Luis Harss: Alejo Carpentier, o el eterno retorno

14 de marzo de 2015








«América, novela sin novelistas» fue la tristemente célebre conclusión, una generación atrás, del crítico peruano Luis Alberto Sánchez, peripatético tasador de nuestra producción literaria. En nuestra parte del mundo, dijo, la realidad, eternamente inasible, sobrepasaba la ficción; su abrumadora inmensidad se negaba a toda clasificación formal. A diferencia del poeta —un Neruda, o aun un incurable esteta como Rubén Darío—, por definición habitante de un mundo subjetivo, el más lúcido novelista, desarmado ante una exterioridad informe, quedaba reducido a pintar el caos de la materia. La incoherencia del medio, la falta de puntos cardinales, lo derrotaban. Penosa impresión que compartían muchos de los contemporáneos de Sánchez, condenados a sentir por el continente un amor no correspondido.
—Hace veinte años yo hubiera dicho lo mismo —declara el maestro cubano Alejo Carpentier, un hombre con la experiencia de toda una vida como figura dominante de nuestra literatura.
Pero los tiempos han cambiado, y con ellos el novelista, que ahora posee un arte capaz de transformar la fuerza bruta y la corpulencia vegetal en elementos dúctiles que enriquecerán su obra en vez de sofocarla.
Caso ejemplar es Carpentier, experto en un proceso que ha vivido en carne propia. Su obra, de hecho y por su espíritu, abarca dos generaciones enteras. Precursor de nuestra novela actual, es hoy todavía uno de sus más notables exponentes. Años atrás, en medio de la desorientación general, ayudó a fijar sus objetivos. En épocas de tremendismo, supo descubrir el sentido de la proporción. Imprimió a su obra una ordenada resonancia que fue un reto a la afonía. Sus declaraciones, siempre elocuentes y rotundas, trascendieron las fronteras cubanas. Carpentier fue quizás el primero de nuestros novelistas en querer asumir la experiencia latinoamericana en su totalidad, por encima de las efímeras variantes regionales y nacionales.
En su arte y su persona, Carpentier es algo así como un prototipo del intelectual latinoamericano: un injerto aclimatado al medio, pero culturalmente híbrido; fórmula característica de una sociedad que, como él dice, es el producto, en todos sus niveles, de la simbiosis y el mestizaje. Nació en La Habana, en 1904, de padres que se habían anclado en Cuba hacía sólo dos años: un arquitecto francés y una madre rusa que había estudiado medicina en Suiza. De ellos parece haber heredado tanto como de los maleficios del Caribe. Definió pronto su camino y siguió lo que puede describirse como un itinerario clásico. El ambiente escéptico del hogar reflejaba el liberalismo algo idílico de una era que, según recuerda, se guiaba por la estrella de Anatole France. Los esplendores teatrales de la vieja Habana sirvieron de telón de fondo al drama. Su primer amor, seguramente bajo la influencia paterna, fue la arquitectura. Pero al poco tiempo los acontecimientos lo lanzaron al periodismo. Para él significó no sólo abrir una puerta a la acción sino también perpetuar un gesto instintivo en nuestra literatura. Cuba entraba en la noche de la dictadura, y fatalmente revivía una lucha secular. Hacia 1924 vemos a Carpentier convertido en jefe de redacción de la revista Carteles. Desde allí libra su batalla, que se interrumpe en 1927 cuando el joven entusiasta va a dar a la cárcel —durante seis meses— por haber firmado un manifiesto contra Machado. Hoy habla con orgullo de ese manifiesto, premonitorio en sus contornos generales de los principios de la revolución cubana. En 1928, libre ya, pero bajo interdicción de dejar el país, comenzó a pensar en el exilio. Estaba en vísperas de una larga peregrinación. Con la ayuda de un amigo, el poeta francés Robert Desnos, que visitaba Cuba en ese momento, huyó a Francia —los documentos de identidad de Desnos en mano— donde lo recibieron con toda la fanfarria de lo que llama, complacido, una «recepción diplomática». Pensaba quedarse en París un par de años, hasta que amainara la tormenta en Cuba. En cambio, se quedó allí once.
