Jorge Luis Borges: El enigma de la poesía ["Arte poética. Seis conferencias"] (1 de 6)

1 de noviembre de 2021




Me gustaría, en principio, avisarles con claridad de lo que cabe esperar —o, mejor, de lo que no han de esperar— de mí. Me doy cuenta de que incluso he cometido un error al titular mi primera conferencia. El título es, si no nos equivocamos, «El enigma de la poesía», y el énfasis recae, evidentemente, en la primera palabra, «enigma». Así que ustedes podrían pensar que el enigma es lo más importante. O, lo que aún sería peor, podrían pensar que me he engañado a mí mismo al creer que, en alguna medida, he descubierto el verdadero sentido del enigma. La verdad es que no tengo ninguna revelación que ofrecer. He pasado la vida leyendo, analizando, escribiendo (o intentándolo) y disfrutando. He descubierto que esto último es lo más importante. Embebido en la poesía, he llegado a una conclusión final sobre el asunto. Es verdad que, cada vez que me he enfrentado a la página en blanco, he sabido que debía volver a descubrir la literatura por mí mismo. Pero de nada me vale el pasado. Así que, como he dicho, sólo puedo ofrecerles mis perplejidades. Tengo cerca de setenta años. He dedicado la mayor parte de mi vida a la literatura, y sólo puedo ofrecerles dudas.

El gran escritor y soñador inglés Thomas de Quincey escribió —en alguna de las miles de páginas de sus catorce volúmenes— que descubrir un problema nuevo era tan importante como descubrir la solución de uno antiguo. Pero yo ni siquiera puedo ofrecerles esto; sólo puedo ofrecerles perplejidades clásicas. Y, sin embargo, ¿por qué tendría que preocuparme? ¿Qué es la historia de la filosofía sino la historia de las perplejidades de los hindúes, los chinos, los griegos, los escolásticos, el obispo Berkeley, Hume, Schopenhauer y otros muchos? Sólo quiero compartir estas perplejidades con ustedes.

Siempre que he hojeado libros de estética, he tenido la incómoda sensación de estar leyendo obras de astrónomos que jamás hubieran mirado a las estrellas. Quiero decir que sus autores escribían sobre poesía como si la poesía fuera un deber, y no lo que es en realidad: una pasión y un placer. Por ejemplo, he leído con mucho respeto el libro de Benedetto Croce sobre estética, y he encontrado la definición de que la poesía y el lenguaje son una «expresión».

Ahora bien, si pensamos en la expresión de algo, desembocamos en el viejo problema de la forma y el contenido; y si no pensamos en la expresión de nada en particular, entonces no llegamos a nada en absoluto. Así que respetuosamente admitimos esa definición, y buscamos algo más. Buscamos la poesía; buscamos la vida. Y la vida está, estoy seguro, hecha de poesía. La poesía no es algo extraño: está acechando, como veremos, a la vuelta de la esquina. Puede surgir ante nosotros en cualquier momento.

Ahora bien, es fácil que incurramos en un error muy común. Pensamos, por ejemplo, que, si estudiamos a Homero, la Divina comedia, Fray Luis de León o Macbeth, estudiamos la poesía. Pero los libros son sólo ocasiones para la poesía.

Creo que Emerson escribió en alguna parte que una biblioteca es una especie de caverna mágica llena de difuntos. Y esos difuntos pueden renacer, pueden ser devueltos a la vida cuando abrimos sus páginas.

Hablando del obispo Berkeley (que, permítanme recordárselo, profetizó la grandeza de América), me acuerdo de que escribió que el sabor de la manzana no está en la manzana misma —la manzana no posee sabor en sí misma— ni en la boca del que se la come. Exige un contacto entre ambas. Lo mismo pasa con un libro o una colección de libros, con una biblioteca. Pues ¿qué es un libro en sí mismo? Un libro es un objeto físico en un mundo de objetos físicos. Es un conjunto de símbolos muertos. Y entonces llega el lector adecuado, y las palabras —o, mejor, la poesía que ocultan las palabras, pues las palabras solas son meros símbolos— surgen a la vida, y asistimos a una resurrección del mundo.

