E. M. Cioran entrevistado por Gabriel Liiceanu
25 de febrero de 2012
Respuesta. No he conocido a grandes escritores.
P. ¿Y Beckett? ¿O Michaux?
R. Es cierto, éramos amigos.
P. ¿En qué plano se situó su encuentro con Beckett? ¿Se encontraron por casualidad o les acercó una admiración recíproca?
R. Sí, había leído algo mío. Nos conocimos con ocasión de una cena, y después nos hicimos amigos. En un momento dado llegó incluso a ayudarme financieramente. Me resulta muy difícil definir a Beckett. Todo el mundo se equivoca en lo que se refiere a él, en particular los franceses. Todos se creían obligados a ser brillantes delante de él, y Beckett era un hombre muy sencillo, que no esperaba que le lanzasen paradojas sabrosas. Había que ser muy directo; sobre todo, nada pretencioso... Yo adoraba en Beckett ese aire que tenía siempre de haber llegado a París el día antes, aunque vivía en Francia desde hacía 25 años. No había nada de parisiense en él. Los franceses no le contaminaron en absoluto, ni en el buen sentido ni en el malo. Siempre daba la impresión de estar en la luna: Él pensaba que se había afrancesado un poco, pero no era así en absoluto. Ese fenómeno de no contaminación era pasmoso. Seguía siendo íntegramente anglosajón, y aquello me gustaba tremendamente. No frecuentaba mucho los cócteles, se sentía incómodo en sociedad; no tenía conversación, como se suele decir. Sólo le gustaba hablar con uno a solas, y entonces tenía un encanto extraordinario. Le quería muchísimo.
P. ¿Y Michaux?
R. Michaux era muy distinto, era un tipo expansivo e increíblemente directo. Eramos muy buenos amigos: incluso me pidió que fuera el albacea de su obra, lo cual rechacé. Era brillante, lleno de ingenio y...muy malévolo.
P. Creo que eso le gustaba a usted.
R. Sí, sí, me gustaba. Michaux ejecutaba a todo el mundo. Puede que sea el escritor más inteligente que he conocido. Es curioso como ese ser de inteligencia superior podía tener impulsos ingenuos. Por ejemplo, se puso a redactar obras casi científicas sobre las drogas y toda clase de cosas semejantes. Tonterías. Yo le decía: "Es usted escritor, poeta; no está obligado a hacer una obra científica, no la va a leer nadie". No quiso saber nada. Se empeñó en escribir volúmenes enteros de ese estilo, y no los leyó nadie. Hizo una tontería que no tiene nombre. Estaba marcado por una especie de prejuicio científico. "Lo que la gente espera de nosotros no es teoría, sino experiencia", le decía yo.
P. A propósito de lo que la gente espera de un escritor: una de las cosas que más ha intrigado a sus lectores rumanos y creo que a sus lectores en general, se refiere a su relación con la problemática de lo divino. Cómo explica que de una familia religiosa - su padre era sacerdote; su madre presidenta de las Mujeres Ortodoxas de Sibiusaliera un contestatario de acentos blasfemos? En su juventud, si se atiene uno a lo que escribía en De lágrimas y de santos, soñaba usted con abrazar a una santa, imaginaba al propio Dios en los brazos de una puta... ¿Qué responde a los que se indignan por su vertiente blasfema?
R. Es una cuestión muy delicada, porque yo he intentado creer, y he leído mucho a los grandes místicos, a los que admiraba al mismo tiempo como escritores y como pensadores. Pero, en un momento dado, tomé conciencia de que me estaba engañando, de que no estaba hecho para la fe. Es una fatalidad; no puedo salvarme a pesar mío. Es algo que no funciona,pura y simplemente.
P. ¿Por qué no abandonó ese territorio entonces? ¿Por qué se mantuvo prisionero en él, por qué siguió negando a Dios y enfrentándose a el?
