Octavio Paz: «Mi vida con la ola»

11 de marzo de 2023






Cuando dejé aquel mar, una ola se adelantó entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo saltando. No quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante sus compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron. Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Me miró seria: "Su decisión estaba tomada. No podía volver." Intenté dulzura, dureza, ironía. Ella lloró, gritó, acarició, amenazó. Tuve que pedirle perdón. Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en los ferrocarriles, pero esa misma reserva era un indicio de la severidad con que se juzgaría nuestro acto.

Tras de mucho cavilar me presenté en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua para los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en él a mi amiga.

El primer incidente surgió cuando los niños de un matrimonio vecino declararon su ruidosa sed. Les salí al paso y les prometí refrescos y limonadas. Estaban a punto de aceptar cuando se acercó otra sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada de su acompañante me detuvo. La señora tomo un vasito de papel, se acercó al depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto entre ella y mi amiga. La señora me miro con asombro. Mientras pedía disculpas, uno de los niños volvió abrir el depósito. Lo cerré con violencia.

La señora se llevó el vaso a los labios: –Ay, el agua está salada. El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamó al Conductor: –Este individuo echó sal al agua. El Conductor llamó al Inspector: –¿Conque usted echó substancias en el agua? El Inspector llamo al Policía en turno: –¿Conque usted echó veneno al agua? El Policía en turno llamó al Capitán: – ¿Conque usted es el envenenador? El Capitán llamó a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y a empujones me arrastraron a la cárcel. Durante días no se me habló, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: "El asunto es grave, verdaderamente grave. No había querido envenenar a unos niños?". Una tarde me llevaron ante el Procurador.

–Su asunto es difícil –repitió–. Voy a consignarlo al Juez Penal. Así pasó un año. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Al poco tiempo, llegó el día de la libertad. El Jefe de la Prisión me llamó: –Bueno, ya está libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo desgracias. Pero que no se vuelva a repetir, porque la próxima le costará caro... Y me miró con la misma mirada seria con que todos me veían.

Esa misma tarde tomé el tren y luego de unas horas de viaje incómodo llegué a México. Tomé un taxi y me dirigí a casa. Al llegar a la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho: mi amiga estaba allí, cantando y riendo como siempre. –¿Cómo regresaste? –Muy fácil: en el tren. Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojó en la locomotora. Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina. Adelgacé mucho. Perdí muchas gotas. Su presencia cambió mi vida. La casa de pasillos obscuros y muebles empolvados se llenó de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos.

¡Cuántas olas es una ola o cómo puede hacer playa o roca o rompeolas un muro, un pecho, una frente que corona de espumas! Hasta los rincones abandonados, los abyectos rincones del polvo y los detritus fueron tocados por sus manos ligeras. Todo se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacía tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el país. Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa, a escondidas. El amor era un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre frescas. Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como tallo líquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas de caían sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrían de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacía horizonte y silencio. Plena y sinuosa, me envolvía como una música o unos labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en un cerrar de ojos me encontraba arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme suavemente depositado en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en las aguas, si no es despertar golpeado por mil alegres látigos ligeros, por arremetidas que se retiran riendo. Pero jamás llegué al centro de su ser. Nunca toqué el nudo del ay y de la muerte. Quizá en las olas no existe ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se crispa y se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como las mujeres, se propagaba en ondas, sólo que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada vez más lejos, hasta tocar otros astros. Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no sospechamos. Pero su centro... no, no tenía centro, sino un vacío parecido al de los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba.

Tendido el uno al lado de otro, cambiábamos confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un ovillo, caía sobre mi pecho y allí se desplegaba como una vegetación de rumores. Cantaba a mi oído, caracola. Se hacía humilde y transparente, echada a mis pies como un animalito, agua mansa. Era tan límpida que podía leer todos sus pensamientos. Ciertas noches su piel se cubría de fosforescencias y abrazarla era abrazar un pedazo de noche tatuada de fuego. Pero se hacía también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía. Sus gemidos despertaban a los vecinos. Al oírla el viento del mar se ponía a rascar la puerta de la casa o deliraba en voz alta por las azoteas. Los días nublados la irritaban; rompía muebles, decía malas palabras, me cubría de insultos y de una espuma gris y verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba. Sujeta a la luna, las estrellas, al influjo de la luz de otros mundos, cambiaba de humor y de semblante de una manera que a mí me parecía fantástica, pero que era tal como la marea.