Me acuerdo ahora de un poema que todos ustedes saben de memoria, aunque quizá nunca se hayan fijado en lo extraño que es. Pues la perfección en poesía no parece extraña: parece inevitable. Así que pocas veces le agradecemos al escritor sus desvelos. Estoy pensando en un soneto escrito hace más de cien años por un joven de Londres (de Hampstead, creo), un joven que murió de una enfermedad pulmonar, John Keats, y en su famoso y quizá trillado soneto «On First Looking into Chapman’s Homer» («Al asomarse por primera vez al Homero de Chapman»). Lo que extraña del poema —y sólo caí en la cuenta hace tres o cuatro días, cuando preparaba esta conferencia— es el hecho de que se trata de un poema sobre la propia experiencia poética. Ustedes se lo saben de memoria, pero me gustaría que oyeran una vez más el oleaje y el trueno de los versos finales:

Then felt I like some watcher of the skies
When a new planet swims into his ken;
Or like stout Cortez when with eagle eyes
He stared at the Pacific —and all his men
look’d at each other with a wild surmise—
Silent, upon a peak in Darien.


(Sentí entonces lo mismo que el vigía que observa
el firmamento y ve de pronto un nuevo astro
o lo que el gran Cortés, cuando con ojos de águila
por vez primera divisó el Pacífico —y todos sus soldados
entre sí se miraron sin dar crédito a aquello—
callado, allá en lo alto de un monte del Darién)[1].

Aquí encontramos la propia experiencia poética. Encontramos a George Chapman, amigo y rival de Shakespeare, que estaba muerto y de repente volvió a la vida cuando John Keats leyó su Ilíada o su Odisea. Creo que era George Chapman (aunque no estoy seguro, pues no soy especialista en Shakespeare) en quien pensaba Shakespeare cuando escribió: «Was it the proud full sail of his great verse, / Bound for the prize of all too precious you?» («¿Fue el velamen hinchado de su verso ampuloso / que navega a la busca de su presa riquísima?»)[2]

Hay una palabra que me parece muy importante: «Al asomarse por primera vez al Homero de Chapman». Creo que este «primera» puede resultarnos muy provechoso. En el preciso momento en que repasaba los poderosos versos de Keats, pensaba que quizá sólo estaba siendo leal a mi memoria. Quizá la verdadera emoción que yo extraía de los versos de Keats radicaba en aquel lejano instante de mi niñez en Buenos Aires cuando por primera vez oí a mi padre leerlos en voz alta. Y cuando la poesía, el lenguaje, no era sólo un medio para la comunicación sino que también podía ser una pasión y un placer: cuando tuve esa revelación, no creo que comprendiera las palabras, pero sentí que algo me sucedía. Y no sólo afectaba a mi inteligencia sino a todo mi ser, a mi carne y a mi sangre.

Volviendo a las palabras «Al asomarse por primera vez al Homero de Chapman», me pregunto si John Keats sintió esa emoción después de fatigar los muchos libros de la Ilíada y la Odisea. Creo que la primera lectura es la verdadera, y que en las siguientes nos engañamos a nosotros mismos con la creencia de que se repite la sensación, la impresión. Pero, como digo, podría tratarse de mera lealtad, de una mera trampa de mi memoria, una mera confusión entre nuestra pasión y la pasión que una vez sentimos. Así, podría decirse que la poesía es, cada vez, una experiencia nueva. Cada vez que leo un poema, la experiencia sucede. Y eso es la poesía.

Leí una vez que el pintor americano Whistler estaba en un café de París y la gente discutía el modo en que la herencia, el ambiente, la situación política del momento y cosas por el estilo influían en el artista. Y entonces Whistler dijo: «El arte sucede». Es decir, hay algo misterioso en el arte. Me gustaría tomar sus palabras en un sentido nuevo. Yo diré: El arte sucede cada vez que leemos un poema. Ahora bien, quizá, al menos en apariencia, esto suprima la venerable noción de los clásicos, la idea de los libros perdurables, de los libros en los que siempre hallaremos belleza. Pero espero equivocarme en este punto.

