Elena Bossi: De mulánimas, hombres-lobo, vampiros, y otros monstruos
12 de marzo de 2012
La retórica de la deformidad
Dice Gastón Bachelard en la introducción a El aire y los sueños:1
Según esto, no sería entonces una especial capacidad evocadora la que formaría las imágenes sino, sobre todo, un fondo emocional que deformaría el objeto evocado y produciría el fenómeno mencionado por Bachelard. Lo monstruoso se encontraría en la estructura misma de la imaginación. Asimismo, el monstruo podría tomarse como emergente, como ejemplo acabado de la capacidad imaginativa de deformar. Podríamos decir que el monstruo se presenta como una unidad formal superior a la frase, una narración completa en sí misma, un texto estructurado sobre la base de una sola «imagen» abarcadora.
El imaginario del monstruo no está, al igual que el imaginario en general, restringido al espacio visual. Si se trata de hacer surgir lo que se halla ausente, si se trata de cambiar, debemos pensar que la imagen no es el resultado de la creación de los cinco sentidos sino que estos actúan en combinaciones complejas y que los espacios de lo intero y lo exteroceptivo no son fácilmente reconocibles. Es por ello que un sentimiento puede tener una forma visible y un color, tal vez, puede transformarse en un dolor. La sinestesia no resulta necesariamente de la unión de dos sentidos, puede reunir sonidos con afectos, olores con pasiones. Sólo así es posible la imagen «ausente». En cuanto expresión de una continuidad y en tanto imposibilidad de discretización, la composición del monstruo es sinestésica.
Podríamos decir que en el monstruo se produce una suerte de elipsis o falta pues en él se reúnen dos o más elementos cuyo nexo está ausente: no vemos de qué modo se ha establecido la relación entre un hombre y un animal o entre una interioridad y el cuerpo que la sostiene. Tal vez, debamos establecer una relación entre la elipsis y la ausencia que uno debe «imaginar», esa «unión inesperada» a la que alude Bachelard.
Se trata de una forma que construye un nuevo sistema surgido de la agrupación sinestésica de dos o más elementos diferentes. Esta agrupación resulta violenta a causa de la falta que se produce debido a la mayor o menor adecuación de los términos entre sí. Se crea la sensación de que un paso ha sido salteado, de que en las leyes naturales se ha efectuado un quiebre. El monstruo depara una sorpresa, un desorden sintáctico o semántico, un caos; estamos ante un discurso que en algún momento se ha quebrado.
En este sentido, en el monstruo hay una carencia pues se reúnen dos términos de un modo incompleto; por esa carencia, el monstruo no puede reconocerse. En la reunión se origina un sistema diferente de aquellos de los cuales se ha partido, un sistema que indica la pérdida de un momento en el tiempo. Un lobisón es la forma de un lobo contenida en la forma de un hombre o viceversa. La mulánima, monstruo andino, funde una mujer o el alma de una mujer y una mula; pero el lobisón y la mulánima no se entienden por la simple suma de las características de ambos componentes, se ha perdido un paso en la relación. No siempre el resultado permite descubrir los términos originarios. El ser no se reconoce y salta a la vista la tensión entre los elementos que no concuerdan. Los elementos superpuestos no encajan y esto produce la sorpresa, la impresión caótica. El monstruo de Frankenstein no logra articular su interioridad con el cuerpo y por lo tanto no se reconoce como hombre: hay una continuidad entre su yo íntimo y su cuerpo retaceado, hecho con fragmentos de otros cuerpos ajenos. No hay posibilidad de distinción entre lo otro, lo ajeno, y un sí mismo. Su yo se encuentra literalmente fusionado con el otro.
