Elías Canetti sobre Alma Mahler: Trofeos
13 de julio de 2016
En la Hohe Warte ya había estado yo varias veces, en visitas privadas a Anna. Ésta me recibía personalmente por una puerta trasera, hasta que decidió hacerme comparecer ante su madre. Ambos, la madre y yo, sentíamos una mutua curiosidad, aunque por motivos muy diferentes. La curiosidad de ella se debía a que nunca había oído hablar de mí, desconfiaba mucho del conocimiento que su hija pudiera tener de los seres humanos, y quería asegurarse de que yo no era peligroso. La mía, a que en Viena se hablaba en todas partes y con mucho estruendo de Alma Mahler.
A través de un patio abierto recubierto de baldosas, entre las cuales se dejaba crecer algo de hierba con calculada naturalidad, fui conducido a una especie de sancta-santórum, en el que me recibió la Mammi. Era una mujer bastante alta, muy metida en carnes, de sonrisa dulzona y con unos ojos claros, muy abiertos, de cristal. Sus primeras palabras sonaron como si hubiese estado aguardando mucho tiempo aquel encuentro, pues, según manifestó, había oído hablar mucho de mí. «Anita (Annerl) me ha contado», dijo enseguida. Y con esta frase empequeñeció a su hija desde la primera palabra. Ni un solo instante permitió que hubiera la menor duda acerca de quién era allí, de quién era, en general, la persona más importante.
Alma tomó asiento. Con una mirada de familiaridad me dio a entender que me sentase a su lado. Obedecí titubeante. Tras la primera mirada que le dirigí había quedado horrorizado. En todas partes se hablaba de su belleza, se decía que por ser la muchacha más hermosa de Viena había impresionado hasta tal punto a Mahler, mucho mayor que ella, que éste pidió su mano y la convirtió en su esposa. La reputación de su belleza se había venido transmitiendo durante más de treinta años. Pero allí estaba ella ahora de pie, se había sentado luego pesadamente, una persona medio borracha, que parecía mucho más vieja de lo que era y había agrupado a su alrededor todos sus trofeos.
Pues el espacio acotado en el que Alma lo recibía a uno estaba dispuesto de tal forma que las piezas más importantes que jalonaban su carrera quedaban al alcance de la mano. No era posible pasar por alto nada, ella misma era el guía en aquel museo privado. A menos de dos metros de distancia de Alma se encontraba la vitrina dentro de la cual estaba expuesta, abierta, la partitura de la Décima sinfonía, inacabada, de Mahler. Ella la señalaba con la mano, uno se levantaba, se acercaba, leía los gritos de auxilio del enfermo —fue su última obra— dirigidos a su esposa: Almschi, geliebtes Almschi («Almita, querida Almitita»), y otras exclamaciones igualmente íntimas, desesperadas. Esos pasajes de máxima intimidad eran los que se exhibían en la partitura abierta. Sin duda era aquél un medio garantizado de impresionar a los visitantes. Leí aquellas palabras escritas por un moribundo y miré a la mujer a la que iban dirigidas. Ella las tomaba como si le hubiesen sido dirigidas en aquel momento, veintitrés años más tarde. Y esperaba que todo el que contemplase aquella pieza de museo le dirigiese una mirada de admiración, mirada que ella se merecía por el homenaje que el agonizante le había rendido en sus últimos momentos de angustia. Y tan segura estaba del efecto que producirían las palabras de Mahler escritas en aquella partitura, que su insípida sonrisa se dilataba en su rostro formando una mueca con la que acogía el homenaje. No se dio cuenta del aborrecimiento y del asco que había en mi mirada. Yo no sonreí, pero ella interpretó mal mi seriedad, como si fuese una señal de recogimiento religioso. Y como todo ocurría en aquella capilla conmemorativa, erigida por ella misma a su propia felicidad, también de aquel recogimiento religioso era ella la destinataria.
