Virginia Woolf: La muerte de la polilla
11 de julio de 2016
Las polillas que vuelan de día no han de llamarse polillas en puridad: no suscitan esa sensación placentera que es propia de las oscuras noches del otoño, de la hiedra florecida, que la más común de las polillas amarillas que se duerme a la sombra de las cortinas nunca deja de despertar en nosotros. Son criaturas híbridas, ni alegres como las mariposas, ni sombrías como las de su especie. No obstante, el espécimen de que se trata, con sus alas estrechas, del color del heno, ribeteadas por un filete del mismo color, parecía contentarse con la vida. Era una mañana plácida de mediados de septiembre, suave, benigna, aunque provista de un hálito más perceptible que el de los meses del verano. El arado ya iba dejando surcos en el campo frontero a la ventana, y allí por donde había pasado la reja estaba aplanada la tierra, que rebrillaba de humedad. Llegaba tal vigor de los campos y sembrados, y de los cerros de más allá, que se hacía difícil mantener la vista estrictamente clavada en el libro. También los grajos celebraban uno de sus festejos anuales: se alzaban por encima de las copas de los árboles hasta parecer una red inmensa, con miles de nudos negros, que se hubiera arrojado ingrávida al aire, aunque al cabo de unos minutos descendía despacio sobre los árboles hasta el punto de que cada rama parecía tener un nudo en el extremo. Acto seguido, de pronto, la red de nuevo era lanzada al aire, aunque trazando un círculo más ensanchado que antes, con tremendo clamor y griterío, como si el hecho de salir volando por los aires y asentarse despacio en las copas de los árboles fuera una experiencia tremendamente emocionante.
Esa misma energía que era inspiración de los grajos, de los labradores con los arados, de los caballos e incluso, parecía, de las colinas magras y peladas, ponía a la polilla a revolotear de un lado a otro del cuadrado del cristal de la ventana. Era imposible no mirarla. De hecho, se tenía conciencia de un extraño sentimiento de compasión por ella. Las posibilidades placenteras parecían esa mañana enormes y tan variadas que tener sólo el papel de una polilla en la vida, e incluso de una polilla diurna, se antojaba un duro destino, al tiempo que su afán en gozar de sus magras oportunidades al máximo era patético. Volaba vigorosamente hasta un rincón de su compartimento y, tras aguardar allí un segundo, lo atravesaba al vuelo hacia el contrario. ¿Qué le quedaba, salvo emprender el vuelo hacia el tercero, y de allí al cuarto? Nada más podía hacer, a pesar del tamaño de las colinas, la amplitud del cielo, el humo lejano de las casas, la romántica voz, de vez en cuando, de un vapor en alta mar. Y cuanto podía hacer lo hacía. Viéndola, daba la sensación de que una fibra delgadísima, pero pura, de la enorme energía del mundo, se hubiera insertado en ese cuerpecillo frágil y diminuto. Tantas veces como cruzó el cristal di en imaginar que un hilillo de luz vital se tornaba visible. Era poca cosa, o no era nada, salvo vida.
Con todo, por ser tan pequeña, por ser además una forma tan sencilla de la energía que rodaba al aire libre y llegaba por la ventana abierta y se abría camino por tantos pasillos angostos y por tantos corredores intrincados en mi propio cerebro, y en el de los demás seres humanos, había algo maravilloso a la par que patético en la polilla. Era como si alguien hubiera tomado un minúsculo abalorio de vida pura y lo hubiera adornado con toda la ligereza posible de vello y de plumas, y lo hubiera puesto a bailar y a zigzaguear con el fin de mostrarnos la verdadera naturaleza de la vida. Desplegada de ese modo era imposible pasar por alto su extrañeza. Tendemos a olvidarlo todo acerca de la vida, a verla abultada y deformada y esmaltada y grabada y adornada y recargada, de modo que ha de moverse y evolucionar con gran circunspección y dignidad. Asimismo, el pensamiento de que todo aquello que la vida sea ha nacido con una forma distinta de la que tiene nos lleva a contemplar las sencillas actividades de la polilla con una especie de compasión imprecisa.