En términos de poética, estamos frente a la deformación de la imagen según el principio de desautomatización del lenguaje. La imagen debe mostrar, poner en evidencia, aproximar lo invisible y de alguna manera hacerlo visible, pero no para otorgarle claridad sino para permitir una aproximación al matiz, al indicio. Al buscar una fuerte concentración de sentido, la poesía, igual que la forma del monstruo, lleva a la dualidad y a la confusión. Pound definió la «gran literatura » como «idioma cargado de significado hasta el máximo de sus posibilidades», este cargar el idioma se relaciona justamente con la puesta en juego de elementos que no suelen ser pertinentes.2 Frente al misterio se intuye una ligadura ausente, invisible ya, que pestañea desde el fondo. Creo que es posible ver en este modo de la elipsis que es a la vez el elemento de unión de las partes del monstruo (y de la imagen en tanto deformación) y aquello que lo constituye como tal, su estar fuera de la norma, el lugar del desafío. El nexo perdido es el encargado de poner en escena lo misterioso. Quizás por eso, una buena parte de las narraciones sobre monstruos están ocupadas en explicar los orígenes: un pecado, un experimento que habla de la soberbia del hombre, una unión prohibida. Saber cómo se forma el monstruo parece permitir una aproximación a su esencia. Se trata de responder al «qué es» con la pregunta «cómo se constituye» o «cuál es su origen». La imagen del monstruo habla siempre de algo perdido: el paraíso, un eslabón, una respuesta que ya no es posible.
Esta ligadura ausente, esta unión violenta que atribuimos a la composición del monstruo proyecta el misterio sobre todo su paradigma (¿cuál es la constelación ausente que lo rodea?) y el sintagma (¿con qué elementos presentes dialoga?). El monstruo plantea la incertidumbre: sus posibles significaciones flotan como su misma composición, juega irreverente con los códigos, los quiebra y produce sorpresas.
Si pensamos en los monstruos con la propiedad de metamorfosearse, surgen dos posibilidades: el cambio se puede producir a voluntad (las brujas, los cyborgs de metal líquido, ciertos aliens) o bien la transformación es involuntaria (caso del hombre lobo, la mulánima, el increíble Hulk, el hombre invisible). En general, en este segundo caso, podemos considerar que la metamorfosis es con frecuencia el núcleo del relato y sus protagonistas son sujetos de estado y no sujetos de hacer por cuanto el paso de un estado a otro responde a una suerte de destino fatal que opera como verdadero sujeto de hacer. En este tipo de relatos, la imagen suele detenerse en el proceso mismo de transformación donde el sujeto y el objeto están en juego al mismo tiempo y se funden. El mismo actor es sujeto y objeto en el proceso de cambio y el destino es quien sobredetermina al sujeto pasivo-objeto.
El monstruo se plantea como un lugar de fusión de diferentes semiosis lo cual contribuye a la creación del misterio por esta inestabilidad paradigmática y sintagmática a la que hemos hecho referencia. Lo monstruoso puede reunir opuestos: hombre-bestia, luz-oscuridad, lo que está dentro y lo que está afuera; sin embargo, al mismo tiempo que se reúnen esos polos, se esfuman los bordes del lugar de reunión; se diluyen los nexos y se confunden los límites. Fondo y forma, interior y exterior, el animal y el hombre: la oposición que se plantea en los extremos de una transformación en proceso implica una articulación invisible de esos términos. Esta articulación se iconiza en una figura, el monstruo, que contiene ambos extremos del cambio en un ser caótico. Se trata de una figura que viene a iconizar el proceso mismo de ida y vuelta. La Mulánima recorre para siempre y cada noche el camino de la iglesia al cementerio, de la vida a la muerte, del bautismo a la extremaunción, del amor a la muerte. Su cuerpo, su «forma» recorre el mismo trayecto que el camino trazado por sus cascos.
Lo humano y lo vivido como no humano (animal, máquina) se articulan en el monstruo sin nexo alguno, así entre la cabeza taurina del Minotauro y su cuerpo humano, nos falta simbólicamente un cuello que articule las partes. Esta falta se sitúa en el intervalo mismo donde se puede ubicar el proceso semiótico: lo elidido.
Los ojos y las fauces
Si bien, cuando se habla de monstruos, las expectativas del discurso suelen remitir a una expresión de fiereza agresiva, no son pocos los monstruos que sugieren que lo feroz en ellos es también una actitud de defensa y no sólo de ataque. En la medida en que la metamorfosis o la deformidad sea algo que se sufre y viene dado a un sujeto-objeto paciente, puede leerse la ferocidad como una actitud de defensa frente al destino o al creador (sea éste un individuo en particular o la sociedad en general). Es el caso de seres como el conde Dracul de Bram Stoker, el monstruo creado por el Dr. Frankenstein, el hombre lobo, la mulánima, Batman y la mayoría de sus enemigos.
