Andrei Tarkowski - La habitación como forma de tránsito por Antonio Mengs

28 de septiembre de 2007





A la proyección del film habitualmente sigue ese momento que los espectadores dedicamos a comentar lo visto, recreando en la memoria lo que más nos llamó la atención, nos produjo mayor deleite o las escenas que, desde nuestra perspectiva particular, constituyeron hitos de especial relevancia. Cuando abordamos la noción de habitabilidad recién aludida, desde un punto de vista estructural y en líneas generales coincidiremos tal vez en que se tiene la impresión de que vamos de una habitación a otra.

El Stalker se levanta en su cuarto al amanecer y en compañía del Escritor y el Profesor se dirige hacia el Cuarto de los Deseos, regresando nuevamente al punto de partida ya avanzada la tarde. Estas habitaciones principales se ubican en dos grandes espacios abiertos y opuestos entre sí, el entorno industrial que rodea las viviendas del mundo y el de la naturaleza agreste, la Zona. Hay otros escenarios que son habitación propiamente dicha, a modo de lugares de transición o etapas: la taberna —punto de partida y vuelta al mundo— y las distintas dependencias de la casa de la Zona.

Si encadenamos la sinonimia de zona daremos en sitio, lugar, ubicación, dependencia, etc. y llegaremos a habitación no mucho más allá. En paralelo al lenguaje, el elemento visual nos ofrece posibilidades de derivación no menos significativas: las modulaciones del espacio físico llenan de expresividad el desarrollo de Stalker. Haciendo uso de una rica textura que, si hablamos de cine, sólo puede ser la de la luz, no sólo la claridad y las sombras, la confusión o nitidez de la imagen: la escena misma y todo cuanto en ella perciben nuestros ojos alumbra distintamente un espesor, un vacío, una trama incidental o un relieve con entidad propia. Urdida en el tapiz de ese exterior mudable y a menudo hostil, que es necesario atravesar para llevar a término la empresa, la habitación constituye el eslabón de referencia orgánico en virtud del cual se articula el camino.




Verdaderamente, el edificio en general conserva en la película mucho de su naturaleza de piedra y es debido a ello que sostiene con rigurosa sencillez la dignidad de miliario. Los protagonistas transitan desde y hacia recintos víctimas de absoluto deterioro: la habitación no es un lugar precisamente acogedor, ni siquiera la de la familia del Stalker, sino una especie de refugio más o menos eventual o, en cuanto elemento artístico, un marco que delimita y hace más diáfana la percepción que tenemos del personaje, en el que sus movimientos, carácter y fisonomía adquieren un perfil más nítido. Por añadidura, la ausencia de adorno y color de los muros, su descuido o decrepitud, al tiempo que proporcionan el entorno adecuado a la reflexión, impiden que nos distraigamos en ellas como objeto de interés en sí.


La habitación elude protagonizar la escena (desde el punto de vista estético; no, como veremos, desde el psicológico). Uno tiene la sensación de asistir a un espacio en ruina permanente; el hombre allí es como un índice promovido en soledad, desorientado, que depende tan sólo de su intuición y de su capacidad introspectiva para hallar un punto de referencia. Las características que la definen en cuanto espacio físico son extrapolables a otros escenarios e inclusive a los objetos, siguiendo una línea de aproximación a la realidad cara a Tarkovski: evidenciar el contraste entre la materia y el espíritu, entre el paso del tiempo y lo que permanece. A la vez, dotan al lugar de un anhelo nostálgico, una tristeza astral: «…siempre he considerado importante — en la medida en que el espíritu humano es indestructible— mostrar la materia, que está sujeta a decrepitud, a destrucción— en oposición al espíritu, que es indestructible. En Stalker […] tenemos por ejemplo esa casa que ya no existe como tal y tal vez un indicio del espíritu del lugar que permanece por siempre. […] Hay ahí un anhelo nostálgico, una tristeza astral. Además, a mi modo de ver se hace evidente por sí mismo que esta destrucción no atañe a los personajes, sólo a los objetos. Es por ello por lo que es importante conseguir este contraste — para presentar la realidad desde la perspectiva de la transitoriedad, no tanto de su envejecimiento como de su aparte del tiempo y su existencia en un particular momento en general— mientras que el hombre permanece siempre el mismo, o más concretamente, no permanece el mismo sino en desarrollo, hasta el infinito».*