Y entonces llegó el momento del cuadro que estaba colgado exactamente frente a ella en la pared, un retrato suyo, pintado algunos años después de aquellas últimas palabras del compositor. Yo lo había visto enseguida, desde el instante en que entré allí no me soltó, aquel cuadro encerraba algo parecido a un peligro asesino. La consternación que me produjo la partitura abierta hizo que mi mirada quedara desconcertada y el cuadro me pareciese el retrato de la asesina del compositor. No tuve tiempo de alejar de mi mente aquel pensamiento, pues Alma se levantó, dio tres pasos en dirección a la pared, señaló el cuadro, cuando llegó a mi lado, y dijo: «Y ésta soy yo en el papel de Lucrecia Borgia, pintada por Kokoschka». Era un cuadro de la gran época del pintor. Pero Alma se distanció enseguida de Kokoschka, que aún vivía, al añadir conmiserativamente: «¡Qué lástima que no haya llegado a nada!». Kokoschka había abandonado Alemania del todo, un «pintor degenerado», y se había marchado a Praga, en donde estaba pintando un retrato del presidente Masaryk. Yo no pude reprimir mi asombro por su despectiva observación y pregunté: «¿Qué es eso de que no ha llegado a nada?». «Pues que ahora anda por Praga, como un pobre emigrante. Ya no ha vuelto a pintar ningún cuadro bueno», y, dirigiendo una mirada a Lucrecia Borgia, añadió: «Cuando pintó ese cuadro aún era un gran artista. A la gente le produce realmente miedo». Miedo realmente había sentido yo, pero ahora aquel miedo se acrecentó, pues tuve que enterarme de que el pintor no había llegado a nada. Pintando diferentes cuadros de «Lucrecia Borgia» había cumplido su misión, y ahora, qué lástima de hombre, había degenerado, pues no era grato a los nuevos dueños de Alemania. Y el hecho de que estuviera haciendo un retrato del presidente Masaryk tenía poca importancia.
El tiempo dedicado por la Viuda al segundo de sus trofeos principales no fue muy largo, pues ya estaba pensando en el tercero, no presente en aquel santuario y que ella deseaba hacer comparecer. Dio unas cuantas palmadas con sus manos regordetas y gritó: «¡Pero bueno!, ¿dónde está mi Mutz?»
Muy poco tiempo después entró dando saltitos en aquella habitación una gacela, una criatura ligera, morena, disfrazada de chiquilla, no contaminada por la pompa a la que había sido llamada, y cuya inocencia la hacía parecer más joven que los dieciséis años que debía de tener. Lo que aquella criatura expandía a su alrededor era más bien esquivez que belleza, era un ángel–gacela, no del Arca de Noé, sino del cielo. Di un salto para impedir que entrase en aquella mansión de los vicios, o al menos para evitar que viese a la asesina envenenadora que pendía de la pared. Pero ésta, que jamás dejaba de representar su papel, había vuelto a tomar, imperturbable, la palabra:
—Es bella, ¿a que sí? Pues es Manon, mi hija. De Gropius. Nadie puede competir con ella. ¿Estás de acuerdo, verdad, Annita? ¡Por qué una no va a poder tener una hermana bella! De tal palo tal astilla. ¿Ha visto usted alguna vez a Gropius? Un hombre alto, hermoso. Exactamente lo que se dice un ario. El único hombre que racialmente ha hecho juego conmigo. Excepto él, siempre han sido judíos pequeños, como Mahler, los que se han enamorado de mí. A mí me gustan tanto los unos como los otros. Ahora puedes volver a marcharte. No, aguarda, mira arriba a ver si Franzl («Paquito») está escribiendo. Si es así, no lo molestes. Pero si ahora mismo no está escribiendo, dile que venga.
Con ese encargo se deslizó fuera de la habitación Manon, el tercer trofeo, tan intacta como había entrado. El encargo recibido no pareció enojarla. Sentí un gran alivio al pensar que nada podía afectar a Manon, que continuaría siendo siempre la misma que era en aquel momento, que nunca llegaría a ser como su madre, aquella imagen venenosa colgada de la pared, aquella vieja de cristal que yacía derrengada en el sofá.
(No sabía yo que iba a tener razón, pero de una manera horrorosa. Un año más tarde aquella criatura de pies ligeros sería una paralítica, y mientras su madre daba palmadas —éstas siguieron igual—, a ella la llevarían de un lado para otro en una silla de ruedas. Y otro año más, y estaría muerta. «A la memoria de un ángel», dedicó Alban Berg su última obra).
