Jorge Wagensberg - Sobre la conveniencia de, al menos, un poco de caos
6 de mayo de 2010
Bruselas, viernes 14 de noviembre de 1997 Homenaje a Ilya Prigogine por el veinte aniversario de su Premio Nobel. Prigogine ofrece una copa en su domicilio a los conferenciantes extranjeros. Un científico ruso pide la atención de los asistentes y, con la ayuda de un joven miembro de la embajada que traduce al francés, enumera las virtudes que deben adornar al destinatario de una hermosa piedra verde que aún sostiene en su mano izquierda, pero que pronto va a regalar al homenajeado: tenacidad, sabiduría, paciencia, rigor..., modestia (!) En ese momento me sorprendo a mí mismo volviendo la vista hacia la enorme pintura que preside la entrada principal de la vivienda y que representa un no menos enorme rostro: el del maestro. Al bajar la mirada tropiezo con la mirada divertida de un conocido matemático hindú. Me lleva una ligera ventaja porque acaba de mirar cómo yo miro el cuadro. Sellada la complicidad, ambos devolvemos la vista al centro de la escena donde el homenajeador continúa con su discurso: ... penetración, cultura, flexibilidad, riesgo, amistad, sinceridad... Pero allí chocamos violentamente con la mirada impasible del homenajeado, que, claro está, no se ha perdido detalle del doble lance y nos lleva ventaja a los dos. Después de los aplausos, Prigogine agradece el regalo, pero rechaza explícitamente la virtud de la modestia. Instantes más tarde, rotas ya las filas del brindis, me encuentro en un rincón con el matemático y conversamos largamente. A lo largo del diálogo descubrimos y acordamos que, en realidad, nadie antes de Prigogine, ni siquiera Lorentz, había hablado del caos y de su universalidad. Mal que les pese a sus críticos, existe una genuina línea pionera de pensamiento científico: Newton, Boltzmann, Schrlidinger, Prigogine.
Pocos artefactos pueden inventarse que sean más previsibles que un péndulo. Nada hay más deliciosamente aburrido que un comportamiento de tipo pendular: derecha, izquierda, derecha, izquierda..., uno, dos, uno, dos... La imposición de una realidad preescrita hace que el cerebro humano baje la guardia respecto de uno de sus ejercicios predilectos: predecir. Valorar los datos disponibles y predecir. Es en el pleno sopor de lo ya predicho cuando el cerebro se relaja hasta vaciarse, buen momento, por lo demás, para ser rellenado prontamente desde el exterior; buen momento, en fin, para que su actividad sea cortocircuitada o conducida gentilmente. El uso del péndulo por parte de los hipnotizadores debe ser algo más que un chiste; la relación universal entre la disciplina militar y la instrucción del derecha-izquierda tampoco es una casualidad; ni lo debe ser la liturgia, no menos universal, de repeticiones continuas de corto periodo de tantas oraciones de tantísimas confesiones... Durante mucho tiempo, desde su esplendoroso despegue newtoniano, el sueño de la ciencia fue, poco más o menos, reducir la realidad del mundo a la predictibilidad de un péndulo simple. Es el célebre mito de Laplace: dadme las leyes de la naturaleza (ecuaciones matemáticas deterministas) y las condiciones iniciales (o de un instante cualquiera) del universo y reconstruiré su película completa (todo su pasado y todo su futuro). El mundo, en algunos aspectos, responde efectivamente a esta visión. Es la predictibilidad de las carambolas en el billar, la de los eclipses de sol o, afortunadamente, por qué no decirlo, la de un viaje transoceánico en vuelo regular. Pero lo más característico de este tipo de fenómenos no es sólo su predictibilidad sino su estabilidad o, si se prefiere, su poca sensibilidad respecto de sus condiciones iniciales. Dicho en pocas palabras, su futuro no cambia dramáticamente por el hecho de que se hayan alterado las condiciones de algún instante de su pasado. O, con un poco más de rigor, si la perturbación presente no excede de cierto tamaño, entonces existe otro tamaño del que no excede la desviación futura. En esta visión del mundo las cosas pueden cambiar, pero cambian previsiblemente, es decir, los cambios también están escritos en alguna parte y, por lo tanto, no son en verdad tales cambios. Es un mundo rutinario sin innovaciones genuinas, un mundo en el que no caben cuestiones como las siguientes: ¿cómo pudo surgir, hace cuatro mil millones de años, y de una insulsa sopa de aminoácidos, algo tan extraordinario como una célula viva? ¿Qué raro proceso de pactos entre células individuales se inició hace 600 millones de años para llegar a dar lugar a cosas tan dispares como una hormiga, una medusa, una gaviota o una ciudad como Barcelona? ¿Cómo puede colapsarse todo lo que representan cuarenta años de hegemonía soviética en sólo unos pocos meses?