Quizá debería dedicar unas palabras a la historia de los libros. Hasta donde puedo recordar, los griegos no hicieron demasiado uso de los libros. Es un hecho evidente que la mayoría de los grandes maestros de la humanidad no fueron escritores sino oradores. Pienso en Pitágoras, Cristo, Sócrates, el Buda y otros. Y, puesto que he hablado de Sócrates, me gustaría decir algo sobre Platón. Me acuerdo de que Bernard Shaw decía que Platón fue el dramaturgo que inventó a Sócrates, así como los cuatro evangelistas fueron los dramaturgos que inventaron a Jesús. Esto podría resultar excesivo, pero encierra cierta verdad. En uno de sus diálogos, Platón habla sobre los libros de una manera un tanto despectiva: «¿Qué es un libro? Un libro parece, como una pintura, un ser vivo; pero, si le hacemos una pregunta, no responde. Entonces vemos que está muerto»[3]. Para convertir al libro en algo vivo, Platón inventó —felizmente para nosotros— el diálogo platónico, que se anticipa a las dudas y preguntas del lector.

Pero podríamos decir también que Platón estaba triste por Sócrates. Después de la muerte de Sócrates, se diría a sí mismo: «¿Qué hubiera dicho Sócrates a propósito de esta duda mía?» Y entonces, para volver a oír la voz de su querido maestro, escribió los diálogos. En algunos de esos diálogos, Sócrates representa la verdad. En otros, Platón ha dramatizado sus distintos estados de ánimo. Y algunos de esos diálogos no llegan a ninguna conclusión, porque Platón pensaba conforme los iba escribiendo; no conocía la última página cuando escribía la primera. Dejaba a su inteligencia vagar y, a la vez, dramatizaba aquella inteligencia, convirtiéndola en muchas personas. Me imagino que su principal propósito era la ilusión de que, a pesar de que Sócrates hubiera bebido la cicuta, seguía acompañándolo. Esto me parece verdad porque he tenido muchos maestros en mi vida. Estoy orgulloso de ser un discípulo: un buen discípulo, espero. Y, cuando pienso en mi padre, cuando pienso en el gran escritor judeoespañol Rafael Cansinos-Assens[4], cuando pienso en Macedonio Fernández[5], también me gustaría oír sus voces. Y alguna vez intento imitar con mi voz sus voces para intentar pensar lo que ellos hubieran pensado. Siempre los tengo cerca.

Hay otra frase, en uno de los Padres de la Iglesia. Dijo que era tan peligroso poner un libro en las manos de un ignorante como poner una espada en las manos de un niño. Así que los libros, para los antiguos, eran meros artilugios. En una de sus muchas cartas, Séneca escribió contra las bibliotecas grandes; y, mucho después, Schopenhauer escribió que muchos confunden la compra de un libro con la compra de los contenidos del libro. Alguna vez, cuando miro los muchos libros que tengo en casa, siento que moriré antes de terminarlos, pero no puedo resistir la tentación de comprar nuevos libros. Siempre que voy a una librería y encuentro un libro sobre una de mis aficiones —por ejemplo, la antigua poesía inglesa o escandinava—, me digo: «Qué lástima que no pueda comprarme este libro, pues tengo ya un ejemplar en casa».

Después de los antiguos, llegó de Oriente una nueva concepción del libro. Llegó la idea de la Sagrada Escritura, de libros escritos por el Espíritu Santo; llegaron los Coranes, las Biblias y demás. Siguiendo el ejemplo de Spengler en su Untergang des AbendlandesLa decadencia de Occidente—, me gustaría tomar el Corán como ejemplo. Si no me equivoco, los teólogos musulmanes lo consideran anterior a la creación del mundo. El Corán está escrito en árabe, pero los musulmanes lo creen anterior al lenguaje. En efecto, he leído que no consideran el Corán una obra de Dios sino un atributo de Dios, como lo son Su justicia, Su misericordia y Su infinita sabiduría.

