Marguerite Yourcenar: Basho va de camino
19 de mayo de 2019
El día y la noche son los viajeros de la eternidad... Los que
pilotan una chalana o llevan todos los días su caballo al campo
hasta que sucumben de vejez también viajan continuamente.
Muchos hombres de tiempos remotos murieron por los caminos.
A mí me ha tentado, a mi vez, el viento que desplaza las nubes,
y me ha invadido el deseo de viajar también.
Así hablaba, a finales del siglo , el poeta japonés Basho, que caminaba errante por las provincias del
norte calzado con sus endebles sandalias de paja (¡cuántas
sandalias usadas y abandonadas a orillas del camino en el
transcurso de un viaje así!), tocado con el cono de paja que
todavía hoy constituye el sombrero de los monjes errantes y de los peregrinos. Visita, de paso, el templo Chûson y su santuario, todo él de oro, poblado de estatuas del
mismo metal, ante las cuales, incluso en nuestra época,
los peregrinos abren desorbitadamente los ojos, y sueñan
con los esplendores de la Tierra Pura. Las minas de la
región habían alimentado los lejanos esplendores de los
Fujiwara; agotadas desde hacía siglos, su espejismo aún
obsesionaba a Cristóbal Colón, y entre ellas la de Cipango (es decir, Japón) era uno de los objetivos que él creyó primero encontrar en el mar Caribe. Sólo se equivocaba de
océano. Los atavíos de gala que el almirante había llevado
consigo, en previsión de un hipotético encuentro con el
emperador, el Gran Daimyô, como entonces se decía, o
el Gran Dairi, no llegaron a utilizarse. Pero esas minas
caducas y esos navegantes procedentes de ultramar, de
los que él ignora casi todo, no interesan a Basho, quien,
tal vez más que cualquier otro hombre, vive en la eternidad del instante.
Y no porque desprecie el pasado: un poeta que se
encuentra tan a gusto en lo instantáneo no puede por
menos de tener en cuenta esos millones de instantes
ya vividos y que siguen presentes mientras subsista un
recuerdo o una consecuencia de los mismos. Cerca de
Hiraizumi, medita en el lugar donde se refugió el más
amado de los jóvenes héroes medievales del Japón, Yoshitsune, perseguido por un hermano ingrato que le debía
su acceso al poder, fue traicionado por los hijos de su protector apenas finalizados los ritos fúnebres por la muerte
del padre de ambos hermanos. Aquí mismo, delante de su
morada asediada por el enemigo, su intrépido escudero,
el enorme Benkei, antiguo monje con algo de bandido,
murió de pie, traspasado por las flechas, sostenido por su
sólida armadura, sin dejar de guardar de manera formidable el umbral para permitirle a su príncipe que llevara
a cabo, allá dentro, el rito de su suicidio. Bella historia
que ha inspirado a muchos cantores de baladas desde la
Edad Media, y el mismo Basho encontrará por el camino
al menos a uno de esos cantores ciegos. Pero el poeta no
retiene, de ese heroísmo y de esa salvaje fidelidad, sino una esencia: sueña al borde de un prado donde se agitan
suavemente los tallos del susuki, esas hierbas altas, flexibles y temblorosas que, de una punta a la otra del Japón,
palpitan durante el verano a lo largo de los caminos:
Las hierbas del verano:
Es todo lo que queda
De los sueños de los guerreros muertos.
Este hombre ambulante, que tituló uno de sus ensayos Recuerdos de un esqueleto expuesto a las intemperies, viaja
no tanto para instruirse o conmoverse como para sufrir.
