Marguerite Yourcenar: Lena o el secreto
27 de enero de 2020
Lena era la concubina de Aristogitón y su sirvienta, aún más que su querida. Vivían en una casita cerca de la capilla de Saint-Sôtir: ella cultivaba en el jardincillo tiernos calabacines y abundantes berenjenas, salaba las anchoas y cortaba en rajas la carne roja de las sandías; bajaba a lavar la ropa en el lecho seco del Ilissos y se preocupaba de que su amo cogiera la bufanda que le impedía acatarrarse tras los ejercicios del Estadio. Como premio a tantos cuidados, él se dejaba querer. Salían juntos: escuchaban, en los pequeños cafés, cómo daban vueltas los discos de canciones populares, ardientes y lamentables como un oscuro sol. Ella se enorgullecía al ver el retrato de él en la primera página de los periódicos de deportes. Aristogitón se había inscrito en el concurso de boxeo de Olimpia; consintió en que Lena lo acompañara en su viaje. Ella soportó sin quejarse el polvo del camino, la cansada ambladura de las mulas, las posadas llenas de piojos, en donde el agua se vendía más cara que el mejor vino de las islas. Por el camino, el ruido de los coches era tan continuo que ni siquiera se oía el canto de las cigarras. Un día, a la hora del mediodía, al transponer una colina, descubrió a sus pies el valle del Olimpia, hueco como la palma de un dios que lleva en su mano la estatua de la Victoria. Flotaba un vaho de calor sobre los altares, las cocinas y los puestos de la feria, cuyas joyas de pacotilla codiciaba Lena. Para no perderse de su amo entre el gentío cogió con los dientes una punta de su manto. Había frotado con grasa, adornado con cintas, embadurnado con sus besos los ídolos generosos que no rechazaban los atrevimientos de una sirvienta; había dicho todas las oraciones que sabía para que su amo triunfara y había gritado contra sus rivales toda una sarta de maldiciones. Separada de él durante las largas abstinencias impuestas a los atletas, había dormido sola en la tienda reservada a las mujeres, fuera del recinto de los luchadores. Había rechazado las manos que se tendían en la sombra, indiferente incluso a los cucuruchos de pipas de girasol que le ofrecían sus compañeras. La imaginación del boxeador se llenaba de torsos untados de aceite y de cabezas rapadas que las manos no pueden agarrar: Lena tenía la impresión de que Aristogitón la abandonaba en aras de sus adversarios. La noche de los Juegos vio cómo lo sacaban a hombros por los pasillos del Estadio, agotado y sin aliento, como después de hacer el amor, víctima del estilo de los reporteros, de las placas de vidrio de los fotógrafos: presintió que la engañaba con la Gloria. Su vida de triunfador transcurría en fiestas con gentes importantes: lo había visto salir del banquete ritual en compañía de un noble joven ateniense, ebrio de una embriaguez que ella deseaba atribuir al alcohol, ya que uno se aparta antes del vino que de la felicidad. Regresó él a Atenas en el coche de Harmodio y abandonó a Lena en manos de sus compañeras. Desapareció envuelto en una nube de polvo, sustrayéndose a sus caricias como un muerto o como un dios. La última imagen que de él conservaba y que se le había quedado grabada era la de una bufanda de seda flotando sobre una nuca morena. Como una perra, que sigue desde lejos por el camino al amo que se va sin ella, Lena emprendió en sentido contrario el largo camino montañoso por donde se apresuraban las mujeres, por los lugares desiertos, temerosas de tropezar con algún sátiro. En cada posada de pueblo donde entraba para comprar un poco de sombra y un café acompañado de un vaso de agua, encontraba al posadero contando todavía las monedas de oro que descuidadamente habían dejado caer aquellos dos hombres: por todas partes alquilaban las mejores habitaciones, bebían los más exquisitos vinos y obligaban a los cantores a vociferar hasta la madrugada: el orgullo de Lena, que era también amor, curaba las heridas de su amor, que era asimismo orgullo. Poco a poco, el joven dios secuestrador dejaba de ser para ella un rostro, adquiría un nombre, una historia, un corto pasado. El garajista de Patras le contó que se llamaba Harmodio; el tratante de caballos de Pyrgos hablaba de sus caballos de carreras; el barquero de la Estigia, que tenía trato con los muertos a causa de su trabajo, sabía que era huérfano y que su padre acababa de atracar en la otra orilla de los días; los ladrones que circulaban por los caminos no ignoraban que el tirano