Christopher Hitchens: Pensando tres veces sobre la cuestión judía

4 de mayo de 2016




El pueblo judío y su destino son los testigos vivos de la ausencia de redención. Ese, podría decirse, es el sentido del pueblo elegido; los judíos son elegidos para demostrar la ausencia de redención.
Leo Strauss, «Why We Remain Jews» (1962)
Creo que podría ser judía.
Sylvia Plath, «Papi» (1962)
En los primeros días del mes de diciembre en que mi padre iba a morir, mi hermano menor me comunicó que yo era judío. Por entonces, yo era un inglés trasplantado a Estados Unidos, con un hijo, y, aunque inmune a las consolaciones de cualquier religión, miembro no creyente de dos iglesias cristianas. Al oír la noticia, me alegró descubrir que me alegraba.
Justo encima de estas líneas se encuentra el párrafo inicial de un ensayo que publiqué en Grand Street, la revista trimestral de Ben Sonnenberg, el verano de 1988. Se volvió a publicar bastantes veces, y dio su título epónimo a mi primera colección de ensayos, Prepared for the Worst. Fue mi primera y hasta ahora única excursión autobiográfica, era en gran medida positiva e incluso optimista, aunque solo fuera porque mi semisemitismo venía por parte materna, en vez de ser, como en el caso de Sylvia Plath, un angustiado legado paterno, y se cerraba con una palabra fácil de pronunciar: «Continuará…»
Durante los primeros cuarenta y pico años de mi vida había pensado en mí mismo como inglés, últimamente con ambiciones de convertirme en angloamericano. Esa autodefinición nacional experimentó un cambio interesante que fue consecuencia de que mi abuela materna sobreviviera a mis padres. Yvonne se quitó la vida a una edad dolorosamente temprana. La robusta salud de mi padre empezó a fallar cuando se acercaba a su octava década de vida y murió a finales de 1987. Mientras tanto, Peter se había comprometido con una chica judía y la había llevado a conocer a Dodo —la anciana señora Dorothy Hickman—, nuestra única abuela que vivía. Más tarde, y después de felicitarle por su elección, desconcertó un poco a Peter al decir: «Es judía, ¿verdad?» Él admitió que ese era el caso y entonces ella lo desconcertó aún más diciendo: «Bueno, tengo algo que decirte. Tú también lo eres».
¿Por qué había tardado tanto en saberse eso, y por qué era todavía un secreto familiar? Mi madre no había querido que lo supiera nadie, y mi padre había ignorado el dato toda su vida, y siguió así hasta el final. He repasado todos los recuerdos posibles y estoy bastante seguro de que puedo adivinar la razón, pero aquí está el sendero que seguí.
En lo que antiguamente era la Prusia alemana, en el distrito de Posen y muy cerca de la frontera polaca, había una localidad llamada Kempen que, durante gran parte de su existencia, tuvo una mayoría judía. (Ahora se llama Kępno y está a una hora en coche de la ciudad polaca de Wroclaw, antes Breslau.) El señor Nathaniel Blumenthal, nacido en Kempen en 1844, decidió marcharse, o posiblemente fue llevado por sus padres, pero en todo caso llegó a las Midlands de Inglaterra y, aunque se casó «fuera», se convirtió en el padre de trece hijos ortodoxos. Parece que desembarcó en Liverpool (la broma de los judíos ingleses es que lo hicieron los emigrantes más torpes, que imaginaban haber llegado a Nueva York) y se estableció en Leicester en 1871. En siguientes formularios del censo señala que su ocupación es «sastre». En 1893, una de las hijas del viejo Nate se casó con un tal Lionel Levin, de Liverpool (los Levin también eran originarios de la zona de Posen/Poznan) y el certificado de matrimonio de la burocracia británica confirma que se unieron «según los ritos de los judíos alemanes y polacos». La madre de mi madre, cuyo nombre de soltera era Dorothy Levin, nació tres años después, en 1896.
