terminado tu relato morirás al instante y nadie te recordará hasta cuatrocientos cincuenta años después.

Fue así como Pampa Kampana aprendió que la munificencia de una divinidad es siempre una espada de dos filos.

Echó a andar sin saber adónde iba. De haber vivido en nuestra época tal vez habría dicho que el paisaje le recordaba a la superficie lunar por los cráteres en las llanuras, los valles de regolito, los montones de piedras, lo desértico, la sensación de melancólico vacío allí donde debería haber pululado la vida. Pero ella no veía la luna como un lugar. Para ella era solo un dios que relucía en el firmamento. Anduvo y
anduvo hasta que empezó a ver milagros. Vio a una cobra que utilizaba su caperuza para proteger del calor del sol a una rana preñada. Vio a un conejo volverse para encarar a un perro que trataba de cazarlo, y morder al perro en el hocico y hacer que saliera huyendo. Tales portentos la indujeron a pensar que algo maravilloso estaba al caer. Poco después de estas visiones, que quizá los dioses le habían enviado como señales, llegó al pequeño mutt de Mandana.

Había quien a un mutt lo llamaba un peetham, pero para evitar confusiones digamos simplemente que era la morada de un monje. Con el tiempo, paralelamente al crecimiento del imperio, el mutt de Mandana se convirtió en un lugar majestuoso que se extendía hasta el impetuoso río, un complejo enorme donde trabajaban millares de sacerdotes, sirvientes, comerciantes, artesanos, celadores, cuidadores de elefantes, adiestradores de monos, palafreneros y labriegos que se ocupaban de los extensos campos de arroz, y el mutt era venerado por ser el lugar sagrado al que acudían emperadores en busca de consejo, pero en estos primeros tiempos antes de que comenzara el principio, era poco más que una humilde y ascética gruta con su pequeño huerto. Su ascético ocupante, todavía un joven estudioso de veinticinco años, de largas guedejas rizadas que le bajaban por la espalda hasta la cintura, respondía al nombre de Vidyasagar, que quería decir que dentro de su cabeza, de considerable tamaño, había un océano de conocimiento, un vidya-sagara. Cuando el monje vio acercarse a la chica con hambre en la lengua y locura en sus ojos comprendió al instante que había presenciado cosas terribles y le ofreció agua y la poca comida que tenía.

Después de aquello, si hay que hacer caso a la versión de Vidyasagar, vivieron juntos sin grandes problemas, durmiendo cada cual en un rincón de la cueva, y se llevaron bien debido en parte a que el monje había hecho solemne voto de abstinencia de los asuntos de la carne, de modo que incluso cuando Pampa Kampana alcanzó la plenitud de su majestuosa belleza él nunca le puso un dedo encima a pesar de que el espacio no era muy grande y de que vivían solos y a oscuras. Durante el resto de su vida así lo contó él a todo aquel que le preguntaba… y no eran pocos los que lo hacían, porque el mundo es un lugar cínico y receloso y, como está lleno de embusteros, cree que todo es mentira. Y no otra cosa era lo que contaba Vidyasagar.

Pampa Kampana, cuando le preguntaban, no respondía. Desde muy temprana edad había adquirido la capacidad de alejar de su conciencia muchos de los males que la vida repartía. No había entendido aún, ni aprovechado, el poder de la diosa que llevaba dentro, de modo que no fue capaz de protegerse cuando el supuestamente casto estudioso cruzó la fina e invisible línea que los separaba e hizo lo que hizo. No lo hacía a menudo, porque el estudio solía dejarlo demasiado fatigado como para atender a su lujuria, pero sí con cierta frecuencia, y cada vez que eso ocurría ella borraba el hecho de su memoria mediante un acto de voluntad. Borró también a su madre, cuyo autosacrificio había acabado sacrificando a su hija en el altar de los deseos del asceta, y durante mucho tiempo intentó convencerse de que lo sucedido en la cueva era solo una ilusión y de que ella nunca había tenido madre.

Eso la ayudó a aceptar su sino en silencio; pero dentro de ella empezaba a crecer una energía colmada de ira, un poder que habría de dar vida al futuro. Con el tiempo. A su debido tiempo.

En los nueve años siguientes no pronunció una sola palabra, razón por la cual Vidyasagar, que tantas cosas sabía, ignoraba el nombre de su compañera de retiro. Decidió, pues, llamarla Gangadevi, y ella aceptó ese nombre sin protestar y le ayudó a recoger bayas y raíces para comer, a barrer su mísera vivienda y a acarrear agua del pozo cercano. Ese silencio convenía a Vidyasagar, pues la mayoría del tiempo se lo pasaba meditando, reflexionando sobre el significado de los textos sagrados que había aprendido de memoria y buscando respuesta a dos grandes preguntas: si existía la sabiduría o si todo era locura, y, relacionada con lo anterior, la pregunta de si existía realmente el vidya, el verdadero saber, o solo muchos tipos diferentes de ignorancia, y el saber verdadero —⁠ por el cual había recibido su nombre⁠ — únicamente lo poseían los dioses. Por añadidura, pensaba en la paz y se preguntaba de qué forma garantizar el triunfo de la no violencia en una época tan violenta.

Los hombres eran así, pensó Pampa Kampana. El hombre filosofaba sobre la paz, pero en su manera de tratar a la muchacha indefensa que dormía en su cueva los actos no iban parejos con su filosofía.

Aunque la muchacha creció callada hasta convertirse en una mujer joven, escribió profusamente con una letra robusta y fluida, cosa que asombró al sabio, que la había tomado por analfabeta. Una vez recuperada el habla, Pampa Kampana confesó que ella no sabía que fuera capaz de escribir y atribuyó el milagro de alfabetización a la benévola intervención de la diosa. Escribía casi a diario y dejaba que Vidyasagar leyera sus escritos, de modo que durante aquellos nueve años el pasmado sabio se convirtió en el primer testigo del florecimiento de su genio poético. Fue en dicho periodo cuando ella compuso lo que sería el Preludio a su Victoria y Derrota. El tema de la primera parte del poema sería la historia de Bisnaga desde su creación hasta su destrucción, pero esas cosas estaban aún por llegar. El Preludio versaba sobre la antigüedad mediante la historia de Kishkindha, el reino de los monos que había florecido tiempo atrás en aquella región durante el Tiempo de la Fábula, y contenía un vívido relato de la vida y los hechos de Hanuman, el rey mono, capaz de crecer como una montaña y de cruzar el mar de un salto. Tanto los eruditos como los lectores corrientes coinciden en que la calidad de la estrofa de Pampa Kampana rivaliza, cuando no lo supera incluso, con el lenguaje del mismísimo Ramayana.