de Atenas lo había colmado de riquezas; las cortesanas de Corinto hablaban de su belleza. Todos, hasta los mendigos, hasta los tontos de pueblo, sabían que en su coche de carreras llevaba al campeón de boxeo de los Juegos Olímpicos: un muchacho deslumbrante que semejaba la copa, el jarrón adornado con ínfulas, la imagen de largos cabellos de la Victoria. En Megara, el empleado del fielato le contó a Lena que Harmodio se había negado a cederle el paso al carro del jefe del Estado y que Hiparco le había reprochado al joven violentamente su ingratitud y sus amistades plebeyas. Los milicianos le habían quitado a la fuerza el carro de fuego que el tirano le había regalado, pero no para que paseara en él —según dijo— en compañía de un boxeador. En los alrededores de Atenas, Lena se estremeció al oír las aclamaciones sediciosas en las que aparecía el nombre de su amo, pronunciado por diez mil pares de labios. Los jóvenes habían organizado, en honor del vencedor, unos ejercicios con antorchas a los que Hiparco se negaba a asistir. Los pinos arrancados de raíz lloraban desconsoladamente su resina sacrificada. En la casita del barrio de Saint-Sôtir, los bailarines que golpeaban con el talón, de manera desigual, las losas del patio, proyectaban sobre la pared un fresco movedizo y desnudo. Para no molestar a nadie, Lena se deslizó sin hacer ruido por la entrada de la cocina. Las jarras y cacerolas ya no le hablaban un lenguaje familiar; unas manos torpes habían preparado la comida; se cortó el dedo al recoger los cristales de un vaso roto. Trató en vano de amansar, con huesos y caricias, al perro de Harmodio tumbado debajo de la despensa. Ella esperaba que su amo le contara el menú de las cenas de sociedad a las que asistía, pero ni siquiera sus sonrisas se fijan en ella. Para no tener que soportarla, la envía a trabajar en la vendimia, a su granja de Decelia. Lena prevé que puede celebrarse un matrimonio entre su amo y la hermana de Harmodio: piensa con horror en una esposa, con desamparo en unos hijos. Vive en la sombra que proyecta en su camino el hermoso Eros de las bodas rodeado de antorchas. El que no haya esponsales sólo tranquiliza a medias a la inocente, que se equivoca de peligro: Harmodio ha introducido la desgracia en aquella casa como si fuera una querida envuelta en velos; ella se siente abandonada a cambio de aquella mujer impalpable. Una noche, un hombre en cuyas cansadas facciones ella no reconoce el rostro, multiplicado hasta el infinito en monedas y sellos con la efigie de Hiparco, llama a la puerta de servicio y pide tímidamente el mendrugo de pan de una verdad. Aristogitón, que entra por casualidad, la encuentra sentada a la mesa, al lado de aquel sospechoso mendigo; desconfía demasiado de ella para hacerle ningún reproche; expulsan al mendigo de la estancia, que se llena repentinamente de gritos. Unos días más tarde, Harmodio descubre a su amigo, víctima de una emboscada, al pie de la fuente Clepsidra: llama a Lena para que le ayude a llevar al boxeador, cuyo cuerpo se halla tatuado a cuchilladas, al único diván que hay en la casa: sus manos pintadas de yodo se encuentran sobre el pecho del herido. Lena ve dibujarse, en la frente inclinada de Harmodio, la inquieta arruguita del Apolo encantador de llagas. Tiende hacia el joven sus grandes manos agitadas y le suplica que salve a su amo: no se sorprende al oírle reprocharse cada una de aquellas heridas, como si él fuera el responsable, pues le parece natural que un dios sea salvador y asesino al mismo tiempo. El paso de un policía vestido de paisano, que va y viene a lo largo del camino desierto, hace estremecer al herido acostado en la tumbona. Sólo Harmodio se atreve a ir a la ciudad, como si no fuera posible que ningún cuchillo se abriera paso en su carne, y aquella despreocupación confirma a Lena en la idea de que es un dios. Ambos amigos temen tanto que Lena se vaya de la lengua, que pretenden engañarla haciéndole creer que la agresión de la víspera fue una pelea entre hombres borrachos, por miedo, sin duda, a que ella difunda, en la carnicería o en la tienda de la esquina, sus probables proyectos de venganza. Lena se percata con espanto de que le dan a probar al perro los guisos que ella les prepara, como si pensaran que tiene sus buenas razones para odiarlos. Para que ella los olvide, se van con unos amigos a acampar en el Parnesio, a la moda cretense. Le ocultan el lugar donde se encuentra la caverna donde