Nasser Rabach: «Piedra angular»

28 de noviembre de 2024




Nada me mata a mí, nada.
De a poco voy muriendo, oh Nâzım Hikmet,
más despacio, oh Ritsos.
Pasan ante mí presos ancianos, dicen: “¿me recuerdas?”
Entonces sé quién soy.
Una cárcel vacía. Muertos de paso me saludan agitando la mano,
yo los invito a cenar recuerdos.

Pero
a mí nada me mata, nada.

De a poco voy muriendo, oh Lorca,
leños se contemplan junto a un hogar apagado,
un viejo sin dientes quiere cantar, pero se le confunden los significados.
Calle pierde puerta y ventana cada día.
Aviones cruzan el cielo.

Pero
a mí nada me mata, nada.

De a poco voy muriendo, oh Darwish,
dos millones de mártires ascienden hacia Allah, descalzos y desnudos.
Con ollas vacías perturban el sueño de la vieja Roma,
echan al aire los nombres de sus hijos
y de los cielos llueven cánticos.

Pero
a mí nada me mata, nada.

De a poco voy muriendo, oh Al-Nawab,
más despacio, oh Neruda.
La guerra estira sus piernas hasta florecer la gangrena
como ave exhausta que cepilla de sus plumas las esquirlas de llanto.
Con tiempo médicos compran tiempo para salvar las lágrimas de las madres.
Y a mí nada me mata, nada.

Pero yo, amigos míos,
con muerte grabé mi nombre sobre una piedra invisible,
me convertí en la piedra angular del sitio.





















Gaza, 26 de noviembre de 2024

Nasser Rabah nació en Gaza en 1963 y vive allí hasta hoy. Obtuvo su ‎licenciatura ‎en ‎Ciencias Agrícolas en 1985, antes de trabajar como Director del ‎Departamento de ‎‎Comunicación en el Ministerio de Agricultura gazatí. Es miembro ‎de la Unión de ‎‎Escritores y Autores Palestinos y ha publicado cinco colecciones de ‎poesía en lengua ‎‎árabe. Una colección de sus poemas en inglés, traducidos del árabe por Emna Zghal, ‎Khaled al-Hilli y Ammiel Alcalay, se publicará el año próximo.‎

Trad. del árabe al hebreo: Hani Saloum
Trad. del hebreo al español: Yonah Kranz a quien agradezco este texto y la información sobre su autor.



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Esteban Peicovich: Curriculum

9 de noviembre de 2024

 






Nací (es un decir).
Guardo entre gasas mi único cadáver,
aquel cordón umbilical que ella mantuvo
en escondite de múltiple avaricia
hasta dármelo a la edad de mis sesenta.


Tozudo soy como una rosa.
Y sucesivo como las hormigas.
Lento, hasta ser todo invierno.
Y dulce hasta mis huesos.


Fui una sólida monja hasta ser padre.


A mi primera hija se la robé a su madre
un día en que el amor andaba
de animal aturdido dando tumbos
casi de farra loca por la casa
y lo atrapamos.


Tengo otra hija con la cabeza revuelta
por los pájaros.
Tres hijos del otro lado del océano,
dos nietos que por dudar de mi existencia
me llaman Sebastián,
y una madre que resiste riendo
la inundación y el tiempo.


De mis cuatro esposas,
la primera se ahogó en sus propios ojos,
la segunda fundó una maternidad,
la tercera regresó a su sitio natural
de un cuadro de Filippo Lippi
y la cuarta me arropa y alimenta
y con cuchillo de azúcar
hace de mi dos hombres que la aman.


Por mi árbol genealógico ha descendido
tanta gente que me hace ruido dentro.
Desde el minero empaquetador de azúcar
que me trajo
hasta Vidriera, el licenciado
(a pleno día se me ve la noche.)


Por la palabra, al artefacto que soy
le fue dada la rosa en consideración,
el cordero en cuidado
y el silencio de Dios en cautiverio.


Sílaba a sílaba, comparto el gineceo
de las palabras que me aman.
Un mujerío que teje/desteje como Safo
mi inconcluso diccionario perplejo.


Se presentan, ahora, asuntos nuevos:
del girasol se fuga el amarillo.


Llaman a la puerta. Es la humedad.


Ni el licor de lo eterno, ni Sherezade,
ni la picadura súbita del pezón más colibrí
pueden hacer que reviva lo que olvido.


Veré de poner música esta noche.
No vaya a ser que tope con un golpe
de dados y mi azar no lo sepa.




Fuente: Esteban Peicovich, La bañera azul
Madrid, Libertarias / Prodhufi, 1994


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Han Kang, Premio Nobel de Literatura 2024, cuatro poemas

12 de octubre de 2024

 






La escritora surcoreana Han Kang, de 53 años, ha ganado el Premio Nobel de Literatura 2024 por su «prosa intensamente poética que afronta traumas históricos y revela la fragilidad de la vida humana», en palabras del jurado. Entre sus libros publicados en español destacan las novelas La vegetariana —con la que logró fama internacional—, La clase de griego y Actos humanos.

Kang comenzó su carrera literaria en 1993 con la publicación de cinco poemas en la revista Literature and Society. Dos décadas después recopilaría parte de su obra poética en el poemario Dejo el atardecer en el cajón, inédito en español. Ofrecemos aquí cuatro de sus poemas.




Mark Rothko y yo — Muerte en febrero

Sin nada que declarar por adelantado,
no existe relación alguna entre Mark Rothko y yo.

Él nació el 25 de septiembre de 1903,
murió el 25 de febrero de 1970.
Yo nací el 27 de noviembre de 1970
y sigo viva.
Es sólo que
a veces pienso en el espacio de nueve meses
que separa mi nacimiento de su muerte.

Sólo unos pocos días
después de aquella mañana temprano en que se cortó las venas
en la cocina aneja a su estudio,
mis padres unieron sus cuerpos
y poco después una mota de vida
se debió quedar alojada en el tibio útero.
Mientras en el invierno tardío de Nueva York
su cuerpo aún no se habría descompuesto.

Eso no es algo maravilloso,
es algo solitario.

Me debí quedar alojada como una mota
cuyo corazón aún no había empezado a latir,
sin saber nada del lenguaje,
sin saber nada de la luz,
sin saber nada de las lágrimas,
dentro de un útero rosado.

Entre la vida y la muerte,
febrero como una brecha
que perdura,
perdura y finalmente sana.