No parece que les costara mucho decidirse por la asimilación, porque para cuando llegó la Primera Guerra Mundial el apellido Blumenthal se había convertido en «Dale» y los Levin se llamaban «Lynn». Eso podría tener algo que ver con la repulsión general hacia los nombres alemanes que había en la época, cuando incluso la familia real británica tachó los títulos de Sajonia-Coburgo-Gotha y se convirtió en la Casa de Windsor, metamorfoseando convenientemente otros nombres como Battenberg en Mountbatten. Pero la asimilación nominal no se extendía a la religiosa. Dodo recordaba cerrar las cortinas el viernes por la noche y sacar la menorá y ayunar en Yom Kippur («aunque sólo fuera por mantener la línea, querido»), pero también recordaba que lo hacía con discreción, porque en Oxford, donde se habían mudado mis bisabuelos, existía un leve prejuicio.
Mi padre murió muy poco después de que Peter me trajera la noticia judía, y volé a Inglaterra para el funeral (Dodo estaba demasiado débil para asistir) y luego fui a verla enseguida. Lo que quería entender era esto: ¿Cómo había sido tan poco curioso, y cómo me habían engañado tan fácilmente? Pareció decidida a interpretar el papel de una abuelita judía de culebrón («Siempre lo veía en ti y en tu hermano: tenéis el cerebro judío…»), y sin duda y repentinamente me parecía judía, lo que no ocurría cuando era pequeño. O quizá es mejor decir que de niño yo no era, en ningún sentido, consciente de los judíos: Dodo tenía el pelo oscuro y rizado y una tez que le hacía juego y, cuando registré todo eso, era con la idea desorientada de que parecía gitana. Pero cuando eres joven das a tus parientes por descontado y, aunque hagas preguntas infantilmente incómodas, tiendes a aceptar la respuesta. «Hickman» no era un nombre especialmente exótico —-mi madre se reía diciendo que no podía esperar a librarse de él y terminó casándose con un Hitchens— y cuando Peter y yo preguntamos qué había pasado con el marido de Dodo, nos callaron con la información de que había «muerto en la guerra». Puesto que todas las historias familiares trataban de la «guerra», lo aceptamos sin cuestionarlo, como algo abrumadoramente probable. Años después, Peter descubrió que Dodo se había casado con un maltratador borracho y adúltero, Lionel Hickman, que había continuado nuestra tradición mischling al convertirse al judaísmo para casarse con ella, se lo había hecho pasar muy mal y después había sido atropellado por un tranvía en el apagón que acompañó al bombardeo nazi. Muerto en la guerra, sin duda.
Sentado junto a la anciana en su pequeño salón, en un barrio del sur de Londres, me preguntaba si tenía algún recuerdo que pudiera contarse como una premonición, o un recuerdo, de ese patrimonio. Cuando uno empieza a buscar esas cosas, lo sé, la posibilidad de «descubrirlas» manifiesta una tendencia a aumentar. En la repisa de la chimenea había una fotografía de Yvonne, que parecía joven, rubia y afortunada y obviamente bastante bien dotada para «colar» como gentil. «No le apetecía mucho ser judía —dijo Dodo—, y no creo que a la familia de tu padre le hubiera gustado la idea. Así que decidimos que quedara entre nosotras». Empezaba a ser desalentador. Mi padre era un reaccionario y un pesimista —las caricaturas de Private Eye de Denis Thatcher siempre me recordaron su tono insistente y similar al de Igor, que a veces también veo en mi hermano—, pero no era intolerante. Si hubiera habido algo en el origen étnico de Yvonne que le hubiese hecho comprobar o detenerse, habría sido descubrir que sus antepasados se habían identificado como alemanes. La opinión del Comandante, que repetía el punto de vista del Plan Morgenthau, era que después de 1945 Alemania estaría mejor si quedaba totalmente despoblada… Pero él no habría pensado que eso era un prejuicio.