duermen. Ella se encarga de llevarles los alimentos, que deposita en una piedra como si fueran destinados a los muertos que merodean por los confines del mundo. Lleva a Aristogitón como una ofrenda el vino negro y los pedazos de carne echando sangre, sin conseguir que aquel espectro exangüe le hable. Aquel sonámbulo del crimen ya no es más que un cadáver que se encamina hacia la tumba, como los cadáveres de los judíos van en peregrinación a Josafat. Ella le toca tímidamente las rodillas, los pies descalzos, para estar bien segura de que no están helados del todo. Le parece ver, en las manos de Harmodio, la varita de zahorí de Hermes, guía de las almas. El regreso a Atenas se efectúa entre los perros del miedo y los lobos de la venganza: unas figuras grotescas de terratenientes sin fortuna, de abogados sin causa y de soldados sin porvenir se deslizan en la habitación del amo como sombras proyectadas por la presencia de un dios. Desde que Harmodio se siente obligado por prudencia a no dormir en su casa, Lena es relegada al desván y no puede velar a su amo todas las noches, como se vela a un enfermo, ni remeterle la ropa de la cama, como se hace con un niño. Escondida en la terraza, contempla cómo se abre y se cierra infatigablemente la puerta de aquella casa aquejada de insomnio; asiste, sin entender nada, a las idas y venidas que sirven de lanzadera para tejer la venganza. Con vistas a una fiesta deportiva, le mandan coser unas cruces en relieve en unas túnicas de lana parda. Arden las lámparas aquella noche en todos los tejados de Atenas: las jovencitas de familia noble preparan su vestido de comunión para la procesión del día siguiente; en el santuario preparan a la Santísima Virgen peinándole sus cabellos rojizos; un millón de semillas de incienso humean ante la nariz de Atenea. Lena sienta en sus rodillas a la pequeña Irini, que ahora vive en su casa, pues Harmodio teme que Hiparco quiera vengarse quitándole a su hermanita. Lena se compadece de aquella niña, a quien antaño temía ver entrar en la casa con corona de novia, como si alguien hubiese traicionado las esperanzas de ambas. Pasa toda la noche escogiendo rosas rojas, que la niña arrojará a manos llenas cuando pase la Virgen Purísima. Harmodio sumerge en aquella cesta sus manos impacientes, que parecen hundirse en sangre. A la hora en que Atenas muestra su rostro de perla, Lena coge de la mano a la pequeña Irini, que tirita entre el nácar de sus velos. Sube con la niña la pendiente de los Propíleos... Las llamas de diez mil cirios brillan débilmente en las luces del alba, como otros tantos fuegos fatuos que no hubieran tenido tiempo de regresar a sus tumbas. Hiparco, ebrio aún de pesadillas, guiña los ojos ante toda aquella blancura, examina distraídamente la cándida fila azul de los Hijos de Atenea. Bruscamente, un odiado parecido aflora en el rostro sin forma de la pequeña Irini: el señor, frenético, sacude el brazo de aquella joven ladrona, que ha osado apropiarse de los execrables ojos de su hermano, aúlla pidiendo que alejen de su presencia a la hermana del miserable que envenena sus sueños. La niña cae de rodillas: la cesta, al volcarse, derrama su rojo contenido y las lágrimas borran, en el rostro de la chiquilla, aquella semejanza abominable y divina. A la hora en que el cielo se vuelve de oro, como el inalterable corazón de la bondadosa Lena, ésta lleva a la niña a su casa, despeinada, sin su cesta. Harmodio estalla de alegría ante aquel deseado ultraje. Lena, arrodillada sobre las losas del patio, moviendo la cabeza como una plañidera, siente posarse en su frente la mano de aquel duro muchacho que se parece a Némesis: los insultos del tirano, sus amenazas que ella repite sin intentar comprenderlas, adquieren en su voz átona la horrible insipidez de los veredictos sin recurso y del hecho consumado. Cada ultraje añade al rostro de Harmodio un fruncir de entrecejo o una sonrisa de odio. En presencia de aquel dios, que antes desdeñaba hasta informarse de su nombre, Lena se embriaga de existir, de ser útil, de hacer sufrir tal vez… Ayuda a Harmodio a mutilar los hermosos laureles del patio, como si el primero de los deberes consistiera en suprimir toda clase de sombra; sale del jardín con los dos hombres, que esconden los cuchillos de cocina entre aquellos ramos de Pascua florida. Cierra la puerta tras la siesta de Irini, la jaula de las palomas, la caja de cartón donde pastan las cigarras, todo el pasado que se ha