En la tierra a medio derretir, todavía más fría,
su mano aún no se habría descompuesto.

(Traducción de Ángel Salguero a partir de la versión en inglés de Brother Anthony y Eun-Gwi Chung)




Negra casa de luz

Aquel día en Ui-dong
caía el aguanieve
y mi cuerpo, compañero de mi alma,
temblaba con cada lágrima derramada.

Sigue tu camino.

¿Dudas?
¿Qué sueñas, flotando así?

Casas de dos pisos encendidas como flores,
a su abrigo aprendí la agonía
y hacia una tierra de alegría aún inexplorada
extendí la mano como una tonta.

Sigue tu camino.

¿Qué sueñas? Sigue caminando.

Hacia recuerdos que se formaban sobre una farola, caminé.
Allí miré hacia arriba y dentro de la pantalla de luz
había una casa negra. Una negra
casa de luz.

El cielo estaba oscuro y en aquella oscuridad
aves residentes
volaron librándose del peso de sus cuerpos.
¿Cuántas veces habría de morir para volar así?
Nadie podría sostener mi mano.

¿Qué sueño es tan hermoso?
¿Qué recuerdo
brilla con tal fulgor?

El aguanieve, como las yemas de los dedos de mi madre,
recorre mis cejas despeinadas
golpea mejillas heladas y de nuevo
acaricia ese mismo lugar.

Date prisa y sigue tu camino.




El invierno a través de un espejo

1

Mira la pupila de una llama.
Azulado
ojo
con forma de corazón
lo más caliente y brillante
aquello que la rodea
la llama interior naranja
lo que más parpadea
lo que rodea de nuevo
la llama externa semitransparente
mañana por la mañana, la mañana
que parto a la ciudad más alejada
esta mañana
el ojo azulado de una llama
mira más allá de mis ojos.

2

Ahora mi ciudad es mañana de primavera, si traspasas el centro de la tierra, taladras recto hasta el centro sin vacilar, aquella ciudad aparece, la diferencia horaria allí exactamente doce horas menos, la estación exactamente medio año atrás, de modo que aquella ciudad es ahora una tarde de otoño, como si siguiera en silencio a alguien aquella ciudad sigue tras la mía, para cruzar la noche para cruzar el invierno espero en silencio, mientras mi ciudad deja atrás a aquella como alguien que te adelantara en silencio

3

Dentro del espejo espera el invierno
Un lugar frío
Un lugar totalmente frío
tan frío
que los objetos no pueden temblar
tu cara (congelada una vez)
no puede hacerse añicos
No extiendo mi mano
tú tampoco
quieres extender tu mano
Un lugar frío
Un lugar que se mantiene frío
tan frío
que las pupilas no pueden vacilar
los párpados
no saben cómo cerrarse (juntos)
Dentro del espejo
espera el invierno y
dentro del espejo
no puedo evitar tus ojos y
tú no quieres extender la mano

4

Dijeron que volaríamos durante todo un día.
Dobla bien veinticuatro horas métetelas en la boca y
entra en el espejo dijeron.
Cuando haya deshecho la maleta en una habitación de esa ciudad
debería aprovechar para lavarme la cara.
Si el sufrimiento de esta ciudad en silencio se me apodera
me quedaré rezagada en silencio y
cuando no estés mirándolo me apoyaré
un momento en la espalda escarchada del espejo
y canturrearé despreocupada.
Hasta que, habiendo doblado bien veinticuatro horas
y habiéndolas escupido empujadas por tu lengua caliente,
vuelvas y me observes

5

Mis ojos son dos cabos de vela que gotean cera mientras agotan la mecha, no es abrasador ni doloroso, dicen que el temblor del núcleo de la llama azulada es el advenimiento de las almas, las almas se sientan en mis ojos y tiemblan, canturrean, la llama externa que se balancea en la distancia oscila para llegar más lejos, mañana partes hacia la ciudad más lejana, aquí estoy yo ardiendo, ahora pones las manos en la tumba del vacío y esperas, la memoria te muerde los dedos como una serpiente, no te abrasas ni te duele, tu inquebrantable rostro no se quema ni se hace añicos.

(A partir de una traducción de Eva Gallud basada en las versiones inglesas de Sophie Bowman




Baile en silla de ruedas


Las lágrimas
se han convertido ya en costumbre,
Pero eso
no me ha devorado.

Las pesadillas también
se han convertido ya en costumbre.
Ni siquiera una noche de insomnio que incendie
todos los vasos sanguíneos de mi cuerpo
puede tragarme por completo.

Mira. Estoy bailando.
En una silla de ruedas en llamas
sacudo los hombros.
Oh, intensamente.
No tengo magia,
ni métodos secretos.
Es sólo que no hay nada
que pueda destruirme por completo.

Ni un infierno,
ni una maldición
o tumba,
tampoco ese sucio y helado
granizo ni el pedrisco
como hojas de cuchillo
pueden aplastarme.

Mira,
estoy cantando.
Oh, silla de ruedas
que escupes intensamente llamas,
baila silla de ruedas.

(Traducción de Ángel Salguero a partir de la versión en inglés de Brother Anthony y Eun-Gwi Chung)

Fuente textos y foto (sin atribución)

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Gerardo Lewin: «Eso»

9 de octubre de 2024








No tengo la menor idea
y además qué poco importa.

Debí haber dicho eso.

Debí haber dicho al menos

tengo mis serias dudas
acerca de la centralidad
de todo eso,
en lo que a mí respecta.

Lo central no es sino la pregunta.

La pregunta. La pregunta,
la cosa grosa, el desconcierto,
la clara incapacidad de decir nada
en los violentos cambios de humor
que da el fingir
un plan, un derrotero,
una marcha triunfal
y hacia qué.

Las cosas que se nos salen

—debí decir— con impensada lentitud,
dolor, franca torpeza,

no significan nada, no dicen nada.

¿Qué es lo que tanto te preocupa?

¿Eso que allí se oculta?
¿Un gusano en la manzana,
una astilla podrida,
una palabra atragantada?

Tanto tiempo perdido, buscando

una forma honesta de despertar.

Eso debí decir y nada

de todo lo que dije. Eso.