Empezó a quejarse de soledad. Llené la casa de caracolas y conchas, pequeños barcos veleros, que en sus días de furia hacia naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches salían de mi frente y se hundía en sus feroces o graciosos torbellinos). ¡Cuántos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero no le bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las caracolas. Confieso que no sin celos los veía nadar en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera con leves relámpagos de colores. Entre todos aquellos peces había unos particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños tigres de acuario, grandes ojos fijos y bocas hendidas y carniceras. No sé por qué aberración mi amiga se complacía en jugar con ellos, mostrándoles sin rubor una preferencia cuyo significado prefiero ignorar. Pasaba largas horas encerrada con aquellas horribles criaturas.

Un día no pude más; eché abajo la puerta y me arrojé sobre ellos. Ágiles y fantasmales, se me escapaban entre las manos mientras ella reía y me golpeaba hasta derribarme. Sentí que me ahogaba. Y cuando estaba a punto de morir, morado ya, me depositó en la orilla y empezó a besarme, y humillado. Y al mismo tiempo la voluptuosidad me hizo cerrar los ojos. Porque su voz era dulce y me hablaba de la muerte deliciosa de los ahogados.

Cuando volví en mí, empecé a temerla y a odiarla. Tenía descuidados mis asuntos. Empecé a frecuentar a los amigos y reanudé viejas y queridas relaciones. Encontré a una amiga de juventud. Haciéndole jurar que me guardaría el secreto, le conté mi vida con la ola. Nada conmueve tanto a las mujeres como la posibilidad de salvar a un hombre. Mi redentora empleó todas sus artes, pero ¿qué podía una mujer, dueña de un número limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga, siempre cambiante y siempre idéntica a sí misma en sus metamorfosis incesantes? Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayó sobre la ciudad. Llovía una llovizna helada. Mi amiga gritaba todas las noches.

Durante el día se aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola sílaba, como una vieja que rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella era tirar toda la noche y sentir cómo se helaban paulatinamente la sangre, los huesos, los pensamientos. Se volvió impenetrable, revuelta. Yo salía con frecuencia y mis ausencias eran cada vez más prolongadas. Ella, en su rincón, aullaba largamente. Con dientes acerados y lengua corrosiva roía los muros, desmoronaba las paredes. Pasaba las noches en vela, haciéndome reproches. Tenía pesadillas, deliraba con el sol, con un gran trozo de hielo, navegando bajo cielos negros en noches largas como meses. Me injuriaba. Maldecía y reía; llenaba la casa de carcajadas y fantasmas. Llamaba a los monstruos de las profundidades, ciegos, rápidos y obtusos. Cargada de electricidad, carbonizaba lo que rozaba. Sus dulces brazos se volvieron cuerdas ásperas que me estrangulaban. Y su cuerpo verdoso y elástico, era un látigo implacable, que golpeaba, golpeaba, golpeaba. 

Hui. Los horribles peces reían con risa feroz. Allá en las montañas, entre los altos pinos y los despeñaderos, respiré el aire frío y fino como un pensamiento de libertad. Al cabo de un mes regresé. Estaba decidido. Había hecho tanto frío que encontré sobre el mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hielo. No me conmovió su aborrecida belleza. Le eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la dormida a cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente en las cubetas donde se enfrían las botellas.


Publicado por primera vez en 1949

A partir de http://red.ilce.edu.mx/

Foto: Octavio Paz en 1959 por Inge Morath para Magnum Photos




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Konstantino Kavafis: "El dios abandona a Antonio"

25 de febrero de 2023




Si de pronto, a medianoche, se oye
pasar un cortejo invisible
con espléndidas músicas, con voces
tu suerte que ya cede, tus obras
que fracasaron, los proyectos de tu vida
que resultaron todos ilusorios, no llores vanamente.
Como dispuesto desde hace tiempo, como valiente,
despídete de ella, de la Alejandría que parte.
Sobre todo no te engañes, no digas que fue
un sueño, que se engañó tu oído;
no aceptes esas vanas esperanzas.
Como dispuesto desde hace tiempo, como valiente,
como corresponde a quien fue digno de tal ciudad,
acércate resueltamente a la ventana,
y escucha con emoción, pero no
con los ruegos y lamentos de los cobardes,
como un último placer, esos sonidos,
los espléndidos instrumentos del misterioso cortejo,
y despídete de ella, de la Alejandría que pierdes.