En París, pródiga como siempre, había de todo y para todos. Carpentier, hombre de intereses católicos que van desde la magia a la musicología, se desplegó en múltiples actividades. Trabó amistad con los surrealistas, que estaban redescubriendo América Latina para la cultura occidental. La afición por lo primitivo y lo inconsciente impulsó a muchos de ellos a emprender expediciones semiarqueológicas por nuestro continente en busca del pasado. Carpentier ya había colaborado en ocasiones con la revista Révolution Surréaliste desde Cuba. No tardó en advertir que el movimiento mismo le era ajeno, pero el precepto de Breton, según el cual «sólo lo maravilloso es bello» —palabras que en los surrealistas de pacotilla, atrincherados en lo que Carpentier llama «la burocracia de lo maravilloso», llegaron a justificar puros artificios de expresión y gestos mecánicos—, le abrió los ojos, a pesar de todo, a los auténticos prodigios de su tierra, donde lo «maravilloso», como descubrió con el deslumbramiento algo ingenuo del civilizado, era un elemento cotidiano de la naturaleza y la realidad, y más: la síntesis y la esencia del continente. Porque la incongruencia, la paradoja, dice, están en la raíz de la vida latinoamericana. En Latinoamérica todo es desmesurado: montañas y cascadas gigantescas, llanuras infinitas, selvas impenetrables. La anarquía urbana echa tentáculos tierra adentro, donde soplan los vendavales. Lo antiguo se codea con lo moderno, lo arcaico con lo futurístico, lo tecnológico con lo feudal, lo prehistórico con lo utópico. En nuestras ciudades se levantan rascacielos junto a mercados indígenas donde proliferan todavía los amuletos. ¿Cómo hallar sentido en esta profusión, en un mundo cuya devoradora presencia ofusca al hombre, descalabra su inteligencia y su imaginación?
Para Carpentier, como quizá para todos los que viven oscilando entre distintos tiempos, la respuesta ha sido dejarse llevar por el péndulo. Ha bogado entre dos mundos. En uno los relojes se detuvieron hace rato. En el otro corren más rápido cada día. Carpentier ha conocido la fatiga del que se adelanta dejándose atrás. En esta actitud ambivalente, lo vemos encarnando a un pueblo que a través de los siglos ha necesitado siempre distancia y desapego para reconocerse en su tierra. Europa fue el punto de mira. El camino del descubrimiento pasaba por el desarraigo y el nomadismo.
En cierto sentido, los años pasados en París no fueron sino la preparación para el Retorno final. Carpentier los vivió echando miradas retrospectivas. Se dio cuenta de que la vida en el extranjero, aun bien aprovechada, era uno de esos Días sin Fin que para el expatriado llevan al vacío. Suspiraba por el continente americano. Lo carcomía el deseo de «expresar el mundo de América», de hacer que sus riachuelos perdidos afluyeran al mar. Agradece a los surrealistas esta iluminación. Los que habían viajado a América, a México en particular, habían vuelto con sueños de las viejas civilizaciones. Acaso el interés que sentían por lo primitivo no tardó en convertirse en una afectación, pero en él desencadenó un impulso atávico. América era su vocación. El problema era cómo salirle al encuentro. «Ignoraba entonces —dice— la esencia del mundo americano». Y se puso a tantear la incógnita. «Me consagré durante años enteros a leer todo lo que encontraba sobre América, desde las cartas de Cristóbal Colón, hasta los autores del siglo XVIII, pasando por el Inca Garcilaso de la Vega. No hice otra cosa por años, creo, que leer textos americanos. América se presentaba como una enorme nebulosa que yo trataba de comprender, pues sentía vagamente que mi obra se desarrollaría allí, que iba a ser profundamente americana.» Organizarse, advirtió pronto, era sólo dar el primer paso hacia la meta. América tenía algo de fruto prohibido. Como lo demuestra su obra, tuvo que recorrer un largo camino antes que su bibliofilia se convirtiera en experiencia vital.