Buenos Aires, 2019
Incluido en  Altuntún (inédito)
Foto Ezequiel Zaidenwerg, abril 2022




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Joaquín O. Giannuzzi: Paisaje al anochecer

29 de septiembre de 2024

 







Dentro de unos momentos no habrá más que sombras en el valle.
Y yo, solitario en este hueco de la tierra
instalaré en la noche
mi cuota filosófica de animal emocionado.
Esta es la hora del día en que fracasa
todo ensayo de interpretación
acerca de mi papel en el mundo. Sombrío , el año ha muerto.
Mientras trato de justificar esta pena,
esta baja tensión de la conciencia,
me pregunto
si no habrá una segunda oportunidad detrás de esas montañas.



En Obra poética
Buenos Aires, Emecé Editores, 2000





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Agota Kristof: «Clavos»

7 de septiembre de 2024

 



Por encima de las casas y la vida
neblina gris claro
con las hojas saliendo
de los árboles en mis ojos
esperaba el verano
más que todo
el verano amaba el polvo el
polvo blanco cálido los
insectos y las ranas se sofocarían
si la lluvia no cayera
durante semanas
un prado y plumas moradas en el prado los pájaros
crecen
los cuellos de los pozos
el viento se esparce bajo una sierra
clavos
puntiagudos y desafilados
cerrar puertas montar rejas
alrededor de las ventanas
para que los años se acumulen para que se construya la muerte










En Chiodi. Poesie

Ed. Casagrande, 2018 
Traducción del francés: Fabio Pusterla Vía

Agota Kristof (1935-2011) pertenece a “Generación del ’56” de escritores húngaros




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125° aniversario del nacimiento de Jorge Luis Borges

24 de agosto de 2024

 




Foto de Caio-Goldin

Foto de Caio-Goldin




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Salman Rushdie: «Ciudad Victoria» - Cap. I (fragmento)

14 de julio de 2024






El último día de su vida, cuando tenía doscientos cuarenta y siete años de edad, la milagrera, profetisa y poetisa ciega Pampa Kampana puso fin a su inmenso poema narrativo sobre Bisnaga y lo metió en una cazuela de barro sellada con cera en el corazón del Recinto Real ahora en ruinas, como mensaje para el futuro. Cuatro siglos y medio después encontramos la cazuela y leímos por primera vez la inmortal obra maestra titulada Jayaparajaya, que significa «Victoria y Derrota», escrita en sánscrito, tan larga como el Ramayana, compuesta de veinticuatro mil versos, y conocimos así los secretos del imperio que ella había hurtado a la historia durante más de ciento sesenta mil días. Nosotros conocíamos únicamente las ruinas de ese imperio, y el recuerdo de su historia estaba también en ruinas debido al paso del tiempo, a las imperfecciones de la memoria y a las falsedades de quienes vinieron después. Leyendo el libro de Pampa Kampana íbamos reconquistando el pasado, el imperio Bisnaga renacía tal como había sido en verdad, con sus mujeres guerreras, sus montañas de oro, su generosidad de espíritu y sus momentos de vileza, sus puntos débiles y sus puntos fuertes. Oímos por primera vez la historia completa del reino que empezó y terminó con una quema y una cabeza cortada. Lo que viene a continuación es esa misma historia contada en un lenguaje más llano por el presente autor, que no es ni un erudito ni un poeta sino un simple cuentacuentos que ofrece esta versión para el mero entretenimiento y posible instrucción del lector de hoy, sea joven o viejo, culto o menos culto, ya busque la sabiduría o le diviertan los disparates, gente del norte como del sur, seguidores de tal o cual dios o de ninguno, de miras amplias o de miras estrechas, hombres y mujeres y miembros de los géneros intermedios o de más allá, vástagos de la nobleza y plebeyos de carnet, gente buena y granujas, embaucadores y extranjeros, sabios humildes y tontos egoístas.

La historia de Bisnaga dio comienzo en el siglo XIV de nuestra era, en el sur de lo que ahora llamamos la India, Bhᾱrat, Hindustán. El viejo rey cuya cabeza separada del cuerpo lo puso todo a rodar no era un gran monarca, sino más bien un sucedáneo de gobernante como suele darse entre el declive de un gran reino y el nacimiento de otro. Su nombre era Kampila, del diminuto principado de Kampili, «Kampila Raya», siendo raya la versión regional de raja, rey. Este raya de segunda categoría estuvo el tiempo suficiente en su trono de tercera categoría como para edificar una fortaleza de cuarta categoría a orillas del río Pampa, levantar en su interior un templo de quinta categoría y hacer tallar unas intrincadas inscripciones en la pared de una colina pedregosa, pero luego vino el ejército del norte para dar buena cuenta de él. La batalla que siguió fue muy descompensada, hasta el punto de que nadie se molestó en ponerle un nombre; una vez que la gente del norte hubo aplastado a las huestes de Kampila Raya y matado a la mayor parte de su ejército, prendieron al reyezuelo y le cortaron la descoronada cabeza. Después la rellenaron de paja y la enviaron al norte para deleite del sultán de Delhi. Ni la batalla sin nombre ni la cabeza cortada tenían nada de especial. En aquella época las batallas eran casi lugar común y mucha gente ni se molestaba en darles un nombre; en cuanto a las cabezas cortadas, eran numerosas las que viajaban de una parte a otra de nuestro gran país para gusto de tal o cual príncipe. El sultán de la capital norteña había reunido una buena colección.

Sorprendentemente, tras la insignificante batalla se produjo uno de esos acontecimientos que cambian la historia. Cuentan que las mujeres del minúsculo y derrotado reino, la mayor parte de ellas viudas como resultado de la batalla sin nombre, abandonaron la fortaleza de cuarta categoría tras hacer unas ofrendas finales en el templo de quinta categoría, cruzaron el río en pequeñas embarcaciones —⁠ desafiando de manera inverosímil la turbulencia del agua⁠ —, recorrieron cierta distancia a pie rumbo al oeste siguiendo la orilla meridional y luego encendieron una gran hoguera y se suicidaron en masa entre las llamas. Muy serias, sin emitir una sola queja, se dijeron adiós y avanzaron sin dar un respingo. Tampoco se oyeron gritos cuando el fuego prendió en sus carnes y el hedor de la muerte colmó el aire. Ardieron en silencio; no hubo más ruido que el crepitar del fuego mismo. Pampa Kampana lo vio todo. Fue como si el propio universo le mandara un mensaje: Abre bien los oídos, inspira hondo y aprende. Tenía entonces nueve años y se quedó mirando la escena con lágrimas en los ojos mientras apretaba con todas sus fuerzas la mano de su madre, que no lloraba, mientras aquellas mujeres a las que conocía penetraban en la hoguera y se sentaban o permanecían de pie o se tumbaban en el corazón del horno expulsando llamas por las orejas y la boca: la mujer mayor que lo había visto todo y la joven que apenas empezaba a vivir y la niña que odiaba a su padre el soldado muerto y la esposa que se avergonzaba del marido por no haber entregado su vida en el campo de batalla y la mujer de bella voz melodiosa y la mujer de aterradora carcajada y la mujer flaca como un palo y la mujer gruesa como un melón. Helas allí, marchando hacia la muerte, y de pronto Pampa, que empezaba a sentir ganas de vomitar debido a la fetidez de la muerte, vio horrorizada cómo su madre, Radha Kampana, le soltaba suavemente la mano y muy despacio pero con total determinación avanzaba para sumarse a la hoguera de las suicidas sin decirle adiós siquiera.

