George Steiner: Del matiz y el escrúpulo (1968)*
1 de febrero de 2020
En ciertos momentos en la literatura, un determinado escritor parece personificar la dignidad y la soledad de toda la profesión. Henry James fue «el Maestro» no sólo, o ni siquiera principalmente, en virtud de sus dotes sino porque su modo de vida, su estilo, incluso en ocasiones triviales, expresaba el compulsivo ministerio del gran arte. Hoy hay razones para suponer que Samuel Beckett es el escritor por excelencia, que otros dramaturgos y novelistas encuentran en él la sombra concentrada de sus esfuerzos y privaciones. Monsieur Beckett es —hasta la última fibra de su compacto y escurridizo ser— oficio. No hay ningún discernible movimiento de más, ninguna fanfarria pública, ninguna concesión —o ninguna que se anuncie— al ruido y a las imprecisiones de la vida. Los años tempranos de Beckett tienen un aire de deliberado aprendizaje (a la edad de veintiún años estaba haciendo de secretario de Joyce). Sus primeras publicaciones, su artículo sobre «Dante... Bruno... Vico... Joyce» de 1929, la monografía de 1931 sobre Proust, una colección de poemas publicada en 1935 por Europa Press —un nombre sintomático— son preliminares exactos. Beckett traza, con respecto a sus propias necesidades, las muy cercanas atracciones de Joyce y Proust; lo que más le influye es lo que descarta. En Belacqua en Dublín (More Pricks than Kicks, Londres 1934), hace sonar su propia y especial nota. La guerra vino como una interrupción banal. Rodeó a Beckett de un silencio, de una rutina de demencia y tristeza tan tangible como la ya sospechada en su arte. Con Molloy en 1951 y Esperando a Godot, un año después, Beckett logró esa que es la menos interesante pero más necesaria de las condiciones: la intemporalidad. El tiempo había llegado; el gran artista es, precisamente, el que «sueña hacia delante».
Henry James fue representativo por la profusión de su obra, por la convicción, manifiesta en todo cuanto escribió, de que se podía hacer que el lenguaje, si se cultiva con la suficiente energía quisquillosa, hiciera realidad y transmitiera el total de la experiencia que vale la pena. La parquedad de Beckett, su genio para decir menos, es la antítesis. Beckett usa las palabras como si cada una hubiese de ser extraída de una caja fuerte y sacada a escondidas a la luz tomándolas de unas reservas peligrosamente escasas. Si hay bastante con la misma palabra, úsala muchas veces, hasta que se quede fina y anónima de tan restregada. El aliento es un legado que no hay que malgastar; los monosílabos bastan para los días laborables. Loados sean los santos por los puntos finales; nos protegen, a nosotros, pródigos charlatanes, de la penuria. La idea de que podamos expresar nuestros sordos yoes, mucho menos comunicar a ningún otro ser humano, por ciego, sordo o insensato que sea, una verdad, hecho o sensación completa —una quinta, décima, millonésima parte de la susodicha verdad, hecho o sensación— es una arrogante necedad. James claramente creía que esto era factible, al igual que Proust, y Joyce cuando, en una postrera y loca aventura, extendió una red de palabras brillantes y sonoras sobre toda la creación. Ahora las cancelas del parque están cerradas, los sombreros de copa y la retórica se enmohecen en bancos vacíos. Por todos los santos del cielo, señor, ya es bastante duro para un hombre subir escaleras, y mucho más decirlo:
No eran muchos escalones. Yo los había contado mil veces, tanto al subir como al bajar, pero la cifra se me había ido de la cabeza. Nunca he sabido si había que contar uno con el pie en la acera, dos con el otro pie en el primer escalón, y así sucesivamente, o si la acera no tenía que contar. Al llegar a lo alto de la escalera me atascaba en el mismo dilema. En la otra dirección, quiero decir de arriba abajo, era lo mismo, la palabra no es demasiado fuerte. No sabía dónde empezar ni dónde acabar, esa es la verdad del asunto. Llegué, por lo tanto, a tres cifras totalmente distintas, sin saber cuál de ellas era la correcta. Y cuando digo que la cifra se me ha ido de la cabeza, quiero decir que ya no retengo ninguna de las tres cifras, en la cabeza.