Y así penetró en Europa la idea de Sagrada Escritura, una idea que, según creo, no es absolutamente errónea. A Bernard Shaw (a quien siempre vuelvo) le preguntaron una vez si pensaba de verdad que la Biblia era obra del Espíritu Santo. Y Shaw dijo: «Creo que el Espíritu Santo no sólo ha escrito la Biblia, sino todos los libros». Es un tanto cruel, evidentemente, con el Espíritu Santo, pero supongo que todos los libros merecen ser leídos. Esto es, creo, lo que Homero quería decir cuando hablaba a la musa. Y esto es lo que los judíos y Milton querían decir cuando se referían al Espíritu Santo cuyo templo es el recto y puro corazón de los hombres. Y en nuestra mitología, menos hermosa, nosotros hablamos del «yo subliminal», del «subconsciente». Estas palabras, evidentemente, son un tanto groseras cuando las comparamos con las musas o con el Espíritu Santo. Tenemos, sin embargo, que conformarnos con la mitología de nuestro tiempo. Pero las palabras significan esencialmente lo mismo.

Llegamos ahora a la noción de los «clásicos». Debo confesar que no creo que un libro sea verdaderamente un objeto inmortal, que hay que asimilar y venerar como es debido, sino más bien una ocasión para la belleza. Y ha de ser así, pues el lenguaje cambia sin cesar. Soy muy aficionado a las etimologías y quisiera recordarles (pues estoy seguro de que ustedes saben de estas cosas mucho más que yo) algunas etimologías bastante curiosas. Por ejemplo, tenemos en inglés el verbo «to tease» («jorobar, fastidiar, tomar el pelo»), una palabra maliciosa. Significa una especie de broma. Pero en el antiguo inglés «tesan» significaba «herir con la espada», tal como en francés «navrer» quería decir «atravesar a alguien con la espada». Y, para tomar otra palabra del inglés antiguo, «breat», podrán deducir de los primeros versos del Beowulf que significa «multitud airada»; es decir, la causa de la amenaza («threat», en inglés). Y así podríamos seguir indefinidamente.

Pero consideremos ahora en concreto algunos versos. Tomo mis ejemplos del inglés, ya que le tengo especial afecto a la literatura inglesa, aunque mi conocimiento de ella sea, evidentemente, limitado. Hay casos en los que la poesía se crea a sí misma. Por ejemplo, no creo que las palabras «quietus» («descanso») y «bodkin» («puñal») sean especialmente hermosas; yo diría, en efecto, que son más bien groseras; pero si pensamos en «When he himself might his quietus make / With a bare bodkin» («Cuando uno mismo tiene a su alcance el descanso / en el filo desnudo del puñal»[6]), recordamos el gran parlamento de Hamlet. Y así el contexto crea poesía con esas palabras: palabras que nadie se atrevería a usar hoy, porque sólo serían citas.

Hay otros ejemplos, y quizá más sencillos. Tomemos el título de uno de los más famosos libros del mundo, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La palabra «hidalgo» tiene hoy una peculiar dignidad por sí misma, pero, cuando Cervantes la escribió, la palabra «hidalgo» significaba «un señor del campo». En cuanto al nombre «Quijote», era considerada más bien una palabra ridícula, como los nombres de muchos de los personajes de Dickens («Pickwick», «Swiveller», «Chuzzlewit», «Twist», «Squears», «Quilp» y otros por el estilo). Y además tienen ustedes «de la Mancha», que ahora nos suena noble en castellano, pero que Cervantes, cuando lo escribía, quizá pretendió que sonara (y pido disculpas a cualquier vecino de esa ciudad que se encuentre aquí) como si hubiera escrito «don Quijote de Kansas City». Ya ven ustedes cómo han cambiado esas palabras, cómo han sido ennoblecidas. Ven un hecho extraño: que porque el viejo soldado Miguel de Cervantes ridiculizó un poco a La Mancha, ahora «La Mancha» forma parte de las palabras imperecederas de la literatura.

