Jorge Luis Borges y Luisa Mercedes Levinson: La hermana de Eloísa

16 de septiembre de 2023



 

Jorge Luis Borges y Luisa Mercedes Levinson (sin data). Vía

I


Habían pasado unos quince años, pero cuando Jiménez me dijo que había tenido que ir a Burzaco para planear la edificación de un chalet por cuenta de un tal Antonio Ferrari, mi primer pensamiento fue para Eloísa Ferrari, cuya imagen de pronto surgió ante mí, inmediata y casi dolorosa. Sólo después pude sorprenderme de que aquel excelente don Antonio, que pasaba la vida en el café proyectando negocios vagos y vanos, hubiera conseguido, al fin, redondear la suma que significa la construcción de la casa propia. El hecho me resultó tan insólito que para no pensar en algo peor, pensé en una herencia. Jiménez, mientras tanto, seguía explicándome que se trataba de un gran chalet y que los Ferrari eran muy exigentes. Por lo pronto, no íbamos a repetir en Burzaco el tipo 14 de bungalow californiano, ni el 5 en piedra de Mar del Plata, que, innumerablemente multiplicados, ya conoce y acaso habita el lector. Jiménez, mi socio, era constructor; la obra exigía un arquitecto. Alcé los ojos al diploma que colgaba en la pared, enmarcado en ébano; ese papel con su sello azul y su letra caligráfica me serviría para ver de nuevo a Eloísa, al cabo de los años.


-La señorita tiene sus ideas propias, explicó Jiménez. Y luego, como si pensara en voz alta: -Tiene un gusto refinado.

Me pareció natural que hubiera caído bajo el encanto de Eloísa. Aproveché para preguntarle como al descuido:

-¿Siempre sigue rubia y delgada?

Me miró un poco sorprendido antes de contestar.

-No sé. Lo que impresiona más es la voz. Habla como si entendiera de todo, y uno le cree.

Pensé que Jiménez no sabía discernir. Atribuía a la voz un efecto producido por toda ella. Los años la habrían cambiado, sin duda, pero en aquel momento yo evoqué a la Eloísa de 1938; la mirada un poco lejana, los ojos caídos hacia los pómulos, como abrumados por el peso de las pestañas, la sonrisa cuidadosamente enigmática, un hombro luminoso surgiendo del vestido de terciopelo negro. En realidad, lo que evoqué era su fotografía, que obtuvo el segundo premio en el concurso de belleza de Lomas (el primero fue adjudicado a la hija del inventor). En el recuerdo, las fotografías tienden a sustituir a los originales; además, resulta difícil recuperar los rostros que nos han inquietado. Otras imágenes se habían superpuesto a la de Eloísa, pero algunos momentos seguían intactos: una tarde en que me acompañó hasta la puerta, espontáneamente; aquella noche en que nos sentimos unidos ante un film de Norma Shearer. Por lo menos, yo creí que nos sentíamos unidos.

Norma Shearer, Lomas, concurso de belleza, segundo premio, son palabras triviales, pero la belleza y el encanto no son triviales y Eloísa los poseía, implacablemente. Claro está que a mí, ahora, con diez años de ejercicio en la Capital, el ambiente de Eloísa me podría resultar un poco provinciano, un poco mediocre. Pero el hecho es que Eloísa ejerció un poder sobre mí y sobre todos los muchachos que la frecuentábamos. No sé si era inteligente, pero había en ella una especie de resplandor que hacía perdurar los gestos cotidianos. Tenía esa seguridad que da la belleza. Por aquellos años, yo era más tímido y, aunque ya empezaba a quererla, no me hubiera atrevido a decírselo. El primer paso lo dio ella, una noche. Yo iba a Temperley; Irma, la mayor de las Ferrari, me preguntó si podía traerle un tarrito de polvo de hornear. Saqué la libreta de cuero de cocodrilo y empecé a apuntar el encargo, con cierta detención. Eloísa me la arrancó, la recorrió, murmuró con cierto desdén direcciones de otras mujeres, la rompió y la tiró. Se retiró sin mirarme, alta la cabeza, pero yo sentí que ese enojo era una invitación. Así empezó esa desdichada historia de amor que mató parte de mi juventud. Otra frase espectacular le dio fin. A1 salir de un baile del club, un subteniente aviador, al ayudarla con el abrigo, le ponderó los hombros. Pueden ser suyos, le dijo ella, con una seriedad de evidente propósito matrimonial. El viernes a las siete de la tarde fui a visitarla, según la tradición que yo había logrado imponer, pero nadie contestó a mi llamado. Adentro, estaba encendida la luz; por el balconcito entreví, sobre el aparador, un kepi galonado. De esos antiguos recuerdos me desvió la discusión de los problemas técnicos de la obra. Sorprendentemente, fue Jiménez quien volvió al tema.

-Si se quiere, Eloísa y Gladys, la menorcita, son más lindas, pero Irma tiene otra categoría. Es muy señora.

Creí haber entendido mal. ¿Irma? ¿Jiménez había estado hablándome de Irma? Recordé ese personaje de fondo, esa hermana mayor que aún seguiría, tal vez, esperando el Royal que no le traje nunca. Recuperé sin mayor dificultad sus facciones: la cara de base ancha, los ojos vivos y pequeños, la risa intempestiva, la boca fresca, pero no sensual. ¿Qué había ocurrido? Por lo menos para Jiménez, Irma era más memorable que Eloísa. Creí que por uno de esos juegos del destino se había enamorado de Irma. Pero la frase que siguió me hizo descartar esa conjetura.

-Es una mujer admirable. Claro que por nada del mundo quisiera ser su marido. Es una de esas mujeres que siempre llevan los pantalones. Y con eficacia, qué diablos.

Irma, Eloísa, Gladys... El último nombre apenas representaba para mí unas piernas flacas que corrían al sol, una moneda de veinte centavos que yo le daba para que comprara caramelos y me dejara solo con Eloísa, unas pecas en la nariz respingada, y la voz áspera de Irma, retándola. Pero habían pasado quince años; Gladys ya sería una señorita. En aquel momento, sentí a las tres hermanas como a un espejo de tres cuerpos que de algún modo reflejaba mi juventud.

Una ilógica necesidad de volver a verlas me hizo decir a Jiménez: 

-Por el interés de la firma, convendría que yo le llevara personalmente los planos a don Antonio. Usted sabe, en mis tiempos yo frecuentaba la casa... Me tiene confianza. Y si ahora anda con plata, no me costará convencerlo de que gaste unos pesos más.


II

Sería a todas luces absurdo negar espíritu progresista a los vecinos de la línea General Roca, pero sinceramente, al ver desfilar las estaciones y los pueblos desde la ventanilla del tren, tuve que deplorar la docilidad con que muchos se dejan convencer por firmas poco escrupulosas, que anteponen lo vistoso a lo sólido, y aun a lo práctico. Claro está que no todos los propietarios obran así; al pasar por Lanús, me di el gusto de saludar el bungalow tipo 14 que edificamos vez pasada para el farmacéutico Roverano y que hubo que refaccionar después de las últimas lluvias, con buena utilidad para nuestra caja. Las torres de la capilla evangélica en Lomas de Zamora fueron para mí otro motivo de legítima satisfacción: el reverendo Mannteufel tuvo la deferencia de consultarnos y nuestras sugestiones, por cierto, no cayeron en saco roto. ¡Se resolvió ipso facto el problema del drenaje de las cañerías!

