Pascal Quignard: El círculo de Séneca

16 de mayo de 2020







Pobre mano pálida que a veces cae bajo la mirada, de repente, curiosamente, cuando escribimos sin cesar con ella sin percibirla nunca –y sin embargo a tres dedos de las palabras que inscribimos por medio de la tinta líquida negra o roja.
Un día la hoja tan flexible y verde y amplia de la viña ya no es más que un papel rojo arrugado, liviano, quebradizo, hueco.
Pobre palma vieja que ya no se abre plenamente.
Pobre hoja arrugada que aún tiene un poco el color de la sangre.
Página tan plegada pero tan vacía.
Papel de Armenia
que se retorcía antes de ofrecérselo a las llamas
y que olía tan bien como la clavícula amada y el rincón de huesos deliciosos que se hallaban en el nacimiento de la trenza.
Triples hojas de loto que se anudaron entre sí y se alisaron en la costa del Ganges.
Greda entre dos ríos. Papeles blancos de China. Umbelas de papiros que primero se pegan, se enrollan, se cierran sobre sí mismos –y que después un día se abren,
bostezan,
maxilares inmensos de los cocodrilos que se separan– que se dislocan como una gran puerta oscura en la superficie del agua pálida del Nilo
en el Hambre inexorable.
Hartnid y Nithard y Eudes, Gregorio y Fredegario, Alcuino, Hariulphe, Angilbert, Éginhard, y también más tarde todo los más grandes, Bernard, Abélard, Turold, Chrétien, Villon, Béroul, Renart, Froissart –todos los clérigos francos tenían en la boca una sentencia de Séneca el Filósofo que se les enseñaba el primer día de estudios en las escuelas abaciales que el emperador había instituido entre el Loire, el Yonne, el Sena, el Somme, el Canche, el Mosa, el Rin, y que había multiplicado.
Y era algo muy curioso, porque cada vez que querían citarla, todas las veces la primera sentencia que habían aprendido se escapaba de sus labios y se perdía inexplicablemente en el fondo secreto de sus almas. Era como una palabra en la punta de la lengua que el aliento no encuentra, que deja a los incisivos y a los caninos vacíos, que deja la extraña vida, en el interior del cráneo, desprovista y ansiosa. Incluso Nithard, que era el más letrado entre ellos –que en todo caso fue el primero entre ellos ya que escribió por primera vez la lengua que ahora yo escribo, puesto que inventó esta lengua anotándola una tarde en el campamento levantado en la nieve sobre la orilla del Ill–, la recitaba con dificultad. Hacía falta que empezara dos veces, como si no estuviese convencido, o como si no quisiera perderla tan pronto, como si la apreciara sin poder decidirse a ello, o bien como si la articulara sin comprenderla, o bien incluso como si le hiciese falta primero volver a copiarla palabra por palabra en su boca para persuadirse del pobre sentido que expresaba.
La frase de Séneca cuya memoria se esforzaban por mantener los clérigos y los sacerdotes y los abades y los obispos era sin embargo pobre, sumaria, ordinaria, simple: Cibus, somnus, libido, per hunc circulum curritur. (El hambre, el sueño, el deseo, tal es el círculo en el que giramos.) El hambre, el sueño, el deseo giran en nuestras vidas como la bola del sol describe un círculo y vuelve cada día, y que toda carne humana o animal recorre en su persecución. Tal es el tiempo sistemático que afecta nuestra boca, nuestra cabeza, nuestro vientre. Esta afirmación no es falsa. No constituye sin embargo una revelación extraordinaria. Pero sin cesar Nithard –que era como la sombra obsesiva de su hermano o que era el alma celosa de su aventura–, Nithard, que era como un nido atormentado por su pájaro desaparecido, la olvidaba.
Hartnid por su parte hacía lo que su hermano se esforzaba en pedir, efectuaba lo que él se agotaba imaginando en vano, realizaba de inmediato todo lo que su codicia invocaba contra sus votos.
Uno le dejaba al otro la parte que completaba su sueño.
Uno escribía con los dos pies calientes sobre la tapa de la caja de travesaños de hierro que cubría las brasas. Junto al Hermano Hariulphe en su piecita. Junto al Hermano Lucius que transcribía el griego con un gatito negro que subía por su mano, que levantaba sus plumas de ganso, que empujaba delicadamente su cuchillo en el borde de su pupitre para hacerlo caer ruidosamente al suelo.
El otro navegaba, cabalgaba, satisfacía sus deseos, sus miedos, sus ascos, sus vergüenzas, en el otro extremo del mundo, del otro lado del mundo.

Cibus, somnus, libido, per hunc circulum curritur.
Es la vida en estado puro, sencillísima, de los gatos que circulan y duermen y corren.

No hay más que una canción que se encadena y que gira en la cabeza así como arrastra los pasos y proyecta las sombras en el suelo y propone sus estaciones en el tiempo. Sin cesar un mismo impulso empuja el alma. Sin cesar una voracidad, una glotonería conducen el odio y lo orientan. Sin cesar un ímpetu induce al mal, que es el licor negro que el hombre destila, recocina, cohoba, perfecciona, condensa, sublima. El mal es en el hombre –escribe también Séneca, que era como el modelo de Nithard luego de que Hartnid hubiese partido a los mares– como la sangre negra que vierte la sepia para volverse invisible y para sobrevivir en el fondo del agua. ¿Hacia qué inclina lo bello? ¿Cómo animarse a decirlo? ¿Hacia qué se apresura? ¿Cómo no rehusarse a expresarlo? El alma de Eudes empezaba a dar vueltas. El alma de Fredegario estaba llena de espanto. Alcuino no tenía más reservas. Paul Diacre experimentaba una especie de temor. Gregorio no se alarmaba pero reprobaba. ¿Por qué un enorme código de prescripciones religiosas, de magias de caza, de proverbios campesinos, de trucos de artesanos, de costumbres familiares, de obligaciones sociales, de prohibiciones de infancia forman leyes sin número? ¿Por qué una lista interminable de faltas veniales y de pecados mortales en aras de constreñir la predación, en aras de encuadrar el hambre, en aras de limitar la sed, en aras de dejar descansar las tierras y apartar de ellas las labores, en aras de reprimir la excitación del sexo cuando todos saquean, roban, violan, queman, devoran, matan? ¿Cómo creer que sería posible decidir sobre la conducta de sus días divinamente, o moralmente, o independientemente del lugar tan contingente como espontáneo donde nos hace surgir la naturaleza, o incluso apartándose del entorno genealógico de los grupos que se engendran allí, finalmente a salvo del azar, de los miedos, de lo posible? Las vidas de los animales, de los hombres, de los pájaros son tan toscas. Es una incansable cacería negra que encanta y que migra.
Como una carrera salvaje que se repite y que hace latir el corazón.
Que jadea y que canta.



En Las lágrimas, 2016 [11]
Título original: Les Larmes
Traducción Silvio Mattoni
Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2017

Fotos: 
Arriba: Pascal Quignard, Paris 1984 
© Marianne Rosenstieh, Sygma Corbis

Abajo, Silvio Mattoni (sin atribución) [+]





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