Tomemos otro ejemplo de versos que han cambiado. Estoy pensando en un soneto de Rossetti, un soneto que se desarrolla premiosamente bajo el no demasiado hermoso nombre de «Inclusiveness» («Totalidad»). El soneto dice:

What man has bent o’er his son’s sleep to brood,
How that face shall watch his when cold it lies?—
Or thought, at his own mother kissed his eyes,
Of what her kiss was, when his father wooed?


(¿Qué hombre se ha inclinado sobre el rostro de su hijo para pensar
cómo esa cara, ese rostro se inclinará sobre él cuando esté muerto?
¿O pensó, cuando su propia madre le besaba los ojos,
lo que habrá sido su beso cuando su padre la cortejaba?)[7]

Creo que estos versos quizá resulten hoy más intensos que cuando fueron escritos, hace unos ochenta años, porque el cine nos ha enseñado a seguir rápidas secuencias de imágenes visuales. En el primer verso, «What man has bent o’er his son’s sleep to brood», encontramos al padre inclinándose sobre la cara del niño dormido. E, inmediatamente, en el segundo verso, como en una buena película, hallamos la misma imagen invertida: vemos al hijo inclinándose sobre la cara de ese hombre muerto, su padre. Y quizá nuestro reciente estudio de la psicología nos haya hecho más sensibles a estos versos: «Or thought, as his own mother kissed his eyes, / Of what her kiss was, when his father wooed?» Encontramos aquí, desde luego, la belleza de las vocales suaves inglesas en «brood» y «wooed». Y la belleza añadida de ese solitario «wooed»: no «wooed her», sino simplemente «wooed». La palabra sigue resonando.

También existe una clase distinta de belleza. Consideremos un adjetivo que una vez fue un lugar común. No sé griego, pero creo que en griego es «oinopa pontos», y la versión inglesa más corriente es «the wine-dark sea» («el mar de oscuro vino»). Me figuro que la palabra «dark» ha sido sutilmente intercalada para facilitarle las cosas al lector. Puede que sólo sea «the winy sea» («el vinoso mar»), o algo por el estilo. Estoy seguro de que, cuando Homero (o los muchos griegos que designa la palabra Homero) lo escribía, sólo pensaba en el mar; el adjetivo era normal. Pero hoy, si alguno de nosotros, después de probar con muchos adjetivos estrafalarios, escribiera en un poema «the wine-dark sea», no sería una simple repetición de lo que los griegos escribieron. Sería, más bien, una referencia a la tradición. Cuando hablamos del «mar color de vino», pensamos en Homero y en los treinta siglos que se extienden entre él y nosotros. Así, aunque las palabras puedan ser las mismas, cuando escribimos «el mar color de vino» en realidad estamos escribiendo algo muy diferente de lo que Homero escribió.

Pues el lenguaje cambia; los latinos lo sabían perfectamente. Y el lector también está cambiando. Esto nos recuerda la vieja metáfora de los griegos: la metáfora, o más bien la verdad, de que ningún hombre baja dos veces al mismo río[8]. Creo que aquí existe un cierto miedo. En principio solemos pensar en el fluir del río. Pensamos: «Sí, el río permanece, pero el agua cambia». Luego, con una creciente sensación de temor, nos damos cuenta de que nosotros también estamos cambiando, de que somos tan mudables y evanescentes como el río.

Pero no es necesario que nos preocupemos demasiado por la suerte de los clásicos, pues la belleza siempre nos acompaña. Me gustaría citar en este punto otro poema, de Browning, un poeta quizá olvidado en nuestros días. Dice:

Just when we’re safest, there’s a sunset-touch,
A fancy from a flower-bell, some one’s death,
A chorus-ending from Euripides.


(Y precisamente cuando nos sentimos más seguros, llega una puesta de sol,
el encanto de una corola, alguna muerte,
el final de un coro de Eurípides)[9].