Examinemos la secuencia inicial: interior de la taberna, fotografiada como si se tratase de un lienzo animado. Contraluz sin concesiones, manchas de sepia fluctuante en gruesas pinceladas, sitúan ante el espectador una escena de carácter expresionista que se mueve, parsimoniosa, bajo los títulos de crédito. El encuadre permanece fijo, tan sólo enmarca la mirada con discreto interés. Por el contrario, el acompañamiento musical tiene una señalada presencia; como al descuido entrelaza sonidos electrónicos, reverberantes arpegios de un instrumento de cuerda y la dulce melodía de una flauta (durante estos primeros instantes no oiremos la voz, sólo vemos la mímica, escuchamos la música).

Entra el camarero, enciende un cigarrillo ―se avecina una larga jornada― e ilumina el local. Desaparece por la derecha, tal vez para realizar algunos preparativos, en tanto llega un cliente con una mochila; llega avanzando desde nuestra izquierda, como si estuviera a nuestro lado, como si fuera uno de nosotros y el espectador instintivamente se aparta y le cede el paso. Apoya el equipaje junto a la única mesa ―alta, no hay sillas― y pide la consumición. Una tenue claridad delata la presencia de amplios ventanales tras los salientes del muro. El cliente se vuelve y mira curioso a su través, mesándose los escasos cabellos: como nosotros, es forastero aquí.

Mientras se acomoda apoyándose en la mesa con los brazos cruzados, el camarero coloca frente a él unos platillos. A continuación le sirve de una jarra para, luego de un comentario circunstancial, desaparecer por la pequeña puerta trasera que al cerrarse suprime una importante fuente de luz. La figura prevalece aislada en el conjunto y el visitante queda en último término en silencio, replegado y solitario sosteniendo en la mano una taza que saborea lentamente, al tiempo que inquiere hacia donde está la puerta grande de la pantalla con la mirada fija en el espectador ―situación un tanto embarazosa para nosotros.

Dos tubos fluorescentes suspendidos del cielo raso, uno de los cuales parpadea inestable, vigilan la escena durante unos segundos. Fundido en negro.

Nos quedamos dentro, en densa y silenciosa oscuridad. Pasa rotulada una leyenda:

«… “¿Qué fue? ¿La caída de un meteorito? ¿O una visita del Espacio Exterior? Como quiera que sea, apareció en nuestra pequeña tierra. Un milagro extraordinario —la ZONA.

Enviamos tropas. No regresaron. Entonces rodeamos la Zona con cordones policiales... Hicimos bien... Aunque no estoy seguro…”

Entrevista al premio Nobel, profesor Wolles»

Por intercesión de esas palabras en la sombra acabamos de ingresar al otro mundo, el de la plasticidad cinematográfica. A su través, como en un sueño, entre las alas de la puerta del extremo opuesto accedemos a la habitación del Stalker. Toda ella retiembla en la proximidad del tren que pasa. La mujer, la hija y el Stalker duermen en una cama grande. Al lado, sobre la mesilla de metal, un estremecimiento se adueña de los objetos; oscila un papel, un vaso de agua vibra y se desplaza por la superficie. La cámara recorre de derecha a izquierda los rostros de los durmientes ―cuando explora las facciones del hombre, al estruendo del tren se añaden en sordina los compases de una marcha triunfal― e inicia el recorrido inverso hasta regresar al punto de partida. Los padres acaban de abrir los ojos, aunque aún permanecen inmóviles.



En el espacio familiar se emprende un camino de búsqueda —por completo indefinida en esta primera aproximación—, que protagoniza el recorrido minucioso de la cámara a largo de la puesta en escena indagando en los objetos y los seres y halla su correlato gestual en el Stalker despertando, levantándose sigiloso hacia el grifo para lavarse, disponiendo la partida. Como a cierta distancia y al amparo de la objetividad y neutralidad que se le suponen, la lente invisible que mira la escena asume desde el primer instante su expresa participación, su responsabilidad mediática.