Durante el resto de su vida Pampa Kampana, que compartía nombre propio con el río en cuyas orillas tuvo lugar dicho suceso, llevaría consigo el olor de la carne de su madre quemándose. La pira estaba hecha de madera de sándalo perfumada y se le había añadido gran cantidad de clavos y ajo y comino y canela, como si las damas suicidas estuvieran siendo condimentadas como un plato muy especiado a fin de ser presentado ante los victoriosos generales del sultán para su gastronómico deleite, pero aquellas fragancias —⁠ la cúrcuma, los cardamomos grandes y también los cardamomos pequeños⁠ — no lograron enmascarar la singular y canibalesca acrimonia de mujeres siendo asadas vivas y, si acaso, hicieron la pestilencia aún más difícil de soportar. Pampa Kampana no volvió a comer carne nunca más, y tampoco
fue capaz de estar ni unos minutos en una cocina donde estuvieran preparándola. Todos esos platos exudaban el recuerdo de su madre, y cuando otras personas comían animales muertos Pampa Kampana tenía que apartar la vista.

El padre de Pampa había muerto joven, mucho antes de la batalla sin nombre, de ahí que su madre no fuera una de las recién enviudadas. Arjuna Kampana había muerto hacía tanto tiempo que Pampa no recordaba qué cara tenía. Todo lo que sabía de él era lo que Radha Kampana le había contado, que había sido un hombre afable, el muy querido alfarero de la localidad de Kampili, y que había animado a su esposa a aprender ella también el arte de la alfarería; así pues, a su muerte, ella se hizo cargo del negocio y demostró que era igual de buena o incluso mejor. Radha, a su vez, había enseñado a la pequeña Pampa a manejarse con la rueda y la niña sabía hacer cazuelas y platos y había aprendido también una importante lección: que no había ningún trabajo exclusivo de los hombres. Pampa Kampana llegó a pensar que esa iba a ser su vida, hacer objetos hermosos con su madre, juntas a la rueda. Pero el sueño había terminado cuando su madre le soltó la mano aquel día y la abandonó a su suerte.

Por un largo momento Pampa intentó convencerse de que su madre solo se estaba mostrando sociable y haciendo lo que las demás, pues siempre había sido una mujer para quien la amistad femenina era de vital importancia. Se dijo a sí misma que aquel ondulante muro de fuego era un telón detrás del cual las señoras se habían congregado para chismorrear y que no tardarían en salir de las llamas, ilesas, o quizá un poco chamuscadas, oliendo a perfumes culinarios tal vez, pero que eso duraría poco. Y que luego su madre y ella volverían a casa.

Solo al ver cómo los últimos pedazos de carne asada se desprendían de la osamenta de Radha Kampana dejando al descubierto el cráneo mondo, comprendió Pampa que su infancia tocaba a su fin y que a partir de ese momento debía comportarse como una adulta y no cometer jamás el error final de su madre. Se reiría de la muerte y encararía la vida. No sacrificaría su cuerpo solo por seguir a un hombre muerto a la otra vida. Se negaría a morir joven y, por el contrario, viviría hasta ser insultantemente vieja. Fue en este punto cuando recibió la bendición celestial que iba a cambiarlo todo, pues fue el momento en que la voz de la diosa Pampa, tan antigua como el Tiempo, empezó a salir por su boca de niña de nueve años. 

Era una voz descomunal, como el retumbo de una gran cascada en medio de un valle de dulces ecos. Poseía una música que ella no había oído jamás, una melodía que ella más tarde bautizó como «bondad». Lógicamente, le entró pánico, pero al mismo tiempo se sentía serena. No es que la hubiera poseído un demonio. Era una voz benigna, y majestuosa también. Su madre le había dicho una vez que dos de las principales divinidades del panteón habían pasado los primeros días de su noviazgo cerca de allí, junto a las rabiosas aguas del tumultuoso río. Quizá se trataba de la mismísima reina de los dioses, que volvía en una época de mortandad al lugar donde naciera su amor. Como el río, a Pampa Kampana le pusieron el nombre de la deidad —⁠ «Pampa» era uno de los nombres con que se denominaba en la región a la diosa Parvati, y su amante Shiva, el poderoso Señor de la Danza, se le había aparecido en su encarnación local de tres ojos⁠ —, de modo que la cosa empezó a cobrar sentido. Con una sensación de sereno desapego Pampa, el ser humano, empezó a prestar oídos a las palabras de Pampa, la diosa, que salían por su boca. Tenía tan poco control sobre ellas como un miembro del público pueda tenerlo sobre el monólogo de la protagonista, y ahí dio comienzo su carrera como profeta y milagrera.

En el terreno físico no notó cambio alguno. No experimentó desagradables efectos secundarios. Ni temblores ni desvanecimientos, ni sofocos ni sudores fríos. No le salía espuma por la boca ni era víctima de ataques epilépticos, como había dado en creer que podía ocurrirle y como a otras personas, en casos semejantes, sí les había pasado. Si acaso, se sentía como arropada por una gran calma, la certeza de que el mundo todavía era un lugar bueno y de que las cosas saldrían bien.

—De la sangre y el fuego —dijo la diosa⁠ — nacerá vida y nacerá poder. En este punto exacto crecerá una gran ciudad, maravilla del mundo, y su imperio durará más de dos centurias. Y tú —⁠ la diosa se dirigió ahora a Pampa Kampana, proporcionando a la muchacha la experiencia insólita de que un ser desconocido del orbe sobrenatural le hablara a ella en concreto por medio de su propia boca⁠ —, tú lucharás para asegurarte de que ninguna otra mujer muera de esta forma y de que los hombres empiecen a ver a la mujer con otros ojos, y vivirás lo suficiente como para ser testigo de tu éxito y también de tu fracaso, para verlo todo y contar los hechos, aun cuando una vez que hayas terminado tu relato morirás al instante y nadie te recordará hasta cuatrocientos cincuenta años después.