El primer verso es suficiente: «Y precisamente cuando nos sentimos más seguros…», es decir, la belleza siempre está esperándonos. Puede presentársenos en el título de una película; puede presentársenos en la letra de una canción popular; podemos encontrarla incluso en las páginas de un gran o famoso escritor.

Y puesto que he hablado de uno de mis maestros difuntos, Rafael Cansinos-Assens[10] (quizá ésta sea la segunda vez que ustedes oyen su nombre; no logro entender por qué ha sido olvidado), recuerdo que Cansinos-Assens escribió un poema en prosa muy hermoso en el que pedía a Dios que lo protegiera, que lo salvara de la belleza, porque, decía, «hay demasiada belleza en el mundo». Pensaba que la belleza estaba inundando el mundo. Aunque no sé si he sido un hombre especialmente feliz (¡tengo la esperanza de que seré feliz a la avanzada edad de sesenta y siete años!), sigo pensando que estamos rodeados de belleza.

Que un poema haya o no haya sido escrito por un gran poeta sólo es importante para los historiadores de la literatura. Supongamos, por seguir el razonamiento, que he escrito un hermoso verso; considerémoslo una hipótesis de trabajo. Una vez que lo he escrito, ese verso no hace que yo sea bueno, pues, como acabo de decir, ese verso lo he recibido del Espíritu Santo, del yo subliminal, o puede que de algún otro escritor. A menudo descubro que sólo estoy citando algo que leí hace tiempo, y entonces la lectura se convierte en un redescubrimiento. Quizá sea mejor que el poeta no tenga nombre.

He hablado del «mar color de vino», y puesto que mi afición es el inglés antiguo (temo que, si tienen el coraje o la paciencia de volver a alguna de mis conferencias, los abrumaré de nuevo con el inglés antiguo), me gustaría recordarles algunos versos que me parecen hermosos. Los diré primero en inglés y luego en el severo y vocálico inglés antiguo del siglo IX.

It snowed from the north;
rime bound the fields;
hail fell on earth,
the coldest of seeds.
Norban sniwde
hrim hrusan bond
hægl feol on eorban
corna caldast.

(Nevó desde el Norte;
la escarcha ciñó los campos
el granizo cayó sobre la tierra,
la más fría de las semillas)[11].

Esto nos remite a lo que dije sobre Homero: cuando el poeta escribía esos versos, sólo dejaba constancia de algo que había sucedido. Lo que, evidentemente, era muy extraño en el siglo IX, cuando la gente pensaba en términos de mitología, imágenes alegóricas y cosas por el estilo. Homero sólo contaba cosas absolutamente normales. Pero hoy, cuando leemos:

It snowed from the north;
rime bound the fields;
hail fell on earth,
the coldest of seeds…

encontramos un elemento poético añadido. Creo que encontramos la poesía de que un sajón sin nombre escribiera esos versos a orillas del Mar del Norte, en Northumbria; y la poesía de que esos versos lleguen hasta nosotros tan claros, tan sencillos y tan patéticos a través de los siglos. Tenemos, pues, dos casos: el caso (no vale la pena que me detenga en él) de que el tiempo degrade a un poema y las palabras pierdan su belleza; y también el caso de que el tiempo enriquezca al poema, en lugar de degradarlo.

He hablado al principio de definiciones. Para terminar, me gustaría decir que cometemos un error muy común cuando creemos ignorar algo porque somos incapaces de definirlo. Si estuviéramos de un humor chestertoniano (creo que uno de los mejores humores en que sentirse), diríamos que sólo podemos definir algo cuando no sabemos nada de ello.

Por ejemplo, si tengo que definir la poesía y no las tengo todas conmigo, si no me siento demasiado seguro, digo algo como: «poesía es la expresión de la belleza por medio de palabras artísticamente entretejidas». Esta definición podría valer para un diccionario o para un libro de texto, pero a nosotros nos parece poco convincente. Hay algo mucho más importante: algo que nos animaría no sólo a seguir ensayando la poesía, sino a disfrutarla y a sentir que lo sabemos todo sobre ella.