Nuestra novela estaba en su infancia cuando Carpentier empezó a escribir. Era poco más que escenografía. Su aparato era pomposo y retórico. Le faltaban carne y hueso. A menudo evadía o pasaba por alto totalmente los problemas que pretendía encarar. Ya se llamara La vorágine o Don Segundo Sombra, como regla general surgía de la pluma de un intelectual urbano que se internaba tierra adentro, como lo había hecho Zola poco tiempo atrás, para observar y registrar la vida local en sus diversas manifestaciones, gran parte de ellas por naturaleza esquivas e inaccesibles. El resultado de esta superficialidad solía ser el pintoresquismo, con un grano de «conciencia social» agregado para aliviar los sentimientos de culpa del autor. El mismo Carpentier se dejó llevar por esta tendencia en su primera novela, Écue-Yamba-Ó (1933), en la que con cierta inocencia trata de pintar la cultura afrocubana desde «dentro», aunque, como lo admite hoy, sus relaciones con esa cultura eran tan poco íntimas que se le escapó el elemento clave, es decir, su principio de vida mismo: el animismo. Supo entonces que un poco de mitología y de folclore no podía reemplazar a la intuición. Para captar las resonancias de un lugar no bastaban los documentos. Podían éstos ser incluso un obstáculo. Después de todo, las cosmogonías indígenas no ofrecen tanto un sistema intelectual como una vivencia de la realidad. «Racionales», los indios llamaban a sus hermanos blancos, que racionalizaban y sistematizaban lo que no comprendían. Porque el blanco imponía en todos sus categorías mentales. Podía deformar incluso lo que documentaba. Un ejemplo es el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, que registra auténticas tradiciones orales, pero tergiversadas en su traducción original, que debemos a la mano de un sacerdote español. Aun el texto indígena fue compilado —y acaso censurado— en tiempos de la conquista, por un «natural» bajo la influencia de las escuelas misioneras. Lo que demuestra algunas de las dificultades que pudo haber tenido que enfrentar un novelista de instintos tan civilizados como Carpentier para ingresar en un mundo inescrutable y hermético. Congeló gestos donde debió captar movimientos, y se quedó en la pose donde buscaba la expresión. En esto actuaba como un hombre de su época, atraído hacia las culturas ancestrales—africanas, precolombinas— en busca de su propio inconsciente. La búsqueda, aunque frustrada como arte, contribuyó a la formación de una conciencia latinoamericana. Carpentier fue uno de los primeros novelistas en explorar esas dimensiones de la experiencia. Recorrió de punta a punta nuestro mundo, tratando de asimilar e integrar todo lo que encontraba hasta poseerlo. Se buscaba, como todo latinoamericano, en la fábula y el mito. No ha superado nunca por entero el temor obsesivo del intelectual latinoamericano de verse excluido de la realidad. Pero justamente el tratar de vencer ese temor es lo que ha impulsado su obra. Su pasión ha sido seguir los pasos perdidos del continente, descifrar sus oráculos olvidados. El resultado es una obra de extraordinario alcance y vigor.
Carpentier define a la América Latina en relación a ciertas constantes, o contextos, como los llama él, sociales, geográficos, políticos, económicos, históricos. En Tientos y diferencias, libro de ensayos que publicó no hace mucho en México, divide el continente en varios «bloques» principales: la montaña, el río, la llanura. Cada uno, nos dijo, discurriendo sobre el tema, es «una sección que tiene sus características propias. Por ejemplo, la región andina con su cultura de tipo predominantemente indígena; el Caribe, donde hay un común denominador afroamericano». En la suma de los rasgos esenciales del continente halla su perfil. Omnipresente, eclipsando al hombre, está el marco telúrico, a la vez redundante y múltiple. En el centro del crisol se libra la vieja batalla por la supervivencia y la renovación. El eterno conflicto que Gallegos pintó de forma un tanto esquemática como la lucha entre civilización y barbarie adquiere en Carpentier complejidad histórica y social, así como también una especie de inmutabilidad arquetípica. Carpentier se maneja en el terreno de lo absoluto y lo categórico. Los contextos enmarcan y determinan los temas, ejerciendo una especie de fuerza telúrica sobre la imaginación. Su propósito es registrar lo que es específico y, al mismo tiempo, genérico, en la experiencia latinoamericana. Para estar a la altura de su tarea, el artista latinoamericano será maestro tanto del mural como de la miniatura, será moralista y trovador, sociólogo y poeta. Carpentier subraya en especial el contexto lingüístico. Fenómeno singular de la América Latina es el hecho, señala, de que una sola lengua nos pueda llevar a través de veinte fronteras. Al menos nómade de entre nosotros lo habita una especie de segunda naturaleza migratoria en la que sopla el hálito de las distancias y los abismos. Nuestro contexto histórico no es menos notable. Basta pensar en el paralelismo de diversas edades que se acompañan, superpuestas; como podría expresarlo Carpentier, con la terminología bíblica que le gusta: Génesis, Babel y Apocalipsis. Dice tal vez algo hiperbólicamente: «América es el único continente donde coexisten edades diferentes, donde un hombre del siglo XX puede estrechar la mano de un hombre del cuaternario, que nada sabe de los periódicos y las comunicaciones y lleva una vida medieval, o aun, de un hombre cuyas condiciones de vida están más cerca del romanticismo de 1850 que de nuestra época». Agreguemos el contexto étnico y demográfico: la mezcla de clases y de razas; el contexto político y económico: el ambiente explosivo de una sociedad agrícola inflamada por una rápida industrialización, cuyas fuentes de producción se encuentran hasta tal punto a la merced de los mercados mundiales, directa o indirectamente controlados por intereses extranjeros, que puede pasar de un día para el otro de la prosperidad a la bancarrota.