R. Porque no dejé de ser víctima de esa crisis, nacida de mi impotencia para tener fe. Lo intenté en numerosas ocasiones, pero ninguna de mis tentativas tuvo éxito. La de más resonancia se produjo cuando estaba en Brasov, en la época de De lágrimas y de santos.Escribí ese libro trufado de invectivas después de haber leído mucho en el terreno de la historia de las religiones, los místicos, etcétera. El libro debía aparecer en Bucarest, y un buen día el editor me llamó para decirme: "caballero, su libro no se publicará". '¿Cómo que no se publicará? ¡Si he corregido las pruebas! Una cosa así sólo puede pasar en Rumania'."He leído su libro", continuó, "y el tipógrafo me ha enseñado un pasaje. He hecho mi fortuna con la ayuda de Dios y no puedo publicar su libro". 'Pero si es un libro profundamente religioso. ¿Por qué no lo publica?'. "Imposible". Estaba muy triste, porque tenía que marcharme a Francia poco después...
P. ¿De verdad era un libro religioso?
R. En cierto sentido sí, aunque por negación. Así que me marché a Bucarest, muy deprimido,y recuerdo que me instalé en el café Corso. En un momento dado vi a un tipo a quien conocía relativamente bien, que había sido tipógrafo en Rusia. Me vio abatido y me preguntó: "¿Qué te pasa?" Se lo expliqué y me dijo: "Mira, yo tengo una imprenta. Te lo publico. Tráeme las pruebas".Llamé a un taxi para transportar todo. El libro salió cuando yo estaba en Francia, y apenas se distribuyó. En París recibí una carta de mi madre: "No tienes idea de la tristezacon la que he leído tu libro. Al escribirlo debías haber pensado en tu padre". La contesté que se trataba del único libro de inspiración mística que había visto la luz en los Balcanes. No conseguí convencer a nadie; a mis padres todavía menos que a los demás. Una mujer dijo a mi madre, que era la presidenta de las Mujeres Ortodoxas de la ciudad: "Cuando se tiene un hijo que escribe cosas semejantes del buen Dios, se abstiene una de dar lecciones".
P. ¿Cómo reaccionaron sus amigos? ¿Y la prensa? Sé que Arsavir Actérian escribió entonces un artículo muy duro en Vremea
R. Fue Eliade quien escribió las cosas más duras, pero entonces no supe nada. No descubrí su artículo hasta hace muy poco. Ignoro en qué periódico lo publicó. Muy violento. Se preguntaba cómo podríamos seguir siendo amigos después de aquello. También recibí toda clase de cartas indignadas.
P. La única persona que captó el sentido de los tormentos en que usted se debatía en ese libro fue Jeny Acterian, la hermana de Arsavir.
R. Sí, efectivamente. Me escribió una carta admirable. Es cierto que nos entendíamos muy bien. De todos mis amigos fue la única, realmente la única, que reaccionó así. Todos se pusieron unánimemente en contra del libro. Eso me llevó luego a hacer una tontería, porque, recordando aquel episodio, suprimí en la versión francesa todas las insolencias que suponía el texto inicial. Al proceder así lo vacié de sustancia.
P. Pero, ¿cómo es que la tentación de la fe se mantuvo intacta a pesar de todo, a pesar del desgraciado esfuerzo emprendido en De lágrimas y de santos.
R. La tentación siguió siendo constante, pero yo ya estaba demasiado profundamente contaminado por el escepticismo: desde el punto de vista teórico, pero también por temperamento. No hay nada que hacer: la tentación existe, pero nada más. Siempre hubo en mí una vocación religiosa, en realidad más mística que religiosa. Me es imposible tener fe, igual que me es imposible no pensar en la fe. Pero la negación siempre triunfa. Hay en mí una especie de placer negativo y perverso del rechazo. Me he movido toda la vida entre la necesidad de creer y la imposibilidad de creer. Esa es la razón de que me interesen tanto los seres religiosos, los santos, los que llegaron hasta el final de su tentación. Por mi parte, tuve que resignarme, porque decididamente no estoy hecho para creer. Mi temperamento es tal que en él la negación siempre ha sido más fuerte que la afirmación. Es mi lado demoníaco, si quiere. Y por eso tampoco conseguí nunca creer profundamente en nada. Me habría gustado, pero no pude. Sin embargo... Mire, le hablaba de la reacción indignada de Mircea Eliade tras la publicación de De lágrimas y de santos. Pues nunca dejé de pensar que yo era, religiosamente hablando, mucho más ponderado que él. Y desde el principio. Porque para él, la religión era un objeto, y no una lucha...digamos con Dios. En mi opinión, Eliade nunca fue un ser religioso. Si lo hubiera sido, no se habría ocupado de todos esos dioses. Quien posee una sensibilidad religiosa no se pasa la vida enumerando los dioses, haciendo inventario. No se imagina uno a un erudito arrodillándose. Siempre he visto en la historia de las religiones la negación misma de la religión. Es algo seguro, no creo equivocarme en ello.