La reductio del lenguaje efectuada por Beckett —Los huesos de eco, título de su temprano libro de versos, es una designación perfecta— guarda relación con muchas de las cosas que son características del sentimiento moderno. «Era lo mismo, la palabra no es demasiado fuerte» pone de manifiesto el tenso carácter juguetón de la filosofía lingüística. Hay pasajes en Beckett casi intercambiables con los «ejercicios de lenguaje» de las Investigaciones de Wittgenstein; unos y otros están al acecho de las insulsas inflaciones e imprecisiones de nuestra habla común. Acto sin palabras (1957) es al drama lo que Negro sobre negro es a la pintura, una exhibición de lógica final. Los silencios de Beckett, su sardónica presuposición de que una rosa puede desde luego ser una rosa pero que sólo un tonto daría por sentado un enunciado tan escandaloso o confiaría en poder traducirlo a arte, son afines al lienzo monocromo, a la estática de Warhol y a la música callada.
Pero con una diferencia. Hay en Beckett una formidable elocuencia inversa. Las palabras, por acumuladas y manidas que estén, danzan para él como lo hacen para todos los bardos irlandeses. En parte esto es cuestión de repetición, que deviene musical; en parte surge de una astuta delicadeza en el ir y venir, de un ritmo de intercambio que sigue de cerca el modelo de la bufonada. Beckett tiene vínculos con Gertrude Stein y Kafka. Pero es de los Hermanos Marx de quienes más han aprendido Vladimir y Estragon o Hamm y Clov. Hay fugas de diálogo en Esperando a Godot —aunque «diálogo», con lo que supone de contacto eficiente, no es la palabra adecuada— que son lo que más se aproxima en la literatura actual a la pura retórica:
Vladimir: Tenemos nuestras razones.
Estragon: Todas las voces muertas.
Vladimir: Hacen un ruido como de alas.
Estragon: Como de hojas.
Vladimir: Como de arena.
Estragon: Como de hojas.
(Silencio)
Vladimir: Hablan todas a la vez.
Estragon: Cada una para sí misma.
(Silencio)
Vladimir: Más bien susurran.
Estragon: Crujen.
Vladimir: Murmuran.
(Silencio)
Vladimir: ¿Qué dicen?
Estragon: Hablan de su vida.
Vladimir: Haber vivido no es bastante para ellas.
Estragon: Tienen que hablar de ello.
Vladimir: Estar muertas no es bastante para ellas.
Estragon: No es bastante.
(Silencio)
Vladimir: Hacen un ruido como de plumas.
Estragon: Como de hojas.
Vladimir: Como de cenizas.
Estragon: Como de hojas.
(Largo silencio)
Un tema para futuras tesis doctorales: los usos del silencio en Webern y Beckett. En Textos para nada (1955) se nos dice que, sencillamente, no podemos seguir hablando de cuerpos y almas, de nacimientos, vidas y muertes; tenemos que seguir adelante lo mejor que podamos sin nada de esto. «Todo eso es la muerte de las palabras, todo eso es superfluidad de las palabras, no saben cómo decir algo más, pero ya no quieren decirlo». Busco, dice Beckett, «la voz de mi silencio». Los silencios que salpican su discurso, cuyas diferentes longitudes e intensidades parecen estar moduladas con tanto cuidado como en la música, no están vacíos. Contienen el eco, casi audible, de cosas no dichas. Y de palabras dichas en otra lengua.
Samuel Beckett es un maestro en dos lenguas. Este es un fenómeno nuevo y profundamente sugestivo. Hasta tiempos muy recientes, un escritor ha sido, casi por definición, un ser enraizado en su lengua materna, una sensibilidad albergada más apretadamente, más inevitablemente que los hombres y mujeres corrientes en la concha de una única lengua. Ser un buen escritor significaba una intimidad especial con esos ritmos del habla que se hallan a una profundidad mayor que la sintaxis formal; significaba tener oído para las innumerables connotaciones y ecos enterrados de un lenguaje que ningún diccionario puede transmitir. Un poeta o un novelista a quien el exilio político o el desastre privado hubieran aislado de su habla materna era un ser mutilado.
