Günter Grass: Ojeada retrospectiva a "El tambor de hojalata" o el autor como testigo dudoso
13 de abril de 2015
En la primavera y el verano de 1952 hice un viaje en auto-stop por toda Francia. Vivía del aire, dibujaba en papel de envolver y escribía incesantemente: me había entrado la diarrea del lenguaje. Además de unos cantos bastante imitativos —creo— sobre el difunto timonel Palinuro, surgió un poema largo y proliferante, en el que Óscar Matzerath, antes de que se llamara así, aparecía como santo estilita.
Un joven, existencialista, como imponía la moda de entonces. Albañil de profesión. Vivía en nuestra época. Rebelde e instruido más bien al azar, no escatimaba las citas. Antes incluso de que el bienestar llegara, estaba harto de tanto bienestar: totalmente enamorado de su propio asco. Por eso levantaba en medio de su pequeña ciudad (que quedaba innominada) una columna, sobre la que tomaba posiciones encadenado. Con una larga pértiga, su refunfuñona madre le daba de comer en una tartera. Sus intentos de seducirlo para que bajara eran apoyados por un coro de muchachas peinadas al estilo mitológico. Alrededor de la columna circulaba el tráfico de la pequeña ciudad, se reunían amigos y enemigos y, finalmente, una congregación de papanatas. Él, el estilita, apartado de todo, los miraba desde las alturas, se apoyaba tranquila y alternativamente en un pie y en otro, había encontrado su perspectiva y reaccionaba cargado de metáforas.
Aquella larga poesía no estaba lograda, se quedó en algún lado y únicamente he conservado algunos fragmentos que muestran tan sólo lo influido que estaba yo entonces, simultáneamente, por Trakl y Apollinaire, Ringelnatz y Rilke, y detestables traducciones de Lorca. Únicamente era interesante la búsqueda de una perspectiva distante: el punto de vista elevado del estilita resultaba demasiado estático. Sólo la altura de los tres años de Óscar Matzerath ofrecería a un tiempo movilidad y distancia. Si se quiere, Óscar Matzerath es un estilita al revés.
A finales del verano de aquel mismo año, cuando, viniendo del sur de Francia, me dirigía por Suiza hacia Dusseldorf, no sólo encontré por primera vez a Anna, sino que también, por contemplación pura, fue derrocado el estilita. En una ocasión sin importancia, por la tarde, vi entre adultos que tomaban su café a un chico de tres años que llevaba colgado un tambor de hojalata. Me llamó la atención y se me quedó grabado: el ensimismamiento absorto de aquel chico de tres años con su instrumento, y también la forma en que, al mismo tiempo, hacía caso omiso del mundo de los adultos (bebedores de café que conversaban en la tarde).
Durante sus buenos tres años, aquel «hallazgo» quedó sepultado. Me mudé de Dusseldorf a Berlín, cambié de profesor de escultura, volví a encontrar a Anna, me casé al año siguiente; saqué a mi hermana, que se había emperrado, de un convento católico; dibujé y modelé figuras aviformes, saltamontes y gallinas afiligranadas; fracasé en un primer intento en prosa de más vuelo, que se llamaba La barrera y tomaba prestado de Kafka el modelo y de los primeros expresionistas el aparato de metáforas, y sólo entonces escribí, porque estaba menos tenso, las primeras poesías relajadas de circunstancias, imágenes puestas a prueba en el dibujo que se apartaban de su autor y cobraban esa independencia que permite la publicación: Las ventajas de las gallinas de viento, mi primer libro.
Con ese bagaje —material acumulado, proyectos vagos y ambiciones más concretas: yo quería escribir mi novela, Anna buscaba una disciplina de ballet más estricta— dejamos Berlín a principios de 1956, sin recursos pero despreocupados, y nos fuimos a París. En las proximidades de la Place Pigalle, Anna encontró en madame Nora una severa nodriza balletística rusa; yo, mientras pulía aún mi pieza teatral Los malvados cocineros, comencé la primera redacción de una novela, que llevó títulos de trabajo cambiantes: «Óscar el tamborilero», «El tamborilero», «El tambor de hojalata». Y ahí, precisamente, se me resiste la memoria. Sé, desde luego, que tracé gráficamente varios planes, que condensaban todo el material narrativo, y los llené de palabras clave, pero esos planes se anularon a sí mismos y, al avanzar el trabajo, quedaron sin valor.