P. ¿Sigue usted manteniendo este diálogo con las lágrimas y los santos?
R. Ahora, mucho menos.
P. ¿Qué balance haría? Su amigo de juventud Petre Tutea, con quien conversé recientemente, me confió que ahora le veía reconciliado con lo absoluto y con San Pablo.
R. No es seguro. A San Pablo le ataqué y le denuncié todo lo que pude, y no creo que en la actualidad esté en condiciones de cambiar de opinión sobre él; salvo, en todo caso, para satisfacer a Tutea. De San Pablo detesto la dimensión política que imprimió al cristianismo; lo convirtió en un fenómeno histórico, quitándole así todo carácter místico. Toda mi vida le he atacado, y no voy a cambiar ahora. Sólo lamento no haber sido un poco más eficaz.
P. Pero, de todas formas, ¿cómo pudo germinar en usted, educado en una familia religiosa, un encarnizamiento así?
R. Creo que era una cuestión de orgullo.
P. ¿De orgullo? ¿Ligado a la relación con su padre?
R. No...Bueno, desde luego no me agradaba que mi padre fuera sacerdote. Era una cuestión de orgullo en el sentido de que creer en Dios significaba para mí humillarse. Aquí hay un aspecto demoníaco, muy grave, ya lo sé...
P. Pero, ¿en qué momento tomó conciencia de ello, y empezó a poder hablar del tema como lo está haciendo ahora?
R. En el mismo momento en que empecé a interesarme por las cuestiones místicas, tal vez por influencia de Nae Ionescu, que daba un curso sobre misticismo. Fue entonces cuando me di cuenta de que era la mística, no la religión, lo que me interesaba; la mística, es decir, la religión en sus momentos de exceso, su lado extraño. La religión como tal no me interesaba, y me di cuenta de que nunca me podría convertir a ella. En mi caso, estaba garantizado el fracaso. En cambio, lamento enormemente haber apartado a mi hermano de
ese camino. Habría valido más que hubiese ido a un monasterio en vez de estar siete años en la cárcel y pasar por lo que pasó. ¿Sabe a qué me refiero?
P. Más o menos. Relu [Aurel Cioran] me contó...
R. Ocurrió en Santa, en la montaña cerca de Paltinis. Uno de nuestros tíos tenía allí una casa. Toda la familia estaba reunida y Relu nos anunció que quería entrar en un convento. Mi madre estaba un poco inquieta. Habíamos cenado todos juntos y después Relu y yo salimos a dar un paseo. Hablé con él hasta las seis de la mañana para convencerle de que cambiara su decisión. Le expuse una increíble teoría antirreligiosa, sacando todo lo que podía, recurrí a argumentos cínicos, filosóficos, éticos...todo lo que pude encontrar contra la religión contra la fe, todo mi nietzscheanismo imbécil de la época, todo, ¿comprende? Verdaderamente todo lo que podía exponer en contra de esa inmensa ilusión, lo dije todo. Y acabé con estas palabras: "si, después de haber escuchado mis argumentos, persistes en la idea de ser monje, no te volveré a dirigir jamás la palabra".
P. Pero, ¿por qué tal saña y, en el fondo, tal chantaje?
R. Era una cuestión de orgullo: yo que me ocupaba de la mística, yo que había comprendido, ¿no estaba en posición de hacerle ceder? "Si he fracasado en convencerte", le dije, "eso significa que no tenemos nada en común". Le manifesté todo lo que había en mi de impuro.
P. Fue verdaderamente diabólico. ¿Tenía usted el derecho de obligarle moralmente de esa manera?
R. No, por supuesto que no. Por ejemplo me habría podido contentar con decirle que no tenía sentido...pero el encarnizamiento con el que quise persuadirle fue verdaderamente diabólico. En aquella noche espléndida, tenía la impresión de que se libraba un combate entre Dios y yo mismo. Por supuesto, también expuse que querer llevar una vida monástica en Rumania era de entrada, un compromiso, que no podía ser una estafa. Pero mis principales argumentos eran serios y de orden filosófico. Lo que hice entonces me ha parecido más tarde de una extraordinaria crueldad. Por lo tanto, me he sentido en cierto
modo responsable del destino de mi hermano, que fue trágico.