En Poesía griega moderna
Selección, traducción directa del griego, prólogo y notas: Horacio Castillo
Buenos Aires, Instituto Griego de Cultura, 1997
Distribuye Editorial Vinciguerra


























Foto: Horacio Castillo, sin data


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Edgar Bayley: Al Conde de Lautremont

4 de febrero de 2023





al que ha dejado abierta la mirada de seda del pulpo
el ojo saliente del sapo y el higo comedor de asnos
al que fue hasta el extremo de la sangre donde hierve la inocencia
y rescató la bujía del sueño y la cuerda tensa de la libertad

un cielo de cabellos mojados
una noche de alabastro
un buey rojo de alas batientes
un arriate de leña y carbón
una marsopa ocular
una ciudad resucitada

al que ha dejado abierta la herida del vampiro aullante
las garras y los órganos chupadores
los reinos flemáticos del viejo océano
las quijadas del tiburón y ls entrañas acuosas de la raya

un granero con todos los nombres del mundo a la luz de la luna

una caracola de inocencia
un encanto lúcido después de la fiebre
unas pupilas de sol naciente
un golpe de tambor al extremo del punzante azul
al que ha dejado abierta la larga cicatriz sulfurosa
la boca cuadrada de baba oscilante
la lámpara sumergida con alas de ángel
el vientre de la araña de donde emergen dos adolescentes vestidos de azul

un estallido de naipes
un lecho de ondas claras en todas direcciones
un puerto sin solapas para abordar ensueños
un alfabeto de puertas
una llama de ojos azules
al que ha dejado abierta la esperanza vencida renaciente
la sorda ciénaga la inmensa esquimosis sobre el cuerpo de la tierra
y la crueldad recorriendo como un cometa aterrador
el espacio sanguinolento

un trompo ardiente que flota en el lago a medianoche
un domador que avanza con su ojo de humo
un rosario de espejismos en una caja fuerte
un verano sin fronteras que aniquila a los guardianes
la tea de los jueves que abre todas las puertas

al que sostuvieron los vientos los arrebatos de cólera y las enfermedades del orgullo
la gota de esperma y la gota de sangre
que corren lentamente a lo largo de las secas arrugas
y el pedestal de gigantes acuáticos en el vientre vacío

un cielo en pie que almacena nuestras memorias
el amor oculto a la vera del camino

un atardecer un rastro de plumas y de hocicos
una infancia rescatada liberada extendida como una risa un zumbido un arco una espuma
un fruto un cráter un nido una aurora una rama en la constelación de nuestro sueño

porque al fin

la eternidad que brama como un mar
distante se aproxima a grandes pasos


Extraído de Antología personal
Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1983


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Osip Mandelstam - Golondrina

18 de enero de 2023





Olvidé la palabra que quería decir.
La golondrina ciega volverá a la morada de las sombras
con sus alas cortadas, para jugar con transparencias.
Una canción nocturna se canta en la languidez.
No se oyen los pájaros y la siempreviva no florece.
Se transparentan las crines de la manada nocturna,
en el río seco nada una canoa vacía
y entre los grillos deambula la palabra olvidada.
Crece lentamente como una tienda o un templo,
y, de repente, se arrojará a los pies,
enloquecida como Antígona, la golondrina muerta,
con ternura de Estigia y una rama verde.
Oh, si tan solo regresara el pudor de los dedos videntes
y la alegría prominente del reconocimiento.
Me da tanto miedo el sollozo de las Aónides,
las campanas, la interrupción y la niebla.
А los mortales le fue dado el poder de amar y conocer,
para ellos, el sonido se derrama en los dedos,
pero olvidé lo que quiero decir,
y el pensamiento incorpóreo
vuelve a la morada de las sombras.
No es lo que repite, Antígona, amiga,
la golondrina transparente.
Sobre los labios, como un hielo negro,
arde el recuerdo del sonido estigio.

1920



Osip Mandelstam (Varsovia, 1891-Vladivostock, 1938)
Versión de Natalia Litvinova
Cortesía: Otra iglesia es imposible

Fuente foto 1914


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Samuel Chagalov: Spectre

14 de enero de 2023








Samuel Chagalov
Métro Peel, Montréal, 4 avril 2012
La clef sans bruit



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Jorge Luis Borges: "Prólogo de prólogos"

10 de enero de 2023





Creo innecesario aclarar que Prólogo de Prólogos no es una locución hebrea superlativa, a la manera de Cantar de Cantares (así lo escribe Luis de León), Noche de las Noches o Rey de Reyes. Trátase llanamente de una página que anteceda a los dispersos prólogos elegidos por Torres Agüero Editor, cuyas fechas oscilan entre 1923 y 1974. Una suerte de prólogo, digamos, elevado a la segunda potencia. 