Fue así como Pampa Kampana aprendió que la munificencia de una divinidad es siempre una espada de dos filos.

Echó a andar sin saber adónde iba. De haber vivido en nuestra época tal vez habría dicho que el paisaje le recordaba a la superficie lunar por los cráteres en las llanuras, los valles de regolito, los montones de piedras, lo desértico, la sensación de melancólico vacío allí donde debería haber pululado la vida. Pero ella no veía la luna como un lugar. Para ella era solo un dios que relucía en el firmamento. Anduvo y
anduvo hasta que empezó a ver milagros. Vio a una cobra que utilizaba su caperuza para proteger del calor del sol a una rana preñada. Vio a un conejo volverse para encarar a un perro que trataba de cazarlo, y morder al perro en el hocico y hacer que saliera huyendo. Tales portentos la indujeron a pensar que algo maravilloso estaba al caer. Poco después de estas visiones, que quizá los dioses le habían enviado como señales, llegó al pequeño mutt de Mandana.

Había quien a un mutt lo llamaba un peetham, pero para evitar confusiones digamos simplemente que era la morada de un monje. Con el tiempo, paralelamente al crecimiento del imperio, el mutt de Mandana se convirtió en un lugar majestuoso que se extendía hasta el impetuoso río, un complejo enorme donde trabajaban millares de sacerdotes, sirvientes, comerciantes, artesanos, celadores, cuidadores de elefantes, adiestradores de monos, palafreneros y labriegos que se ocupaban de los extensos campos de arroz, y el mutt era venerado por ser el lugar sagrado al que acudían emperadores en busca de consejo, pero en estos primeros tiempos antes de que comenzara el principio, era poco más que una humilde y ascética gruta con su pequeño huerto. Su ascético ocupante, todavía un joven estudioso de veinticinco años, de largas guedejas rizadas que le bajaban por la espalda hasta la cintura, respondía al nombre de Vidyasagar, que quería decir que dentro de su cabeza, de considerable tamaño, había un océano de conocimiento, un vidya-sagara. Cuando el monje vio acercarse a la chica con hambre en la lengua y locura en sus ojos comprendió al instante que había presenciado cosas terribles y le ofreció agua y la poca comida que tenía.

Después de aquello, si hay que hacer caso a la versión de Vidyasagar, vivieron juntos sin grandes problemas, durmiendo cada cual en un rincón de la cueva, y se llevaron bien debido en parte a que el monje había hecho solemne voto de abstinencia de los asuntos de la carne, de modo que incluso cuando Pampa Kampana alcanzó la plenitud de su majestuosa belleza él nunca le puso un dedo encima a pesar de que el espacio no era muy grande y de que vivían solos y a oscuras. Durante el resto de su vida así lo contó él a todo aquel que le preguntaba… y no eran pocos los que lo hacían, porque el mundo es un lugar cínico y receloso y, como está lleno de embusteros, cree que todo es mentira. Y no otra cosa era lo que contaba Vidyasagar.

Pampa Kampana, cuando le preguntaban, no respondía. Desde muy temprana edad había adquirido la capacidad de alejar de su conciencia muchos de los males que la vida repartía. No había entendido aún, ni aprovechado, el poder de la diosa que llevaba dentro, de modo que no fue capaz de protegerse cuando el supuestamente casto estudioso cruzó la fina e invisible línea que los separaba e hizo lo que hizo. No lo hacía a menudo, porque el estudio solía dejarlo demasiado fatigado como para atender a su lujuria, pero sí con cierta frecuencia, y cada vez que eso ocurría ella borraba el hecho de su memoria mediante un acto de voluntad. Borró también a su madre, cuyo autosacrificio había acabado sacrificando a su hija en el altar de los deseos del asceta, y durante mucho tiempo intentó convencerse de que lo sucedido en la cueva era solo una ilusión y de que ella nunca había tenido madre.

Eso la ayudó a aceptar su sino en silencio; pero dentro de ella empezaba a crecer una energía colmada de ira, un poder que habría de dar vida al futuro. Con el tiempo. A su debido tiempo.

En los nueve años siguientes no pronunció una sola palabra, razón por la cual Vidyasagar, que tantas cosas sabía, ignoraba el nombre de su compañera de retiro. Decidió, pues, llamarla Gangadevi, y ella aceptó ese nombre sin protestar y le ayudó a recoger bayas y raíces para comer, a barrer su mísera vivienda y a acarrear agua del pozo cercano. Ese silencio convenía a Vidyasagar, pues la mayoría del tiempo se lo pasaba meditando, reflexionando sobre el significado de los textos sagrados que había aprendido de memoria y buscando respuesta a dos grandes preguntas: si existía la sabiduría o si todo era locura, y, relacionada con lo anterior, la pregunta de si existía realmente el vidya, el verdadero saber, o solo muchos tipos diferentes de ignorancia, y el saber verdadero —⁠ por el cual había recibido su nombre⁠ — únicamente lo poseían los dioses. Por añadidura, pensaba en la paz y se preguntaba de qué forma garantizar el triunfo de la no violencia en una época tan violenta.

Los hombres eran así, pensó Pampa Kampana. El hombre filosofaba sobre la paz, pero en su manera de tratar a la muchacha indefensa que dormía en su cueva los actos no iban parejos con su filosofía.

Aunque la muchacha creció callada hasta convertirse en una mujer joven, escribió profusamente con una letra robusta y fluida, cosa que asombró al sabio, que la había tomado por analfabeta. Una vez recuperada el habla, Pampa Kampana confesó que ella no sabía que fuera capaz de escribir y atribuyó el milagro de alfabetización a la benévola intervención de la diosa. Escribía casi a diario y dejaba que Vidyasagar leyera sus escritos, de modo que durante aquellos nueve años el pasmado sabio se convirtió en el primer testigo del florecimiento de su genio poético. Fue en dicho periodo cuando ella compuso lo que sería el Preludio a su Victoria y Derrota. El tema de la primera parte del poema sería la historia de Bisnaga desde su creación hasta su destrucción, pero esas cosas estaban aún por llegar. El Preludio versaba sobre la antigüedad mediante la historia de Kishkindha, el reino de los monos que había florecido tiempo atrás en aquella región durante el Tiempo de la Fábula, y contenía un vívido relato de la vida y los hechos de Hanuman, el rey mono, capaz de crecer como una montaña y de cruzar el mar de un salto. Tanto los eruditos como los lectores corrientes coinciden en que la calidad de la estrofa de Pampa Kampana rivaliza, cuando no lo supera incluso, con el lenguaje del mismísimo Ramayana.