Sin embargo, también los manuscritos de la primera y la segunda versión, y finalmente de la tercera, alimentaron la estufa de mi cuarto de trabajo, del que todavía tengo que hablar aquí.
Con la primera frase: «Pues sí: soy huésped de un sanatorio», cayó la barrera, se precipitó el lenguaje, corrieron a su antojo la capacidad de recuerdo y la fantasía, el placer lúdico y la obsesión por los detalles, brotaron capítulos de capítulos, salté cuando los agujeros estorbaban al río del relato, acudió a mi encuentro la historia ofreciéndome productos locales, se abrieron de golpe cajitas liberando olores, adquirí una familia que creció desenfrenadamente, me peleé con Óscar Matzerath y sus compinches por los tranvías y su trazado, por acontecimientos simultáneos y la absurda coacción de la cronología, por el derecho de Óscar a hablar en primera o tercera persona, por su pretensión de engendrar un hijo, por sus deudas auténticas y su culpa fingida.
Así, mi intento de darle a él, el individualista, una hermanita perversa, fracasó por la oposición de Óscar; es posible que esa hermana frustrada insistiera luego en tener existencia literaria como Tulla Pokriefke.
Mucho mejor que del proceso de la escritura me acuerdo de mi cuarto de trabajo: un cuchitril húmedo en la planta baja, que me servía de taller para trabajos de escultura comenzados pero que, desde que empecé la redacción de El tambor de hojalata, se estaban desmoronando. Mi cuarto de trabajo era al mismo tiempo sótano de calefacción de nuestro diminuto piso de dos habitaciones, situado encima. Con el proceso de escritura engranaba mi actividad como calefactor. Cuando mis trabajos en el manuscrito se atascaban, iba con dos cubos a traer coque de un cobertizo de la parte delantera de la casa. Mi cuarto de trabajo olía a paredes mohosas y, nostálgicamente, a gas. Aquellas paredes chorreantes alimentaban el río de mi imaginación. Es posible que la humedad del cuarto favoreciera el ingenio de Óscar Matzerath.
Una vez al año, durante los meses de verano, podía escribir unas semanas al aire libre en Tesina, porque Anna es suiza. Allí me sentaba en una mesa de piedra bajo una pérgola, contemplaba el centelleante paisaje de bambalinas de la región meridional y describía, sudando, el Báltico helado.
A veces, para cambiar de aires, emborronaba proyectos de capítulos en los bistrós de París, tal como se han conservado en las películas: entre parejas de enamorados trágicamente enlazadas, ancianas embutidas en sus abrigos, paredes de espejos y adornos art nouveau, algo sobre afinidades electivas: Goethe y Rasputín.
Y, sin embargo, durante esa época, debí de vivir vigorosamente, cocinar con cariño y bailar de alegría por las bailarinas piernas de Anna en toda ocasión propicia, porque en septiembre de 1957 —estaba en mitad de la segunda versión— nacieron nuestros gemelos Franz y Raoul. No eran un problema de escritura, sólo financiero. Al fin y al cabo, vivíamos con trescientos marcos al mes exactamente administrados, que yo ganaba como de pasada. A veces creo que el hecho simple, pero que afligía a mi padre y mi madre, de no haber hecho el bachillerato me protegió. Porque con el bachillerato hubiera recibido sin duda ofertas de trabajo, me hubiera convertido en redactor del programa de noche, hubiera guardado mi manuscrito comenzado en un cajón y, como escritor fracasado, hubiera acumulado un rencor creciente hacia todos los que se expresaban escribiendo libremente a su aire, mientras el Padre celestial los alimentaba.