En general, la mirada es un signo valorizado en los monstruos. Ésta ilumina con luz propia: la iconografía del monstruo suele representarlo con ojos blancos o rojos llenos de luz. Sus ojos brillan siempre en la oscuridad y éste es un elemento mágico, misterioso, que borra los límites entre el objeto y la luz que lo ilumina. No es lo «normal» que la luz se proyecte desde adentro hacia fuera. La mirada es una parcela del discurso: los ojos «hablan», dicen de la transformación operada o de la monstruosidad escondida o, a la inversa, dicen de lo humano que sobrevive en el fondo. Recordemos, a modo de ilustración, los juegos de miradas que se producen en la película Drácula dirigida por Francis Ford Coppola o el final del film Wolf con la actriz Michelle Pfeiffer en el cual la metamorfosis del personaje femenino es mostrada a través de los ojos que modifican la mirada a lo largo del proceso.
Si la luz viene desde dentro es tal vez porque el monstruo no mira al otro; se mira, se ilumina a sí mismo con su propia mirada, mira su cambio, su deformidad. Es la mirada de la extrañeza y el terror, se teme a sí mismo; es una mirada defensiva que figurativiza el miedo a un sí mismo que descubre a otro, la imagen de una agonía cuyo núcleo es el nexo ausente. Hay una suerte de eslabón perdido en cada metamorfosis que resiente la posibilidad de verse como uno mismo y distinguirse del otro.
Otros elementos valorizados en los monstruos suelen ser las fauces, éstas dicen de lo animal, remontan a la oscuridad de la cueva y de lo salvaje. Muchos monstruos del cine han tomado este elemento como sinécdoque para mostrar la esencia de lo monstruoso (véanse, por ejemplo, Alien y semejantes, o películas con perros o lobos asesinos, algunos dioses). Seres como el hombre-lobo, la mulánima, los vampiros, Cronos y Saturno, algunos extraterrestres desgarran y devoran. Las fauces muestran una boca que no puede hablar. En este sentido, parecen ser pocos los monstruos de los cuales conocemos la voz y si la tienen puede ser peligroso escucharla: las sirenas cantan para perder a los marinos.
Las fauces son, ellas mismas, una caverna que aterroriza como el fondo del mar. El espacio vacío y oscuro que diluye y funde las formas confundiéndolo todo. Los dientes son los colmillos que desgarran y desangran. El colmillo desarrollado es un rasgo animal. En varias culturas, como por ejemplo en algunas poblaciones de Indonesia, los dientes son limados en la adolescencia pues el colmillo simboliza el mal.
Se asocia al monstruo en general con un interior y una profundidad. Sus lugares son oscuros y marginales: la cueva, el sótano, el altillo, el castillo abandonado, lo profundo del bosque, el fondo de lagos y mares. Por eso los ojos iluminan: para ver y ser vistos en la oscuridad que es su hábitat. La oscuridad esfuma los contornos del monstruo y los confunde con el espacio que lo rodea, con el fondo, con la profundidad. El monstruo forma parte de esa oscuridad y la oscuridad es parte de su cuerpo. Ésta produce las formas de lo imposible que se ocultan y se alteran.