Oscar Wilde fue uno de los primeros «dualistas» modernos (el calificativo es necesario porque el bilingüismo en latín y en la lengua vulgar propia fue, por supuesto, un requisito general de la ilustración elevada en la Europa medieval y renacentista). Wilde escribía magníficamente en francés, pero de forma excéntrica, para poner de manifiesto la elegancia y la ironía con respecto a los elementos fijos que marcaron su obra y su carrera en su conjunto. Kafka experimentó las simultáneas presiones y tentaciones poéticas de tres lenguas: checo, alemán e yiddish. Diversas narraciones y parábolas suyas pueden leerse como confesiones simbólicas de un hombre no totalmente domiciliado en la lengua en la que decidió escribir o se sintió forzado a hacerlo. Anota Kafka en su diario el 24 de octubre de 1911:
Ayer se me ocurrió que no siempre quise a mi madre como se merecía y como yo podía, sólo porque la lengua alemana me lo impedía. La madre judía no es una Mutter, llamarla Mutter la hace un poco cómica (...). Para el judío, Mutter es específicamente alemana. La mujer judía a la que se llama Mutter se hace, por tanto, no solamente cómica sino extraña.
Pero el escritor como erudito lingüístico, igualmente cómodo en varias lenguas, es algo muy nuevo. Que quienes son probablemente las tres figuras geniales de la narrativa contemporánea —Nabokov, Borges y Beckett— tengan un dominio de virtuoso de varias lenguas, que Nabokov y Beckett hayan producido grandes obras en dos o más lenguas completamente distintas, es un hecho de enorme interés. Sus repercusiones por lo que concierne al nuevo internacionalismo de la cultura apenas han sido entendidas. Los logros de los tres y, en menor grado, los de Pound —con su deliberado apretujamiento de diversas lenguas y alfabetos— indican que el movimiento modernista puede verse como una estrategia de exilio permanente. El artista y el escritor son incesantes turistas que se dedican a ver escaparates por toda la brújula de las formas disponibles. Las condiciones de estabilidad lingüística, de conciencia local y nacional de uno mismo, en las que floreció la literatura entre, pongamos, el Renacimiento y la década de 1950 se hallan ahora sometidas a extrema tensión. Tal vez se considere un día a Faulkner y a Dylan Thomas como los últimos grandes «propietarios de viviendas» de la literatura. Tal vez el empleo de Joyce en Berlitz y la residencia de Nabokov en un hotel lleguen a ser signos de una época. De manera creciente, todo acto de comunicación entre seres humanos parece un acto de traducción.
Para entender el virtuosismo, paralelo y mutuamente configurado, de Beckett, son necesarias dos ayudas: la bibliografía crítica recogida por Raymond Federman y John Fletcher (Samuel Beckett: His works and his critics, que va a publicar este año la University of California Press), y la edición trilingüe de las obras teatrales de Beckett editada por Suhrkamp Verlag en Frankfurt en 1963-1964. Más o menos hasta 1945, Beckett escribió en inglés; después, principalmente en francés. Pero la situación se ve complicada por el hecho de que Watt (1953) ha aparecido sólo en inglés hasta ahora y por la constante posibilidad de que una obra publicada en francés fuera escrita primero en francés, y viceversa. Esperando a Godot, Fin de partida, Molloy, Malone muere, El innombrable y las recientes Têtes mortes aparecieron primero en francés. La mayoría de estos textos, pero no todos, han sido traducidos por Beckett al inglés (¿fueron algunos de ellos concebidos en inglés?), por lo general con alteraciones y supresiones. La bibliografía de Beckett es tan laberíntica como la de Nabokov o como algunas de las innumerables oeuvres que enumera Borges en su Ficciones. El mismo libro o fragmento puede tener varias vidas; hay piezas que descienden bajo tierra y reaparecen mucho después, sutilmente transmutadas. Para estudiar seriamente el genio de Beckett hay que poner una al lado de la otra la versión francesa y la inglesa de Esperando a Godot o de Malone muere, en las cuales es probable que la versión francesa precediera a la inglesa, y luego hacer lo mismo con Los que caen o Los días felices, donde Beckett se invierte a sí mismo y reescribe su texto inglés en francés. Tras lo cual, enteramente en la vena de una fábula de Borges, es preciso hacer girar los ocho textos alrededor de un centro común para seguir las permutaciones del ingenio y la sensibilidad de Beckett dentro de la matriz de dos grandes lenguas. Sólo de esta manera es posible mostrar hasta qué punto el lenguaje de Beckett —las inflexiones lacónicas, pícaras, delicadamente ritmadas, de su estilo— es un pas de deux del francés y el inglés, con una buena dosis añadida de payasada irlandesa y de enigmática tristeza.