Transcurridos esos nueve años, un día se presentaron los dos hermanos Sangama: el alto, apuesto y de pelo entrecano, que se quedaba muy quieto y te miraba a los ojos como si pudiera ver tus pensamientos; y el otro, mucho más joven, que era menudo y robusto y siempre estaba zumbando alrededor de su hermano, y de todo el mundo, como un abejorro. Eran vaqueros de la localidad montañosa de Gooty y habían ido a la guerra, siendo la guerra una de las industrias en expansión de la época; se habían alistado en el ejército de un principito local y, como eran simples aficionados en las artes de matar, habían sido capturados por las fuerzas del sultán de Delhi y enviados al norte, donde para salvar el pellejo fingieron convertirse a la religión de sus captores. Poco tiempo después lograban escapar y se desprendían de la nueva fe adoptada como quien se quita un chal, poniendo tierra de por medio antes de que los circuncidaran conforme a los requisitos de esa fe en la que en verdad no creían. Eran chicos de la zona, explicaron al llegar a la cueva, y habían oído hablar de la sabiduría del erudito Vidyasagar y, por qué no decirlo, también de la belleza de la joven muda que vivía con él, y habían venido en busca de buenos consejos.

No venían con las manos vacías: canastos de fruta fresca, un saco de nueces y otros frutos secos, una vasija con leche de su vaca favorita y un saquito de semillas que a la postre resultó ser lo que les cambiaría la vida. Se llamaban, dijeron, Hukka y Bukka Sangama —⁠ Hukka el apuesto de más edad y Bukka el joven abejorro⁠ — y tras su huida del norte estaban buscando una nueva dirección en la vida. Cuidar vacas, dijeron, ya no les bastaba después de su experiencia en el campo de batalla, sus horizontes eran más amplios y sus ambiciones más grandes, así que agradecerían cualquier consejo en este sentido, cualquier pequeña ola procedente del inmenso Océano de Conocimiento, cualquier susurro salido de las profundidades del saber que el sabio tuviera a bien ofrecerles, cualquier cosa que pudiera mostrarles el camino.

—Nos han contado que eres el gran apóstol de la paz —⁠ dijo Hukka Sangama⁠ —. Nosotros ya no tenemos muchas ganas de guerrear, después de lo que hemos vivido hace poco. Muéstranos los frutos de la no violencia.

Para sorpresa de todos no fue el monje sino su compañera de dieciocho años quien contestó, y lo hizo con una voz normal, fuerte y grave que en nada hacía pensar que no hubiera sido utilizada durante nueve años; una voz que sedujo de inmediato a ambos hermanos.

—Vamos a suponer que tenéis unas semillas —⁠ dijo ella⁠ —. Y vamos a suponer que pudierais plantarlas y que de ellas saliera una ciudad y que pudierais cultivar también sus habitantes, como si las personas fueran plantas que echan brotes y florecen cada primavera para luego marchitarse llegado el otoño. Y vamos a suponer que de esas semillas pudieran salir generaciones y engendrar toda una historia, una realidad nueva, un imperio. Vamos a suponer que pudieran convertiros en reyes, y también a vuestros hijos y a los hijos de éstos.

—Pinta bien —dijo el joven Bukka, el más extrovertido de los dos hermanos⁠ —, pero ¿de dónde vamos a sacar unas semillas como esas? Nosotros somos unos simples vaqueros, pero eso no quiere decir que creamos en cuentos de hadas.

—Vuestro apellido, Sangama, es una señal —⁠ dijo Pampa Kam pana⁠ —. Un sangam es una confluencia, como cuando los ríos Tunga y Bhadra, que nacieron del sudor que caía por los costados de la cabeza del dios Vishnú, se juntaron para crear el río Pampa, y por tanto significa también el discurrir de diferentes partes para hacer un todo nuevo. Ese es vuestro destino. Id al lugar del sacrificio de las mujeres, el lugar sagrado donde mi madre murió, que es también donde en tiempos remotos Rama y su hermano Lakshman juntaron fuerzas con el poderoso Hanuman de Kishkindha y combatieron a Rávana, el rey demonio de Lanka de muchas cabezas, que había raptado a Sita. Vosotros dos sois hermanos como lo fueron Rama y Lakshman. Edificad allí vuestra ciudad.

En ese momento intervino el sabio.

—No es tan mal comienzo, ser vaqueros —⁠ dijo⁠ —. El sultanato de Golconda lo fundaron unos pastores de ovejas, sabéis (de hecho, el nombre significa «monte de los ovejeros»), pero esos pastores tuvieron la mala fortuna de descubrir que aquel terreno era rico en diamantes y ahora son príncipes y propietarios de las Veintitrés Minas, descubridores de la mayoría de los diamantes rosa que existen en el mundo y dueños del diamante conocido como la Gran Mesa, que guardan en la más recóndita de las mazmorras de su fortaleza en la cumbre de la montaña, más inexpugnable aún que la de Mehrangarh en Jodhpur, o que el fuerte Udayagiri aquí en las tierras del sur.

—Y vuestras semillas son mejores que diamantes —⁠ dijo la joven, devolviéndoles el saquito que los hermanos habían traído consigo.

—¿Cómo? ¿Estas semillas? —preguntó Bukka, asombrado⁠ —. Pero si no son más que un surtido normal y corriente que decidimos traer como regalo para vuestro huerto… Hay semillas de okra, judías y calabaza serpiente, todo mezclado.

La profetisa negó con la cabeza.

—Ya no —dijo—. Ahora son las semillas del futuro. De ellas crecerá vuestra nueva ciudad.

Los hermanos se percataron en ese instante de que ambos se habían enamorado profunda y verdaderamente de aquella extraña belleza que era sin duda una gran hechicera o, cuando menos, una persona tocada por algún dios que le había concedido poderes excepcionales.

—Hemos oído decir que Vidyasagar te puso por nombre Gangadevi —⁠ dijo Hukka⁠ —, pero ¿cómo te llamas en realidad? Me gustaría mucho saberlo; así podré recordarte tal como tus padres quisieron.