Hacia 1926 incurrí en un libro de ensayos de cuyo nombre no quiero acordarme, que Valéry-Larbaud, tal vez para complacer a nuestro común amigo Güiraldes, alabó por la variedad de sus temas, que juzgó propia de un autor sudamericano. El hecho tiene sus raíces históricas. En el Congreso de Tucumán resolvimos dejar de ser españoles; nuestro deber era fundar, como los Estados Unidos, una tradición que fuera distinta. Buscarla en el mismo país del que nos habíamos desligado hubiera sido un evidente contrasentido; buscarla en una imaginaria cultura indígena hubiera sido no menos imposible que absurdo. Optamos, como era fatal, por Europa y, particularmente, por Francia (el mismo Poe, que era americano, llegó a nosotros por Baudelaire y por Mallarmé). Fuera de la sangre y del lenguaje, que asimismo son tradiciones, Francia influyó sobre nosotros más que ninguna otra nación. El modernismo, cuyas dos capitales, según Max Henríquez Ureña, fueron México y Buenos Aires, renovó las diversas literaturas cuyo instrumento común es el español y es inconcebible sin Hugo y sin Verlaine. Luego atravesaría el océano e inspiraría en España a ilustres poetas. Cuando yo era chico, ignorar el francés era ser casi analfabeto. Con el decurso de los años pasamos del francés al inglés y del inglés a la ignorancia, sin excluir la del propio castellano. 

Al revisar este volumen, descubro en él la hospitalidad de aquel otro, hoy tan razonablemente olvidado. El humo y fuego de Carlyle, padre del nazismo, las narraciones de un Cervantes que no había acabado aún de soñar el segundo Quijote, el mito genial de Facundo, la vasta voz continental de Walt Whitman, los gratos artificios de Valéry, el ajedrez onírico de Lewis Carroll, las eleáticas postergaciones de Kafka, los concretos cielos de Swedenborg, el sonido y la furia de Macbeth, la sonriente mística de Macedonio Fernández y la desesperada mística de Almafuerte, hallan aquí su eco. He releído y vigilado los textos, pero el hombre de ayer no es el hombre de hoy y me he permitido posdatas, que confirman o refutan lo que precede. 

Que yo sepa, nadie ha formulado hasta ahora una teoría del prólogo. La omisión no debe afligirnos, ya que todos sabemos de qué se trata. El prólogo, en la triste mayoría de los casos, linda con la oratoria de sobremesa o con los panegíricos fúnebres y abunda en hipérboles irresponsables, que la lectura incrédula acepta como convenciones del género. Otros ejemplos hay —recordemos el memorable estudio que Wordsworth prefijó a la segunda edición de sus Lyrical Ballads— que enuncian y razonan una estética. El prefacio conmovido y lacónico de los ensayos de Montaigne no es la página menos admirable de su libro admirable. El de muchas obras que el tiempo no ha querido olvidar es parte inseparable del texto. En Las mil y una noches —o, como quiere Burton, en El libro de las mil noches y una noche la fábula inicial del rey que hace decapitar a su reina cada mañana no es menos prodigiosa que las que siguen; el desfile de los peregrinos que narrarán, en su cabalgata piadosa, los heterogéneos Cuentos de Canterbury, ha sido juzgado por muchos el relato más vívido del volumen. En los tablados isabelinos el prólogo era el actor que proclamaba el tema del drama. No sé si es lícito mencionar las invocaciones rituales de la epopeya: el Arma virumque cano, que Camoens repitió con tanta felicidad: 

As Armas e os Baróes assignalados... 

El prólogo, cuando son propicios los astros, no es una forma subalterna del brindis; es una especie lateral de la crítica. No sé qué juicio favorable o adverso merecerán los míos, que abarcan tantas opiniones y tantos años. 

La revisión de estas páginas olvidadas me ha sugerido el plan de otro libro más original y mejor, que ofrezco a quienes quieran ejecutarlo. Pienso que exige manos más diestras y una tenacidad que ya me ha dejado. Carlyle, hacia mil ochocientos treinta y tantos, simuló en su Sartor Resartus, que cierto profesor alemán había dado a la imprenta un docto volumen sobre la filosofía de la ropa y lo tradujo parcialmente y lo comentó, no sin algún reparo. El libro que ya estoy entreviendo es de índole análoga. Constaría de una serie de prólogos de libros que no existen. Abundaría en citas ejemplares de esas obras posibles. Hay argumentos que se prestan menos a la escritura laboriosa que a los ocios de la imaginación o al indulgente diálogo; tales argumentos serían la impalpable sustancia de esas páginas que no se escribirán. Prologaríamos, acaso, un Quijote o Quijano que nunca sabe si es un pobre sujeto que sueña ser un paladín cercado de hechiceros o un paladín cercado de hechiceros que sueña ser un pobre sujeto. Convendría, por supuesto, eludir la parodia y la sátira, las tramas deberían ser de aquellas que nuestra mente acepta y anhela. 