El dolor de la tensión
Cuando un ser sufre una metamorfosis siente dolor, se sorprende, se atemoriza por los cambios: hay otra voluntad, una presencia evidenciada en la extrañeza; es otro modo de existencia. Más allá de la intencionalidad del ser aparece otra que remite al misterio oculto en cada uno: pertenecer a dos o más paradigmas diferentes entre los cuales el nexo se encuentra «erróneamente» elidido fracturando la discontinuidad del ser. Esta elisión provoca una inestabilidad: el monstruo que surge de una metamorfosis está en proceso permanente, en lucha, no descansa. La metamorfosis no implica sólo un cambio de forma sino un proceso de constitución que se resuelve en la narración, en el relato que da cuenta del monstruo. El cambio de forma implica un cambio estructural donde un ser se transforma en otro conservando de algún modo algo del primero –solo reconocible por otro– y perdiendo la conciencia de sí mismo. Se plantea un juego de oposiciones. Estas oposiciones son constituyentes del nuevo ser en el cual luchan el hombre y el animal, el hombre y el dios, el hombre y la máquina, el hombre y el extraterrestre (que no siempre podemos saber bien qué es) o dos hombres diferentes. El monstruo no es un ser en reposo que ha logrado la síntesis sino un ser inestable en proceso permanente, una forma marcada por la inestabilidad de dos o más seres, dos aspectos en pugna. El monstruo es el lugar, el espacio de esta agonía entre dos fuerzas interiores que se oponen. La esencia hay que buscarla en la relación ausente de oposición entre los términos. Se trata de un ser hecho de continuidades que no consigue reconocerse a sí mismo, no logra establecer el elemento de semejanza y diferencia que permite encontrar la discontinuidad. Le falta un espejo en el cual reflejarse. Es frecuente, de hecho, que el monstruo tenga problemas con los espejos: la bruja de Blancanieves posee un espejo mágico que la enfrenta con la verdad, los vampiros y los fantasmas no se reflejan, la Medusa y los basiliscos se autoaniquilan si se ven reflejados (y en esto se parecen a Narciso). Las fuerzas demoníacas suelen encargarse de romper los espejos. Son seres ajenos y los términos constitutivos establecen un ritmo de ruptura que produce la inestabilidad y el sufrimiento. Ellos no pueden reconocerse a sí mismos y se miran con extrañeza.
El terror que produce un monstruo es sobre todo el que se cierra sobre sí mismo. El «otro» encerrado en su propio cuerpo como algo ajeno, sin posibilidad de encuentro. Dos o más seres que pese a estar reunidos no pueden encontrarse a veces ni siquiera en el nombre: hombre-lobo, mula-ánima, Bat-man, Dr. Jekyll y Mr Hyde. Como cuando nuestra mirada busca los espejos deformantes de la feria para sentir atracción y rechazo, risa y repulsión, el espejo contiene de alguna manera lo monstruoso: en el fondo, detrás de la imagen, está el otro.
Las diversas naturalezas, obligadas a convivir, no logran hallar la síntesis y permanecen ajenas una a la otra sin saber bien a cuál de los universos semánticos pertenecen, sin conciencia de sí mismos. En este sentido, la complexión del ser es violenta porque no se establece un punto de articulación entre las distintas naturalezas; no hay un lugar para el monstruo, él es un lugar de representación de la lucha, el eje mismo de lo tensivo.
La Mulánima: forma y antiforma
Vamos a intentar aproximarnos a esta tensión de la que venimos hablando tratando de precisar sus términos a través del análisis de uno de estos monstruos.
Me gustaría detenerme en el exorcismo requerido para salvar a la Mulánima. Según las narraciones orales argentinas, se debe marcar con un cuchillo un cuadrado en la calle que simule una habitación con una puerta hacia el lugar de donde viene la Mulánima. En ese cuadrado hay que quedarse hincado, hacer una cruz, clavar el cuchillo en la tierra y ponerse a rezar. Cuando el monstruo se acerca hay que levantarse velozmente y arrebatarle el freno.
El trayecto del monstruo es tormentoso y febril, nos hallamos frente a una explosión de violencia inaudita que es la prolongación de su interioridad. No hay límites entre su interioridad y su exterioridad. Se trata de una existencia alienada, una humanidad perdida en un conglomerado que dice de la historia prohibida.
Nos situamos en un nivel prelingüístico, en la materia informe. La fenomenología de la Mulánima es caótica e inconclusa, se halla distorsionada; es la pantomima grotesca, la parodia de la mujer que fue, reducida a la irracionalidad sustancial de las pulsiones inconscientes. Tal vez en este monstruo podamos ver una tragedia existencial. La carrera que realiza en ese camino sin sentido, que anda y desanda, recuerda un movimiento automático, como en una escena surrealista, nos sumerge en el mundo mágico del inconsciente. El alma de la mujer ha retrocedido a una era prehistórica del mito, era que precede también la separación entre las cosas y el espacio; entre el sujeto y el objeto. Ella devora lo que se le atraviesa, se refleja en las tormentas.