Estas reflexiones de orden profesional eran quizás un engaño para no pensar en Eloísa. Me dije por centésima vez que no esperaba verla y que lo más probable era que Ferrari me recibiera solo. De las quintas llegó una brusca ráfaga de madreselva.

Procuré convencerme de que el encuentro con Eloísa podía ser un poco terrible, al cabo de quince años, pero era imaginario ese temor y realmente primaban en mí la esperanza y la ansiedad.

Me pareció que nunca llegábamos a Burzaco, pero cuando reconocí las primeras casas y el tren se detuvo, me sentí menos valeroso y en vez de encaminarme directamente a lo de Ferrari, hice un alto en la confitería de la estación. Tenía que revisar los papeles del portafolio; después de un par de cañas, decidí que convenía echar un vistazo al lugar donde levantaríamos el chalet. Era un terreno que brindaba muchas posibilidades, con martillo a favor, pero ya eran las 17 pasadas en el reloj pulsera extrachato y la indumentaria de gabardina italiana no se prestaba para andar verificando medidas.

Ante la puerta de la casa de Eloísa, volví a ser el muchacho de hace quince años. Mi mano halló la altura exacta del timbre sin que yo necesitara mirar. El tímido llamado me pareció indigno del soltero porteño con estudio en la avenida Belgrano que yo era ahora; insistí con más decisión. Quien me abrió la puerta fue don Antonio.

Para ocultar mi decepción, lo saludé con exagerado entusiasmo. La salita me pareció más chica, acaso porque estaba abarrotada de adornos; una odalisca en petit bronze confusamente duplicaba sus formas en la madera de la tapa del piano y, al entrar, casi tropecé con Leda y el cisne. Un mármol efusivo en el que bullían faunos y ninfas usurpaba el lugar donde antes reinó la fotografía de Eloísa.

Don Antonio había iniciado una conversación ostentosa y vaga. Sacó una caja de cigarros, me ofreció uno que cortésmente rehusé y que él guardó, con destreza de prestidigitador, en uno de los bolsillos del saco.

-Para las chicas, lo ha fumado usted -dijo con una voz sigilosa y haciendo un guiño. Eligió otro cigarro con lentitud, lo olió como pregustando el placer, cruzó la pierna, lo encendió con gravedad ritual e inmediatamente adquirió el aire de un gran señor. Hubo un silencio y tuve la convicción de que Eloísa no estaba.

-Un chalet, todo un gran chalet -exclamó- para la primera chica que se me casa.

No pude contenerme y dije:

-¿Eloísa?

Don Antonio ni siquiera me oyó.

-La formalización del enlace se festejó con un vino de honor en Los Alamos. Usted se acuerda, el establecimiento de los Chiclana. Parece mentira, la benjamina es la primera que llevaré al altar. Gladys se casa con Alberto Chiclana, un muchacho muy preparado, que sólo debe unas materias para redondear su segundo año de doctor en leyes. Y gran apellido. Sobrino de Raúl, que era de su tiempo.

Demasiado me acordaba yo de Raúl. Una noche, en el club, le ofreció una orquídea a Eloísa. Ella se la prendió sobre el corazón y repetía, yendo de grupo en grupo: Obsequio de Raú1 Chiclana. Los Chiclana eran la gente antigua del partido; Los Alamos, entonces, era un establecimiento importante. Después, el botarate de Raúl prefirió las farras de Buenos Aires al sólido trabajo rural y de la estancia, como le dicen, sólo queda el casco y los perros. ¡Las hipotecas se comieron la propiedad!

Dije por decir algo:

-¿Con que al novio sólo le faltan cinco o seis años para recibirse?...

Dadas las luces de los Chiclana, calculé por lo bajo treinta o cuarenta, pero la profesión nos enseña a ser diplomáticos.

-Ahora el tiempo pasa tan rápido -contestó don Antonio-. Y, además, Albertito está bajo mi ala.

Echó una bocanada de humo y miró la gotera del cielo raso:

-E1 amor, las ilusiones, la juventud... Claro que nosotros ya no estamos para esos trotes... -y aquí agregó amenazándome con el índice:

-Por lo pronto, usted tiene más barriguita que yo...

Volvió a guiñar el ojo; se trataba, evidentemente, de un hábito que había adquirido con la prosperidad. Era irritante. Además, ese vejete oruga, esmirriado, sólo profuso en los mostachos, ahora quería ponerse a la par de un tipo como yo, con su metro setenta y nueve de elevación y los trece minutos de flexiones, cada mañana, a lo gimnasia sueca.

El hombre estaba tan garifo, que aproveché para enfrentarlo, pero no perdí los buenos modales que exige la profesión.

-Vea, don Antonio -le dije- las cosas no hay que hacerlas a medias. Hay que sacar partido del martillo que da a la avenida Espora. El muchacho, que un día será abogado, se merece un bufete -esta vez el que guiñó el ojo fui yo-. Unos pocos miles de pesos más y le anexamos escritorio y sala de espera.

Don Antonio pareció caer en la trampa.

-Interesante idea, mi arquitecto -dijo como si lo arrebatara mi verba-. En sumo grado, interesante.

Poco le duró, sin embargo, esa reacción tan halagüeña. Empezó a achicarse como si se atornillara en el asiento y dijo con una vocecita aflautada:

-El señor Klaingutti, de la firma Klaingutti Hermanos, Chapas Galvanizadas, suele encargarle algunos asuntitos -y agregó, como dándose ánimos-: Un poco de alpiste para el muchacho. Sinceramente, la mención de Klaingutti me impresionó. ¿Quién que ha rolado un poco puede permitirse ignorar la casa matriz en la avenida El Cano y las filiales de Berazategui y de Merlo?

Don Antonio prosiguió:

-Oiga, no sé... Hay tantas cosas por delante. -Encendió el cigarro que había dejado apagar, y agregó bajando la voz-: Mi hija mayor es muy personal en sus gustos. Muy severa.

Lo miré atónito. ¿Qué tenía Irma que ver con el chalet de Gladys?

Don Antonio dijo algo, pero a través de las persianas de los balconcitos, oí un menudo taconeo que me inquietó. Oí abrirse la puerta y, un instante después, entraba Eloísa.

En el primer momento no sentí nada. Su silueta contra la luz, parecía un poco indefensa. La cara estaba en sombra, pero el cabello le hacía como una aureola dorada. Me dijo, como si me hubiera visto hace poco:

-Cachito, ¿vos por aquí?

Era la Eloísa de siempre. Ignoro si llegué a balbucear algo, pero sentí dos cosas. Llna, que aquel encuentro tan importante para mí, no lo era para ella. Otra, quizá la misma, que yo era apenas una imagen de su pasado.

Eloísa, haciendo caso omiso de mi presencia, habló con don Antonio:

-No sé qué vamos a hacer con la pobre Clemen. Ya se mandó hacer un vestido, casi igual a las del cortejo, y -ahora resulta que no quieren que vaya. Eso no se hace.

-Pero también, hijita, ¿cómo la invitaste sin consultar?

-Siempre consultando... Nos conocernos de toda la vida; ella dio por sentado que iría. Clemen, pensé, sería Clementina Traversi, una muchacha que trataba de imitar a Eloísa y que de un día para otro apareció con melena rubia.

-Mirá, Eloisita -prosiguió don Antonio, conciliatorio-, hacés muy bien en defender a una amiga, pero ya sabés que Irma es de lo más delicada para estas cosas. Clemen ya ha tenido tres novios. Y la gente es mala...

-¿Y qué hay de malo en tener novios?