P. Ha hablado de crueldad. De hecho, la crueldad se encuentra en usted estrechamente asociada a la sinceridad. ¿Cuántos hombres pueden permitirse este grado de sinceridad, tan duro de soportar para los demás? ¿A dónde llegaríamos si todo el mundo cultivase esta enorme sinceridad que le caracteriza?
R. Creo que la sociedad se disgregaría. Es difícil de decir, sin duda las sociedades decadentes practican la sinceridad hasta el exceso.
P. ¿Qué es lo que le empuja a decir las cosas que la gente sabe a ciencia cierta, pero que se niegan, puede que por pudor, a expresar? Todos sabemos que el rey está desnudo, que vamos a morir, que el horror, la enfermedad, la miseria mortal existen. ¿Por qué transformar lo negativo, lo macabro, en resultado de su sinceridad?
R. No es macabro, es nuestra cotidianeidad misma. Todo depende, sin embargo, de la manera en que se experimenta, de dónde se pone el acento. El lado trágico de la vida es a la vez cómico y si se tienen en cuenta sobre todo este lado cómico...Mire los borrachos, que son totalmente sinceros: su comportamiento no hace más que ejemplificar esta cuestión. Reacciono ante la vida como un borracho sin alcohol. Lo que me ha salvado, para decirlo vulgarmente, ha sido mi sed de vivir, una sed que me ha mantenido y me ha permitido vencer a pesar de todo mi pesimismo...
P. El hastío.
R. Sí, el hastío, la experiencia que me es más familiar. Mi lado mórbido. Esta experiencia casi romántica del hastío me ha acompañado toda mi vida. He viajado mucho, lo he visto todo en Europa. Por todas partes por donde he ido me ha embargado un inmenso entusiasmo; y al día siguiente, el hastío. Cada vez que visitaba un lugar me decía que era allí donde habría querido vivir. Y después, el día siguiente...Ese mal que me posee y acaba por obsesionarme.
R. Sí, había leído algo mío. Nos conocimos con ocasión de una cena, y después nos hicimos amigos. En un momento dado llegó incluso a ayudarme financieramente. Me resulta muy difícil definir a Beckett. Todo el mundo se equivoca en lo que se refiere a él, en particular los franceses. Todos se creían obligados a ser brillantes delante de él, y Beckett era un hombre muy sencillo, que no esperaba que le lanzasen paradojas sabrosas. Había que ser muy directo; sobre todo, nada pretencioso... Yo adoraba en Beckett ese aire que tenía siempre de haber llegado a París el día antes, aunque vivía en Francia desde hacía 25 años. No había nada de parisiense en él. Los franceses no le contaminaron en absoluto, ni en el buen sentido ni en el malo. Siempre daba la impresión de estar en la luna: Él pensaba que se había afrancesado un poco, pero no era así en absoluto. Ese fenómeno de no contaminación era pasmoso. Seguía siendo íntegramente anglosajón, y aquello me gustaba tremendamente. No frecuentaba mucho los cócteles, se sentía incómodo en sociedad; no tenía conversación, como se suele decir. Sólo le gustaba hablar con uno a solas, y entonces tenía un encanto extraordinario. Le quería muchísimo.
P. ¿Y Michaux?
R. Michaux era muy distinto, era un tipo expansivo e increíblemente directo. Eramos muy buenos amigos: incluso me pidió que fuera el albacea de su obra, lo cual rechacé. Era brillante, lleno de ingenio y...muy malévolo.
P. Creo que eso le gustaba a usted.
R. Sí, sí, me gustaba. Michaux ejecutaba a todo el mundo. Puede que sea el escritor más inteligente que he conocido. Es curioso como ese ser de inteligencia superior podía tener impulsos ingenuos. Por ejemplo, se puso a redactar obras casi científicas sobre las drogas y toda clase de cosas semejantes. Tonterías. Yo le decía: "Es usted escritor, poeta; no está obligado a hacer una obra científica, no la va a leer nadie". No quiso saber nada. Se empeñó en escribir volúmenes enteros de ese estilo, y no los leyó nadie. Hizo una tontería que no tiene nombre. Estaba marcado por una especie de prejuicio científico. "Lo que la gente espera de nosotros no es teoría, sino experiencia", le decía yo.