Transcurridos esos nueve años, un día se presentaron los dos hermanos Sangama: el alto, apuesto y de pelo entrecano, que se quedaba muy quieto y te miraba a los ojos como si pudiera ver tus pensamientos; y el otro, mucho más joven, que era menudo y robusto y siempre estaba zumbando alrededor de su hermano, y de todo el mundo, como un abejorro. Eran vaqueros de la localidad montañosa de Gooty y habían ido a la guerra, siendo la guerra una de las industrias en expansión de la época; se habían alistado en el ejército de un principito local y, como eran simples aficionados en las artes de matar, habían sido capturados por las fuerzas del sultán de Delhi y enviados al norte, donde para salvar el pellejo fingieron convertirse a la religión de sus captores. Poco tiempo después lograban escapar y se desprendían de la nueva fe adoptada como quien se quita un chal, poniendo tierra de por medio antes de que los circuncidaran conforme a los requisitos de esa fe en la que en verdad no creían. Eran chicos de la zona, explicaron al llegar a la cueva, y habían oído hablar de la sabiduría del erudito Vidyasagar y, por qué no decirlo, también de la belleza de la joven muda que vivía con él, y habían venido en busca de buenos consejos.

No venían con las manos vacías: canastos de fruta fresca, un saco de nueces y otros frutos secos, una vasija con leche de su vaca favorita y un saquito de semillas que a la postre resultó ser lo que les cambiaría la vida. Se llamaban, dijeron, Hukka y Bukka Sangama —⁠ Hukka el apuesto de más edad y Bukka el joven abejorro⁠ — y tras su huida del norte estaban buscando una nueva dirección en la vida. Cuidar vacas, dijeron, ya no les bastaba después de su experiencia en el campo de batalla, sus horizontes eran más amplios y sus ambiciones más grandes, así que agradecerían cualquier consejo en este sentido, cualquier pequeña ola procedente del inmenso Océano de Conocimiento, cualquier susurro salido de las profundidades del saber que el sabio tuviera a bien ofrecerles, cualquier cosa que pudiera mostrarles el camino.

—Nos han contado que eres el gran apóstol de la paz —⁠ dijo Hukka Sangama⁠ —. Nosotros ya no tenemos muchas ganas de guerrear, después de lo que hemos vivido hace poco. Muéstranos los frutos de la no violencia.

Para sorpresa de todos no fue el monje sino su compañera de dieciocho años quien contestó, y lo hizo con una voz normal, fuerte y grave que en nada hacía pensar que no hubiera sido utilizada durante nueve años; una voz que sedujo de inmediato a ambos hermanos.

—Vamos a suponer que tenéis unas semillas —⁠ dijo ella⁠ —. Y vamos a suponer que pudierais plantarlas y que de ellas saliera una ciudad y que pudierais cultivar también sus habitantes, como si las personas fueran plantas que echan brotes y florecen cada primavera para luego marchitarse llegado el otoño. Y vamos a suponer que de esas semillas pudieran salir generaciones y engendrar toda una historia, una realidad nueva, un imperio. Vamos a suponer que pudieran convertiros en reyes, y también a vuestros hijos y a los hijos de éstos.

—Pinta bien —dijo el joven Bukka, el más extrovertido de los dos hermanos⁠ —, pero ¿de dónde vamos a sacar unas semillas como esas? Nosotros somos unos simples vaqueros, pero eso no quiere decir que creamos en cuentos de hadas.

—Vuestro apellido, Sangama, es una señal —⁠ dijo Pampa Kam pana⁠ —. Un sangam es una confluencia, como cuando los ríos Tunga y Bhadra, que nacieron del sudor que caía por los costados de la cabeza del dios Vishnú, se juntaron para crear el río Pampa, y por tanto significa también el discurrir de diferentes partes para hacer un todo nuevo. Ese es vuestro destino. Id al lugar del sacrificio de las mujeres, el lugar sagrado donde mi madre murió, que es también donde en tiempos remotos Rama y su hermano Lakshman juntaron fuerzas con el poderoso Hanuman de Kishkindha y combatieron a Rávana, el rey demonio de Lanka de muchas cabezas, que había raptado a Sita. Vosotros dos sois hermanos como lo fueron Rama y Lakshman. Edificad allí vuestra ciudad.

En ese momento intervino el sabio.

—No es tan mal comienzo, ser vaqueros —⁠ dijo⁠ —. El sultanato de Golconda lo fundaron unos pastores de ovejas, sabéis (de hecho, el nombre significa «monte de los ovejeros»), pero esos pastores tuvieron la mala fortuna de descubrir que aquel terreno era rico en diamantes y ahora son príncipes y propietarios de las Veintitrés Minas, descubridores de la mayoría de los diamantes rosa que existen en el mundo y dueños del diamante conocido como la Gran Mesa, que guardan en la más recóndita de las mazmorras de su fortaleza en la cumbre de la montaña, más inexpugnable aún que la de Mehrangarh en Jodhpur, o que el fuerte Udayagiri aquí en las tierras del sur.

—Y vuestras semillas son mejores que diamantes —⁠ dijo la joven, devolviéndoles el saquito que los hermanos habían traído consigo.

—¿Cómo? ¿Estas semillas? —preguntó Bukka, asombrado⁠ —. Pero si no son más que un surtido normal y corriente que decidimos traer como regalo para vuestro huerto… Hay semillas de okra, judías y calabaza serpiente, todo mezclado.

La profetisa negó con la cabeza.

—Ya no —dijo—. Ahora son las semillas del futuro. De ellas crecerá vuestra nueva ciudad.

Los hermanos se percataron en ese instante de que ambos se habían enamorado profunda y verdaderamente de aquella extraña belleza que era sin duda una gran hechicera o, cuando menos, una persona tocada por algún dios que le había concedido poderes excepcionales.

