Andrés Amorós - Introducción a Rayuela de Julio Cortázar

19 de septiembre de 2010





Las palabras, «perras negras»

No hace falta una gran deformación profesional para advertir que Rayuela incluye una teoría de la literatura. (Y una práctica, por supuesto.) La parte teórica está integrada como un factor más de la creación artística, que la lleva a la práctica.

Ante todo, una reflexión sobre el lenguaje, la herramienta del escritor. No se trata de una queja romántica contra el lenguaje («el rebelde, mezquino idioma»), sino de la desconfianza permanente ante un instrumento imperfecto, engañoso, desgastado por el uso común. Lo terrible, claro está, es que no tenemos otra cosa; y lo paradójico, que toda esta denuncia y destrucción del lenguaje sólo puede realizarse utilizando lo mismo que se denigra: círculo vicioso bien evidente, suplicio de Tántalo para el que no existe escapatoria.

Lo ha explicado Cortázar con toda claridad, en declaraciones al margen de la novela. En la época de Los premios, ya, vino «esa toma de conciencia de las limitaciones lingüísticas de un escritor; el hecho de que el lenguaje es una herencia recibida, una herencia pasiva en la que él no ha tenido ninguna intervención. El lenguaje, la gramática, el diccionario, él los recibe como recibe la educación que le dan su madre y su maestro».

¿Qué puede hacer el escritor que no se resigna a seguir transmitiendo una visión rutinaria, convencional de la realidad? Luchar con el lenguaje: «Yo ya no podía aceptar el diccionario, ni aceptar la gramática. Empecé a descubrir que la palabra corresponde por definición al pasado, es una cosa ya hecha que nosotros tenemos que utilizar para contar cosas y vivir que todavía no están hechas, que se están haciendo, el lenguaje no siempre es adecuado. Desde luego, eso es un poco la definición del escritor, en todo caso, del buen escritor. El buen escritor es ese hombre que modifica parcialmente un lenguaje. Es el caso de Joyce modificando una cierta manera de escribir el idioma inglés. Y los poetas, en general los poetas más que los prosistas, introducen toda clase de trasgresiones que hacen palidecer a los gramáticos y que luego son aceptadas y que entran en los diccionarios y entran en las gramáticas.» La serpiente que se muerde la cola, otra vez.

En Rayuela, la desconfianza ante el lenguaje es uno de los temas más habituales. En una discusión, para descalificar a su oponente, Oliveira acusa: «Estás usando palabras» (28). (Es decir: sólo palabras, no realidades.) Buscando a la Maga por las calles de Montevideo, se indigna contra «la meditación siempre amenazada por los idola fori, las palabras que falsean las intuiciones, las petrificaciones simplificantes...» (48).

Las palabras son etiquetas imperfectas, que no reflejan adecuadamente la realidad: «—Eso se llama locura —dijo Traveler. —Todo se llama de alguna manera, vos elegís y dale que va» (56). Lo peor es que nos engañan, haciéndonos confiar en ellas, como botellas sucias que ocultan —más que revelan— el verdadero líquido.

Por eso, los bohemios del Club juegan con las palabras, llaman «cementerio» al Diccionario e intentan desenterrarlas. Sueñan con «la Hállulla, el hámago, el halieto, el haloque, el hamez, el harambel, el harbullista, el harca y la harija». Evidentemente, los personajes sienten —y el lector debe procurar sentir lo mismo— cuánto hay en esas palabras de fascinante recorrido por países desconocidos, por playas vírgenes nunca entrevistas. El cementerio se ha transmutado, ya, en gran repertorio universal, caverna platónica o bazar oriental donde puede hallarse todo.

Jugando con las palabras, por supuesto, se hacen malabarismos con las ideas, se suscitan asociaciones insólitas, se corroe la seriedad ceremoniosa. Por ejemplo, agrupando —como procesión de disciplinantes, diría Cervantes— palabras que comienzan por lana, aglutinando el artículo femenino: «Una hebra de lana, metros de lana, lanada, lanagnórisis, lanatúrner, lannapurna, lanatomía, lanata, lanatalidad, lanacionalidad, lanaturalidad, la lana hasta lanaúsea, pero nunca el ovillo» (52). Si seguimos tirando, como un gato travieso, ¿a dónde nos llevará esta hebra de lana? ¿Es, sólo, un juego sin trascendencia? Como gustaba de repetir Eugenio d'Ors, nunca se sabe la profundidad que puede haber en un minué.