P. A propósito de lo que la gente espera de un escritor: una de las cosas que más ha intrigado a sus lectores rumanos y creo que a sus lectores en general, se refiere a su relación con la problemática de lo divino. Cómo explica que de una familia religiosa - su padre era sacerdote; su madre presidenta de las Mujeres Ortodoxas de Sibiusaliera un contestatario de acentos blasfemos? En su juventud, si se atiene uno a lo que escribía en De lágrimas y de santos, soñaba usted con abrazar a una santa, imaginaba al propio Dios en los brazos de una puta... ¿Qué responde a los que se indignan por su vertiente blasfema?
R. Es una cuestión muy delicada, porque yo he intentado creer, y he leído mucho a los grandes místicos, a los que admiraba al mismo tiempo como escritores y como pensadores. Pero, en un momento dado, tomé conciencia de que me estaba engañando, de que no estaba hecho para la fe. Es una fatalidad; no puedo salvarme a pesar mío. Es algo que no funciona,pura y simplemente.
P. ¿Por qué no abandonó ese territorio entonces? ¿Por qué se mantuvo prisionero en él, por qué siguió negando a Dios y enfrentándose a el?
R. Porque no dejé de ser víctima de esa crisis, nacida de mi impotencia para tener fe. Lo intenté en numerosas ocasiones, pero ninguna de mis tentativas tuvo éxito. La de más resonancia se produjo cuando estaba en Brasov, en la época de De lágrimas y de santos.Escribí ese libro trufado de invectivas después de haber leído mucho en el terreno de la historia de las religiones, los místicos, etcétera. El libro debía aparecer en Bucarest, y un buen día el editor me llamó para decirme: "caballero, su libro no se publicará". '¿Cómo que no se publicará? ¡Si he corregido las pruebas! Una cosa así sólo puede pasar en Rumania'."He leído su libro", continuó, "y el tipógrafo me ha enseñado un pasaje. He hecho mi fortuna con la ayuda de Dios y no puedo publicar su libro". 'Pero si es un libro profundamente religioso. ¿Por qué no lo publica?'. "Imposible". Estaba muy triste, porque tenía que marcharme a Francia poco después...
P. ¿De verdad era un libro religioso?
R. En cierto sentido sí, aunque por negación. Así que me marché a Bucarest, muy deprimido,y recuerdo que me instalé en el café Corso. En un momento dado vi a un tipo a quien conocía relativamente bien, que había sido tipógrafo en Rusia. Me vio abatido y me preguntó: "¿Qué te pasa?" Se lo expliqué y me dijo: "Mira, yo tengo una imprenta. Te lo publico. Tráeme las pruebas".Llamé a un taxi para transportar todo. El libro salió cuando yo estaba en Francia, y apenas se distribuyó. En París recibí una carta de mi madre: "No tienes idea de la tristezacon la que he leído tu libro. Al escribirlo debías haber pensado en tu padre". La contesté que se trataba del único libro de inspiración mística que había visto la luz en los Balcanes. No conseguí convencer a nadie; a mis padres todavía menos que a los demás. Una mujer dijo a mi madre, que era la presidenta de las Mujeres Ortodoxas de la ciudad: "Cuando se tiene un hijo que escribe cosas semejantes del buen Dios, se abstiene una de dar lecciones".
P. ¿Cómo reaccionaron sus amigos? ¿Y la prensa? Sé que Arsavir Actérian escribió entonces un artículo muy duro en Vremea
R. Fue Eliade quien escribió las cosas más duras, pero entonces no supe nada. No descubrí su artículo hasta hace muy poco. Ignoro en qué periódico lo publicó. Muy violento. Se preguntaba cómo podríamos seguir siendo amigos después de aquello. También recibí toda clase de cartas indignadas.
P. La única persona que captó el sentido de los tormentos en que usted se debatía en ese libro fue Jeny Acterian, la hermana de Arsavir.