—Id y edificad vuestra ciudad —⁠ dijo ella⁠ —. Cuando haya surgido de las piedras y el polvo, regresad y preguntádmelo de nuevo. Es posible que entonces os lo diga.



Título original: Victory City
Salman Rushdie, 2023
Traducción: Luis Murillo Fort























Foto arriba: Salman Rushdie por  Richard Burbridge (mayo 2024)


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Daniel Mourelle: «Cornisa»

25 de junio de 2024

 


Pagás tu precio en la plaza de los libros
un ojo menos           el izquierdo
el dibujo dentado en las orejas
y la tranquilidad       contagiosa
de compartir         conmigo
el mismo banco        esta ronda
el escribirnos

Te pregunto       cada tarde       si sabrás
cuidar lo que me reste
por allá       en las hojas
a medias entre el tono de burla       y la miseria
de un eco manoseado

Y te imagino          en este mismo banco
acunado en movimiento
por entonces          ya
perdido de mí
el más acorde a la mano
ésta        a la que das
el don de acariciarte

















En Mourelle, Daniel Rubén, Cornisa y otros poemas 
D.R.Mourelle - 1ᵃ ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2019
Foto: Agustín Francis, 2007

© 2019, Daniel Rubén Mourelle
para Colman & Colman (impresiones fantasmales)
autorexus@gmail.com






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Héctor Bianciotti: La muerte de Borges

14 de junio de 2024




Cuando fui a verlo en el mes de abril, Borges estaba en el hospital cantonal, en cama, y sin embargo, al oírlo, cualquiera hubiera dicho que se hallaba en uno de los cafés de Saint-Germain-des-Prés que tanto le gustaba frecuentar. Si su sapiencia siempre me había impresionado, la tarde en que fui a verlo al hospital permanece como ejemplar en mi memoria, por su sencillez, por esa lección que parecía venir de los antiguos, del fondo de los siglos. Yo pensaba como él, aceptaba que nadie escapa a las leyes y a las pautas que rigen este mundo, que nuestro destino es luchar como si el mundo fuese un proyecto y nosotros sus obreros.

Si tuviera que describir brevemente la sapiencia que emanaba de él durante esas horas pasadas en su compañía, diría que consistía, ese día, en su capacidad de ignorar la enfermedad, de no aludir a ella, de vivir con dulzura, llenando su tiempo, que se había vuelto tan lento, con lo que todavía le quedaba por empezar, o por terminar; el porvenir ya no le concernía, no invadía el presente, donde ayer es todavía y mañana, ya.

Se parecía en eso a lo que tardíamente pude constatar en mi madre: ni añoranza del pasado, ni esperanza o miedo hacia el porvenir, sino una humilde atención al instante. Y la costumbre de imponerse una conducta que no suscitara la preocupación en el testigo, o su compasión: cada compromiso, como si fuese el primero y el único.

Borges trabajaba en un guión sobre Venecia, que le habían encargado, y en el prefacio a la edición de su obra en la Pléiade, que terminaría un mes más tarde, tres semanas antes de su muerte. Recitaba poemas, entre ellos una pieza de Cocteau, para comentarme que el poeta había logrado encontrar una palabra que rimaba con "sífilis", volviendo así aceptable esa palabra que la poesía no ha previsto. Nos hizo reír cuando le trajeron la cena, tres purés cuyos colores nos pidió que le describiéramos, comparándolos con la insipidez común a los tres. E imaginó un paté de conejo en su propia piel, o un fénix cocinado en su propia ceniza.

Ignoro si estos fragmentos de recuerdos, estas migajas, pueden sugerir lo que fue ese rato. A Borges le gustaba reír, aunque a menudo no reía de manera evidente, hasta cuando su risa, siempre dispuesta, ya se había extinguido para decir algo que la provocaba a su vez en el interlocutor.

Estas imágenes, como en el caso de Guibert, me parecen preciosas si no se pierden de vista las circunstancias, la muerte, que él sabía inminente. ¿Se preparaba para entrar en la muerte como se entra, conforme lo deseaba, en una fiesta, o quería permanecer fiel a uno de sus últimos poemas, en memoria del amigo ginebrino que acababa de morir?

María lo incitó a levantarse, era necesario que caminase, que se paseara. Mientras cruzábamos el umbral de la habitación y entrábamos en el vasto, interminable corredor, salió tomándonos del brazo, declamando, con esa voz que le ahuecaba el pecho, buscando la férrea música del idioma sajón, el pasaje de la "Balada de Maldon" en el que un joven soldado que ha ido a cazar, al oír de repente el llamado de su jefe, deja que el bienamado halcón vuele de su mano hacia el bosque, y él entra en la batalla.

Nos sentamos en el fondo del corredor, en la rotonda, bajo la claraboya que a esa hora de la tarde irradiaba una feroz luminosidad química. Borges advirtió su intensidad: "Ahora ya no veo más que ese horrible color violeta". Largo tiempo le había sido fiel el amarillo; al comienzo de la ceguera, distinguía el verde del azul.

Temeroso siempre de expresarme con imprecisión delante de él, de proferir trivialidades —que él cazaba al vuelo, no sin agregar, según su costumbre, esa interrogación monosilábica de cortesía, al final de una frase: "¿No?"— debí de preguntarle algo sobre las literaturas antiguas que él amaba. Sin responder a mi pregunta, empezó a recitar, escandiendo párrafos rimados en los que creí reconocer sonidos ingleses. "Es horrible, ¿no?" Se trataba de la traducción de la Odisea perpetrada por el prerrafaelista William Morris, que pretendía extirpar del inglés todas las palabras de origen latino.

Sólo por el placer de oírlo repetir una de las frases de él que prefiero, le pregunté por qué había aprendido de memoria algo horrible. "La fealdad es tan memorable como la belleza", contestó, con un tono casi alegre.

* * *

Cuando llegamos a la callejuela sin nombre y nos detuvimos frente a la puerta sin número, comprendí por qué María había tomado la precaución de citarme en el hotel. Quince días antes, Marguerite Yourcenar había viajado a Ginebra para visitar a Borges. En espera de que la compañía de teléfonos instalara uno en su nueva pero última morada, él todavía estaba en el hotel. Le había hablado a Marguerite del departamento, pidiéndole que fuera a verlo y luego se lo describiera minuciosamente. Él guardaba la llave, la tenía en el bolsillo de la bata. Exactamente un año más tarde, en el mes de junio, Marguerite Yourcenar me contará eso, en el transcurso de la única verdadera entrevista que tendremos —y no olvidó añadir que omitió mencionar el vasto espejo que, al abrir la puerta, se alzaba frente al visitante y se prolongaba a derecha e izquierda creando un pasillo: ¿cómo se hubiera atrevido ella a aludir a ese mundo de reflejos inciertos, cuando tantas páginas del poeta hablan del horror que desde la infancia ese mundo le provocaba?