J.L.B. Buenos Aires, 26 de noviembre de 1974


Inicia su libro Prólogos, con un prólogo de prólogos (1975)
Tomado de la edición de Sudamericana, Buenos Aires, 2016

Foto: Borges en Teotihuacán ca.1973 por Rogelio Cuéllar








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René Char - La salud de la serpiente

29 de septiembre de 2022




I
 

Canto el calor con rostro de recién nacido, el calor desesperado. 

II 
A la vez que el pan que parte el hombre, ser la belleza del alba. 

III 
Aquel que se confía en el girasol no meditará dentro de la casa. Todos los pensamientos del amor serán sus pensamientos. 

IV 
En el círculo de la golondrina una tempestad se informa, un jardín se prepara. 

V 
Habrá siempre una gota de agua para durar más que el sol sin que el ascendiente del sol sea quebrantado. 

VI 
Produce aquello que el conocimiento quiere mantener secreto, el conocimiento con sus cien pasadizos. 

VII 
Aquello que viene al mundo para no perturbar nada no merece ni consideraciones ni paciencia. 

VIII 
¿Cuánto durará esta falta del hombre, agonizante en el centro de la creación porque la creación lo ha despedido? 

IX 
Cada casa era una estación. Así se repetía la ciudad. Todos los habitantes juntos sólo conocían el invierno, a pesar de su carne recalentada, a pesar del día que no se iba. 

X 
Eres en tu esencia constantemente poeta, constantemente estás en el cénit de tu amor, constantemente ávido de verdad y de justicia. Es sin duda un mal necesario que no puedas serlo asiduamente en tu conciencia. 

XI 
Harás del alma que no existe un hombre mejor que ella. 

XII 
Mira la imagen temeraria donde se baña tu país, ese placer que te ha escapado, por mucho tiempo. 

XIII 
Numerosos son aquellos que esperan que el escollo los subleve, que el fin los atraviese, para definirse.

XIV 
Agradece a aquel que no se ocupa de tu remordimiento. Eres su igual. 

XV 
Las lágrimas desprecian a su confidente. 

XVI 
Queda una profundidad mensurable allí donde la arena subyuga al destino. 

XVII 
Amor mío, poco importa que yo haya nacido: tú te vuelves visible en el lugar donde yo desaparezco. 

XVIII 
Puedes caminar, sin engañar al pájaro, desde el corazón del árbol hasta el éxtasis del fruto. 

XIX 
Lo que te recibe a través del placer no es sino la gratitud mercenaria del recuerdo. La presencia que has elegido no produce el adiós. 

XX 
No te curves sino para amar. Si mueres, amas todavía. 

XXI 
Las tinieblas que te infundes están regidas por la lujuria de tu ascendiente solar. 

XXII 
No hagas caso de aquellos a cuyos ojos el hombre pasa por ser una etapa del color sobre la espalda atormentada de la tierra. Que ellos devanen su largo memorial. La tinta del atizador y el rubor de la nube no son sino uno. 

XXIII 
No es digno del poeta abusar de la credulidad del cordero, investir su lana. 

XXIV 
Si habitamos un relámpago, es el corazón de la eternidad. 

XXV 
Ojos que, creyendo inventar un día, habéis despertado al viento, qué puedo yo por vosotros, yo soy el olvido. 

XXVI 
La poesía es, de todas las aguas claras, la que se demora menos en los reflejos de sus puentes. Poesía, la vida futura en el interior del hombre recalificado. 

XXVII 
Una rosa para que llueva. Al final de innumerables años, ése es tu deseo.
 











René Char, La fontaine narrative
En Antología de la poesía surrealista (1961)
Versión Aldo Pellegrini

Foto: René Char en Busclats, 1986, por Serge Assier




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Carlos García: Borges y Norah Lange. Una versión diferente

27 de agosto de 2022





El 123° aniversario del nacimiento de Borges me sugirió cumplir por fin con un plan que me propuse años atrás, relacionado con un capítulo menor de la biografía de Borges.

No desconozco que el caso de Borges plantea dudas radicales acerca de la pertinencia del género “biografía”. Según su propia visión de lo literario (en especial, la tardía), el conocimiento de lo meramente biográfico nada agrega a la producción de un autor. Pero la realidad, díscola maestra de la teoría, ha desautorizado esos compartibles pruritos. Nos agrade o no, se escriben, se publican y se leen biografías de Borges, y no se ve llegar el día en que desaparezcan. Y como casi todas están repletas de errores de hecho, aun quien, como, yo, no se interesa en la persona “Borges” ni en su vida privada, debe inmiscuirse y poner algunas cosas en claro.

Un burdo ejemplo de cómo se falsifica la historia, es el de un sedicente biógrafo llamado Edwin Williamson, que atribuye a Borges haber tenido un romance frustrado con Norah Lange, para lo cual aduce una retahíla de conjeturas, mal sazonada con algún que otro error. Ello no obsta para que el distraído público le otorgue crédito. Aunque el tema raya más con el chusmerío que con la biografía, deseo agregar algunos datos a la discusión, ya que, a mi entender, las cosas se dieron de otra manera.