La contestación de don Antonio fue sentenciosa:

-Somos nuestra reputación. Además, Irma se ha asegurado la presencia del señor Klaingutti.

-¡Del selior Klaingutti! -repitió ella. Lo dijo con una voz muy rara.


III

A mediados de la semana siguiente, tuve otra conversación con don Antonio. Fue copiosa, rica y estéril; soy del todo incapaz de reconstruir esa obra maestra de postergación y de vaguedad. A1 principio, yo estaba francamente encantado: mis sugestiones no eran sólo aprobadas por don Antonio, sino admiradas y amplificadas. Así, en etapas sucesivas, se encaró la posibilidad de adquirir terrenos vecinos, de construir una pileta de natación con sus vestuarios correspondientes, de dotar a la finca de un reloj de sol, de invernáculos, de una gran pajarera, de un frontón de pelota vasca, de una gruta con cascada y de un laberinto. Proyectamos también, para los fondos, un jardín italiano escalonado, con cabezas yacentes de emperadores. No juraría que se habló de un busto ecuestre del pagador Chiclana, desaparecido en la guerra del Paraguay, pero nada era imposible, esa tarde.

Desgraciadamente, don Antonio se desanimaba con la misma rapidez con que se animaba: las dificultades de la ejecución de un detalle mínimo de cualquiera de esos proyectos interesantes lo hacían renunciar a todo. En cuanto a gastos y honorarios no tuvimos ni un sí ni un no. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche, me dio mala espina porque sentí que no llegábamos a nada. Don Antonio no quería (o no podía) comprometerse.

Claro está que tengo la conciencia tranquila; me plantifiqué en el sofá y defendí, una a una, mis posiciones. No me retiré hasta dadas las diez, cuando el propio anfitrión me repitió que aprovechara un tren que salía a los pocos minutos.

En la estación, el hambre pudo más, y me invité a una milanesa a caballo y dos medios litros, cuyo importe resolví cargar a la cuenta Ferrari. Las casuarinas hacían un ruido como de mar y pensé en Eloísa.

No sé si la esperanza de verla, o el temor de hacer un triste papel delante de Jiménez, cuyas indirectas y directas, me tenían sin cuidado, o la voluntad de no perder un negocio que se pincelara tan promisorio, me hizo regresar a Burzaco, a los pocos días.

No les anuncié la visita; el estratega que hay en mí optó por esgrimir el arma de la sorpresa, en interés profesional.

Esta vez no me permití devaneos emocionales. Eloísa podía seguir tan linda como antes, pero yo concretaba la atención en un paredón con almenas que diera toda la vuelta a la propiedad y que, si mi psiquismo no me engañaba, acertaría con el gusto de don Antonio.

Eloísa abrió la puerta, me hizo pasar a la salita y exclamando con voz atiplada me pescaste sin pintura, huyó patio adentro. La esperé de perfil, una pierna cruzada con negligencia, la mirada varonil abstraída en los faunos del grupo mitológico.

Antes de que entrara percibí el extracto de cyclamen. La sentí allí cerca y dije como si pensara en voz alta, sin despegar los ojos del mármol:

- ¡Hermosa obra de arte!

Por la risita de Eloísa, comprendí que mi observación de esteta había sido tomada como una galantería. La verdad es que el homenaje era justo; cutis relativamente fresco, bien llevados los tres o cuatro kilitos más, blusa transparente sobre los hombros, la sonrisa insinuante y los ojos tristes.

Se sentó junto a mí, en el sofá, casi rozándome con el vuelo de la pollera. Empezó reprochándome que yo frecuentara a las Hurtado, que se habían mudado a la Capital (chicas que no le deben nada a la hermosura; no te lucirás mucho, que digamos, exhibiéndolas en los restaurantes) y remedó el revolear de ojos de la mayor, con bastante gracia. Ponderé sus dotes de actriz; me dijo que Torre Nilson le había ofrecido un papel en una película. Esta eventualidad, lo confieso, no dejó de alarmarme; los años de la ausencia se habían borrado y yo sólo sabía que estaba con Eloísa, otra vez, en el sofá de siempre, y que mi desventura o mi ventura dependían de sus palabras.

Mirándome en los ojos, me dijo:

-Ahora contame de vos; ya sabés que siempre me enloqueció todo lo que sea arquitectura y decoración de interiores.

Nunca lo había sabido, pero le perfilé a grandes rasgos la odisea del joven soñador que llega desde el fondo de la provincia, sin otras armas que la ciencia y el arte, y que se afana, bucea, brega y se impone. Sonó en eso el teléfono.

Durante unos segundos, la posibilidad de que la llamara el director de cine me atormentó. Primero dijo:

- Ah, venís a cenar.

Después:

-Te preparo unos tallarines al pesto?

Y, finalmente, con una voz que temblaba un poco:

- Está bien. Vos mandás.

Volvió a mi lado, pero la sentí lejana. Cuando quise retomar el hilo y contarle la anécdota corrosiva de lo que yo por poco le dije a la mesa examinadora, Eloísa apoyó la cabeza en mi hombro v se echó a llorar. Mi experiencia en el renglón mujeres me aconsejó estrecharla entre mis brazos v arrebatarla en alas de la pasión. Varias fórmulas se me venían a la mente: Eloísa yo seré el arquitecto de su destino. Eloísa, yo le ofrezco un hombre y un nombre, pero apenas acerté con una palmadita en las espaldas.

Eloísa me miró con rabia.

-¿Qué es lo que tìene ella de mejor que yo? -dijo, apartándose de mí.

Se trataba, asombrosamente, de Irma. La que telefoneó era ella y había prohibido categóricamente que invitaran a Clemen.

-Me ha dicho que si no le obedezco, que me atenga a las consecuencias -agregó Eloísa, estrujándose las manos.

-¿Consecuencias? -repetí sin entender.

Entonces, Eloísa me contó todo.

La historia había empezado a raíz de uno de tantos intrincados negocios de don Antonio. Este había llegado a deber una modesta suma -cien o ciento cuarenta pesos- a la firma Klaingutti. El día del vencimiento, logró (mediante otra deuda) el importe, y encargó a Eloísa que fuera personalmente a pagar. El doble efecto que produciría un pago puntual hecho por una muchacha bonita le parecía de inestimable valor para otro nebuloso negocio que versaría sobre chapas acanaladas y pointillé. Pero la avenida El Cano queda muy lejos y Eloísa la mandó a Irma.

Era (Eloísa lo recordaba muy bien) un jueves de diciembre. A las siete, Irma volvió con el recibo firmado por el propio señor Klaingutti, y preparó, como era costumbre, la cena. Nada singular ocurrió hasta el jueves siguiente.

Ese día, Irma tomó el tren de las quince y treinta y no regresó hasta entrada la noche. El padre, que a pesar de sus fantasías, era muy estricto con las chicas, empezó a amonestarla. Ella, sin hablar, abrió la cartera, y dejó sobre la mesa un papel de quinientos pesos. En la billetera había otro igual. Fue, desde entonces, Eloísa la que preparó las comidas.

Así fueron pasando los años. En esa disciplina precisa no hubo otra interrupción que la motivada, en 1944, por un disgusto. Nunca pudo saber Eloísa las razones de esa desavenencia que duró más de un mes, durante el cual el señor Klaingutti no dejó pasar un solo día sin telefonear o mandar flores, dulces o delikatessen, que las hermanas y el padre tenían orden de devolver.