vuelto tan profundo como un sueño. La multitud endomingada la separa de sus señores, entre los cuales ya no distingue. Se introduce tras ellos en las obras del Partenón y tropieza con los montones de piedras mal desbastadas que hacen que el templo de la Virgen se parezca a sus futuros escombros. A la hora en que el cielo muestra su roja faz, ve desaparecer a los dos amigos por entre el engranaje de las columnas como en el fondo de una máquina de triturar el corazón humano para extraer de él un dios. Estallan bombas y gritos: el hermano mayor de Hiparco, con el vientre abierto sobre el altar cubierto de sangre y de brasas, parece ofrecer sus entrañas al examen de los sacerdotes. Hiparco, herido de muerte, continúa gritando órdenes, se apoya en una columna para no caer vivo. Las puertas de los Propíleos se cierran para cortar a los rebeldes la única salida que no da al vacío; los conspiradores, cogidos en aquella trampa de mármol y de cielo, corren de un lado para otro, tropiezan con montones de dioses. Aristogitón, herido en la pierna, es capturado por los ojeadores en las grutas de Pan. El cuerpo linchado de Harmodio es despedazado por la multitud como el de Baco en el transcurso de las misas sangrientas: unos adversarios, o tal vez unos fieles, se pasan de mano en mano la espantosa hostia. Lena se arrodilla, coge en su delantal los rizos de pelo de Harmodio, como si aquel favor fuera lo más urgente que ella puede hacer por su amo. Unos sabuesos se le echan encima: le atan las manos, que pierden inmediatamente su aspecto desgastado de utensilios domésticos para convertirse en manos de víctima, en falanges de mártir. Sube al coche celular como los muertos suben a la barca. Atraviesa una Atenas estancada, aterida de miedo, donde las caras se esconden tras las contraventanas cerradas, por temor a verse obligadas a juzgar. Pone el pie en el suelo ante una casa que, por su aspecto de hospital y de prisión, debe ser el palacio del jefe del Estado. Bajo la puerta de la cochera se cruza con Aristogitón, cuyas piernas heridas flaquean. Ve desfilar el pelotón de ejecución sin volver siquiera hacia su amo unos ojos ya vidriosos, como las pupilas de los muertos. El ruido de los disparos en el patio contiguo resuena para ella como una salva de honor sobre la tumba de Harmodio. La empujan dentro de una sala blanqueada de cal, donde los supliciados adquieren el aspecto de animales agonizantes, y los verdugos, el de vivisectores. Hiparco, medio tumbado en unas parihuelas, vuelve hacia ella la cabeza vendada y coge a tientas aquellas manos de mujer crispadas sobre la única verdad de la que aún siente hambre. Le habla tan bajito y tan de cerca que el interrogatorio parece una confidencia amorosa. Exige nombres, confesiones. ¿Qué es lo que ella había visto? ¿Quiénes eran los cómplices? ¿Servía el mayor de los dos de entrenador al más joven, en aquella carrera hacia la muerte? ¿Acaso no era el boxeador más que un puñetazo en manos de Harmodio? ¿Fue el miedo lo que inspiró al joven la idea de desembarazarse de Hiparco? ¿Sabía acaso que el amo lo había perdonado, que no le guardaba rencor? ¿Hablaba de él a menudo? ¿Estaba triste? Una intimidad desesperada se estableció entre aquel hombre y aquella mujer poseídos del mismo dios, que morían del mismo mal, y cuyas apagadas miradas se volvían hacia dos ausentes. Lena, sometida a interrogatorio, aprieta dientes y labios. Sus amos callaban cuando ella servía los platos; se había quedado fuera de la vida de ambos como una perra esperando a la puerta; pero aquella mujer, vacía de recuerdos, se esfuerza por orgullo en hacer creer que lo sabe todo, que sus amos le han confiado su corazón como a una encubridora con la que pueden contar, que sólo depende de ella escupir un pasado. Los verdugos la tienden sobre un caballete para operarla en silencio. Amenazan a aquella llama con el suplicio del agua; hablan de infligirle el suplicio del fuego a aquel manantial. Lena teme la tortura, que no arrancará de ella sino la humillante confesión de que sólo era una criada, y en ningún momento una cómplice. Un chorro de sangre le brota de la boca, como en una hemoptisis: se ha cortado la lengua para no revelar unos secretos que no conoce.
En Fuegos (1967)
Incluido en Cuentos completos
Título original: Feux; Comme l’eau qui coule; Conte bleu, Le premier soir, Maléfice; Nouvelles orientales
Marguerite Yourcenar, 1974
Traducción: María Fortunata Prieto-Barral & Emma Calatayud