El trabajo en la versión final del capítulo sobre la defensa de los correos polacos de Danzig hizo necesario, en la primavera de 1958, un viaje a Polonia. Hóllerer medió, Andrzej Wirth escribió la invitación y fui a Gdansk pasando por Varsovia. Sospechando que pudiera haber todavía antiguos defensores supervivientes de los correos polacos, me informé en el Ministerio del Interior, que mantenía una oficina en la que se acumulaban los documentos sobre los crímenes de guerra alemanes en Polonia. Me dieron la dirección de tres exfuncionarios de correos (las últimas señas eran del 49), pero me dijeron también que aquellos supuestos supervivientes no habían sido reconocidos por el sindicato polaco de trabajadores de correos (ni tampoco de otra forma oficial), porque en el otoño de 1939, según la versión alemana y polaca, se dijo públicamente que todos habían muerto: pasados por las armas. Por eso habían grabado todos los nombres en las lápidas conmemorativas, y quien está grabado en piedra no vive ya.
En Gdansk buscaba a Danzig, pero encontré a dos de los antiguos funcionarios de correos polacos, que entretanto habían encontrado trabajo en los astilleros, ganaban allí más que en correos y, en realidad, estaban contentos con su situación no reconocida. Sin embargo, los hijos querían que sus padres fueran héroes y se esforzaban (infructuosamente) para que los reconocieran: como luchadores de la resistencia. De los dos funcionarios (uno de ellos había sido distribuidor de giros postales) obtuve descripciones detalladas de lo que pasó en los correos polacos durante la defensa. No hubiera sabido inventar sus huidas.
En Gdansk recorrí los caminos de mi colegio de Danzig, hablé en cementerios con nostálgicas losas sepulcrales, me senté (como me había sentado de colegial) en la sala de lectura de la biblioteca pública, hojeando tomos de El Mensajero de Danzig, y olí el Mottlau y el Radaune. En Gdansk era un extraño y, sin embargo, lo encontré otra vez todo en fragmentos: baños públicos, caminos del bosque, gótico de ladrillo y aquella gran casa de vecindad del Labesweg, entre la plaza Max-Halbe y el Mercado Nuevo; también visité otra vez (por consejo de Óscar) la iglesia del Sagrado Corazón: el viciado aire católico seguía en pie.
Y entonces me encontré en la cocina-comedor de mi tía abuela cachuba Anna. Hasta que no le enseñé mi pasaporte no me creyó: «Vaya, Guinterín, t'as hecho gandote». Allí me quedé algún tiempo escuchando. Su hijo Franz, en otro tiempo empleado de los correos polacos, fue fusilado realmente después de la capitulación de los defensores. Grabado en piedra, encontré su nombre en la placa conmemorativa, reconocido.
Cuando en la primavera de 1959 había terminado el manuscrito, corregido las pruebas de imprenta y decidido la composición, me concedieron una beca de cuatro meses. Hóllerer había mediado una vez más. Yo tenía que ir a los Estados Unidos y responder de vez en cuando a preguntas de los estudiantes. Pero no pude. En aquella época, para obtener un visado, había que pasar un riguroso examen médico. Lo hice y me enteré de que, en distintos puntos, mis pulmones mostraban tuberculomas, formaciones nodulosas: cuando los tuberculomas revientan, hacen agujeros.
Por eso, y también porque, entretanto, De Gaulle había subido al poder en Francia y, tras una noche de detención policíaca francesa sentí franca nostalgia de la policía de la Alemania federal, dejamos París, poco después de haber aparecido como libro (y haberme dejado) El tambor de hojalata, y nos fuimos otra vez a Berlín. Allí tuve que dormir la siesta, renunciar al alcohol, pasar periódicamente reconocimientos médicos, beber nata y tragar tres veces al día unas pastillitas blancas que, según creo, se llamaban Neoteben: con lo que me puse gordo y colorado.
Sin embargo, todavía en París empecé los primeros trabajos para la novela Años de perro, que al principio se llamó «Mondas de patata» y fue mal planteada en sus comienzos. Sólo la novela corta El gato y el ratónquebró aquella concepción de corto aliento. No obstante, en aquella época era ya famoso y no tenía que alimentar la calefacción con coque mientras escribía. Desde entonces escribir me resulta más difícil.
Günter Grass 1973
Publicado en Aufsdtze zur Literatur, Darmstadt, Luchterhand Verlag, 1980
Traducción Miguel Sáenz
Incluido como apéndice en la edición digital
Título original: Die Blechtrommel
Primera edición: Günter Grass, 1959
Traducción: Carlos Gerhard y Joaquín Mortiz
Prólogo de Mario Vargas Llosa