R. Sí, efectivamente. Me escribió una carta admirable. Es cierto que nos entendíamos muy bien. De todos mis amigos fue la única, realmente la única, que reaccionó así. Todos se pusieron unánimemente en contra del libro. Eso me llevó luego a hacer una tontería, porque, recordando aquel episodio, suprimí en la versión francesa todas las insolencias que suponía el texto inicial. Al proceder así lo vacié de sustancia.
P. Pero, ¿cómo es que la tentación de la fe se mantuvo intacta a pesar de todo, a pesar del desgraciado esfuerzo emprendido en De lágrimas y de santos.
R. La tentación siguió siendo constante, pero yo ya estaba demasiado profundamente contaminado por el escepticismo: desde el punto de vista teórico, pero también por temperamento. No hay nada que hacer: la tentación existe, pero nada más. Siempre hubo en mí una vocación religiosa, en realidad más mística que religiosa. Me es imposible tener fe, igual que me es imposible no pensar en la fe. Pero la negación siempre triunfa. Hay en mí una especie de placer negativo y perverso del rechazo. Me he movido toda la vida entre la necesidad de creer y la imposibilidad de creer. Esa es la razón de que me interesen tanto los seres religiosos, los santos, los que llegaron hasta el final de su tentación. Por mi parte, tuve que resignarme, porque decididamente no estoy hecho para creer. Mi temperamento es tal que en él la negación siempre ha sido más fuerte que la afirmación. Es mi lado demoníaco, si quiere. Y por eso tampoco conseguí nunca creer profundamente en nada. Me habría gustado, pero no pude. Sin embargo... Mire, le hablaba de la reacción indignada de Mircea Eliade tras la publicación de De lágrimas y de santos. Pues nunca dejé de pensar que yo era, religiosamente hablando, mucho más ponderado que él. Y desde el principio. Porque para él, la religión era un objeto, y no una lucha...digamos con Dios. En mi opinión, Eliade nunca fue un ser religioso. Si lo hubiera sido, no se habría ocupado de todos esos dioses. Quien posee una sensibilidad religiosa no se pasa la vida enumerando los dioses, haciendo inventario. No se imagina uno a un erudito arrodillándose. Siempre he visto en la historia de las religiones la negación misma de la religión. Es algo seguro, no creo equivocarme en ello.
P. ¿Sigue usted manteniendo este diálogo con las lágrimas y los santos?
R. Ahora, mucho menos.
P. ¿Qué balance haría? Su amigo de juventud Petre Tutea, con quien conversé recientemente, me confió que ahora le veía reconciliado con lo absoluto y con San Pablo.
R. No es seguro. A San Pablo le ataqué y le denuncié todo lo que pude, y no creo que en la actualidad esté en condiciones de cambiar de opinión sobre él; salvo, en todo caso, para satisfacer a Tutea. De San Pablo detesto la dimensión política que imprimió al cristianismo; lo convirtió en un fenómeno histórico, quitándole así todo carácter místico. Toda mi vida le he atacado, y no voy a cambiar ahora. Sólo lamento no haber sido un poco más eficaz.
P. Pero, de todas formas, ¿cómo pudo germinar en usted, educado en una familia religiosa, un encarnizamiento así?
R. Creo que era una cuestión de orgullo.
P. ¿De orgullo? ¿Ligado a la relación con su padre?
R. No...Bueno, desde luego no me agradaba que mi padre fuera sacerdote. Era una cuestión de orgullo en el sentido de que creer en Dios significaba para mí humillarse. Aquí hay un aspecto demoníaco, muy grave, ya lo sé...
P. Pero, ¿en qué momento tomó conciencia de ello, y empezó a poder hablar del tema como lo está haciendo ahora?
R. En el mismo momento en que empecé a interesarme por las cuestiones místicas, tal vez por influencia de Nae Ionescu, que daba un curso sobre misticismo. Fue entonces cuando me di cuenta de que era la mística, no la religión, lo que me interesaba; la mística, es decir, la religión en sus momentos de exceso, su lado extraño. La religión como tal no me interesaba, y me di cuenta de que nunca me podría convertir a ella. En mi caso, estaba garantizado el fracaso. En cambio, lamento enormemente haber apartado a mi hermano de
ese camino. Habría valido más que hubiese ido a un monasterio en vez de estar siete años en la cárcel y pasar por lo que pasó. ¿Sabe a qué me refiero?