De repente me asaltó un viejo recuerdo del padre de mi padre, que soltó una arenga cuando en los círculos familiares se supo que su nieto mayor era partidario del Partido Laborista y el socialismo. Eso debió de ser en 1964 o quizá, dado el paso glacial que tenían las noticias en ese lado de la familia, en 1965 o 1966. Me honró, en su algo chirriante y áspero acento de Portsmouth, con una especie de bestiario de nombres siniestros, todos los cuales tendían a subrayar la poca cordura de la izquierda parlamentaria del laborismo. Me acuerdo: «Míralos: Sidney Silverman, John Mendelson, Tom Driberg, Ian Mikardo» (este último era un chico de Portsmouth al que, como al estúpido y futuro primer ministro laborista James Callaghan, mi abuelito profesor había intentado inculcar a golpes los rudimentos de una educación). En aquella época no tenía ni idea de lo que quería transmitir con todo eso, a menos que debiera identificar nombres alemanes poco patrióticos —Tom Driberg, que sería mi amigo más tarde, sufrió toda su vida una persecución nominal sin tener nada de judío—, pero más tarde pude adivinarlo a través de una suerte de ingeniería inversa.[124] Las maneras del viejo eran imponentes en la mejor ocasión: no puedo imaginar cómo habría sido para mi madre, por no hablar de su madre, que la presentaran al patriarca en 1945, cuando se debatió por primera vez su boda con el Comandante. Una de las poquísimas cartas del Comandante que sobreviven expresa mi observación: está dirigida a su hermano Ray y fechada el 28 de marzo de 1945, desde el barco de Su Majestad Jamaica, lo que significa que la nave debía de estar anclada en el cercano puerto de Portsmouth:

Querido Ray:
Muchas gracias por tu carta de felicitación. Sí, estoy de acuerdo en que se necesita un sentido de proporción para entrar en la casa y salir ileso y pensé que era bueno que Yvonne pasara esa prueba de fuego antes de preguntar si seguía interesada…