Es tal el dominio dual de Beckett que traduce sus propios chistes alterándolos, encontrando en la otra lengua un equivalente exacto de las connotaciones, de las asociaciones idiomáticas o del contexto social del original. Ningún traductor externo habría elegido las equivalencias encontradas por Beckett para el famoso crescendo de mutuas recriminaciones en el acto II de Esperando a Godot: «Andouille! Tordu! Crétin! Curé! Dégueulasse! Micheton! Ordure! Architecte!» [cernícalo, majadero, cretino, cura, asqueroso, putero, basura, arquitecto] no es traducido, en el sentido habitual del término, por: Moron! Vermin! Abortion! Morpion! Sewerrat! Curate! Cretin! Crritic! «Morpion» es un término sutilmente tomado del francés —que significa una clase de pulga, y que también forma parte de un juego de palabras de sentido análogo a la sucesión de improperios de Vladimir y Estragon—, pero no está tomada del texto francés inicialmente ofrecido por el mismo Beckett. El accelerando de insultos transmitido por los sonidos cr en la versión inglesa surge en el francés no por traducción sino por íntima recreación; Beckett parece ser capaz de revivir tanto en francés como en inglés los procesos poéticos, asociativos, que dieron lugar a su texto inicial. Así, la comparación del enloquecido monólogo de Lucky en la forma francesa y en la inglesa nos dará una memorable lección sobre el genio singular de ambas lenguas, así como sobre su interacción europea. Hay una abundancia de maliciosa precisión detrás de la «traducción» de Seine-etOise, Seine-et-Marne como Feckham Peckham, Fulham Clapham. La muerte de Voltaire se convierte, apropiadamente pero con un claro cambio de acento, en la del doctor Johnson. Ni siquiera Connemara se planta; sufre una transformación radical en «Normandie on ne sait pourquoi».
Relatos y Textos para nada, recientemente publicados por Grove Press, es un buen ejemplo. Esta colección de tres fábulas cortas y trece monólogos se asemeja al juego de las cunitas. Los relatos fueron al parecer escritos en francés en 1945 y guardan relación con Molloy y con Malone muere. Los monólogos y los relatos aparecieron en París en 1955, pero al menos uno había sido ya publicado en una revista. La edición inglesa de este libro, con el título No’s Knife, Collected shorter prose, incluye cuatro escritos no incluidos por Grove Press, entre ellos «Ping», una extraña miniatura de la que el número de febrero de Encounter presenta un interesante análisis. La edición de Grove es, como se ha observado en otro lugar, un elogio a la austera pedantería de Beckett en cuestiones de fechas y bibliografía. Las pocas indicaciones que se dan son erróneas o incompletas. Esto es un trabajo fascinante pero menor. Insignificante aunque sólo sea porque Beckett permite que adquieran preeminencia una serie de influencias o cuerpos extraños. Jonathan Swift, siempre un predecesor fantasmal, tiene una gran presencia en la mugre y en las alucinaciones de «El fin». Hay más Kafka, o, mejor dicho, un Kafka más indisimulado, de lo que Beckett habitualmente nos permite detectar: «Ahí es donde se reúne el tribunal esta tarde, en las profundidades de esta noche abovedada, ahí es donde soy oficinista y escribiente, sin entender lo que oigo, sin saber lo que escribo». Seguimos con Joyce; la balada irlandesa, el final de un día de invierno, con coche de caballos y todo, en «El expulsado». Leemos en «El calmante» que «fue siempre la misma ciudad» y se pretende que captemos una unidad doble, Dublín-París, el escenario en que se mueven el gran artífice y ahora el propio Beckett.
Pero aunque se trata de fragmentos, de ejercicios para cuatro dedos, los motivos esenciales se hacen patentes. El espíritu camina a hurtadillas como un trapero en busca de palabras que no hayan sido masticadas hasta el tuétano, que hayan guardado algo de su vida secreta a pesar de la mendacidad de los tiempos. El dandy como asceta, el mendigo exigente: ésas son las personificaciones naturales de Beckett. La nota clave es un asombro genuino pero levemente insolente: «Basta con hacer que te preguntes alguna vez si estás en el planeta en el que debes estar. Hasta las palabras te abandonan, si será malo». El apocalipsis es la muerte de la lengua (que refleja la desolación, retórica no menos final, de El rey Lear):
Todos los pueblos del mundo no serían suficiente, al término de los miles de millones se necesitaría un dios, testigo sin testigo de los testigos, qué bendición que haya sido todo en vano, nada ha empezado siquiera nunca, nada nunca más que nada y nunca, nunca nada más que palabras sin vida.