Tampoco pudo averiguar Eloísa los detalles de la reconciliación: una tarde, el chauffeur del señor Klaingutti llegó en el coche gris. Irma le mandó decir que se fuera; al día siguiente, el señor Klaingutti se apersonó con aspecto lastimoso y muchas reverencias. Irma lo hizo esperar una hora y se fue con él; desde entonces las cuotas semanales fueron triplicadas.

Irma, eso sí, no se rebajó nunca a aceptar el menor obsequia, ni siquiera los días de su cumpleaños. El señor Klaingutti, una vez, le ofreció un tapado de nutria. Ella se limitó a recibir el importe, que invirtió luego, para no consentirlo, en uno de astracán.

A fines de 1949, Gladys cayó enferma. Durante tres semanas, Irma no se movió de su cabecera y no dejó que entraran en el cuarto ni Eloísa ni el padre. Pasó malas noches cuidándola, con una especie de ternura feroz; durante ese tiempo, el señor Klaingutti tuvo la delicadeza de mandar cada jueves, a su cajero, con la cuota habitual.

-Irma tiene locura con la mocosa -añadió Eloísa-. Le arregló el casamiento con Chiclana y ahora, encima, le hace construir el chalet.

Nada de lo que había dicho Eloísa me impresionó como estas palabras. Apenas atiné a balbucear:

-Entonces, ¿no es don Antonio el que paga?

-¡Qué va a pagar! -fue la desconcertante respuesta-. Papá no tiene más que la mensualidad que le pasa Irma, y se la suspende si lo pesca debiendo un solo centavo. ¡Pobre de él si se mete en negocios! Irma es una roca.

Había resentimiento en su voz. Francamente, no me gustó que hablara así de una mujer a todas luces excepcional, que contaba con el pleno apoyo del señor Klaingutti y de quien dependía, en última instancia, la edificación del chalet.

Eloísa prosiguió con malevolencia:

-El señor Klaingutti quiere casarse con ella, pero Irma siempre le dice que no. Así lo tiene más dominado. Es de rara... -No concluyó la frase. Un automóvil se había detenido en la puerta y segundos después, entró Irma. Me puse apresuradamente de pie y ensayé un saludo. Antes de contestarlo, la dama se volvió hacia Eloísa:

-Ponete un chal. Ha refrescado.

Comprendí que la blusa de Eloísa era demasiado transparente.

-Vengo rendida -exclamó Irma, ocupando el sofá-. Había que poner un poco de orden en la filial Berazategui.

Al cabo de un silencio, en el que respeté sus pensamientos, quise llevar la conversación al tema del chalet. Se mostró reticente; dijo que la nueva pareja viviría un tiempo en Los Alamos.

Cuando se quitó el sombrero, que era de color verde oscuro, como los zapatos y el traje, me fue dado valorar su severa belleza, quizá menos notable por la gracia que por la autoridad.

Siempre velando por la corrección de su hogar, me sugirió que no tenía por qué costearme a Burzaco y me dictó un número de teléfono que correspondía a una de las líneas internas de la red Klaingutti.

-A principios de la semana que viene, puede molestarse en llamar. Para entonces, la secretaria tendrá órdenes precisas.

Me tendió la mano.

Al querer despedirme de Eloísa, noté que ya no estaba en la sala.

El martes, a más tardar, hablaré con la secretaria. Acaso con Irma.


La hermana de Eloísa, 1955

En 1955, la editorial “Ene” publica en Buenos Aires La hermana de Eloísa, volumen que reúne cinco cuentos: dos de Jorge Luis Borges —”La escritura del Dios” y “El Fin”— y dos de Luisa Mercedes Levinson —”El doctor Sotiropulos” y “El Abra”—. El quinto relato, que le da el nombre al libro, fue escrito en colaboración. Véase ensayo completo





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Octavio Paz: «Mi vida con la ola»

11 de marzo de 2023






Cuando dejé aquel mar, una ola se adelantó entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo saltando. No quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante sus compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron. Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Me miró seria: "Su decisión estaba tomada. No podía volver." Intenté dulzura, dureza, ironía. Ella lloró, gritó, acarició, amenazó. Tuve que pedirle perdón. Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en los ferrocarriles, pero esa misma reserva era un indicio de la severidad con que se juzgaría nuestro acto.

Tras de mucho cavilar me presenté en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua para los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en él a mi amiga.

El primer incidente surgió cuando los niños de un matrimonio vecino declararon su ruidosa sed. Les salí al paso y les prometí refrescos y limonadas. Estaban a punto de aceptar cuando se acercó otra sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada de su acompañante me detuvo. La señora tomo un vasito de papel, se acercó al depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto entre ella y mi amiga. La señora me miro con asombro. Mientras pedía disculpas, uno de los niños volvió abrir el depósito. Lo cerré con violencia.

La señora se llevó el vaso a los labios: –Ay, el agua está salada. El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamó al Conductor: –Este individuo echó sal al agua. El Conductor llamó al Inspector: –¿Conque usted echó substancias en el agua? El Inspector llamo al Policía en turno: –¿Conque usted echó veneno al agua? El Policía en turno llamó al Capitán: – ¿Conque usted es el envenenador? El Capitán llamó a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y a empujones me arrastraron a la cárcel. Durante días no se me habló, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: "El asunto es grave, verdaderamente grave. No había querido envenenar a unos niños?". Una tarde me llevaron ante el Procurador.

–Su asunto es difícil –repitió–. Voy a consignarlo al Juez Penal. Así pasó un año. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Al poco tiempo, llegó el día de la libertad. El Jefe de la Prisión me llamó: –Bueno, ya está libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo desgracias. Pero que no se vuelva a repetir, porque la próxima le costará caro... Y me miró con la misma mirada seria con que todos me veían.

Esa misma tarde tomé el tren y luego de unas horas de viaje incómodo llegué a México. Tomé un taxi y me dirigí a casa. Al llegar a la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho: mi amiga estaba allí, cantando y riendo como siempre. –¿Cómo regresaste? –Muy fácil: en el tren. Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojó en la locomotora. Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina. Adelgacé mucho. Perdí muchas gotas. Su presencia cambió mi vida. La casa de pasillos obscuros y muebles empolvados se llenó de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos.

¡Cuántas olas es una ola o cómo puede hacer playa o roca o rompeolas un muro, un pecho, una frente que corona de espumas! Hasta los rincones abandonados, los abyectos rincones del polvo y los detritus fueron tocados por sus manos ligeras. Todo se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacía tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el país. Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa, a escondidas. El amor era un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre frescas. Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como tallo líquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas de caían sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrían de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacía horizonte y silencio. Plena y sinuosa, me envolvía como una música o unos labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en un cerrar de ojos me encontraba arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme suavemente depositado en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en las aguas, si no es despertar golpeado por mil alegres látigos ligeros, por arremetidas que se retiran riendo. Pero jamás llegué al centro de su ser. Nunca toqué el nudo del ay y de la muerte. Quizá en las olas no existe ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se crispa y se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como las mujeres, se propagaba en ondas, sólo que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada vez más lejos, hasta tocar otros astros. Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no sospechamos. Pero su centro... no, no tenía centro, sino un vacío parecido al de los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba.