* * *

Una sucesión de habitaciones vacías pero lujosas, a juzgar por los revestimientos de roble. El silencio que parecía reinar en el departamento súbitamente se rompió al abrir la puerta: lamentos que parecían vagidos. En su cama —tan angosta como la que usaba en Buenos Aires, la de toda su vida—, sin duda Borges tenía una pesadilla. Pero María le tomó la mano: "Borges, ya estamos aquí", y de inmediato cesó su desolada queja, los rasgos distendidos, los labios entre la sonrisa y la palabra. No volvería a mostrar señales de angustia, apenas de una ansiedad intermitente, un temblor brusco y ligero, como cuando soñamos. Nosotros permanecimos atentos al menor signo, al mínimo gesto. "Nosotros" éramos María, uno de los dos médicos que lo habían atendido en el hospital cantonal, la enfermera de día —su lectora en francés—, yo y, más tarde, la enfermera alemana. El médico, sentado al borde del lecho, la mano sobre la rodilla de Borges. Sin duda, uno muere menos solo cuando una mano tranquila y que reconocemos nos toca.

Sobre la mesita baja, junto a la cama, dos libros: una selección de cartas de Voltaire y los Fragmentos de Novalis, que le leía la enfermera de noche, la alemana. Al pie de la cama, que tocaba a la pared, una estrecha ventana contrastaba con el revestimiento de madera, reciente, cuidado. Era el 13 de junio. Hacía calor. El sol se ponía tarde. Un haz de rayos de sol se derramó sobre el lecho, iluminando el hueco en que éste se encastraba, y luego a nuestro pequeño grupo. Borges sacudió el índice sin mover la mano, como quien espanta una mosca. La sábana blanca resplandeció largo rato, pero el tiempo se llevaba consigo la luz, como quien retira un velo. Borges tenía la chaqueta del pijama, que era de color gris perla, desabrochada hasta el tercer botón. Su cuello, alisado por la posición de la cabeza, echada hacia atrás, era ancho y hasta poderoso. En esta residencia de la ciudad vieja, donde él quería que tuviera lugar la cita con la muerte, el destino le había reservado un lugar tranquilo donde retirarse cuya pequeña ventana debía de crear un vínculo con las casas de antaño, allá lejos —un vínculo para que él muriese un poco en su casa, donde la mecedora de su madre se había inmovilizado muchos años atrás—. Puesto que no podía morir en esa Buenos Aires que, a su entender, ya no existía, quería que el gran encuentro ocurriese allí, en el barrio ginebrino donde él había despertado a la ciencia vagabunda de la literatura.

Sus médicos, que se habían convertido en sus amigos, hablaban de su alegría cuando se encontró por fin en la casa que había elegido. Había pasado el día exultante, con una euforia por momentos convulsiva, y repentinamente se alejaba, inmerso en una suerte de beatitud. ¿Había abandonado ya el universo de las palabras, donde todo ocurría para él? Estaba tranquilo, la gravedad y la dulzura pintadas en el rostro, una mano sobre el pecho, abismado en sí mismo, sustraído al tiempo —¿cara a cara con esos espacios infinitos que aterraban a Pascal?

Hay en la espera de la muerte un no sé qué de fin del mundo. Próximo a la fuente de las lágrimas, el testigo tropieza con sus propios límites, y llega a tener la sensación de hallarse en el lugar del moribundo.

En otro cantón de la Confederación, Joyce. La balsa de la noche avanzaba. Llegábamos al centro de la noche, la noche que respiraba a grandes bocanadas.

Siglos habían transcurrido cuando una luz grisácea tiñó la pequeña ventana. Una luz opaca, glauca, que viraba al amarillo. Y el sol. Adormecido en la sustancia de la muerte, el espíritu resucitaba entre la vigilia y el sueño. De pronto, un rayo de luz atravesó el vidrio, disipando un poco la penumbra. Y vi el pie de Borges que, fuera de la sábana, apuntaba con el dedo gordo hacia el techo. Ese pie que, como a él le gustaba decir, había "fatigado las calles". La desnudez del pie, tan íntima, que evocaba las palabras del poeta: "De sus pies sube entonces en él la muerte azul". De cuando en cuando, Sócrates, glorioso u oscuro, vuelve a morir sobre la Tierra. Cuántas veces habremos oído a Borges recordar que Sócrates no quiso prodigar adioses patéticos a sus amigos, a la hora de la cicuta, sino conversar con ellos tranquilamente, seguir pensando. ¿No había comentado, en el umbral mismo de la muerte, que el placer y el dolor son inseparables, puesto que si las cadenas le pesaban en la prisión, acarreando una forma de dolor, una vez que se las quitaron experimentó un feliz alivio?

También Borges, en su cama del hospital, no había hablado sino de literatura, toda una tarde. La enfermera empezó a friccionarle el pie —el pie que se ponía azul; la sangre carecía de impulso para subir hasta el corazón. Yo había convencido a María de que descansara un rato. Ahora era necesario llamarla. No tuve tiempo de dar un paso: María estaba en el vano de la puerta.

Se sentó a la cabecera de Borges, su mano en las suyas. Moví mi silla un poco hacia atrás. Yo no había advertido movimiento alguno, y sin embargo la cabeza de Borges se inclinaba ahora hacia ella.

Entre las cosas que nos ocurren, algunas son demasiado grandes para ser tan sólo un acontecimiento. El suelo de la realidad no las soporta, el espíritu las rechaza.

Borges murió muy lentamente y en silencio, como un reloj de arena que se vacía.

Era el 14 de junio, un sábado. Mi reloj marcaba las siete y cuarenta y siete.

Nunca le confesé que escribía. Está bien así.