Sin embargo, a veces, en este reino de cubos de basura y lluvia «las palabras volvían a mí, y también la manera de hacer que sonaran».
Cuando se enciende esta dispensa pentecostal, Beckett canta literalmente, con una voz profunda y penetrante, formidablemente ingeniosa en su cadencia. El estilo de Beckett hace que otras prosas contemporáneas se nos antojen flatulentas:
Yo sé lo que quiero decir, o manco, aún mejor, sin brazos, sin manos, mejor, mucho mejor, tan viejo como el mundo y no menos odioso, amputado por todas partes, erguido sobre mis fieles muñones, reventando de (...) viejas oraciones, de viejas lecciones, alma, mente y carcasa acabando a la par, por no hablar de los escupitajos, demasiado dolorosos para mencionarlos, sollozos hechos mucosidad, escombrados del corazón, ahora tengo un corazón, ahora estoy completo (...). Noches, noches, qué noches eran las de entonces, hechas de qué, y cuándo fue eso, no lo sé, hechas de sombras amigas, cielos amigos, de tiempo saciado, descansando de devorar hasta sus carnes de medianoche, no lo sé más que entonces, cuando yo decía, desde dentro o desde fuera, desde la noche cercana o desde bajo tierra.
La lacónica agudeza de «alma, mente y carcasa acabando a la par» sería por sí sola indicativa de la mano de un gran poeta. Pero la totalidad de este undécimo monólogo o susurrante meditación es alta poesía, y busca a Shakespeare con un eco distante y burlón («donde estoy, entre dos sueños que se separan, sin conocer ninguno, sin saber de ninguno»).
El paisaje de Beckett es un monocromo sombrío. El tema de su sonsonete es la inmundicia, la soledad y la fantasmal autosuficiencia que viene después de un largo ayuno. No obstante, es uno de nuestros documentadores indispensables, y además lo sabe: «Cucú, ya estoy aquí otra vez, justo cuando más falta hago, como la raíz cuadrada de menos uno, habiendo terminado mis estudios de humanidades». Una frase densa y brillantemente oportuna. La raíz cuadrada de menos uno es imaginaria, espectral, pero las matemáticas no pueden prescindir de ella. «Terminated» es un galicismo deliberado: significa que Beckett ha dominado el saber humano (estos textos están repletos de enigmáticas alusiones), que ha hecho un inventario académico de la civilización antes de cerrar la tapa y quedarse mondo hasta el hueso. Pero terminated significa también finis, Fin de partida, La última cinta de Krapp. Éste es un arte terminal, que convierte la mayoría de las críticas o los comentarios en superfluas vulgaridades.
La visión que emerge de la totalidad de los escritos de Beckett es estrecha y repetitiva. Es también siniestramente hilarante. Puede que no sea mucho, pero, al ser tan sincera, muy bien podría resultar que fuera lo mejor y lo más duradero que tenemos. La flacura de Beckett, su negativa a ver en el lenguaje y en la forma literaria unas adecuadas realizaciones del sentimiento o la sociedad humanos, lo hace antitético a Henry James. Pero es tan representativo de nuestro disminuido ámbito actual como lo fue James de una vastedad perdida. Así se aplica el homenaje que le rindió W. H. Auden en el cementerio de Mount Auburn: «Maestro del matiz y del escrúpulo».
27 de abril de 1968
En George Steiner at «The New Yorker»
George Steiner, 2009
Traducción: María Condor
Prólogo: Robert Boyers
Edición: Robert Boyers
* Existe edición anterior («Sobre matices y escrúpulos»)
incluida en Extraterritorial
Trad. de Edgardo Russo
Madrid, Siruela, 2002
Imagen: George Steiner, 2009
Foto original color © Gloria Rodríguez
Imagen: George Steiner, 2009
Foto original color © Gloria Rodríguez