El vaso y el sonido del tren preludian dos motivos esenciales en el film, a los que se recurre en varias ocasiones. El primero de ellos es aquí objeto de observación principal: nuestra mirada está muy atenta al movimiento del vaso, de manera que el breve recorrido que realiza sobre la superficie metálica, ese pequeño camino o camino íntimo, se graba firmemente en la retina. El segundo produce cierta inquietud y será utilizado para expresar el cambio, el acceso a una nueva situación o, hablando metafóricamente, el despertar: cuando escuchamos el paso del tren, sabemos que una revolución del reloj tarkovskiano ha llegado a término y otra prepara su marcha inminente.



El espacio doméstico, en el que se dan las tensiones de la relación conyugal, es no obstante un medio cálido, de emociones estables y compartidas. Por el contrario, el espacio de la casa de la Zona ―donde transcurre la mayor parte del film― es tremendamente frío e inhóspito. Si bien reúne una serie de peculiaridades mágicas (la habitación allí está inundada de agua, o de arena: bajo el agua hay una pistola, sobre la arena vuelan pájaros; pese a su estado de abandono funciona la luz eléctrica, suena el teléfono) o tal vez debido a ello y al sutil desplazamiento mental que origina, prepara el escenario de la confrontación: de los personajes entre sí y de cada uno consigo mismo.

Al margen de características diferenciadoras, tanto en un caso como en otro la habitación adquiere una influencia psicológica de gran magnitud. Si el espacio doméstico es el de la estabilidad, es un lugar en el mundo al que regresar, donde descansar al final de una jornada agotadora para el Stalker, la casa de la Zona demuestra poseer una entidad tan viva y sugerente que acabaremos viendo en ella un cuarto personaje al lado o un paso por detrás de los excursionistas. Tal vez la secuencia más ilustrativa al respecto es aquella en la que el Escritor sale del camino desobedeciendo las indicaciones del Stalker, trata de avanzar por su cuenta hacia la casa y ésta le detiene con una voz que nadie es capaz de identificar:

Le vemos por la espalda, vemos su nuca, dirigirse como flotando en línea recta; sopla el viento, la hierba se estremece.

Y de pronto, el espectador es la casa, estamos dentro y vemos avanzar al Escritor hacia nosotros. Sentirnos casa es una extraña experiencia, pues de algún modo las imágenes nos están situando en un pasaje interior a priori ajeno sin que medie nuestra voluntad. El ramaje zozobra en el ángulo de la ventana y entonces se oye la voz, impresa sobre registro electrónico: «No se acerque». Quién ha hablado es una pregunta que llena de inquietud y ansiedad al Escritor; emociones que nosotros, sacados de la habitación y ya de nuevo junto a los personajes en el entorno agreste, reflejamos con él en demanda de respuesta. El Stalker le sugiere: «Usted se ha dado la orden, con otra voz».**

En este caso la abrupta transición en plano subjetivo que pasa de la nuca del Escritor a la casa sin solución de continuidad (posicionándonos desde la nuca de la habitación), se traduce a un nivel anímico en la consideración de la casa como un ser. Desconocemos la expresión del rostro del Escritor mientras avanza, porque lo vemos por la espalda: sólo lo percibimos desde la casa, cuando la habitación lo ve (y por tanto nosotros, que participamos de ella.) En ese momento, según mencionábamos, el espectador es la habitación, es decir, se tiene la impresión de que la casa es uno mismo, de que la voz ha surgido de un espacio compartido tanto por la casa como por nosotros.

Si aceptamos además la explicación del Stalker (es el Escritor quien se ha dado a sí mismo la orden, una orden que hemos podido escuchar tanto los personajes como los espectadores), llegaremos a la conclusión de que la casa tiene una presencia superior que nos alcanza y en cierto modo nos incluye a todos, y bajo cuya influencia —desde otro lugar— interactuamos.