Extracto de Héctor Bianciotti, Como la huella del pájaro en el aire 
Madrid, 2001
Publicado antes en Borges todo el año (2014)

desde fuente


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T. S. Eliot: «Los hombres huecos» (bilingüe)

21 de mayo de 2024






          El señó Kurtz — muerto

          Un penique para el viejo Guy


    
I


Somos los hombres huecos
Somos los hombres rellenos
Inclinados juntos
Rellena de paja la cabeza. ¡Ay!
Nuestras voces desecadas, cuando
Susurramos juntos
Son silenciosas y sin sentido
Como el viento en el pasto seco
O las patas de ratas sobre el vidrio roto
De nuestro sótano seco


Figura sin forma, sombra sin color,
Fuerza paralizada, gesto sin movimiento;


Aquellos que han cruzado
Con mirada frontal hasta el otro Reino de la muerte
Nos recuerdan —si lo hacen— no como violentas
Almas perdidas, sino sólo
Como los hombres huecos
Los hombres rellenos.




II


Ojos que no me animo a enfrentar en sueños
En el reino de sueño de la muerte
Esos no aparecen:
Allí los ojos son
La luz del sol en una columna rota
Allí hay un árbol que se mece
Y las voces
En el canto del viento
Son más lejanas y solemnes
Que una estrella desvaneciente.


Que yo no me acerque más
En el reino de sueño de la muerte
Que use yo también
Esos disfraces deliberados
Piel de rata, piel de cuervo, palos cruzados
En un campo
Portándome como se porta el viento
No me acerque más —


No ese encuentro final
En el reino en penumbras




III


Esta es la tierra muerta
Esta es la tierra del cactus
Aquí se levantan las imágenes
de piedra, aquí reciben
La súplica de la mano de un muerto
Bajo el parpadeo de una estrella desvaneciente.


Es así
En el otro reino de la muerte
Despertando solos
A la hora en que estamos
Temblando de ternura
Labios que besarían
Forjan rezos para la piedra rota.




IV


Los ojos no están aquí
No hay ojos aquí
En este valle de estrellas murientes
En este valle hueco
Esta mandíbula rota de nuestros reinos perdidos


En este último de los lugares de encuentro
Vamos a tientas juntos
Y evitamos hablar
Reunidos en esta playa del río crecido


Ciegos, a menos
Que los ojos reaparezcan
Como la estrella perpetua
La rosa multifoliada
Del reino en penumbras de la muerte
La esperanza solamente
De hombres vacíos.




V


Aquí damos vueltas al nopal
Al nopal, al nopal
Aquí damos vueltas al nopal
A las cinco de la mañana.



Entre la idea
Y la realidad
Entre el movimiento
Y el acto
Cae la Sombra


         Porque Tuyo es el Reino


Entre la concepción
Y la creación
Entre la emoción
Y la respuesta
Cae la Sombra


        La vida es muy larga



Entre el deseo
Y el espasmo
Entre la potencia
Y la existencia
Entre la esencia
Y el descenso
Cae la Sombra


        Porque Tuyo es el Reino


Porque Tuyo es
La vida es
Porque Tuyo es el


Así es como acaba el mundo
Así es como acaba el mundo
Así es como acaba el mundo

No con una explosión sino un gimoteo.




Thomas Stearn Eliot, St. Louis, Missouri, 1888 - Londres, 1965
versión © Gerardo Gambolini
Foto: T. S. Eliot por Ida Kar © NPL Londres




The Hollow Men


        Mistah Kurtz—he dead

        A penny for the Old Guy



I



We are the hollow men
We are the stuffed men
Leaning together
Headpiece filled with straw. Alas!
Our dried voices, when
We whisper together
Are quiet and meaningless
As wind in dry grass
Or rats’ feet over broken glass
In our dry cellar


Shape without form, shade without colour,
Paralysed force, gesture without motion;


Those who have crossed
With direct eyes, to death’s other Kingdom
Remember us —if at all— not as lost
Violent souls, but only
As the hollow men
The stuffed men.


II


Eyes I dare not meet in dreams
In death’s dream kingdom
These do not appear:
There, the eyes are
Sunlight on a broken column
There, is a tree swinging
And voices are
In the wind’s singing
More distant and more solemn
Than a fading star.


Let me be no nearer
In death’s dream kingdom
Let me also wear
Such deliberate disguises
Rat’s coat, crowskin, crossed staves
In a field
Behaving as the wind behaves
No nearer —


Not that final meeting
In the twilight kingdom


III



This is the dead land
This is cactus land
Here the stone images
Are raised, here they receive
The supplication of a dead man’s hand
Under the twinkle of a fading star.


Is it like this
In death’s other kingdom
Waking alone
At the hour when we are
Trembling with tenderness
Lips that would kiss
Form prayers to broken stone.


IV


The eyes are not here
There are no eyes here
In this valley of dying stars
In this hollow valley
This broken jaw of our lost kingdoms


In this last of meeting places
We grope together
And avoid speech
Gathered on this beach of the tumid river


Sightless, unless
The eyes reappear
As the perpetual star
Multifoliate rose
Of death’s twilight kingdom
The hope only
Of empty men.


V



Here we go round the prickly pear
Prickly pear prickly pear
Here we go round the prickly pear
At five o’clock in the morning.


Between the idea
And the reality
Between the motion
And the act
Falls the Shadow


        For Thine is the Kingdom


Between the conception
And the creation
Between the emotion
And the response
Falls the Shadow

        Life is very long


Between the desire
And the spasm
Between the potency
And the existence
Between the essence
And the descent
Falls the Shadow

        For Thine is the Kingdom


For Thine is
Life is
For Thine is the


This is the way the world ends
This is the way the world ends
This is the way the world ends

Not with a bang but a whimper.


En audio, un fragmento en la voz de Marlon Brando (Apocalipsis Now)
subtitulado según esta versión de Gerardo Gambolini en El cameo del poeta



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Alejandra Correa: «El deshielo»

12 de abril de 2024

 






2 de marzo

El espacio de esta despedida no quiere abrirse:
implosiona.
 

5 de marzo

Ni muerto ni ido.
La nieve se derritió en torno tuyo.
Ahí estabas como un carozo desnudo.
Dijiste: te amo.
Quise creerte.
Con toda la esperanza de este mundo, quise creerte.
 

9 de marzo

¿Por dónde empieza el deshielo?
¿El agua sucede de afuera hacia adentro por el calor del sol?
¿0 es el corazón el que empieza a aflojar su frío
porque hay una palabra que lo devuelve a la zona franca?
¿Es el agua del deshielo la sombra líquida de la nieve?
¿Tiene memoria de hacia dónde se dirige?
¿Inaugura algo?
 