En esta era la geometría del cuadrado no existe aún pues es una forma ideal con la cual la mente racional representa el espacio. La Mulánima se encuentra en el mundo de lo indiferenciado respecto de lo diferenciado, el mundo de lo continuo en contraposición a lo discontinuo; su morfología ignora la recta y el plano que dividen el espacio, el volumen que separa lo lleno de lo vacío. Se trata de una regresión de la forma humana que rechaza la civilización y la historia y el exorcismo debe devolverla al espacio-tiempo de los hombres. El dibujo trazado con el cuchillo crea una profundidad, reconstruye las líneas espacio-temporales, el volumen perdido. La velocidad de su furia –lo irracional– es sometida a la morfología geométrica, a las líneas de la perspectiva. La habitación constituye el límite, la protección, el umbral entre el aquí y el allá, un interior y el mundo y devuelve así a lo discontinuo. Esas líneas de las paredes restituyen al ritmo regular, cambian la situación del ambiente. Un espacio nace allí donde no había nada y crea una cesura en la continuidad espacial de la Mulánima. La pared es el límite, la prohibición, el infinito no debe pasar de «este lado», no puede traspasar el margen de ese muro. Las líneas-paredes trazadas emergen contra el infinito cósmico que se torna espacio empírico donde poder vivir. El espacio definido por el dibujo ya no es un más allá sino un «de este lado», un «aquí». El hacer del hombre valiente que exorciza es la construcción de un espacio «representación», un gesto simbólico que destruye ese andar y desandar y al mismo tiempo establece la relación entre el espacio exterior y el interior, entre el aquí y el allá. Esta destrucción de la ficción espacial del relato parece estar al servicio de la recuperación del espacio que el hombre inventa y dibuja a su antojo a partir del propio cuerpo. La habitación es también una extensión del cuerpo del hombre y la Mulánima deja ahora su cuerpo para ingresar al del hombre. Así, el relato del exorcismo de la Mulánima nos enfrenta a una verdad: el espacio y el tiempo que dibuja nuestra historia son parte de una ficción.
El espacio dibujado no es el de la ciencia, la narración tiene sus propias reglas internas y, como en el teatro, un dibujo es suficiente para permitir que el monstruo sea liberado y devuelto al marco del espacio cultural.
Es posible que, como hemos sugerido anteriormente, haya algo de surrealista en la imagen de la Mulánima por esta supresión espacio-temporal que nos lleva a los corredores del inconsciente. Este monstruo escapa al espacio-tiempo del canon, pierde perspectiva al estar inmersa en la situación que la consume y destruye. Su forma antitética, contraída, huye al infinito, la detiene en el umbral de la muerte un precario residuo de materia: unas riendas sueltas y un freno. Ella es disgregación, antiforma, espacio-tiempo infinito al que el cuerpo intenta poner un límite intolerable. Casi no es un ser sino un no-ser –y lo contrario al ser sería el caos, una sinestesia–. La Mulánima se debate entre el ser y la nada, no se sabe si está muerta o está viva: algunas narraciones hablan de mujer y otras de alma, es incierto en los relatos orales si el castigo es anterior o posterior a la muerte. El dibujo del hombre valiente recorta ese espacio-tiempo. El espacio simbólico del camino recorrido en su carrera excede sus límites y adquiere un significado espacial.
Georges Bataille3 dice que lo que diferencia al hombre del animal es el saber acerca de su propia muerte y que el erotismo estaría vinculado a este conocimiento angustiado. Si entendemos la vida como discontinuidad y la muerte como ruptura de esta discontinuidad, la esencia del erotismo estaría en «la sustitución de la discontinuidad persistente entre dos seres por una continuidad».4 Creo que si volvemos a pensar en ese punto de unión entorpecido, en la elipsis de la que hablábamos en la estructura del monstruo, podríamos decir que la sensación de falta estaría producida por esta continuidad entre lo que fue un ser y lo otro, esa indistinción o confusión entre formas diferentes suspenden el marco espacio-temporal, y esto, según Bataille, conduciría a la muerte, que es precisamente lo eterno.
Notas
1 Bachelard, G. (1958): El aire y los sueños, México, FCE.
2 Al respecto, interesa aquí recordar a Jean Cohen en su texto Estructura del lenguaje poético. Madrid, Gredos, 1970. Recordemos que Cohen habla del lenguaje poético como «anormal».
4 El erotismo, op. cit., p. 24.
Elena Bossi, Los otros [comentado por Carlos Chernov]
Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 2010
Del mismo libro, "El erotismo en la literatura" en Ignoria