—Hemos oído decir que Vidyasagar te puso por nombre Gangadevi —⁠ dijo Hukka⁠ —, pero ¿cómo te llamas en realidad? Me gustaría mucho saberlo; así podré recordarte tal como tus padres quisieron.

—Id y edificad vuestra ciudad —⁠ dijo ella⁠ —. Cuando haya surgido de las piedras y el polvo, regresad y preguntádmelo de nuevo. Es posible que entonces os lo diga.



Título original: Victory City
Salman Rushdie, 2023
Traducción: Luis Murillo Fort























Foto arriba: Salman Rushdie por  Richard Burbridge (mayo 2024)


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Daniel Mourelle: «Cornisa»

25 de junio de 2024

 


Pagás tu precio en la plaza de los libros
un ojo menos           el izquierdo
el dibujo dentado en las orejas
y la tranquilidad       contagiosa
de compartir         conmigo
el mismo banco        esta ronda
el escribirnos

Te pregunto       cada tarde       si sabrás
cuidar lo que me reste
por allá       en las hojas
a medias entre el tono de burla       y la miseria
de un eco manoseado

Y te imagino          en este mismo banco
acunado en movimiento
por entonces          ya
perdido de mí
el más acorde a la mano
ésta        a la que das
el don de acariciarte

















En Mourelle, Daniel Rubén, Cornisa y otros poemas 
D.R.Mourelle - 1ᵃ ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2019
Foto: Agustín Francis, 2007

© 2019, Daniel Rubén Mourelle
para Colman & Colman (impresiones fantasmales)
autorexus@gmail.com






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Héctor Bianciotti: La muerte de Borges

14 de junio de 2024




Cuando fui a verlo en el mes de abril, Borges estaba en el hospital cantonal, en cama, y sin embargo, al oírlo, cualquiera hubiera dicho que se hallaba en uno de los cafés de Saint-Germain-des-Prés que tanto le gustaba frecuentar. Si su sapiencia siempre me había impresionado, la tarde en que fui a verlo al hospital permanece como ejemplar en mi memoria, por su sencillez, por esa lección que parecía venir de los antiguos, del fondo de los siglos. Yo pensaba como él, aceptaba que nadie escapa a las leyes y a las pautas que rigen este mundo, que nuestro destino es luchar como si el mundo fuese un proyecto y nosotros sus obreros.

Si tuviera que describir brevemente la sapiencia que emanaba de él durante esas horas pasadas en su compañía, diría que consistía, ese día, en su capacidad de ignorar la enfermedad, de no aludir a ella, de vivir con dulzura, llenando su tiempo, que se había vuelto tan lento, con lo que todavía le quedaba por empezar, o por terminar; el porvenir ya no le concernía, no invadía el presente, donde ayer es todavía y mañana, ya.

Se parecía en eso a lo que tardíamente pude constatar en mi madre: ni añoranza del pasado, ni esperanza o miedo hacia el porvenir, sino una humilde atención al instante. Y la costumbre de imponerse una conducta que no suscitara la preocupación en el testigo, o su compasión: cada compromiso, como si fuese el primero y el único.

Borges trabajaba en un guión sobre Venecia, que le habían encargado, y en el prefacio a la edición de su obra en la Pléiade, que terminaría un mes más tarde, tres semanas antes de su muerte. Recitaba poemas, entre ellos una pieza de Cocteau, para comentarme que el poeta había logrado encontrar una palabra que rimaba con "sífilis", volviendo así aceptable esa palabra que la poesía no ha previsto. Nos hizo reír cuando le trajeron la cena, tres purés cuyos colores nos pidió que le describiéramos, comparándolos con la insipidez común a los tres. E imaginó un paté de conejo en su propia piel, o un fénix cocinado en su propia ceniza.

Ignoro si estos fragmentos de recuerdos, estas migajas, pueden sugerir lo que fue ese rato. A Borges le gustaba reír, aunque a menudo no reía de manera evidente, hasta cuando su risa, siempre dispuesta, ya se había extinguido para decir algo que la provocaba a su vez en el interlocutor.

Estas imágenes, como en el caso de Guibert, me parecen preciosas si no se pierden de vista las circunstancias, la muerte, que él sabía inminente. ¿Se preparaba para entrar en la muerte como se entra, conforme lo deseaba, en una fiesta, o quería permanecer fiel a uno de sus últimos poemas, en memoria del amigo ginebrino que acababa de morir?

María lo incitó a levantarse, era necesario que caminase, que se paseara. Mientras cruzábamos el umbral de la habitación y entrábamos en el vasto, interminable corredor, salió tomándonos del brazo, declamando, con esa voz que le ahuecaba el pecho, buscando la férrea música del idioma sajón, el pasaje de la "Balada de Maldon" en el que un joven soldado que ha ido a cazar, al oír de repente el llamado de su jefe, deja que el bienamado halcón vuele de su mano hacia el bosque, y él entra en la batalla.

Nos sentamos en el fondo del corredor, en la rotonda, bajo la claraboya que a esa hora de la tarde irradiaba una feroz luminosidad química. Borges advirtió su intensidad: "Ahora ya no veo más que ese horrible color violeta". Largo tiempo le había sido fiel el amarillo; al comienzo de la ceguera, distinguía el verde del azul.

Temeroso siempre de expresarme con imprecisión delante de él, de proferir trivialidades —que él cazaba al vuelo, no sin agregar, según su costumbre, esa interrogación monosilábica de cortesía, al final de una frase: "¿No?"— debí de preguntarle algo sobre las literaturas antiguas que él amaba. Sin responder a mi pregunta, empezó a recitar, escandiendo párrafos rimados en los que creí reconocer sonidos ingleses. "Es horrible, ¿no?" Se trataba de la traducción de la Odisea perpetrada por el prerrafaelista William Morris, que pretendía extirpar del inglés todas las palabras de origen latino.

Sólo por el placer de oírlo repetir una de las frases de él que prefiero, le pregunté por qué había aprendido de memoria algo horrible. "La fealdad es tan memorable como la belleza", contestó, con un tono casi alegre.