Al cabo de un rato, aparentemente cansada de tanto bailar, se posó en el alféizar de la ventana, al sol, y como el extraño espectáculo pareciera terminado la olvidé. Luego, al alzar la vista, me llamó la atención. Trataba de reanudar el baile, pero parecía tan rígida o tan torpe que sólo atinaba a revolotear por la franja inferior de la ventana, y cuando trató de ir de un lado a otro fracasó visiblemente. Ocupada como estaba en otros asuntos, contemplé sus fútiles intentonas durante un rato sin pensar mucho en lo que veía, esperando inconscientemente que reanudase el vuelo, como espera una que una máquina que ha dejado momentáneamente de funcionar arranque de nuevo sin detenerse a considerar las razones de la parada. Al cabo tal vez del séptimo intento, cayó desde el travesaño de madera y, aleteando, fue a posarse, de espaldas, en el alféizar. El desamparo de su actitud me despertó del todo. Se me ocurrió que se hallaba en apuros; no podía ya levantarse; movía las patas en vano. Sin embargo, cuando alargué un lápiz con la intención de ayudarla a enderezarse, se me pasó por la cabeza que la torpeza y la imposibilidad eran sólo síntomas de una muerte inminente, de manera que dejé el lápiz sobre la mesa.
Agitó las patas una vez más. Busqué al enemigo contra el cual se debatía. Miré al exterior. ¿Qué había ocurrido allí? Presumiblemente estábamos a mediodía, por lo que el faenar en los campos había cesado. La quietud y la calma habían sustituido toda animación anterior. Las aves se habían alejado para hallar algo de comer en las cañadas. Los caballos estaban inmóviles. Con todo, el poder que allí se percibía era el mismo, amasado de puertas afuera con total indiferencia, de un modo impersonal, sin atender a nada en particular. Sin saber bien cómo, me pareció que era todo lo contrario que la pequeña polilla del color del heno. Era inútil intentar nada. Sólo se podía asistir a los extraordinarios esfuerzos que desarrollaba con las minúsculas patas en el aire, en contra de una condenación inminente que, si hubiera querido, podría haber sumergido a una ciudad entera, y no sólo a una ciudad, sino a una masa de seres humanos; nada, me di cuenta, nada tenía la menor posibilidad de salir victorioso ante la muerte. No obstante, tras una pausa producida por el agotamiento, volvió a menear las patas. Fue soberbia esa última protesta, tan soberbia que al fin logró enderezarse. Toda la simpatía de quien lo viese, por descontado, estaba de parte de la vida. Asimismo, cuando no hubiera nadie a quien importase, nadie que lo supiera, ese esfuerzo gigantesco por parte de la insignificante polilla frente a un poder de tal magnitud, un esfuerzo denodado por retener lo que nadie más valoraba, lo que nadie deseaba conservar, conmovía de un modo extraño. De algún modo, una volvía a ver la vida, un abalorio puro. Levanté de nuevo el lápiz, a pesar de saber que era inútil. Al hacerlo, las inconfundibles manifestaciones de la muerte volvieron a mostrarse. Se relajó el cuerpecillo y en el acto se volvió rígido. Había concluido toda pugna. La insignificante criatura ya conocía la muerte. Mientras miraba la polilla muerta, en ese instante caprichoso puro triunfo de una fuerza tan descomunal frente a tan mínimo enemigo, me embargó la maravilla. Así como la vida había sido algo extraño momentos antes, ahora la muerte no era menos extraña. Tras enderezarse la polilla, ahora yacía con toda decencia, compuesta, sin queja. Sí, así es, parecía decir: la muerte es más fuerte que yo.
En Horas en una Biblioteca
Título original: Books and Portraits / Collected Essays
Virginia Woolf, 1904
© Estate of Virginia Woolf, 1904, 1905, 1908, 1909, 1910, 1916, 1917
1918, 1919, 1920, 1921, 1922, 1923, 1924, 1926, 1927, 1928
Traducción: Miguel Martinez-Lage
Sir Leslie Stephen; Virginia Woolf (1882-1941) age 2