Todo un capítulo se dedica a la lucha de Morelli contra el empobrecimiento del lenguaje, para devolverle «todo su brillo, para que pueda ser usado como yo uso los fósforos» (99): creando luz.

Oliveira es el ejemplo claro del intelectual preso en la cultura libresca: aunque se esfuerce en luchar contra ella, no consigue liberarse. Por eso llama a las palabras, con cariño y rencor, «perras negras». El secreto de la Maga, en cambio, se puede explicar porque, sin esfuerzo, tocaba la realidad: «no era capaz de creer en los nombres, tenía que apoyar el dedo sobre algo y sólo entonces lo admitía». Los amigos comentan con ironía —y seriedad—: «No se va muy lejos así. Es como ponerse de espaldas al Occidente, a las Escuelas. Es malo para vivir en una ciudad, para tener que ganarse la vida.» Por si quedara alguna duda, otro interlocutor proclama la admiración que se espera sienta también el lector: «Sí, sí, pero en cambio era capaz de felicidades infinitas» (142).

Un momento de plenitud puede definirse como aquél en el que las palabras no esconden, sino que protegen y revelan eI auténtico sabor de las cosas: «quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose...» (73).

«Toda Rayuela fue hecha a través del lenguaje», ha afirmado Cortázar años después: «hay un ataque directo al lenguaje en la medida en que, como se dice explícitamente en muchas partes del libro, nos engaña prácticamente a cada palabra que decimos. Los personajes del libro se obstinan en creer que el lenguaje es un obstáculo entre el hombre y su ser más profundo. La razón es sabida: empleamos un lenguaje completamente marginal en relación a cierto tipo de realidades más hondas, a las que quizá podríamos acceder si no nos dejáramos engañar por la facilidad con que el lenguaje todo lo explica o pretende explicarlo.

Jugando con el lenguaje, Cortázar es heredero de una tradición literaria, predominantemente anglosajona: Lewis Carroll, James Joyce, versos infantiles... (Lo mismo hacen, por ejemplo, Gillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy.) Como tiene talento, los juegos del malabarista nos divierten. (Eso, ya, no es poco.) A la vez, con el bastoncillo de Chaplin y las grandes tijeras del mudito Marx está dando golpes en la costra de hielo, esperando que brote y corra libremente el chorro de agua fresca.


Las fórmulas: «como lo, como lo...»

Si el lenguaje ha llegado a nuestras manos ya envejecido, ¿qué decir de la literatura? Por boca de Oliveira y Morelli, en su novela, Cortázar denuncia una y otra vez las convenciones de la literatura habitual: la falsedad, el anquilosamiento, las fórmulas, los tópicos, el peso de la retórica...

El narrador se divierte riéndose de la «buena literatura», entendida en el sentido convencional de la palabra. Veamos un ejemplo muy claro, el capítulo 75: comienza evocando una vida ordenada, tranquila. El mismo ritmo de las frases, muy pausado, reproduce ese clima interior. De repente, en medio de una muy culta enumeración, el fluir de las palabras se atasca. Parece como si el disco se hubiera rayado. Repite insistentemente: «Como lo, como lo, como lo.» A Oliveira le ha dado un ataque de risa: la pasta de dientes le sirve para pintar en el espejo su propia caricatura de payaso trágico, que rompe toda la armonía cotidiana de la escena. Utiliza Cortázar el paso de la letra cursiva a la ordinaria para marcar las dos partes del texto:
«Había sido tan hermoso, en viejos tiempos, sentirse instalado en un estilo imperial de vida que autorizaba los sonetos, el diálogo con los astros, las meditaciones en las noches bonaerenses, la seriedad goethiana en la tertulia del Colón o en las conferencias de los maestros extranjeros. Todavía lo rodeaba un mundo que vivía así, que se quería así, deliberadamente hermoso y atildado, arquitectónico. Para sentir la distancia que lo aislaba ahora de ese columbario, Oliveira no tenía más que remedar, con una sonrisa agria, las decantadas frases y los ritmos lujosos del ayer, los modos áulicos de decir y de callar. En Buenos Aires, capital del miedo, volvía a sentirse rodeado por ese discreto allanamiento de artistas que se da en llamar buen sentido y, por encima, esa afirmación de suficiencia que engolaba las voces de los jóvenes y los viejos, su aceptación de lo inmediato como lo verdadero, de lo vicario como lo, como lo, como lo...»
Irrisión, así pues, de la «buena literatura», concebida en términos tradicionales. ¿Irrisión de la literatura, sin más? Creo que no. Los experimentos de Morelli, el alter ego del autor, tienen ese sentido: «Su libro constituía ante todo una empresa literaria, precisamente porque se proponía como una destrucción de formas (de fórmulas) literarias» (95). Y uno de los amigos generaliza: «¿Para qué sirve el escritor si no para destruir la literatura?» (99).