10 de marzo

¿Por dónde fuga el amor?
¿Es desde los pies, a nivel de una raíz que se desprende y se hace
arabesco en el viento?
¿Es desde las horas muertas?
¿Desde un futuro que se percibe como desierto?
¿Sucede a nivel de la memoria que se dispone a narrar un cuento
en otra lengua, ajena, descentrada, loca?
¿Será verdad que se va desde su sitio mítico: el corazón?
¿O se desprende del cuerpo como un vapor de agua, deja la sangre,
la médula ósea, cada nervadura?
¿O el extraño fenómeno sucede cuando cada quien extrae las
semillas que fueron arrojadas a la tierra desde otro tiempo?
¿Se termina el amor?
 

12 de marzo

Alguien intenta señalarme el camino.

Veo su mano suspendida en el aire y una dirección que no
 reconozco como propia.
—La salida es ésa, dice.
¿Busco la salida?
¿Busco quedarme quieta?
¿O envejecer?
¿O morir temprana?
¿O correr en dirección contraria?
¿O dejar que todo gire a mi alrededor y yo quieta
hermosa y muda como una flor de carne?


13 de marzo

Ahí estaba yo.
Entre la mañana y el remanso.
Te espero, dije.
Quisiste creerme.
Con toda la esperanza del mundo,
quisiste creerme.


14 de marzo

Dicen los que saben
que luego de una temporada de
incertidumbre
cuando uno se acostumbra al temblor
se ven con claridad
los bordes del deseo.
 

17 de marzo

Estoy en ese punto en que soy toda con vos y soy toda sin vos.
Aunque posiblemente ninguna de ambas cosas sea cierta.


20 de marzo

En el deshielo afloran –duro sobre blando–:
la madera del árbol y las hojas negras
el color en su espíritu diverso
la áspera superficie de las cosas.
El deshielo es desbaratamiento y verdad.
Me pregunto si podré con ellos.
 

21 de marzo

Si solo se tratara de atemperar
esa costumbre de subir colinas

de plantar banderas
en la cresta de una ola propia
inventada
para que la vida sea continuo progreso
hacia un punto que fuga.

De sentarse a mirar todo lo hecho
y lo deshecho
con piedad y gratitud

de abrazarse como se abraza
todo lo que se amó alguna vez
y tiene la bondad de entibiar la sangre
y dar asilo.

Si solo se tratara de ver pasar el río
las nubes
las estrellas boca arriba

el viento entre las hojas de aquel olmo
para cobijarse en este mundo áspero

latiendo al ritmo de la danza de una medusa
con la certeza de que todo se termina

y celebrarlo.



"El deshielo" pertenece a La nieve
Primera edición © 2023 | Alejandra Correa
Diseño y maquetación: Marina Baudracco
© La Gran Nilson Editora Buenos Aires - Argentina Enero, 2023




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Kjell Askildsen, «El clavo en el cerezo»

8 de abril de 2024

 




Mi madre estaba en el jardincito de detrás de la casa, de eso hace ya mucho tiempo, yo era mucho más joven entonces. Estaba clavando un largo clavo en el tronco del cerezo, yo la veía desde la ventana del segundo piso, era un día bochornoso y nublado del mes de agosto, la vi colgar el martillo del clavo. Luego fue hasta la valla de madera al final del jardín, donde permaneció mucho rato, completamente inmóvil, contemplando el extenso descampado sin árboles. Bajé por la escalera y salí al jardín, no quería que se quedara allí, pues quién sabía lo que podía estar viendo. Me acerqué a ella. Me tocó el brazo, me miró y me sonrió. Había llorado. Dijo sonriendo: No aguanto más, Nicolay. De acuerdo, dije. Fuimos hasta la casa y entramos en la cocina. En ese momento llegó Sam quejándose del calor, y mi madre puso agua para el té. Las ventanas estaban abiertas. Sam hablaba a mi madre de una cama que causaba dolores de espalda a su mujer, y yo subí directamente a la habitación que llamábamos la habitación de Sam, porque él era el mayor y el primero que había tenido su propio cuarto. Me quedé de pie en medio del cuarto de Sam dejando pasar el tiempo, luego volví a bajar. Sam estaba hablando de un motor fuera borda. Mi madre echó azúcar al té y no paraba de removerlo con la cucharilla. Sam se secó la nuca con un pañuelo azul, no podía soportar mirarlo, dije a mi madre que iba a comprar tabaco, y estuve fuera un buen rato, pero cuando volví, él seguía allí. Hablaba del entierro, de que el reverendo había encontrado justo las palabras adecuadas. ¿Tú crees?, preguntó mi madre. Le pregunté a Sam por la edad de su hijo. Me miró. Siete, dijo, pero si ya lo sabes. No contesté, él seguía mirándome, mi madre se levantó y llevó las tazas al fregadero. Entonces empieza ahora el colegio, dije. Evidentemente, contestó, todos empiezan el colegio a los siete años. Sí, ya lo sé. Me levanté y fui hasta la entrada y luego subí al cuarto de Sam, sentía como si tuviera la cabeza en el fondo de un lago. Metí el paquete de tabaco en la maleta, la cerré con llave y me metí la llave en el bolsillo. No, me dije a mí mismo. Volví a abrir la maleta, saqué el paquete de tabaco, saqué el otro paquete del bolsillo y volví a bajar a la cocina con los dos paquetes de tabaco en la mano. Sam dejó de hablar. Mi madre estaba secando los cacharros con un paño de cuadros rojos y blancos. Me senté, dejé los dos paquetes de tabaco en la mesa y empecé a liarme un cigarrillo. Sam me miró. Se hizo el silencio durante un buen rato, hasta que mi madre se puso a tararear. Y tú, dijo Sam, sigues con lo tuyo. Sí, contesté. Jamás lo comprenderé, gente adulta escribiendo poesía. Quiero decir, sin hacer nada más. Bueno, bueno, Sam, dijo mi madre. Pues no lo entiendo, insistió Sam. Lógico, contesté. Me levanté y salí al jardín. Me resultaba demasiado pequeño, salté la valla y eché a andar por el descampado. Quería ser visible, pero a distancia. Anduve unos ochenta o noventa, tal vez cien metros, entonces me detuve y volví la cabeza. Podía ver la mitad del coche de Sam a la derecha de la casa. El aire no se movía. Apenas sentía nada. Me quedé mirando la casa y el coche durante mucho tiempo, tal vez un cuarto de hora, tal vez incluso más, hasta que Sam se fue, a él no lo vi, sólo el coche. Unos instantes después, salió mi madre, y cuando vi que me había visto, volví al jardín. Dijo que Sam había tenido que marcharse. Te manda recuerdos, dijo. ¿De veras?, pregunté. Es tu hermano, señaló ella. Pero, madre, dije. Entonces ella meneó la cabeza sonriendo. Le dije que por qué no se iba a descansar un rato. Asintió. Entramos. Se detuvo en medio de la habitación. Abrió la boca de par en par como si fuera a gritar, o como si le faltara el aire, luego la volvió a cerrar y dijo con un hilo de voz: Creo que no voy a superarlo, Nicolay. Quisiera morirme. La cogí por los estrechos y picudos hombros. Madre, dije. Quisiera morirme, repitió. Sí, madre, dije. La conduje hasta el sofá, estaba llorando, le tapé las piernas con una manta, apretó los ojos y lloró ruidosamente, yo estaba sentado en el borde del sofá mirando las lágrimas y pensando en mi padre, pensando en que ella seguramente lo había amado. Puse una mano sobre su pecho, de alguna manera era consciente de lo que hacía, y ella dejó de apretar los ojos, pero no los abrió. Ay, Nicolay, dijo. Duerme, madre, dije. No retiré la mano. Al cabo de un rato, ella respiraba tranquilamente, y entonces me levanté, fui a la entrada y subí al cuarto de Sam. Faltaban casi cinco horas para la salida del tren, pero estaba convencido de que ella lo comprendería. Hice la maleta, coloqué el traje negro en la parte de arriba. Tenía la sensación de que mi cabeza estaba en un gran espacio. Bajé por la escalera y salí. Fui andando hasta la estación, estaba lejos, pero me sobraba tiempo. Iba pensando en que ella tenía que haber amado a mi padre, y que Sam..., que ella seguramente también lo quería a él. Y pensé: No importa.