P. Más o menos. Relu [Aurel Cioran] me contó...
R. Ocurrió en Santa, en la montaña cerca de Paltinis. Uno de nuestros tíos tenía allí una casa. Toda la familia estaba reunida y Relu nos anunció que quería entrar en un convento. Mi madre estaba un poco inquieta. Habíamos cenado todos juntos y después Relu y yo salimos a dar un paseo. Hablé con él hasta las seis de la mañana para convencerle de que cambiara su decisión. Le expuse una increíble teoría antirreligiosa, sacando todo lo que podía, recurrí a argumentos cínicos, filosóficos, éticos...todo lo que pude encontrar contra la religión contra la fe, todo mi nietzscheanismo imbécil de la época, todo, ¿comprende? Verdaderamente todo lo que podía exponer en contra de esa inmensa ilusión, lo dije todo. Y acabé con estas palabras: "si, después de haber escuchado mis argumentos, persistes en la idea de ser monje, no te volveré a dirigir jamás la palabra".
P. Pero, ¿por qué tal saña y, en el fondo, tal chantaje?
R. Era una cuestión de orgullo: yo que me ocupaba de la mística, yo que había comprendido, ¿no estaba en posición de hacerle ceder? "Si he fracasado en convencerte", le dije, "eso significa que no tenemos nada en común". Le manifesté todo lo que había en mi de impuro.
P. Fue verdaderamente diabólico. ¿Tenía usted el derecho de obligarle moralmente de esa manera?
R. No, por supuesto que no. Por ejemplo me habría podido contentar con decirle que no tenía sentido...pero el encarnizamiento con el que quise persuadirle fue verdaderamente diabólico. En aquella noche espléndida, tenía la impresión de que se libraba un combate entre Dios y yo mismo. Por supuesto, también expuse que querer llevar una vida monástica en Rumania era de entrada, un compromiso, que no podía ser una estafa. Pero mis principales argumentos eran serios y de orden filosófico. Lo que hice entonces me ha parecido más tarde de una extraordinaria crueldad. Por lo tanto, me he sentido en cierto
modo responsable del destino de mi hermano, que fue trágico.
P. Ha hablado de crueldad. De hecho, la crueldad se encuentra en usted estrechamente asociada a la sinceridad. ¿Cuántos hombres pueden permitirse este grado de sinceridad, tan duro de soportar para los demás? ¿A dónde llegaríamos si todo el mundo cultivase esta enorme sinceridad que le caracteriza?
R. Creo que la sociedad se disgregaría. Es difícil de decir, sin duda las sociedades decadentes practican la sinceridad hasta el exceso.
P. ¿Qué es lo que le empuja a decir las cosas que la gente sabe a ciencia cierta, pero que se niegan, puede que por pudor, a expresar? Todos sabemos que el rey está desnudo, que vamos a morir, que el horror, la enfermedad, la miseria mortal existen. ¿Por qué transformar lo negativo, lo macabro, en resultado de su sinceridad?
R. No es macabro, es nuestra cotidianeidad misma. Todo depende, sin embargo, de la manera en que se experimenta, de dónde se pone el acento. El lado trágico de la vida es a la vez cómico y si se tienen en cuenta sobre todo este lado cómico...Mire los borrachos, que son totalmente sinceros: su comportamiento no hace más que ejemplificar esta cuestión. Reacciono ante la vida como un borracho sin alcohol. Lo que me ha salvado, para decirlo vulgarmente, ha sido mi sed de vivir, una sed que me ha mantenido y me ha permitido vencer a pesar de todo mi pesimismo...
P. El hastío.
R. Sí, el hastío, la experiencia que me es más familiar. Mi lado mórbido. Esta experiencia casi romántica del hastío me ha acompañado toda mi vida. He viajado mucho, lo he visto todo en Europa. Por todas partes por donde he ido me ha embargado un inmenso entusiasmo; y al día siguiente, el hastío. Cada vez que visitaba un lugar me decía que era allí donde habría querido vivir. Y después, el día siguiente...Ese mal que me posee y acaba por obsesionarme.
Entrevista publicada en Babelia, suplemento literario de El País, el 24 de Junio de 1995.
Originalmente apareció en Entretiens, Gallimard. Tusquets la publicó en castellano en un volumen de entrevistas en 1996
Fuente: http://aparterei.com