Tendido el uno al lado de otro, cambiábamos confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un ovillo, caía sobre mi pecho y allí se desplegaba como una vegetación de rumores. Cantaba a mi oído, caracola. Se hacía humilde y transparente, echada a mis pies como un animalito, agua mansa. Era tan límpida que podía leer todos sus pensamientos. Ciertas noches su piel se cubría de fosforescencias y abrazarla era abrazar un pedazo de noche tatuada de fuego. Pero se hacía también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía. Sus gemidos despertaban a los vecinos. Al oírla el viento del mar se ponía a rascar la puerta de la casa o deliraba en voz alta por las azoteas. Los días nublados la irritaban; rompía muebles, decía malas palabras, me cubría de insultos y de una espuma gris y verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba. Sujeta a la luna, las estrellas, al influjo de la luz de otros mundos, cambiaba de humor y de semblante de una manera que a mí me parecía fantástica, pero que era tal como la marea.

Empezó a quejarse de soledad. Llené la casa de caracolas y conchas, pequeños barcos veleros, que en sus días de furia hacia naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches salían de mi frente y se hundía en sus feroces o graciosos torbellinos). ¡Cuántos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero no le bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las caracolas. Confieso que no sin celos los veía nadar en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera con leves relámpagos de colores. Entre todos aquellos peces había unos particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños tigres de acuario, grandes ojos fijos y bocas hendidas y carniceras. No sé por qué aberración mi amiga se complacía en jugar con ellos, mostrándoles sin rubor una preferencia cuyo significado prefiero ignorar. Pasaba largas horas encerrada con aquellas horribles criaturas.

Un día no pude más; eché abajo la puerta y me arrojé sobre ellos. Ágiles y fantasmales, se me escapaban entre las manos mientras ella reía y me golpeaba hasta derribarme. Sentí que me ahogaba. Y cuando estaba a punto de morir, morado ya, me depositó en la orilla y empezó a besarme, y humillado. Y al mismo tiempo la voluptuosidad me hizo cerrar los ojos. Porque su voz era dulce y me hablaba de la muerte deliciosa de los ahogados.

Cuando volví en mí, empecé a temerla y a odiarla. Tenía descuidados mis asuntos. Empecé a frecuentar a los amigos y reanudé viejas y queridas relaciones. Encontré a una amiga de juventud. Haciéndole jurar que me guardaría el secreto, le conté mi vida con la ola. Nada conmueve tanto a las mujeres como la posibilidad de salvar a un hombre. Mi redentora empleó todas sus artes, pero ¿qué podía una mujer, dueña de un número limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga, siempre cambiante y siempre idéntica a sí misma en sus metamorfosis incesantes? Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayó sobre la ciudad. Llovía una llovizna helada. Mi amiga gritaba todas las noches.

Durante el día se aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola sílaba, como una vieja que rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella era tirar toda la noche y sentir cómo se helaban paulatinamente la sangre, los huesos, los pensamientos. Se volvió impenetrable, revuelta. Yo salía con frecuencia y mis ausencias eran cada vez más prolongadas. Ella, en su rincón, aullaba largamente. Con dientes acerados y lengua corrosiva roía los muros, desmoronaba las paredes. Pasaba las noches en vela, haciéndome reproches. Tenía pesadillas, deliraba con el sol, con un gran trozo de hielo, navegando bajo cielos negros en noches largas como meses. Me injuriaba. Maldecía y reía; llenaba la casa de carcajadas y fantasmas. Llamaba a los monstruos de las profundidades, ciegos, rápidos y obtusos. Cargada de electricidad, carbonizaba lo que rozaba. Sus dulces brazos se volvieron cuerdas ásperas que me estrangulaban. Y su cuerpo verdoso y elástico, era un látigo implacable, que golpeaba, golpeaba, golpeaba. 

Hui. Los horribles peces reían con risa feroz. Allá en las montañas, entre los altos pinos y los despeñaderos, respiré el aire frío y fino como un pensamiento de libertad. Al cabo de un mes regresé. Estaba decidido. Había hecho tanto frío que encontré sobre el mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hielo. No me conmovió su aborrecida belleza. Le eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la dormida a cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente en las cubetas donde se enfrían las botellas.


Publicado por primera vez en 1949

A partir de http://red.ilce.edu.mx/

Foto: Octavio Paz en 1959 por Inge Morath para Magnum Photos




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Konstantino Kavafis: "El dios abandona a Antonio"

25 de febrero de 2023




Si de pronto, a medianoche, se oye
pasar un cortejo invisible
con espléndidas músicas, con voces
tu suerte que ya cede, tus obras
que fracasaron, los proyectos de tu vida
que resultaron todos ilusorios, no llores vanamente.
Como dispuesto desde hace tiempo, como valiente,
despídete de ella, de la Alejandría que parte.
Sobre todo no te engañes, no digas que fue
un sueño, que se engañó tu oído;
no aceptes esas vanas esperanzas.
Como dispuesto desde hace tiempo, como valiente,
como corresponde a quien fue digno de tal ciudad,
acércate resueltamente a la ventana,
y escucha con emoción, pero no
con los ruegos y lamentos de los cobardes,
como un último placer, esos sonidos,
los espléndidos instrumentos del misterioso cortejo,
y despídete de ella, de la Alejandría que pierdes.




En Poesía griega moderna
Selección, traducción directa del griego, prólogo y notas: Horacio Castillo
Buenos Aires, Instituto Griego de Cultura, 1997
Distribuye Editorial Vinciguerra


























Foto: Horacio Castillo, sin data


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Edgar Bayley: Al Conde de Lautremont

4 de febrero de 2023





al que ha dejado abierta la mirada de seda del pulpo
el ojo saliente del sapo y el higo comedor de asnos
al que fue hasta el extremo de la sangre donde hierve la inocencia
y rescató la bujía del sueño y la cuerda tensa de la libertad

un cielo de cabellos mojados
una noche de alabastro
un buey rojo de alas batientes
un arriate de leña y carbón
una marsopa ocular
una ciudad resucitada

al que ha dejado abierta la herida del vampiro aullante
las garras y los órganos chupadores
los reinos flemáticos del viejo océano
las quijadas del tiburón y ls entrañas acuosas de la raya

un granero con todos los nombres del mundo a la luz de la luna

una caracola de inocencia
un encanto lúcido después de la fiebre
unas pupilas de sol naciente
un golpe de tambor al extremo del punzante azul
al que ha dejado abierta la larga cicatriz sulfurosa
la boca cuadrada de baba oscilante
la lámpara sumergida con alas de ángel
el vientre de la araña de donde emergen dos adolescentes vestidos de azul

un estallido de naipes
un lecho de ondas claras en todas direcciones
un puerto sin solapas para abordar ensueños
un alfabeto de puertas
una llama de ojos azules
al que ha dejado abierta la esperanza vencida renaciente
la sorda ciénaga la inmensa esquimosis sobre el cuerpo de la tierra
y la crueldad recorriendo como un cometa aterrador
el espacio sanguinolento

un trompo ardiente que flota en el lago a medianoche
un domador que avanza con su ojo de humo
un rosario de espejismos en una caja fuerte
un verano sin fronteras que aniquila a los guardianes
la tea de los jueves que abre todas las puertas

al que sostuvieron los vientos los arrebatos de cólera y las enfermedades del orgullo
la gota de esperma y la gota de sangre
que corren lentamente a lo largo de las secas arrugas
y el pedestal de gigantes acuáticos en el vientre vacío

un cielo en pie que almacena nuestras memorias
el amor oculto a la vera del camino

un atardecer un rastro de plumas y de hocicos
una infancia rescatada liberada extendida como una risa un zumbido un arco una espuma
un fruto un cráter un nido una aurora una rama en la constelación de nuestro sueño

porque al fin

la eternidad que brama como un mar
distante se aproxima a grandes pasos


Extraído de Antología personal
Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1983