Esto significa que sabemos qué es la poesía. Lo sabemos tan bien que no podemos definirla con otras palabras, como somos incapaces de definir el sabor del café, el color rojo o amarillo o el significado de la ira, el amor, el odio, el amanecer, el atardecer o el amor por nuestro país. Estas cosas están tan arraigadas en nosotros que sólo pueden ser expresadas por esos símbolos comunes que compartimos. ¿Y por qué habríamos de necesitar más palabras?

Puede que no estén ustedes de acuerdo con los ejemplos que he elegido. Quizá mañana se me ocurran ejemplos mejores, quizá piensen que debería haber citado otros versos. Pero, ya que pueden elegir sus propios ejemplos, no tienen que preocuparse demasiado por Homero, los poetas anglosajones o Rossetti. Porque todo el mundo sabe dónde encontrar la poesía. Y, cuando aparece, uno siente el roce de la poesía, ese especial estremecimiento.

Para terminar, tengo una cita de San Agustín que creo que encaja a la perfección. San Agustín dijo: «¿Qué es el tiempo. Si no me preguntan qué es, lo sé. Si me preguntan qué es, no lo sé»[12]. Pienso lo mismo de la poesía.

A uno no le preocupan demasiado las definiciones. Ando en este momento un poco despistado, porque no domino en absoluto el pensamiento abstracto. Pero en las próximas conferencias —si tienen la amabilidad de soportarme— pondremos más ejemplos concretos. Hablaré sobre la metáfora, sobre la música de las palabras, sobre la posibilidad o imposibilidad de la traducción poética, sobre el arte de contar historias, es decir, sobre la poesía épica, la más antigua y quizá el más esforzado tipo de poesía. Y acabaré con algo que, ahora mismo, apenas puedo intuir. Acabaré con una conferencia llamada «Credo de poeta», en la que intentaré justificar mi propia vida y la confianza que algunos de ustedes puedan depositar en mí, a pesar de esta primera conferencia torpe y titubeante.


Notas

[1] La traducción es de José María Valverde, Poetas románticos ingleses, Planeta, Madrid, 1989.

[2] William Shakespeare, soneto 86 (Sonetos, versión de Carlos Pujol, La Veleta, Granada, 1990).

[3] Borges piensa sin duda en el Fedro de Platón (275d), donde Sócrates dice: «Pues eso es, Fedro, lo terrible que tiene la escritura y que es en verdad igual a lo que ocurre con la pintura. En efecto, los productos de ésta se yerguen como si estuvieran vivos, pero si se les pregunta algo, se callan con gran solemnidad» (Fedro, traducción de Luis Gil Fernández, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1970). Según Sócrates, las cosas deben decirse y enseñarse oralmente, único modo «en el que hay certeza». Escribir con tinta es igual que «escribir en el agua». La palabra hablada —la palabra viva del conocimiento, dotada de alma— es, pues, superior a la palabra escrita, que sólo es su imagen. Las palabras escritas están tan indefensas como quien confía en ellas.

[4] Rafael Cansinos-Assens (1883-1964) es el escritor andaluz de cuyos «magníficos recuerdos» Borges nunca se cansó de hablar. En los primeros años veinte, el joven argentino frecuentó su tertulia literaria. «Al encontrarme con él, me parecía encontrar las bibliotecas de Oriente y Occidente» (Roberto Alifano, Conversaciones con Borges, Debate, Buenos Aires, 1986, p. 101). Cansinos-Assens, que presumía de poder saludar a las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos (o diecisiete, como Borges señala en otra ocasión), tradujo del francés, el árabe, el latín y el hebreo. Véase Jorge Luis Borges y Osvaldo Ferrari, Diálogos, Seix Barral, Barcelona, 1992.

[5] Macedonio Fernández (1874-1952), defensor del idealismo absoluto, ejerció una persistente fascinación sobre Borges. Fue uno de los dos escritores que Borges comparó con Adán por su sentido de fundadores (el otro fue Whitman). Este argentino absolutamente original decía: «Sólo escribo porque escribir me ayuda a pensar». Fue autor de numerosos poemas (recogidos en Poesías completas, ed. Carmen de Mora, Visor, Madrid, 1991) y abundantísima prosa, que incluye Una novela que comienza, Papeles de recienvenido: continuación de la nada, Museo de la novela de la eterna: primera novela buena, Manera de una psique sin cuerpo y Adriana Buenos Aires: última novela mala, Borges y Fernández cofundaron la revista literaria Proa en 1922.