Sufrir es una facultad japonesa, llevada a veces hasta el
masoquismo, pero la emoción y el conocimiento en Basho nacen de esa sumisión al acontecimiento o al incidente. La lluvia, el viento, las largas marchas, las ascensiones
por los senderos helados de las montañas, los albergues
de paso, como el del fielato en Shitomae, donde comparte una habitación, cuyo suelo es de tierra batida, con
un caballo que se pasa orinando toda la noche, y donde
lo devoran los piojos hasta la madrugada; o también esa
posada donde los murmullos de dos cortesanas y un viejo
le impiden dormir, irritado quizá, o tal vez esqueleto preso aún del deseo. Lo que él retiene es que un mismo techo
albergó a esas personas tan diversas, entre los mismos
matorrales y bajo la misma luna. Le da pena ver cómo
se valen de los cormoranes para pescar. ¿Siente pena por
los pescados devorados, por los grandes pájaros frustrados a los que fuerzan a vomitar los pescados sangrientos
o por nosotros todos? En una cala, los pescadores han
dispuesto unos tarros con los que atrapan a los pulpos; encerrados entre las paredes de su cárcel, viven «un corto
sueño» antes de ser despedazados para servir de alimento; un caballo arranca una a una, para comerlas, las flores
de un arbusto. En Matsushima, ante el gran paisaje de
rocas e islotes aún no contaminados en su época, Basho
no halla palabras para ir más allá de ellas: compone el tradicional poema de diecisiete sílabas y añade al nombre
de la bahía una serie de exclamaciones: «¡Oh, oh! Matsushima, ¡oh, oh!..» El procedimiento no es absurdo para
un poeta que ve sobre todo, en los sonidos, la puntuación del silencio. El más ilustre de sus haiku se contenta
con evocar el plof de la rana en el estanque, que acrecienta todavía más, al interrumpirla un instante, aquella líquida, aquella muda serenidad.
Como todo viajero que parte para mucho tiempo,
Basho arrastra consigo su equipaje: indumentaria de
repuesto, más caliente o, por el contrario, más ligera,
medicinas, herramientas propias de su oficio (el suyo es
ser poeta y, por tanto, también pintor), sin contar esos
objetos con los que uno carga porque un amigo nos los ha
dado o porque tal vez sirvan para probarnos nuestra identidad. Su equipaje pesa por entero sobre sus flacos hombros. Enumera un abrigo para resguardarse del frío de las
noches, pero cuyo peso le hace sudar al sol, un kimono
de algodón para el descanso que sigue al baño hirviendo,
deleite de su raza, al que no renuncia ni siquiera un asceta,
una de esas capas de paja para la lluvia que dan el aspecto, a quien las lleva, de un almiar de arroz en marcha;
tinta, pinceles y todo lo necesario para escribir, y finalmente, los regalos recibidos la víspera de la partida, que
no se atrevió a rechazar ni tampoco puede abandonar bajo la lluvia. Este hombre en marcha sobre la tierra que gira
(¿pero acaso sabe él que lo hace? En suma, poco importa)
va también, como todos nosotros, caminando dentro de sí
mismo: los datos registrados en el interior de su cerebro,
y que van creciendo de día en día, se esfuman o se modifican con impresiones nuevas; las entrañas que se mueven
dentro de su vientre como espirales de nebulosas —morirá
de mal de entrañas—; la sangre que corre o se estanca dentro de sus venas de hombre ya mayor. Viajes superpuestos
unos a otros. La última etapa fue Osaka, donde nada aún
hacía prever el futuro de la gran ciudad dura y americanizada de nuestros días. Una disentería de otoño se lo llevó.
Se esperaba con cierta avidez el poema tradicional de los
últimos momentos, pero Basho había dicho, ya unos años
atrás, que todos sus poemas eran poemas de los últimos
momentos.
No vemos dos veces el mismo cerezo, ni la misma
luna sobre la que se recorta un pino. Todo momento es
el último porque es único. Para el viajero, esa percepción se agudiza debido a la ausencia de rutinas engañosamente tranquilizadoras, propias del sedentario, que nos
hacen creer que la existencia va a seguir siendo como es
por algún tiempo. La noche antes de morir, Basho garabateó unas líneas inacabadas que no eran, para hablar con
propiedad, el ritual «último poema»; pero sus discípulos,
decepcionados, tuvieron que contentarse con ellas. En
dichas líneas se mostraba a sí mismo errando en sueños
por una landa otoñal. El viaje continuaba.
La amistad jalona el camino. Fue para cumplir
una peregrinación en honor del alma de un joven señor,
de quien había sido condiscípulo y amigo, por lo que
Basho emprendió el camino por primera vez. Y fue en
casa de una amiga, monja y poetisa, donde, en Osaka,
terminará su último viaje. Entretanto, nuevas amistades sirven de relevo. Juntos contemplan la luna de
verano; se ejercitan componiendo «cadenas» de haiku,
ejercicio de moda en una época en que la poesía era a la
vez un modo de vida y un juego de sociedad, mientras
que ahora ya no es ni una cosa ni otra. Para separarse
necesitan hacer un esfuerzo, «como si se arrancaran las
dos valvas de un molusco». Es la amistad, y no el amor,
lo que inspira la gran poesía de Extremo Oriente. Ese
cuerpo con «cien huesos y nueve aberturas», esa alma
sentida como un harapo que flota al viento, fraternizan
por el camino con otros cuerpos, con otros harapos.