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Osip Mandelstam - Golondrina

18 de enero de 2023





Olvidé la palabra que quería decir.
La golondrina ciega volverá a la morada de las sombras
con sus alas cortadas, para jugar con transparencias.
Una canción nocturna se canta en la languidez.
No se oyen los pájaros y la siempreviva no florece.
Se transparentan las crines de la manada nocturna,
en el río seco nada una canoa vacía
y entre los grillos deambula la palabra olvidada.
Crece lentamente como una tienda o un templo,
y, de repente, se arrojará a los pies,
enloquecida como Antígona, la golondrina muerta,
con ternura de Estigia y una rama verde.
Oh, si tan solo regresara el pudor de los dedos videntes
y la alegría prominente del reconocimiento.
Me da tanto miedo el sollozo de las Aónides,
las campanas, la interrupción y la niebla.
А los mortales le fue dado el poder de amar y conocer,
para ellos, el sonido se derrama en los dedos,
pero olvidé lo que quiero decir,
y el pensamiento incorpóreo
vuelve a la morada de las sombras.
No es lo que repite, Antígona, amiga,
la golondrina transparente.
Sobre los labios, como un hielo negro,
arde el recuerdo del sonido estigio.

1920



Osip Mandelstam (Varsovia, 1891-Vladivostock, 1938)
Versión de Natalia Litvinova
Cortesía: Otra iglesia es imposible

Fuente foto 1914


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Samuel Chagalov: Spectre

14 de enero de 2023








Samuel Chagalov
Métro Peel, Montréal, 4 avril 2012
La clef sans bruit



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Jorge Luis Borges: "Prólogo de prólogos"

10 de enero de 2023





Creo innecesario aclarar que Prólogo de Prólogos no es una locución hebrea superlativa, a la manera de Cantar de Cantares (así lo escribe Luis de León), Noche de las Noches o Rey de Reyes. Trátase llanamente de una página que anteceda a los dispersos prólogos elegidos por Torres Agüero Editor, cuyas fechas oscilan entre 1923 y 1974. Una suerte de prólogo, digamos, elevado a la segunda potencia. 

Hacia 1926 incurrí en un libro de ensayos de cuyo nombre no quiero acordarme, que Valéry-Larbaud, tal vez para complacer a nuestro común amigo Güiraldes, alabó por la variedad de sus temas, que juzgó propia de un autor sudamericano. El hecho tiene sus raíces históricas. En el Congreso de Tucumán resolvimos dejar de ser españoles; nuestro deber era fundar, como los Estados Unidos, una tradición que fuera distinta. Buscarla en el mismo país del que nos habíamos desligado hubiera sido un evidente contrasentido; buscarla en una imaginaria cultura indígena hubiera sido no menos imposible que absurdo. Optamos, como era fatal, por Europa y, particularmente, por Francia (el mismo Poe, que era americano, llegó a nosotros por Baudelaire y por Mallarmé). Fuera de la sangre y del lenguaje, que asimismo son tradiciones, Francia influyó sobre nosotros más que ninguna otra nación. El modernismo, cuyas dos capitales, según Max Henríquez Ureña, fueron México y Buenos Aires, renovó las diversas literaturas cuyo instrumento común es el español y es inconcebible sin Hugo y sin Verlaine. Luego atravesaría el océano e inspiraría en España a ilustres poetas. Cuando yo era chico, ignorar el francés era ser casi analfabeto. Con el decurso de los años pasamos del francés al inglés y del inglés a la ignorancia, sin excluir la del propio castellano. 

Al revisar este volumen, descubro en él la hospitalidad de aquel otro, hoy tan razonablemente olvidado. El humo y fuego de Carlyle, padre del nazismo, las narraciones de un Cervantes que no había acabado aún de soñar el segundo Quijote, el mito genial de Facundo, la vasta voz continental de Walt Whitman, los gratos artificios de Valéry, el ajedrez onírico de Lewis Carroll, las eleáticas postergaciones de Kafka, los concretos cielos de Swedenborg, el sonido y la furia de Macbeth, la sonriente mística de Macedonio Fernández y la desesperada mística de Almafuerte, hallan aquí su eco. He releído y vigilado los textos, pero el hombre de ayer no es el hombre de hoy y me he permitido posdatas, que confirman o refutan lo que precede. 

Que yo sepa, nadie ha formulado hasta ahora una teoría del prólogo. La omisión no debe afligirnos, ya que todos sabemos de qué se trata. El prólogo, en la triste mayoría de los casos, linda con la oratoria de sobremesa o con los panegíricos fúnebres y abunda en hipérboles irresponsables, que la lectura incrédula acepta como convenciones del género. Otros ejemplos hay —recordemos el memorable estudio que Wordsworth prefijó a la segunda edición de sus Lyrical Ballads— que enuncian y razonan una estética. El prefacio conmovido y lacónico de los ensayos de Montaigne no es la página menos admirable de su libro admirable. El de muchas obras que el tiempo no ha querido olvidar es parte inseparable del texto. En Las mil y una noches —o, como quiere Burton, en El libro de las mil noches y una noche la fábula inicial del rey que hace decapitar a su reina cada mañana no es menos prodigiosa que las que siguen; el desfile de los peregrinos que narrarán, en su cabalgata piadosa, los heterogéneos Cuentos de Canterbury, ha sido juzgado por muchos el relato más vívido del volumen. En los tablados isabelinos el prólogo era el actor que proclamaba el tema del drama. No sé si es lícito mencionar las invocaciones rituales de la epopeya: el Arma virumque cano, que Camoens repitió con tanta felicidad: 

As Armas e os Baróes assignalados... 

El prólogo, cuando son propicios los astros, no es una forma subalterna del brindis; es una especie lateral de la crítica. No sé qué juicio favorable o adverso merecerán los míos, que abarcan tantas opiniones y tantos años. 

La revisión de estas páginas olvidadas me ha sugerido el plan de otro libro más original y mejor, que ofrezco a quienes quieran ejecutarlo. Pienso que exige manos más diestras y una tenacidad que ya me ha dejado. Carlyle, hacia mil ochocientos treinta y tantos, simuló en su Sartor Resartus, que cierto profesor alemán había dado a la imprenta un docto volumen sobre la filosofía de la ropa y lo tradujo parcialmente y lo comentó, no sin algún reparo. El libro que ya estoy entreviendo es de índole análoga. Constaría de una serie de prólogos de libros que no existen. Abundaría en citas ejemplares de esas obras posibles. Hay argumentos que se prestan menos a la escritura laboriosa que a los ocios de la imaginación o al indulgente diálogo; tales argumentos serían la impalpable sustancia de esas páginas que no se escribirán. Prologaríamos, acaso, un Quijote o Quijano que nunca sabe si es un pobre sujeto que sueña ser un paladín cercado de hechiceros o un paladín cercado de hechiceros que sueña ser un pobre sujeto. Convendría, por supuesto, eludir la parodia y la sátira, las tramas deberían ser de aquellas que nuestra mente acepta y anhela. 


J.L.B. Buenos Aires, 26 de noviembre de 1974


Inicia su libro Prólogos, con un prólogo de prólogos (1975)
Tomado de la edición de Sudamericana, Buenos Aires, 2016

Foto: Borges en Teotihuacán ca.1973 por Rogelio Cuéllar








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René Char - La salud de la serpiente

29 de septiembre de 2022




I
 

Canto el calor con rostro de recién nacido, el calor desesperado. 