Voladura, pues, desde dentro, realizada por alguien que está usando como dinamita su propia vida: «se habían preguntado por qué odiaba Morelli la literatura y por qué la odiaba desde la literatura misma» (141).


El surrealismo, lo fantástico

Frente a la chatura estética del descriptivismo costumbrista, el creador debe buscar otros caminos. El surrealismo puede ser uno de ellos, con su liberación de la lógica. Cortázar, en efecto, conoce bien a los surrealistas franceses y se refiere a ellos con frecuencia. (Hoy, Evelyn Picon Garfield ha insistido en la influencia del surrealismo francés sobre su obra.) Es muy claro, sin embargo, Cortázar al señalar su distancia; para él, el surrealismo es necesario, pero no suficiente: «los surrealistas creyeron que el verdadero lenguaje y la verdadera realidad estaban censurados y relegados por la estructura racionalista y burguesa del occidente. Tenían razón, como lo sabe cualquier poeta, pero eso no era más que un momento en la complicada peladura de la banana. Resultado, más de uno se la comió con la cáscara. Los surrealistas se colgaron de las palabras en vez de despegarse brutalmente de ellas...» (99).

Le valió el surrealismo, sin duda, como técnica liberadora, pero no comparte su visión del mundo, su «ortodoxia». Y recuerda con ironía, en ocasiones, sus intentos juveniles de hacer «escritura automática»: hoy, eso —declara tajantemente— «no me interesa demasiado».

Lo fantástico puede ser, también, un ámbito de ampliación de la realidad narrada. Recordemos otra vez que antes de Rayuela Cortázar ha demostrado ya su maestría en el género fantástico. También le parece insuficiente, ahora, ese camino. Rechaza Oliveira los juegos mentales que consisten en huir de lo habitual limitándose a volver las cosas del revés: «Oh, esas son las soluciones fáciles; cuentos fantásticos para antologías» (55). Al fondo planea, sin duda, la sombra magistral de Borges.

Con respeto, pero con claridad, se ha ocupado Cortázar, en varias ocasiones, de marcar las diferencias. Según él, Borges suele partir de una idea abstracta, que luego organiza en personajes, episodios... «En mi caso es completamente distinto. La idea abstracta del episodio fantástico, yo no la he tenido nunca. Yo tengo una especie de situación general, de bloque general, donde los personajes, digamos la parte realista, está ya en juego; está en juego, y entonces allí hay un episodio fantástico, un elemento fantástico que se agrega.»

No es fácil precisar la génesis de un cuento; ni, probablemente, importe demasiado eso, sino el resultado artístico. En todo caso, parece claro a qué apunta Cortázar: en su caso, lo fantástico no es —no pretende ser, al menos— el punto de partida ni algo sobrepuesto arbitrariamente, sino una realidad que irrumpe de modo absolutamente natural, irremediable, en la entraña de lo más cotidiano.

En este sentido hay que entender la sorprendente declaración de Oliveira, que contradice otras del propio personaje: «Se ha elogiado en exceso la imaginación (...) en el otro espacio, donde sopla el viento cósmico que Rilke sentía pasar sobre su cabeza, Dame Imagination no corre» (84).

Y eso, quiérase o no, supone también un elemento de autocrítica con relación a su primera etapa narrativa, la que —a mi modo de ver— se cierra con el sufrimiento de Johnny, el perseguidor.

No basta, pues, como quería el surrealismo, con liberar al lenguaje de su estructura racional, burguesa, porque todo lenguaje remite, inevitablemente, a una realidad. Es preciso, por tanto, cambiar esa realidad, verla de otra manera: «Del ser al verbo, no del verbo al ser.» No sólo hay que liberar el lenguaje sino «re-vivirlo» (99).