[6] Shakespeare, Hamlet, acto III, escena I, versos 57-90 (edición bilingüe del Instituto Shakespeare, versión de Manuel Angel Conejero y Jenaro Talens, Cátedra, Madrid, 1993).

[7] Dante Gabriel Rossetti, «Inclusiveness», soneto 29, Poems, primera edición, Ellis, Londres, 1870 (traducción de Jorge Luis Borges, extraída de Borges profesor. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, edición de Martín Arias y Martín Hadis, Emecé, Buenos Aires, 2000).

[8] Heráclito, fragmento 41 (Borges ofrece una traducción en «Nueva refutación del tiempo», de Otras inquisiciones, Sur, Buenos Aires, 1952). Véase también Platon, Cratilo, 402a, y Aristóteles, Metafísica, 101a.

[9] Robert Browning (1812-1889), «Bishop Blougram’ Apology»,versos 182-184 (Borges los traduce casi literalmente en «La poesía», en Siete noches, Fondo de Cultura Económica, México, 1980).

[10] El poema de Borges «A Rafael Cansinos-Assens» dice así:

Larga y final andanza sobre la exaltación arrebatada del ala del viaducto.
A nuestros pies, busca velajes el viento, y las estrellas —corazones absueltos— 
laten intensidad. Bien paladeado el gusto de la noche,
traspasarlos de sombra, vuelta ya una costumbre de nuestra carne la noche.
Noche postrer de nuestro platicar, antes que se levanten entre nosotros las leguas.
Aun es de entrambos el silencio donde como praderas resplandecen las voces.
Aun el alba es un pájaro perdido en la vileza más lejana del mundo.
Última noche resguardada del gran viento de ausencia.
Grato solar del corazón; puño de arduo jinete que sabe sofrenar el ágil mañana.
Es trágica la entraña del adiós como de todo acontecer en que es notorio el Tiempo.
Es duro realizar que ni tendremos en común las estrellas.
Cuando la tarde sea quietud en mi patio, de tus cuartillas surgirá la mañana.
Será la sombra de mi verano tu invierno y tu luz será gloria de mi sombra.
Aún persistimos juntos.
Aún las dos voces logran convenir, como la intensidad y la ternura en las puesta del sol.

(Textos recobrados 1919-1929, Emecé, Barcelona, 1997).

[11] The Seafarer, ed. Ida Gordon, Manchester University Press, Manchester, 1979, p. 37. La traducción de Borges «rime bound the fields» evita la repetición de «earth» presente en el original. La traducción literal sería: «rime bounds the earth» («la escarcha ciñe la tierra»).

[12] Esta famosa cita («Quid est ergo tempus? Si nemo ex me quaerat scio; si quaerenti explicare velim, nescio») procede de San Agustín, Confesiones, XI, 14.






En Jorge Luis Borges: Arte poética. Seis conferencias
dictadas en la Universidad de Harvard 1967/1968
Título original: This Craft of Verse
Traducción: Justo Navarro
Prólogo: Pere Gimferrer
Edición, notas y epílogo: Calin-Andrei Mihailescu

Imagen: Borges en Teotihuacán ca.1973 
Foto: Rogelio Cuéllar
















Véase Arte poética (1 de 6) "El enigma de la poesía"
Véase Arte poética (1 de 6) “El enigma de la poesía” Bilingüe
Véase Arte poética (2 de 6) "La metáfora"
Véase Arte poética (3 de 6) "El arte de contar historias"
Véase Arte poética (4 de 6) "La música de las palabras y la traducción"
Véase Arte poética (5 de 6) "Pensamiento y poesía"
Véase Arte poética (6 de 6) "Credo de poeta"

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