II 
A la vez que el pan que parte el hombre, ser la belleza del alba. 

III 
Aquel que se confía en el girasol no meditará dentro de la casa. Todos los pensamientos del amor serán sus pensamientos. 

IV 
En el círculo de la golondrina una tempestad se informa, un jardín se prepara. 

V 
Habrá siempre una gota de agua para durar más que el sol sin que el ascendiente del sol sea quebrantado. 

VI 
Produce aquello que el conocimiento quiere mantener secreto, el conocimiento con sus cien pasadizos. 

VII 
Aquello que viene al mundo para no perturbar nada no merece ni consideraciones ni paciencia. 

VIII 
¿Cuánto durará esta falta del hombre, agonizante en el centro de la creación porque la creación lo ha despedido? 

IX 
Cada casa era una estación. Así se repetía la ciudad. Todos los habitantes juntos sólo conocían el invierno, a pesar de su carne recalentada, a pesar del día que no se iba. 

X 
Eres en tu esencia constantemente poeta, constantemente estás en el cénit de tu amor, constantemente ávido de verdad y de justicia. Es sin duda un mal necesario que no puedas serlo asiduamente en tu conciencia. 

XI 
Harás del alma que no existe un hombre mejor que ella. 

XII 
Mira la imagen temeraria donde se baña tu país, ese placer que te ha escapado, por mucho tiempo. 

XIII 
Numerosos son aquellos que esperan que el escollo los subleve, que el fin los atraviese, para definirse.

XIV 
Agradece a aquel que no se ocupa de tu remordimiento. Eres su igual. 

XV 
Las lágrimas desprecian a su confidente. 

XVI 
Queda una profundidad mensurable allí donde la arena subyuga al destino. 

XVII 
Amor mío, poco importa que yo haya nacido: tú te vuelves visible en el lugar donde yo desaparezco. 

XVIII 
Puedes caminar, sin engañar al pájaro, desde el corazón del árbol hasta el éxtasis del fruto. 

XIX 
Lo que te recibe a través del placer no es sino la gratitud mercenaria del recuerdo. La presencia que has elegido no produce el adiós. 

XX 
No te curves sino para amar. Si mueres, amas todavía. 

XXI 
Las tinieblas que te infundes están regidas por la lujuria de tu ascendiente solar. 

XXII 
No hagas caso de aquellos a cuyos ojos el hombre pasa por ser una etapa del color sobre la espalda atormentada de la tierra. Que ellos devanen su largo memorial. La tinta del atizador y el rubor de la nube no son sino uno. 

XXIII 
No es digno del poeta abusar de la credulidad del cordero, investir su lana. 

XXIV 
Si habitamos un relámpago, es el corazón de la eternidad. 

XXV 
Ojos que, creyendo inventar un día, habéis despertado al viento, qué puedo yo por vosotros, yo soy el olvido. 

XXVI 
La poesía es, de todas las aguas claras, la que se demora menos en los reflejos de sus puentes. Poesía, la vida futura en el interior del hombre recalificado. 

XXVII 
Una rosa para que llueva. Al final de innumerables años, ése es tu deseo.
 











René Char, La fontaine narrative
En Antología de la poesía surrealista (1961)
Versión Aldo Pellegrini

Foto: René Char en Busclats, 1986, por Serge Assier




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Carlos García: Borges y Norah Lange. Una versión diferente

27 de agosto de 2022





El 123° aniversario del nacimiento de Borges me sugirió cumplir por fin con un plan que me propuse años atrás, relacionado con un capítulo menor de la biografía de Borges.

No desconozco que el caso de Borges plantea dudas radicales acerca de la pertinencia del género “biografía”. Según su propia visión de lo literario (en especial, la tardía), el conocimiento de lo meramente biográfico nada agrega a la producción de un autor. Pero la realidad, díscola maestra de la teoría, ha desautorizado esos compartibles pruritos. Nos agrade o no, se escriben, se publican y se leen biografías de Borges, y no se ve llegar el día en que desaparezcan. Y como casi todas están repletas de errores de hecho, aun quien, como, yo, no se interesa en la persona “Borges” ni en su vida privada, debe inmiscuirse y poner algunas cosas en claro.

Un burdo ejemplo de cómo se falsifica la historia, es el de un sedicente biógrafo llamado Edwin Williamson, que atribuye a Borges haber tenido un romance frustrado con Norah Lange, para lo cual aduce una retahíla de conjeturas, mal sazonada con algún que otro error. Ello no obsta para que el distraído público le otorgue crédito. Aunque el tema raya más con el chusmerío que con la biografía, deseo agregar algunos datos a la discusión, ya que, a mi entender, las cosas se dieron de otra manera.

Conviene repasar los hechos en orden cronológico, para no repetir uno de los errores de Williamson, que se confunde con fechas que van de 1922 a 1927:

Hacia 1922-1924, Borges estaba secretamente “ennoviado” (Borges dixit) con Concepción Guerrero. Como los padres de ambos estaban en contra de la relación, la pareja se encontraba furtivamente en casa de las hermanas Lange, donde Norah, que apoyaba la relación, hacía de Celestina. Subsisten, inéditas, numerosas cartas de Borges a Concepción, entregadas a Norah, para que esta las pasara a la novia de Borges. Conjeturo que lo mismo ocurrió al revés, si bien estas no se han conservado (dicho con el debido cuidado, teniendo en cuenta que continuamente aparecen nuevos documentos, cuya autenticidad debe ser estudiada escrupulosamente).

Desde luego, no es del todo imposible que Borges y Lange hicieran una mala jugada a Concepción, y tuvieran una aventura amorosa a sus espaldas, pero, a decir verdad, cuesta imaginar a los inexpertos jóvenes argentinos en los roles de Valmont y Merteuil, los refinadamente perversos personajes de Les liaisons dangereuses. Y aunque así no fuese: no hay un solo documento que ratifique las elucubraciones de Williamson.

“Embelesados y erróneos”, muchos lectores que tienen tirria a Borges se regocijan con la historieta inventada, según la cual Girondo le “robó” a Norah a Borges en una fiesta que tuvo lugar en noviembre de 1926.[1] Nada más lejano de la verdad.

Si bien poco y nada se sabe de la vida amorosa de Borges en el periodo 1925-1930, hay algunos indicios de que Borges estuvo enamorado de una Lange, sí, pero no de Norah, sino de Haidée, a quien entre otras cosas dedicó, en inglés, un ejemplar de Cuaderno San Martín (1929): “to the splendid person Haidée, affectionately Georgie”. Es conocido el recurso de Borges al inglés cuando alguna emoción lo desbordaba (ver, por ejemplo, alguna de sus cartas a Elena Canto). Pero no es el caso aquí de estudiar la relación de Borges con Haidée Lange.

Que Girondo se “llevara” a Norah de esa fiesta, no hizo la menor huella en la amistad entre Borges y Norah, que fue muy estrecha, como mínimo, hasta comienzos de los años 40, y quizás más allá.

Tal lo demuestran, entre otros datos, las dedicatorias que Borges le hiciera llegar, siempre firmando “Georgie”. Seguramente hubo otras, pero, al parecer, ahora se conservan sólo estas, todas en ediciones princeps:

1923: Fervor de Buenos Aires: “fraternalmente”.
1928: El idioma de los argentinos: “a mi más honrosa amistad y al mejor cuidado recuerdo de los que guardo, a la aureolada y voluntariosa Norah, afectuosamente”.
1930: Discusión: “A Norah Lange, alto y voluntarioso fuego”.
1935: Historia Universal de la Infamia: “con el recuerdo de tantos atardeceres, de tantas músicas, de tanta cabellera ardiente”.
1941: El jardín de senderos que se bifurcan: “a Norah, este modesto jardín, con la amistad constante de Georgie”.