En una de las habitaciones de la parte alta de la casa, directamente bajo el tejado, estaba el atril de Werfel, sobre el que este escribía de pie. En una ocasión, cuando la visité allí arriba, Anna me había enseñado aquella buhardilla. La madre no sabía que yo había conocido ya a Werfel en un concierto al que acompañé a Anna.
Ésta se hallaba sentada entre nosotros dos, y mientras sonaba la música sentí sobre mí un ojo saltón, el ojo de Werfel. Aquel ojo había dado un giro completo hacia la derecha para poder verme mejor. Y de igual manera, para poder observar mejor la expresión de su ojo, también mi ojo izquierdo había dado hacia la izquierda un giro tan grande como el suyo. Los dos ojos que miraban fijamente tropezaron. Al principio, sintiéndose descubiertos, se desviaron, pero luego, cuando ya era imposible ocultar aquel interés recíproco, siguieron mirándose.
No sé qué obras se interpretaron en aquel concierto. De haber sido yo Werfel, eso sería lo primero que hubiera advertido. Pero yo no era un tenor, yo estaba prendado de Anna, y ninguna otra cosa me interesaba. Anna no se avergonzaba de mí, pese a que yo llevaba unos pantalones deportivos y en modo alguno iba vestido como corresponde a un concierto. Hasta el último instante no me había enterado de que quedaba libre una entrada con la que ella podía llevarme al concierto. Anna se hallaba sentada a mi izquierda y a ella era a la que, según creía, miraba yo con disimulo, pero sin desviarme. Y justo en esa misma dirección tropecé con el saltón ojo derecho de Werfel. Me llamó la atención el parecido de su boca con la de una carpa, y lo bien que su ojo saltón hacía juego con aquella boca. Pronto mi ojo izquierdo estuvo haciendo lo mismo que hacía su ojo derecho. Fue nuestro primer encuentro y se desarrolló, mientras sonaba la música, entre dos ojos, entre dos ojos que —separados por Anna— no podían acercarse más el uno al otro. Los ojos de Anna, lo más hermoso que ella tenía, unos ojos que nadie que haya sido mirado alguna vez por ellos ha olvidado, no intervinieron en aquel juego. Esto representaba una grotesca distorsión de la verdadera realidad de las cosas, si se tiene en cuenta que tanto los ojos de Werfel como los míos eran unos ojos insulsos, carentes de toda irradiación.
Pero como estábamos allí sentados, mudos, en un concierto, tampoco intervinieron en aquel juego las palabras, en cuyo hábil manejo patético era Werfel un maestro. (Friedl Feuermaul, «Federiquito Hocico de Fuego», es el mote que le puso el más grande de sus contemporáneos, Musil). Tampoco yo era un hombre que —delante de Anna, por ejemplo— guardase silencio. Pero ambos, Werfel y yo, estuvimos silenciosos, absortos en el concierto. Quizá fue ya en este primer encuentro donde se decidió nuestra enemistad, con la que Werfel intervendría gravísimamente en mi vida, su enemistad y mi aversión.
Pero ahora todavía estoy sentado junto a Alma, en medio de sus trofeos. Ignorante de aquel encuentro nuestro en el concierto, ella acaba de enviar al tercer trofeo en busca del cuarto, para hacerlo bajar, si es que no se halla escribiendo en ese momento; este cuarto trofeo se llama Franzl. Al parecer estaba escribiendo en ese momento, ya que aquella vez no acudió. Lo preferí, pues me hallaba bajo la devoradora impresión de la pimpante Viuda y de sus anteriores trofeos. A esa impresión me aferré, ésa fue la impresión que yo deseé conservar para mí. Ninguna de las palabrerías de Werfel, de las que empezaban diciendo «¡Oh, hombre!», iba a cambiar nada de aquella impresión. No sé de qué manera salí de allí, de qué forma me despedí. En mi recuerdo sigo sentado junto a la Inmortal y oyendo, inmutables, sus palabras, que hablan de «pequeños judíos, como Mahler».
En El juego de ojos - Historia de una vida 1931-1937 - III
Título original: Das Augenspiel Lebensgeschichte 1931-1937
Elías Canetti, 1985
Traducción: Andrés Sánchez Pascual
Barcelona, DeBolsillo, 2006
Foto: Alma Mahler en Carnegie Hall, New York, 1960
por Alfred Eisenstaedt (LIFE) Vía ICP