Ese «viejo saco de viaje usado» choca con otros sacos
viejos al azar de los caminos.
Un amigo japonés me guió por un barrio de las
afueras de Kioto relativamente respetado por los promotores, hacia lo que fue una de las últimas etapas del poeta.
Su cabaña, en Edo, había sido incendiada estando él aún
vivo —los incendios eran un mal endémico en Edo, como
lo fueron en Constantinopla—; sus discípulos la reconstruyeron casi en el mismo lugar, pero cabaña y jardín han
desaparecido debido al enorme crecimiento del Tokio
moderno. En Kioto vimos la casita de un amigo que le
dio alojamiento hacia el final de su vida: Rakushisha,
«la casa de los kaki caídos en tierra», subsiste, en cambio,
gracias a los dones de unos cuantos letrados que se encargan de su mantenimiento.
Caparazón a medio estallar, esa casita nos recuerda al ligero despojo de una cigarra. El mismo Basho la
describió en la estación de las lluvias: «El refugio de mi
discípulo Kiorai se encuentra entre los bosquecillos de
bambúes de Shima Saga, no lejos del monte Arashi y del
río Oi. Envuelto en un silencio sigiloso, es un lugar ideal
para la meditación. Mi amigo Kiorai es tan indolente que
deja crecer las altas hierbas hasta que llegan a tapar sus
ventanas, y las ramas cargadas de kaki hasta que pesan
en exceso sobre su tejado. Son numerosos los agujeros en
la cubierta de paja, y las lluvias de mayo llenan las esteras de moho hasta el punto de que uno no sabe muy bien
dónde acostarse...». El monte Arashi sigue estando allí, y
también los hermosos bambúes, más rectos y mas orgullosos en el Japón, según parece, que en cualquier otro
lugar. Al lado de la puerta hay colgado de un clavo un
gran sombrero redondo de peregrino. En el interior —si
es que puede hablarse de interior en un lugar tan abierto
a las intemperies, refugio más que morada—, el escaso
mobiliario, compuesto de esteras y utensilios, debe de
parecerse al que utilizaban el poeta y su amigo. Un brasero incrustado en el suelo, que hoy no contiene más que
cenizas, les dio probablemente un poco de su calor avaro. Cuando leemos a Basho, nos sorprende ver cómo las
estaciones del año, cuyo ciclo él sigue tan atentamente,
son percibidas tanto por los inconvenientes y molestias
que aportan como por el éxtasis de los ojos y del espíritu que dispensa su belleza. El verano, la estación cálida
y húmeda, viene acompañado por las hordas de mosquitos y la humedad que todo lo pudre; pero es sobre todo
al frío del invierno a lo que parece más sensible Basho.
Durante las largas marchas, su sombra le acompaña
«helada en el suelo». Dentro de una cabaña, donde pasa
la noche con la lámpara apagada, da vueltas alrededor del
brasero moribundo, reanimando como puede sus miembros ateridos. La naturaleza es amada pese a sus aspectos penosos, o a veces incongruentes, que los poetas de
Occidente silenciarían discretamente. Para este japonés,
por el contrario, los insectos que le corren por la piel le
permiten sentir mejor el verano; si sus manos y sus pies
no estuvieran entumecidos, la nieve del invierno no sería
más real de lo que puede serlo en una pintura.
En el umbral de la casita de los kaki caídos en el
suelo, Basho escucha el desagüe de una rústica pompa,
cuyo chorro intermitente se ve acompasado por el ruido
seco de dos conductos de bambú unidos uno al otro; los
frutos se estrellan contra el suelo, demasiado abundantes
para ser recogidos. ¿Estará pensando Basho que la ruta
de montaña, la que va desde Kioto a Osaka, es muy empinada, y que sus pasos ya no son tan seguros como antaño?
¿Sería aquí —al recibir dentro de sí avisos de mortalidad— donde compuso este haiku que tal vez sea su más
bello poema?
Su muerte próxima
Nada la hace prever
En el canto de la cigarra
Traducción de Emma Calatayud
Título original: Le tour de la prison
© 1991, Editions Gallimard
© De la traducción: Emma Calatayud
© De esta edición:
2009, Santillana Ediciones Generales, S.L.
Fuente digital
Foto sin data vía (Posiblemente de Carlos Freire)