Es cierto que algunas dedicatorias suenan “fogosas”, pero, para ser bien entendido, el tono debe enmarcarse en el fervor ultraísta que compartieron Borges y Lange al comienzo de la década del 20, cuando colaboraron en la creación de la primera Proa y él prologó su primer libro (aparecido en octubre de 1924; no en 1925, como se asegura a menudo).

De Norah se conserva una foto (sin fecha) dedicada “Para Georgie, recuerdo de muchos años”. Parece ser de fines de los años 30 o comienzos de los 40.

He tomado las dedicatorias citadas de las Obras Completas de Oliverio Girondo, editadas por Raúl Antelo (1999, página LIX, nota 22). Allí mismo se atribuye a Borges otra dedicatoria a Norah:

1933: Las Kenningar: “ad Animulam Vagulam, hoc museaeum nugarum septentrionalium decicat Auctor”. La traducción del latín sería, aproximadamente, esta: “El Autor dedica este museo de juguetes nórdicos al Alma Errante”.

Sin embargo, la adjudicación a Norah es incorrecta, aunque ella se encontrara en posesión del libro. El dedicatario era, como se verá, Guillermo Juan Borges, primo tanto de Jorge Luis como de Norah, asiduo a las tertulias de la calle Tronador.

Guillermo Juan colaboró en Prisma, Proa, Nosotros, Martín Fierro (aquí aparecieron dos textos jocosos firmados en conjunto con Jorge Luis, entre ellos “Moderación en los proverbios”: Martín Fierro 42, julio de 1927; 1997, 306-307), etc. Hacia 1926 planeaba la publicación de un Diccionario de Metáforas, que no fue concretado (cf. Borges: “Posdatas”: Textos recobrados, 1997, 237). Figuró en la antología editada por Vignale y Tiempo en 1927. Colaboró en casi todos los números de la Revista Multicolor de los Sábados (1-4, 6-56, 58-61), de la que su primo Jorge Luis era coeditor, bajo el seudónimo “Anímula vágula” (alusión a las últimas palabras del emperador Adriano). Considero plausible que el “Franky Amundsen” de Adán Buenosayres de Marechal sea, siquiera en parte, un trasunto de Guillermo Juan. Murió en Villa Elisa, en apremiante pobreza y en elegido aislamiento. Su obra, así como la influencia que tuvo en el joven Borges, quien le usurpó algunos bonmots (como el del Nulario sentimental), no han sido estudiadas aún como correspondería. (Parafraseo en este párrafo renglones de mi libro del 2000 sobre la correspondencia entre Borges y Macedonio Fernández, otro deudor de Guillermo Juan).[2]

Volviendo a Norah y Las Kenningar, sí hubo dedicatorias de Borges para ella, no consignadas por Antelo:

En una, conservada en una colección privada (desconozco en cuál), Borges dijo: “A Norah, esta visita imperfecta a un tema inaugurado por ella. A Norah con mi admiración habitual y mi vieja afección. A Norah, siempre en su esplendor. Georgie” (mi retraducción del francés del texto reproducido por Bernès en las Oeuvres Completes de Borges, I, 1527).

Y dije arriba “dedicatorias”, porque hay una más, no inscrita a mano en algún ejemplar del libro, sino, para más brillo, en el cuerpo mismo del texto sobre Las Kenningar, esas enrarecidas metáforas de los pueblos nórdicos. Reza así:

El ultraísta muerto cuyo fantasma sigue siempre habitándome, goza con estos juegos. Los dedico a una clara compañera de los heroicos días. A Norah Lange, cuya sangre los reconocerá por ventura.

Apareció por primera vez en el libro (en realidad, un folleto) titulado Las Kenningar (Buenos Aires: Francisco A. Colombo, 1933, 25).

Fue repetida textualmente, a pesar de que Borges introdujo otras variantes en el texto, cuando apareció como el ensayo “Las Kenningar” en Historia de la eternidad (1953), pero veo ahora que faltan las palabras “de los heroicos días” en las Obras Completas (1974, 380).

Para cerrar, no molestaré aquí a los lectores con un listado de mis publicaciones sobre Borges, pero sí me interesa llamar la atención sobre un librito que publiqué este año: Carlos García: Homenaje a las Jornadas Norah Lange-Oliverio Girondo. Madrid: Albert editor, 2022.[3] Figuran en él algunos textos sobre Norah, si bien no guardan relación con el tema de esta glosa. Hay allí, empero, un trabajo sobre la correspondencia de Norah Lange con Evar Méndez (el fundador y director del periódico Martín Fierro), en la que se menciona alguna vez a Borges.


[Hamburg, 24-VIII-2022]

Notas

1 La calidad del trabajo de quienes adhieren a esta hipótesis puede apreciarse, en la red, en un texto de Jorge Carroll, quien afirma, absurdamente, que Norah y Concepción eran hermanas.

2 Tengo entendido que Gastón Gallo (Buenos Aires) trabaja en un libro sobre Guillermo Juan.

3 Se han impreso solamente 50 ejemplares numerados; venta exclusiva en la librería Iberoamericana, de Madrid.











Carlos García nació en Buenos Aires en 1953;
se trasladó a España en marzo de 1977
Vive en Hamburg (Alemania) desde 1979 (Bio)
En FB: Décadas 20-30
Blog personal Symptomas
Foto: Claudia García




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Adam Zagajewski: «Una mañana en Vicenza»

23 de agosto de 2022






En memoria de Josif Brodski y Krzysztof Kieslowski


El sol era tan tierno, tan delicado,
que hasta temíamos por él; un ademán incauto
podía rayarlo, incluso un grito -si alguien hubiera
querido gritar- lo habría puesto en peligro; tan sólo a las veloces golondrinas
de alas duras, como de hierro fundido,
se les permitía silbar en alta voz, porque vivieron
     su infancia
breve, en la inquietud de sus nidos de barro,
junto a sus hermanos, pequeños planetas locos,
negros como bayas silvestres.

En un pequeño café un mozo soñoliento -bajo sus ojos
las últimas sombras de la noche acumuladas- buscaba calderilla
en su bolsillo sin fondo, y el café olía a solemnidad
de tinta de impresión, a dulzura y a Arabia. El azul del cielo prometía
una larga tarde, un infinito día.
Te estaba mirando como si te viera por primera vez.
Y hasta las columnas de Palladio tenían aspecto
de recién nacidas, de recién surgidas de las olas del alba
como Venus, tu compañera mayor.

Empezar de nuevo, contar las pérdidas, contar a los caídos,
empezar el nuevo día, aunque ya no estéis, tú,
a quien dos veces enterramos y lloramos dos veces,
-viviste una vida dos veces más intensa que otros, en dos continentes,
dos idiomas, en la realidad y en la imaginación- y tú, de cara afilada
y una mirada que hacía crecer los objetos y los corazones
     (siempre demasiado pequeños).
No estáis, y por eso llevaremos a partir de ahora una doble vida,
en la luz y en la sombra a la vez, en el sol estridente del día,
en la frescura de los pasillos de piedra, en el duelo, en la alegría.




Versión de Elzbieta Bortkiewicz
Adam Zagajewski: Lwów, Polonia, 1945-Cracovia, Polonia, 2021
Foto sin créditos vía


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