Conviene repasar los hechos en orden cronológico, para no repetir uno de los errores de Williamson, que se confunde con fechas que van de 1922 a 1927:

Hacia 1922-1924, Borges estaba secretamente “ennoviado” (Borges dixit) con Concepción Guerrero. Como los padres de ambos estaban en contra de la relación, la pareja se encontraba furtivamente en casa de las hermanas Lange, donde Norah, que apoyaba la relación, hacía de Celestina. Subsisten, inéditas, numerosas cartas de Borges a Concepción, entregadas a Norah, para que esta las pasara a la novia de Borges. Conjeturo que lo mismo ocurrió al revés, si bien estas no se han conservado (dicho con el debido cuidado, teniendo en cuenta que continuamente aparecen nuevos documentos, cuya autenticidad debe ser estudiada escrupulosamente).

Desde luego, no es del todo imposible que Borges y Lange hicieran una mala jugada a Concepción, y tuvieran una aventura amorosa a sus espaldas, pero, a decir verdad, cuesta imaginar a los inexpertos jóvenes argentinos en los roles de Valmont y Merteuil, los refinadamente perversos personajes de Les liaisons dangereuses. Y aunque así no fuese: no hay un solo documento que ratifique las elucubraciones de Williamson.

“Embelesados y erróneos”, muchos lectores que tienen tirria a Borges se regocijan con la historieta inventada, según la cual Girondo le “robó” a Norah a Borges en una fiesta que tuvo lugar en noviembre de 1926.[1] Nada más lejano de la verdad.

Si bien poco y nada se sabe de la vida amorosa de Borges en el periodo 1925-1930, hay algunos indicios de que Borges estuvo enamorado de una Lange, sí, pero no de Norah, sino de Haidée, a quien entre otras cosas dedicó, en inglés, un ejemplar de Cuaderno San Martín (1929): “to the splendid person Haidée, affectionately Georgie”. Es conocido el recurso de Borges al inglés cuando alguna emoción lo desbordaba (ver, por ejemplo, alguna de sus cartas a Elena Canto). Pero no es el caso aquí de estudiar la relación de Borges con Haidée Lange.

Que Girondo se “llevara” a Norah de esa fiesta, no hizo la menor huella en la amistad entre Borges y Norah, que fue muy estrecha, como mínimo, hasta comienzos de los años 40, y quizás más allá.

Tal lo demuestran, entre otros datos, las dedicatorias que Borges le hiciera llegar, siempre firmando “Georgie”. Seguramente hubo otras, pero, al parecer, ahora se conservan sólo estas, todas en ediciones princeps:

1923: Fervor de Buenos Aires: “fraternalmente”.
1928: El idioma de los argentinos: “a mi más honrosa amistad y al mejor cuidado recuerdo de los que guardo, a la aureolada y voluntariosa Norah, afectuosamente”.
1930: Discusión: “A Norah Lange, alto y voluntarioso fuego”.
1935: Historia Universal de la Infamia: “con el recuerdo de tantos atardeceres, de tantas músicas, de tanta cabellera ardiente”.
1941: El jardín de senderos que se bifurcan: “a Norah, este modesto jardín, con la amistad constante de Georgie”.

Es cierto que algunas dedicatorias suenan “fogosas”, pero, para ser bien entendido, el tono debe enmarcarse en el fervor ultraísta que compartieron Borges y Lange al comienzo de la década del 20, cuando colaboraron en la creación de la primera Proa y él prologó su primer libro (aparecido en octubre de 1924; no en 1925, como se asegura a menudo).

De Norah se conserva una foto (sin fecha) dedicada “Para Georgie, recuerdo de muchos años”. Parece ser de fines de los años 30 o comienzos de los 40.

He tomado las dedicatorias citadas de las Obras Completas de Oliverio Girondo, editadas por Raúl Antelo (1999, página LIX, nota 22). Allí mismo se atribuye a Borges otra dedicatoria a Norah:

1933: Las Kenningar: “ad Animulam Vagulam, hoc museaeum nugarum septentrionalium decicat Auctor”. La traducción del latín sería, aproximadamente, esta: “El Autor dedica este museo de juguetes nórdicos al Alma Errante”.

Sin embargo, la adjudicación a Norah es incorrecta, aunque ella se encontrara en posesión del libro. El dedicatario era, como se verá, Guillermo Juan Borges, primo tanto de Jorge Luis como de Norah, asiduo a las tertulias de la calle Tronador.