Ambigüedad

El discurso narrativo no sigue decididamente un único camino, sino que se abre, con frecuencia, en abanicos de posibilidades. Para describir, por ejemplo, el efecto liberador del jazz: «les señala que quizá había otros caminos y que el que tomaron no era el único y no era el mejor, o que quizá había otros caminos y que el que tomaron era el mejor, pero que quizá había otros caminos dulces de caminar y que no los tomaron, o los tomaron a medias...» (17). Se enlazan las frases, repitiéndose y negándose, esmaltadas de abundantes quizá... Antes, había elogiado la indeterminación en el arte; ahora pretende, a la vez, abrir la obra y hacer participar activamente a un lector que no se desconcierte por los meandros de la reflexión.

Ese libro abierto es lo que ambiciona Cortázar: «todo eso que tú has pensado me llena de contento, es como una especie de recompensa para mí porque el hecho de dejar el libro abierto y encontrar en tu caso tantas posibles opciones es exactamente lo que yo busco con mis lectores».

Debe afilar el escritor su instrumental para expresar las experiencias inefables, fuera de lo habitual. (Y todas lo son, en cierto sentido, si sabemos verlas sin demasiadas telarañas en los ojos.) Igual que el místico, el poeta erótico ha recurrido siempre a las antítesis y contradicciones. En el caso de Rayuela, se trata de evocar una relación sentimental cercana al amour fou surrealista: «Ingreso paulatino en un mundo-Maga que era la torpeza y la confusión, pero también helechos con la firma de la araña Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un alfil.»(1). Las alusiones estéticas suman su capacidad evocadora. De todos modos, no es suficiente. Se impone, al final, la apelación directa a lo imposible, al absurdo: el único medio de romper los límites de lo habitual y expresar, aunque sea en pequeña medida, lo que no se puede decir, lo inefable.

Suele emplear Cortázar símbolos muy sugestivos, precisamente porque su vaguedad no permite la traducción exacta. Insiste especialmente en la indeterminación —por supuesto, muy consciente— del abismo que oculta cualquier experiencia banal: «Y de todo eso nacía como una explicación que Traveler era incapaz de rechazar, un contagio que venía desde más allá, desde alguna parte en lo hondo o en lo alto o en cualquier parte que no fuera esa noche y esa pieza» (55). Se queda Cortázar en la ambigüedad, voluntariamente, para las cosas de verdad importantes. No da una lección clara sino una sugerencia, una pista. Al lector le toca completarla, reviviéndola.

En sus reflexiones sobre literatura, formula Morelli una estética de lo fragmentario. (Al fondo parece hallarse la experiencia de la pintura impresionista.) Paradójicamente, la vida no se nos aparece como cine —una historia que fluye gracias al montaje— sino como una serie de fotografías discontinuas; también, los cristalitos sueltos de un calidoscopio: es el ojo del observador, en los dos casos, el que traza los puentes.

Otro ejemplo, otra figura: «El libro debía ser como esos dibujos que proponen los psicólogos de la Gestalt, y así ciertas líneas inducirían al observador a trazar imaginativamente las que cerraban la figura. Pero a veces las líneas ausentes eran las más importantes, las únicas que realmente contaban» (109). De ahí el aparente hermetismo de la sentencia: la tarea del escritor consiste en restar, no en sumar.

En este punto, quizá sea pertinente recordar algo bastante olvidado por la crítica: Horacio es escultor, teóricamente al menos, y, para su trabajo (¿para qué trabajo?) va por las calles recogiendo «pedazos de latón o de alambre» (107). Pedazos sueltos.

Al final de todo este proceso de despojamiento, de renuncia, ¿qué puede quedar? Una sencillez de estilo, la pureza —otra vez la palabra— de una prosa que no esté corrompida (94). Morelli escribe cada vez con más dificultad, pero detrás de su estilo puede haber algo, un puente vivo: «Tomas de la literatura eso que es puente vivo de hombre a hombre...» (79).

No parece ser ése el camino del éxito popular, porque coloca al lector ante «una ambigüedad insoportable». Es la misma en que reside el autor: «Si algún consuelo les quedaba era pensar que también Morelli se movía en esa misma ambigüedad, orquestando una obra cuya cuya legítima primera audición debía ser quizá el más absoluto de los silencios» (141).





Fragmento de la introducción a la edición de Rayuela 
dirigida por Andrés Amorós 
Editorial Cátedra en su colección Letras Hispánicas, nº 200. Madrid, 1984
Foto: Julio Cortázar, Suiza, 1966 © Rene Burri-Magnum Photos




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