* * *

Cuando llegamos a la callejuela sin nombre y nos detuvimos frente a la puerta sin número, comprendí por qué María había tomado la precaución de citarme en el hotel. Quince días antes, Marguerite Yourcenar había viajado a Ginebra para visitar a Borges. En espera de que la compañía de teléfonos instalara uno en su nueva pero última morada, él todavía estaba en el hotel. Le había hablado a Marguerite del departamento, pidiéndole que fuera a verlo y luego se lo describiera minuciosamente. Él guardaba la llave, la tenía en el bolsillo de la bata. Exactamente un año más tarde, en el mes de junio, Marguerite Yourcenar me contará eso, en el transcurso de la única verdadera entrevista que tendremos —y no olvidó añadir que omitió mencionar el vasto espejo que, al abrir la puerta, se alzaba frente al visitante y se prolongaba a derecha e izquierda creando un pasillo: ¿cómo se hubiera atrevido ella a aludir a ese mundo de reflejos inciertos, cuando tantas páginas del poeta hablan del horror que desde la infancia ese mundo le provocaba?

* * *

Una sucesión de habitaciones vacías pero lujosas, a juzgar por los revestimientos de roble. El silencio que parecía reinar en el departamento súbitamente se rompió al abrir la puerta: lamentos que parecían vagidos. En su cama —tan angosta como la que usaba en Buenos Aires, la de toda su vida—, sin duda Borges tenía una pesadilla. Pero María le tomó la mano: "Borges, ya estamos aquí", y de inmediato cesó su desolada queja, los rasgos distendidos, los labios entre la sonrisa y la palabra. No volvería a mostrar señales de angustia, apenas de una ansiedad intermitente, un temblor brusco y ligero, como cuando soñamos. Nosotros permanecimos atentos al menor signo, al mínimo gesto. "Nosotros" éramos María, uno de los dos médicos que lo habían atendido en el hospital cantonal, la enfermera de día —su lectora en francés—, yo y, más tarde, la enfermera alemana. El médico, sentado al borde del lecho, la mano sobre la rodilla de Borges. Sin duda, uno muere menos solo cuando una mano tranquila y que reconocemos nos toca.

Sobre la mesita baja, junto a la cama, dos libros: una selección de cartas de Voltaire y los Fragmentos de Novalis, que le leía la enfermera de noche, la alemana. Al pie de la cama, que tocaba a la pared, una estrecha ventana contrastaba con el revestimiento de madera, reciente, cuidado. Era el 13 de junio. Hacía calor. El sol se ponía tarde. Un haz de rayos de sol se derramó sobre el lecho, iluminando el hueco en que éste se encastraba, y luego a nuestro pequeño grupo. Borges sacudió el índice sin mover la mano, como quien espanta una mosca. La sábana blanca resplandeció largo rato, pero el tiempo se llevaba consigo la luz, como quien retira un velo. Borges tenía la chaqueta del pijama, que era de color gris perla, desabrochada hasta el tercer botón. Su cuello, alisado por la posición de la cabeza, echada hacia atrás, era ancho y hasta poderoso. En esta residencia de la ciudad vieja, donde él quería que tuviera lugar la cita con la muerte, el destino le había reservado un lugar tranquilo donde retirarse cuya pequeña ventana debía de crear un vínculo con las casas de antaño, allá lejos —un vínculo para que él muriese un poco en su casa, donde la mecedora de su madre se había inmovilizado muchos años atrás—. Puesto que no podía morir en esa Buenos Aires que, a su entender, ya no existía, quería que el gran encuentro ocurriese allí, en el barrio ginebrino donde él había despertado a la ciencia vagabunda de la literatura.

Sus médicos, que se habían convertido en sus amigos, hablaban de su alegría cuando se encontró por fin en la casa que había elegido. Había pasado el día exultante, con una euforia por momentos convulsiva, y repentinamente se alejaba, inmerso en una suerte de beatitud. ¿Había abandonado ya el universo de las palabras, donde todo ocurría para él? Estaba tranquilo, la gravedad y la dulzura pintadas en el rostro, una mano sobre el pecho, abismado en sí mismo, sustraído al tiempo —¿cara a cara con esos espacios infinitos que aterraban a Pascal?

Hay en la espera de la muerte un no sé qué de fin del mundo. Próximo a la fuente de las lágrimas, el testigo tropieza con sus propios límites, y llega a tener la sensación de hallarse en el lugar del moribundo.

En otro cantón de la Confederación, Joyce. La balsa de la noche avanzaba. Llegábamos al centro de la noche, la noche que respiraba a grandes bocanadas.

Siglos habían transcurrido cuando una luz grisácea tiñó la pequeña ventana. Una luz opaca, glauca, que viraba al amarillo. Y el sol. Adormecido en la sustancia de la muerte, el espíritu resucitaba entre la vigilia y el sueño. De pronto, un rayo de luz atravesó el vidrio, disipando un poco la penumbra. Y vi el pie de Borges que, fuera de la sábana, apuntaba con el dedo gordo hacia el techo. Ese pie que, como a él le gustaba decir, había "fatigado las calles". La desnudez del pie, tan íntima, que evocaba las palabras del poeta: "De sus pies sube entonces en él la muerte azul". De cuando en cuando, Sócrates, glorioso u oscuro, vuelve a morir sobre la Tierra. Cuántas veces habremos oído a Borges recordar que Sócrates no quiso prodigar adioses patéticos a sus amigos, a la hora de la cicuta, sino conversar con ellos tranquilamente, seguir pensando. ¿No había comentado, en el umbral mismo de la muerte, que el placer y el dolor son inseparables, puesto que si las cadenas le pesaban en la prisión, acarreando una forma de dolor, una vez que se las quitaron experimentó un feliz alivio?

También Borges, en su cama del hospital, no había hablado sino de literatura, toda una tarde. La enfermera empezó a friccionarle el pie —el pie que se ponía azul; la sangre carecía de impulso para subir hasta el corazón. Yo había convencido a María de que descansara un rato. Ahora era necesario llamarla. No tuve tiempo de dar un paso: María estaba en el vano de la puerta.

Se sentó a la cabecera de Borges, su mano en las suyas. Moví mi silla un poco hacia atrás. Yo no había advertido movimiento alguno, y sin embargo la cabeza de Borges se inclinaba ahora hacia ella.

Entre las cosas que nos ocurren, algunas son demasiado grandes para ser tan sólo un acontecimiento. El suelo de la realidad no las soporta, el espíritu las rechaza.

Borges murió muy lentamente y en silencio, como un reloj de arena que se vacía.

Era el 14 de junio, un sábado. Mi reloj marcaba las siete y cuarenta y siete.

Nunca le confesé que escribía. Está bien así.








Extracto de Héctor Bianciotti, Como la huella del pájaro en el aire 
Madrid, 2001
Publicado antes en Borges todo el año (2014)

desde fuente


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