En Un vasto y desierto paisaje
Título Original: Et stort øde landskap
Traductor: Lorenzo Torres, Asunción & Baggethun, Kirsti
©1991, Askildsen, Kjell
©2001, Ediciones Lengua de Trapo
Colección: Otras lenguas, 11

Foto: Sigurd Fandango





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Vivas, diez años ha

12 de marzo de 2024

 








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Jon Fosse: Trilogía (in fine)

25 de enero de 2024

 




(...)

Es un buen violín, lo veo, dice Alida 

y le pasa el violín a Sigvald, y él lo devuelve a la caja y se sitúa a su lado, y ahí se queda con la caja de violín y Ales piensa que Sigvald, su querido hermano Sigvald, se hizo músico, y no mucho más, aunque tuvo una hija, una bastarda, y al parecer la hija tuvo un hijo que por lo visto se llama Jon y que dicen que también es músico y ha publicado un libro de poemas, pues sí, qué cosas más raras hace la gente, piensa Ales, y Sigvald desapareció sin más, y ahora será tan viejo que de todos modos estará muerto, desapareció y no se volvió a saber de él, piensa Ales, y por qué tiene que estar Alida ahí, en su sala, delante de la ventana, no puede ser, por qué no se irá, si ella no se va tendré que irme yo, piensa Ales, y ve que Alida sigue ahí, en medio de la sala, y no puede permitir que su madre esté ahí, al fin y al cabo es su sala, y por qué no se irá la madre, por qué no desaparecerá, qué hace ahí, por qué no se mueve, se pregunta Ales, y Alida no puede estar aquí, hace mucho tiempo que murió, piensa Ales, y le gustaría atreverse a tocar a su madre, para ver si realmente está aquí, piensa, pero no puede estar aquí, hace muchos años que murió, se ahogó ella misma en el mar, según decían, aunque Ales no sabe a ciencia cierta lo que ocurrió, dicen muchas cosas, y ella no pudo acudir al entierro de su madre ahí, en Dylgja, piensa con frecuencia en eso, en que no estuvo en el entierro de su madre, pero el viaje era largo, y tenía varios niños pequeños, y el marido estaba faenando, así que cómo podría haber acudido, y quizá sea por eso, quizá la madre esté ahora ahí porque ella no estuvo en su entierro y quizá por eso no quiera marcharse, pero Ales no puede hablarle, aunque se ha preguntado muchas veces si la madre realmente se ahogó ella misma, no cree que pueda preguntárselo, pero dicen que la encontraron en la playa, no puede preguntárselo porque no está tan mal de la cabeza como para hablar con una persona que lleva muchos años muerta, aunque sea su propia madre, no, no puede ser, no puede ser, piensa Ales, y Alida mira a Ales y piensa que la hija nota su presencia, claro que la nota, y puede que la esté molestando con su presencia, y Alida no quiere molestarla, por qué iba a querer molestar a su propia hija, en absoluto quiere molestar a su propia hija, a su querida hija, la mayor, y la única de sus dos queridas hijas que llegó a adulta y tuvo sus propios hijos y nietos, y Ales se levanta y se dirige con pasos lentos y cortos hacia la puerta de la entrada, la abre y pasa a la entrada y Alida la sigue con pasos lentos y cortos y también ella pasa a la entrada y Ales abre la puerta exterior y sale y Alida la sigue y Ales se va por el camino, porque si Alida no quiere salir de su casa, tendrá que salir ella, piensa Ales, otra cosa no puede hacer, piensa Ales y se encamina hacia el mar y Alida camina con pasos lentos y cortos, en la oscuridad, bajo la lluvia, se aleja Alida de la casa de la Cala, y luego se detiene, se vuelve y mira hacia la casa y solo distingue algo más oscuro en la oscuridad, y se vuelve de nuevo y sigue alejándose, paso a paso, y al llegar a la orilla se detiene, oye las olas romper y nota la lluvia contra el pelo, contra la cara, y entonces se adentra entre las olas y todo el frío es calor, todo el mar es Asle y se adentra más y entonces Asle la rodea por completo igual que hizo la noche que hablaron por primera vez, la primera vez que él tocó en un baile allí, en Dylgja, y todo es solo Asle y Alida y entonces las olas cubren a Alida y Ales se adentra en las olas, sigue adelante, se adentra más y más en las olas y entonces una ola cubre su pelo gris.