Guillermo Juan colaboró en Prisma, Proa, Nosotros, Martín Fierro (aquí aparecieron dos textos jocosos firmados en conjunto con Jorge Luis, entre ellos “Moderación en los proverbios”: Martín Fierro 42, julio de 1927; 1997, 306-307), etc. Hacia 1926 planeaba la publicación de un Diccionario de Metáforas, que no fue concretado (cf. Borges: “Posdatas”: Textos recobrados, 1997, 237). Figuró en la antología editada por Vignale y Tiempo en 1927. Colaboró en casi todos los números de la Revista Multicolor de los Sábados (1-4, 6-56, 58-61), de la que su primo Jorge Luis era coeditor, bajo el seudónimo “Anímula vágula” (alusión a las últimas palabras del emperador Adriano). Considero plausible que el “Franky Amundsen” de Adán Buenosayres de Marechal sea, siquiera en parte, un trasunto de Guillermo Juan. Murió en Villa Elisa, en apremiante pobreza y en elegido aislamiento. Su obra, así como la influencia que tuvo en el joven Borges, quien le usurpó algunos bonmots (como el del Nulario sentimental), no han sido estudiadas aún como correspondería. (Parafraseo en este párrafo renglones de mi libro del 2000 sobre la correspondencia entre Borges y Macedonio Fernández, otro deudor de Guillermo Juan).[2]

Volviendo a Norah y Las Kenningar, sí hubo dedicatorias de Borges para ella, no consignadas por Antelo:

En una, conservada en una colección privada (desconozco en cuál), Borges dijo: “A Norah, esta visita imperfecta a un tema inaugurado por ella. A Norah con mi admiración habitual y mi vieja afección. A Norah, siempre en su esplendor. Georgie” (mi retraducción del francés del texto reproducido por Bernès en las Oeuvres Completes de Borges, I, 1527).

Y dije arriba “dedicatorias”, porque hay una más, no inscrita a mano en algún ejemplar del libro, sino, para más brillo, en el cuerpo mismo del texto sobre Las Kenningar, esas enrarecidas metáforas de los pueblos nórdicos. Reza así:

El ultraísta muerto cuyo fantasma sigue siempre habitándome, goza con estos juegos. Los dedico a una clara compañera de los heroicos días. A Norah Lange, cuya sangre los reconocerá por ventura.

Apareció por primera vez en el libro (en realidad, un folleto) titulado Las Kenningar (Buenos Aires: Francisco A. Colombo, 1933, 25).

Fue repetida textualmente, a pesar de que Borges introdujo otras variantes en el texto, cuando apareció como el ensayo “Las Kenningar” en Historia de la eternidad (1953), pero veo ahora que faltan las palabras “de los heroicos días” en las Obras Completas (1974, 380).

Para cerrar, no molestaré aquí a los lectores con un listado de mis publicaciones sobre Borges, pero sí me interesa llamar la atención sobre un librito que publiqué este año: Carlos García: Homenaje a las Jornadas Norah Lange-Oliverio Girondo. Madrid: Albert editor, 2022.[3] Figuran en él algunos textos sobre Norah, si bien no guardan relación con el tema de esta glosa. Hay allí, empero, un trabajo sobre la correspondencia de Norah Lange con Evar Méndez (el fundador y director del periódico Martín Fierro), en la que se menciona alguna vez a Borges.


[Hamburg, 24-VIII-2022]

Notas

1 La calidad del trabajo de quienes adhieren a esta hipótesis puede apreciarse, en la red, en un texto de Jorge Carroll, quien afirma, absurdamente, que Norah y Concepción eran hermanas.

2 Tengo entendido que Gastón Gallo (Buenos Aires) trabaja en un libro sobre Guillermo Juan.

3 Se han impreso solamente 50 ejemplares numerados; venta exclusiva en la librería Iberoamericana, de Madrid.











Carlos García nació en Buenos Aires en 1953;
se trasladó a España en marzo de 1977
Vive en Hamburg (Alemania) desde 1979 (Bio)
En FB: Décadas 20-30
Blog personal Symptomas
Foto: Claudia García




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Adam Zagajewski: «Una mañana en Vicenza»

23 de agosto de 2022






En memoria de Josif Brodski y Krzysztof Kieslowski


El sol era tan tierno, tan delicado,
que hasta temíamos por él; un ademán incauto
podía rayarlo, incluso un grito -si alguien hubiera
querido gritar- lo habría puesto en peligro; tan sólo a las veloces golondrinas
de alas duras, como de hierro fundido,
se les permitía silbar en alta voz, porque vivieron
     su infancia
breve, en la inquietud de sus nidos de barro,
junto a sus hermanos, pequeños planetas locos,
negros como bayas silvestres.