En la secuencia inicial, el personaje recién llegado a la taberna entra desde la pantalla y se queda mirando vuelto en su dirección, que es la nuestra. Naturalmente, está aguardando a sus compañeros, pero en ese momento el espectador lo ignora: el personaje lo está mirando a él. El plano fijo ayuda a borrar la frontera física, de modo que nuestra mirada, ya no exclusivamente dirigida hacia el exterior sino consciente del acto de percibir, ve que los ojos del personaje observan como llamando, como advirtiéndonos de que entre su realidad y la de más allá de la pantalla no hay una separación psíquica en sentido estricto. Recordemos que la secuencia finaliza con un fundido en negro que nos atrapa, por así decir, en un lugar oscuro. O lo que es lo mismo: luego de una somera exposición encaminada a presentar la película, nos sentimos partícipes de la proyección en la medida en que somos capaces de reconocer el lugar en que estamos, que es tanto a nivel físico como psíquico una cámara oscura.

Un segundo examen de la acción de habitar se produce inmediatamente después de los títulos de crédito, cuando nos introducimos en la habitación del Stalker y el proyector nos guía como curiosos, nos invita a abrir camino en la oscuridad y observar qué hay en ella; presenta así la función de búsqueda y sitúa nuestra expectativa al paso del desarrollo argumental que dará comienzo inmediatamente después.

En esta otra secuencia ya en la Zona se da un paso concluyente: la cámara nos asume en su objetivo haciéndonos mirar desde dentro, y ese lugar de intimidad se ilumina. Lo que se presenta aquí por el acto de ver es nuestro espacio interior, un espacio de conciencia hasta ahora vedado a los personajes, quienes deberán recorrer aún largo trecho antes de solicitar, con toda la delicadeza y poder de seducción de que es capaz el arte, la llave de esa zona reservada. Se da entonces la curiosa paradoja de que mientras los excursionistas salen hacia la Zona en busca de algo que no sabemos muy bien qué es, guiado por el oficio magistral del realizador el espectador se interna dentro de sí; y mientras éste sigue una exposición argumental que tiende hacia un espacio abierto y prohibido, a través de aquéllos y yendo de una habitación a otra algo se busca en él sin que apenas se de cuenta.


Al incidir en el sentido de la acción de ‘habitar’ introduciéndonos en la película, haciendo de la antesala de nuestros ojos parte de su escenario, convirtiendo la luz en una textura que es posible recorrer y tal vez traspasar, el film provoca una fisura irreparable en las convenciones de la ficción. Tarkovski propone una vía de tránsito basada en nuestra forma de experimentarla, empleando los medios a su alcance, como veremos, del mismo modo que el Stalker los suyos. En definitiva, parece decirnos, nosotros somos el verdadero objeto del arte, su espacio fundamental. El camino pasa a través nuestro.


* Jerzy Illg, Leonard Neuger. Entrevista a A. Tarkovski, ‘Im interested in the problem of inner freedom’. "Z Andriejem Tarkowskim rozmawiaja Jerzy Illg, Leonard Neuger", in "Res Publica" 1987 (1), pp. 137–160.

* * Aquella noche, Andrei nos contó algo sobre lo que le había sucedido cuando estuvo en la expedición geológica en 1953. Estaba tumbado en la cabaña de un cazador, completamente solo, en una noche de viento como la mencionada; los árboles se movían bruscamente y se acercaba una tormenta. De repente escuchó a alguien decir “¡Sal de ahí”, era una voz clara y tranquila; Andrei no se movió en absoluto. Después volvió a escucharla: “¡Sal de ahí!”, Andrei salió apresurado, bien por la orden recibida, bien por el miedo que le dominaba o quizá por otra razón que o supo explicarnos. En aquel mismo momento un enorme alerce se resquebrajó como una cerilla, empujado por una estruendosa ráfaga de viento y cayó exactamente encima de la cabaña, sobre el lugar en que él había estado tumbado hacía sólo unos instantes… Aunque estábamos llenos de ansiedad aquella noche, dudamos sobre la veracidad de su historia; Andrei insistió varias veces en que verdaderamente había sucedido. Era lo bastante listo como para no discutir con nosotros, materialistas confirmados, así que cambiamos de tema.’ Alexander Gordon en Acerca de Andrei Tarkovski, p. 37


Capítulo del libro de Antonio Mengs: Stalker, de Andrei Tarkowski




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