Originalmente publicado en Noruega como Andvake (2007), Olavs draumar (2012) y Kveldsvaevd (2014) en Det Norske Samlaget. Los tres libros fueron publicados juntos como Trilogien en Det Norske Samlaget en 2014.

© Copyright 2014 by Jon Fosse
Publicado con el permiso de Winje Agency A/S, Sklensgate, 12, 3912 Porsgrunn, Norway.

© De la traducción: Cristina Gómez Baggethun y Kirsti Baggethun

Imagen: Jon Fosse (n. 1959). Autor, dramaturgo y traductor noruego. Fotografiado en febrero de 2019 por Tom A. Kolstad. CC BY 2.0



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Jorge Luis Borges y Roberto Alifano: Borges, el jugador [conversación]

21 de enero de 2024

 




A Borges le fascinaba el azar que brinda la vida. A pesar de su timidez, se entregaba al azar en cuanto podía. Para él fue azar tanto viajar en globo como perderse en los arrabales de Buenos Aires o recorrer países remotos. No fue ajeno al juego. Alguna vez me comentó: «En una época fui jugador. Nunca me interesaron el póker ni la canasta, pero jugué al truco y al mus, que no llegué a entender demasiado». 

RA —Al truco, usted me contó que había jugado con Nicolás Paredes —interrumpí. 

JLB —Sí. Él era un gran jugador —recordó Borges—. Yo aprendí muchas picardías de Paredes y llegué a jugar en pareja con él. Otras veces jugamos mano a mano. Recuerdo que en la segunda visita que le hice, Paredes me preguntó si sabía jugar al truco; yo le contesté imprudentemente que sí. Entonces él sacó las barajas y nos pusimos a jugar. Al principio él me dejó ganar. Después me di cuenta de que ésa era la clásica o la consabida astucia de los tahúres; empezó luego a ganar él, y finalmente me ganó todo el dinero que yo tenía, que era bastante para la época. Paredes era un profesional del juego. Entonces le pedí que me prestara diez centavos para el tranvía. Paredes me devolvió todo el dinero que estaba encima de la mesa. Un poco molesto yo le pregunté si él había hecho trampa; y me contestó: «Bueno, usted tiene que entender que siempre yo voy a ser el ganador». 

RA —¡Qué linda anécdota! ¿Y él le enseñó luego a jugar bien? 

JLB —Sí, yo fui aprendiendo con él, y algunas veces jugamos en pareja contra otros. Era un excelente jugador de truco.

RA —¿Alguna vez usted me contó que jugaba a la ruleta, también? —vuelvo a preguntar.

JLB —Bueno, en una época sí; me gustaba la ruleta y fui inventor de algunas martingalas que no tuvieron demasiado éxito, ya que eran totalmente ineficaces. Alguna vez, sin embargo, llegué a ganar siguiendo ese método.

RA —¿En qué consistía, Borges?

JLB —Yo anotaba los pares y los impares de, digamos, diez o doce bolillas, en el exacto orden en que iban saliendo; los anotaba y luego trazaba una línea, los unía y formaba una simetría. Una vez logrado esto, yo los seguí y, algunas veces, me dio buen resultado.

RA —¿Con ese procedimiento esperaba salir de pobre?

JLB —No, no. Yo lo hacía para entretenerme, para demostrarme a mí mismo que podía ganar con ese método; pero no por codicia. No, digamos, al estilo Dostoievski, que lo hacía de una manera casi enfermiza. Yo tenía en claro que nadie gana a la ruleta y lo hacía con un interés que, bueno, podemos llamar placer intelectual.

RA —¿Llegó a perder dinero con su sistema?

JLB —La mayoría de las veces sí. Gané otras, pero cuando perdía, perdía lo que ganaba y el capital invertido también. De manera que nunca me fue bien en el juego. Luego yo pensé en inventar un sistema de juego en el que no se ganara ni se perdiera nunca. La gente juega, en la mayoría de los casos, porque está desesperada, porque debe dinero o porque quiere dejar de ser pobre. Y luego viene la humillación de perder, la humillación que perdiendo en el juego puede llegar a ser trágica. Sin embargo, usted ve cómo se fomenta el juego, y eso lo hacen hasta los gobiernos; a mí me parece una inmoralidad… Yrigoyen fue el presidente más íntegro en ese sentido. Él quería cerrar el Jockey Club y el casino de Mar del Plata, pero no tuvo éxito. Tampoco llegó a pisar el hipódromo, y cuando lo invitaron a una carrera donde se corría un Gran Premio, él se ofendió y les contestó con una carta muy severa. ¡Cómo lo iban a invitar al Presidente de la República a concurrir a un sitio donde se jugaba por dinero! Él lo sintió como una ofensa, y yo creo que tenía razón, ya que el juego es un vicio, una cuestión de azar donde no hay esfuerzo personal.

RA —También a la lotería jugó durante un largo tiempo. Borges entrecierra los ojos y concluye nostálgico:

JLB —Sí, yo seguí por años, cuando trabajaba en la biblioteca de Almagro, un número de lotería. Ahora, fíjese cómo en el azar la suerte siempre me fue esquiva. Cuando dejé de trabajar en la biblioteca, dejé también de comprar el billete, y a los pocos días salió premiado con la grande.




Foto y texto en Roberto Alifano: El humor de Borges (1995)

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Gerardo Lewin: Plegaria ineficaz

17 de enero de 2024





I

Ahora todos acuden en tropel
para ofrendar poemas
al baal de la peste:
su rostro es de mujer, su cuerpo de avispa hiede
y sus templarios degradados,
con desagrado sacro
humos inhalan de sus fauces.
Ya todo exige la absoluta muerte.
Comienzan a asomarse a las ventanas
las caras niñas que buscan la salida.
Voy, mientras escucho un ruego
a una divinidad perdida entre retretes...


II

Nada se dice ahora del dolor,
del dolor persistente,
de la oscura mordida que no cede,
del malo inquebrantable,
de ese profundo anuncio,
de lo que en ti desobedece
y nunca calla, lo que roe
y no ceja y siempre habla,
de la garganta ronca
que murmura y sufre,
odia y busca terminar
con cuanto se interponga,
del topo ciego, terco,
monosilábico,
de lo que muere
por negarse a morir.






Incluido en Altuntún, su último poemario aún inédito 
Foto © Nicolás Mendez Casariego


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***

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