En resumen, ¿por qué existe algo en lugar de nada? Partículas elementales, galaxias, estrellas, planetas, bacterias, cerebros... Si la naturaleza estuviera regida por leyes insensibles a sus condiciones iniciales, si el cambio fuera siempre una tibia homotecia de otro cambio, jamás se hubiera llegado a escribir la Novena de Beethoven. Muchos fenómenos del mundo acaso sean como el péndulo descrito, pero el mundo no puede ser así. Solución: el mundo no es así. ¡Ni siquiera el péndulo!
En efecto, consideremos de nuevo el péndulo simple: una delgada varilla rígida, un peso en uno de sus extremos y la posibilidad de girar alrededor del otro. Cuando lo abandonamos a su suerte y le dejamos oscilar en torno de su mínima energía potencial, el comportamiento es el descrito más arriba: estabilidad, rutina, tedio, intrascendencia de las condiciones iniciales... Pero resulta que el mismo péndulo, sometido a la misma ley determinista, puede, en otras condiciones, exhibir un comportamiento muy distinto. Para ello basta considerar el entorno de otra posición, no la mínima de la vertical que pasa por el punto de suspensión (que es de equilibrio estable), sino la máxima de tal vertical que es de equilibrio, pero inestable. El péndulo es el mismo y la ley es la misma, pero ahora la fluctuación más pequeña de las condiciones iniciales arrastrará el péndulo de manera irremediable e impredecible hacia uno de los lados: el sistema es hipersensible a las condiciones iniciales, las condiciones iniciales tienen una trascendencia dramática en el futuro del sistema, pasan de ser anónimas a protagonistas. El mérito del equilibrista profesional está en este tipo de posiciones; el cerebro en este caso no se duerme sino que se ejercita, se emociona y se sobrecoge. Por eso pagamos para entrar en un circo. Pero un péndulo en posición inestable no es todavía un péndulo caótico. Añadiendo cierta sofisticación mecánica o cierta complejidad en los campos exteriores (campos magnéticos, por ejemplo), aparecen comportamientos cuyo manejo y contemplación están muy lejos de dormir al observador. Si algo se produce en este supuesto es, en todo caso, la hilaridad. Por mucho que nos esforcemos en empezar igual, el movimiento será caprichosamente distinto, por muchas apuestas que hagamos, el péndulo nos llevará la contraria. A ningún hipnotizador, o lavador profesional de cerebros, se le ocurriría utilizar un péndulo caótico. Ésta es, precisamente, la característica fundamental de los procesos caóticos:
El futuro de un sistema depende fuertemente de sus condiciones iniciales.
No es extraño que lo que se considera como el primer trabajo en teoría del caos se publicara en una revista de meteorología (E.N. Lorenz en 1963 en el Journal qf Atmospherical Science). Unas gotas de caos en la vida de uno. No hay nada mejor para ablandar el dogma.
En Ideas para la imaginación impura
Barcelona, 1998