No creo que a Yvonne le costara, o le hubiera podido costar, mucho renunciar a una charla fácil con su potencial suegro sobre la larga línea de sombrereros de señoras, sastres, carniceros kosher y (para ser justos) dentistas de la que ahora sé que descendía. Al mirar hacia atrás, no imagino que mi abuelo encontrara mucha utilidad en ninguna de las profesiones mencionadas. Lo que le gustaba, o lo que recuerdo que le gustaba, eran las historias lujosamente ilustradas de misioneros protestantes en África. Sobre ese asunto, ella podría haberle ofrecido poco consuelo o alegría.
Sentado junto a Dodo y recordando todo eso, tuve que preguntarme qué había significado para mí la judeidad, si significaba algo, cuando era niño. Estaba completamente seguro de que no significaba nada hasta que tuve trece años, salvo como una especie de subtexto de las historias de la Biblia cristiana con las que me habían agasajado en la escuela primaria. De alguna manera extraña, Jesús de Nazaret había sido una especie de rabino y lo habían ejecutado terriblemente bajo el título burlesco de «Rey de los judíos», pero también habían sido los judíos quienes ansiaban su tortura y su muerte. Muy de vez en cuando algún chico hacía un comentario mezquino o significativo o peyorativo sobre eso, pero en mis primeros años no había verdaderos objetivos judíos a los que dirigir eso. Además, la memoria de los juicios de Nuremberg estaba fresca y, aunque la mayor parte de nuestra televisión y nuestro cine hacía que pareciera que la Segunda Guerra Mundial había sido un asunto personal entre Hitler y la élite de la élite inglesa o británica, había momentos de imágenes documentales que mostraban el detrito apenas concebible de la Solución Final, mientras lo arrastraban a fosas comunes. Cuando era niño, oí que mi madre usaba una vez la palabra «antisemitismo» y recuerdo que sentí una especie de escrúpulo que, sin que me lo hubieran explicado por completo, de algún modo sabía lo que significaba.
Más tarde, en Cambridge, había chicos judíos en clase, y supongo que me di cuenta de que solían tener narices más curvas y carnosas, como se me había llevado a esperar. También tenían nombres distintos: Perutz, hijo del ganador del Premio Nobel; Kissin, el chico listo que recomendaba a todo el mundo leer el New Statesman; Wertheimer, que llevaba una gran chapa en la solapa donde decía: «La horca es un asesinato». Estaba entre los pocos que apoyaron mi fallida campaña laborista de 1964 y supongo que, subliminalmente, confirmaron la visión de mi abuelo de que había algo casi axiomáticamente subversivo en la judeidad. En clase de historia leí sobre el caso Dreyfus y en clase de inglés escribí una defensa de Shylock contra sus torturadores venecianos. Se oían leves vulgaridades antijudías de vez en cuando entre los chicos más zoquetes —siempre la versión del tópico de que los judíos son demasiado hábiles en los negocios—, pero uno casi nunca veía u oía nada contra un judío de verdad.
En el verano de 1967, desde que dejé el internado hasta que fui a Oxford, y mientras me hallaba bajo el magisterio postal y a larga distancia de Peter Sedgwick, las varias «repúblicas» y monarquías feudales árabes hicieron causa común, parecía, en una guerra para extinguir el Estado de Israel. Me pareció obvio que había un Estado diminuto, colgado a la orilla del Mediterráneo oriental, y que no se enfrentaba a la derrota, sino a la eliminación. Como muchos izquierdistas de la época, simpaticé instintivamente con el Estado judío. No lo hice completamente o sin reparos: había oído a tantos conservadores que echaban espuma por la boca cuando deliraban sobre el odiado Nasser tras la guerra de Suez de 1956 que estaba en guardia ante la posibilidad de oír esa retórica de nuevo. Y pedí por correo un panfleto que coproducían la Organización Socialista Israelí y el Frente Democrático Palestino, un sermón que se proponía ofrecer una solución no sectaria, escrito en una jerga que no se basaba en ningún idioma conocido. En todo caso, los acontecimientos fueron más deprisa que el panfleto. Los paracaidistas israelíes no tardaron en llegar al Muro de las Lamentaciones y Sharm el-Sheij, y toda la bravuconería del nasserismo se reveló bastante vacía y odiosa. En esos días todavía pensaba, como la mayoría de la gente, en la lucha entre Israel y los árabes y no entre Israel y los palestinos.
«Pero mira cómo trata la prensa a los israelitas [sic] —dijo Dodo indignada, aboliendo mi ensoñación y convocándome a un presente invariable en ese aspecto—. Nunca hemos gustado, ya sabes. Supongo que no debería decirlo, pero creo que es porque están celosos.» En esa etapa de mi vida sabía demasiado para aceptar esa vieja auto-compasión como la explicación de todo, pero no quería tener una discusión con mi dulce, triste y vieja abuela, así que me fui, y, volviéndome en la puerta de su pequeño jardín, con algo de torpeza pronuncié el saludo: «Shalom!» Respondió: «Shalom, shalom», con la misma facilidad que si siempre nos hubiéramos saludado y despedido así, y, como escribí en aquella época, di media vuelta y caminé hacia la estación bajo la lluvia inglesa ligera y persistente que también era mi derecho de nacimiento.







[124] En aras de la justicia, debería decir que mi hermano Peter cree firmemente 
que la segunda explicación —en otras palabras, xenofobia común en vez de odio 
a los judíos— es la más probable.


Christopher Hitchens:
Hitch 22. Confesiones y contradicciones
Título original: HITCH-22: A memoir
Christopher Hitchens, 2010
Traducción: Daniel Rodríguez Gascón
Foto: Christopher Hitchens © Paolo Pellegrin-Magnum Photos 2007






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