En un pequeño café un mozo soñoliento -bajo sus ojos
las últimas sombras de la noche acumuladas- buscaba calderilla
en su bolsillo sin fondo, y el café olía a solemnidad
de tinta de impresión, a dulzura y a Arabia. El azul del cielo prometía
una larga tarde, un infinito día.
Te estaba mirando como si te viera por primera vez.
Y hasta las columnas de Palladio tenían aspecto
de recién nacidas, de recién surgidas de las olas del alba
como Venus, tu compañera mayor.

Empezar de nuevo, contar las pérdidas, contar a los caídos,
empezar el nuevo día, aunque ya no estéis, tú,
a quien dos veces enterramos y lloramos dos veces,
-viviste una vida dos veces más intensa que otros, en dos continentes,
dos idiomas, en la realidad y en la imaginación- y tú, de cara afilada
y una mirada que hacía crecer los objetos y los corazones
     (siempre demasiado pequeños).
No estáis, y por eso llevaremos a partir de ahora una doble vida,
en la luz y en la sombra a la vez, en el sol estridente del día,
en la frescura de los pasillos de piedra, en el duelo, en la alegría.




Versión de Elzbieta Bortkiewicz
Adam Zagajewski: Lwów, Polonia, 1945-Cracovia, Polonia, 2021
Foto sin créditos vía


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Roberto Calasso sobre Jorge Luis Borges y Léon Bloy

28 de julio de 2022




En una lista, que se ha hecho famosa, de sus autores más queridos y frecuentados, Borges incluía, junto a los inevitables De Quincey, Quevedo y Stevenson, el nombre de Léon Bloy. Sin embargo es difícil imaginar dos personajes más distantes: por una parte el «insoportable» Bloy, «sedoso perrazo y caníbal celestial», pregonero del Paráclito, flagelo de los burgueses bien nutridos y sentenciosos, de los intelectuales iluminados y de las almas tibias, en paz consigo mismas; por otra, el fascinante Borges, al que no le gusta declarar la guerra al mundo, fanático únicamente de la forma, y voraz devorador de teologías…, no por fe, sino por soberano parasitismo literario.

Pues bien, el punto de contacto debe de haber sido este último: entre los escritores modernos, ninguno ofrecía una teología tan vertiginosamente novelesca como la de Bloy. (Por una misteriosa distracción, la Iglesia no lo ha visto, hasta el punto de que ha dejado de condenarlo como hereje, aunque la ortodoxia de hoy y la de entonces deberían reconocerlo como una amenaza perenne.) Hereje, también él, por devoción a la que Sainte-Beuve llamaba la «enfermedad literaria». Borges encontró, o reencontró, en Bloy muchos de aquellos mecanismos fantásticos por los que hoy su nombre sigue encantando contagiosamente a los lectores. Y no tanto las demasiado evidentes magias del laberinto, sino el juego de los espejos, la oscilación de las identidades, la historia cifrada, la prefiguración de los destinos en los gestos. «Siempre somos lo que creemos ser, pero al revés, en el espejo»: extraigo estas palabras de una página abierta al azar del prodigioso Journal de Bloy. Y más adelante: «Puesto que todo lo que sucede es prefigurativo, sobre todo en las cosas humanas, se puede y se debe decir que todos somos profetas sin saberlo y que todos nuestros actos, buenos y malos, son profecías.»

Cabe suponer que la imaginación de Borges se ha apoyado en pasajes como éste. Y quizá más de una vez algunas palabras de Bloy habrán actuado sobre diminutos dispositivos de los que han nacido algunos relatos memorables del bibliotecario de Babel. Además, el ensayo que Borges dedicó a Bloy en Otras inquisiciones, con el elocuente título de El espejo de los enigmas, es, de hecho, una camuflada declaración de poética del propio Borges. Al reconocer en Bloy «un hermano secreto de Swedenborg y de Blake», Borges daba a entender que también él se sentía de la misma familia.

Una actitud diferente, menos generosa, y una argumentación más prudente aparecen en el breve texto que Borges escribió para presentar su selección de doce de las treinta Historias desagradables de Bloy, aparecidas en 1894. En él, como si quisiera distanciarse con ironía más bien fácil de un autor demasiado amado, Borges alude a varios aspectos grandiosamente incongruentes del personaje Bloy, y concluye: «No es improbable que los historiadores del futuro lo vean como un místico; nosotros, fundamentalmente, vemos al despiadado libelista y al inventor de relatos fantásticos.» En suma: el «hermano secreto» de Blake aparece ahora como máximo maestro del humour negro.
















En Los cuarenta y nueve escalones
Traducción: Joaquín Jordá
Milán, Editorial Adelphi, 1991
Foto Sophie Bassouls


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