Las influencias atmosféricas —que Carpentier llama «los contextos luminosos; las luces que envuelven al hombre»— también cuentan. También las condiciones climáticas determinan el carácter de un lugar. En este sentido, la América Latina presenta un amplio espectro que abarca desde las transparencias andinas hasta las auroras australes, pasando por los resplandores del desierto y los rápidos crepúsculos tropicales. Carpentier ha tratado de desarrollar un sexto sentido para captar cada una de estas manifestaciones de nuestro espíritu meteorológico. Dice: «Yo creo que la visión del mundo que tiene el intelectual latinoamericano es una de las más vastas, de las más completas, de las más universales que existen... Para mí, el continente americano es el mundo más extraordinario de este siglo. Nuestra visión de él debe ser ecuménica». En esta época revolucionaria, cree, la América Latina ha adquirido al fin una identidad propia que le dará voz y peso en el mundo. Sus realidades autóctonas se están incorporando rápidamente a la experiencia universal. No sólo nos encontramos en el umbral de una nueva era, dice Carpentier, sino que ya hemos entrado en ella. Nuestra madurez se refleja en la obra de nuestros novelistas, que llevan el sello de su continente como un distintivo personal. Carpentier ve nuestro futuro literario con optimismo. Piensa que el novelista latinoamericano está a la altura de los mejores en cualquier parte del mundo.
En cuanto a él, a pesar de sus indudables méritos literarios, tal vez su mayor importancia radique en ser una especie de vocero del Nuevo Mundo, y algo así como una institución continental. Fue en esta doble capacidad como lo conocimos brevemente en París, en medio de una fatigosa serie de conferencias que lo habían dejado trasnochado. Se dejó acorralar con dificultad, y de mala gana. Y no era para menos. Entre los agasajos y los homenajes, no había tenido un momento de tranquilidad. Pero al fin «posó». Lo sentíamos desanimado, fuera de su elemento, solo con nosotros en tête à tête. Parecen desagradarle las preguntas directas. Prefiere que se le ofrezca un tema sobre el que pueda explayarse libremente y lucir de paso sus admirables dotes de conversador. Pero no ha rehusado nunca explicarse, por el contrario. Está a punto día y noche.
Nos recibió, aparatoso, en un cuarto de hotel vacío que daba sobre una esquina de colores invernales. Estaba cansado, distraído, inaccesible. Se dejó caer pesadamente en un sillón. Era un hombre que venía de lejos, que había viajado mucho, a primera vista atlético y dispuesto, a todas luces en su tiempo un hombre de acción, pero visto más de cerca, una figura bastante abatida por los años. Alto, buenmozo, de mirada viva aunque con algo huraño y tenso en el rostro surcado de arrugas profundas. Sufría del corazón. Hablaba despacio, articulando con dificultad algunas veces —prefirió hablar francés antes que su español franco-cubano gangoso y gutural— y por momentos parecía ausente. Daba la impresión de hablar para un público invisible, conferenciando, con gestos vagos, citándose a menudo. Recordamos haber visto su nombre inscrito —entre los de otras luminarias— en una placa conmemorativa en un cine de Montparnasse. Particularmente grata para él, nos dijo, era la noticia de que sus libros figuraban en el programa actual del Instituto de Estudios Hispánicos de París. Para un latinoamericano, esto es una especie de consagración.
El hecho culmina una larga y variada carrera. Los años que Carpentier pasó de joven en París —generalmente en buena compañía— le fueron de provecho. No sólo frecuentó a los surrealistas. Exploró muchos campos, acumulando una masa de erudición que luego alimentaría su obra. Fue director de Foniric, una casa editora de discos fonográficos especializada en publicar registros de textos literarios, que comprendían desde Whitman hasta Aragon. Fue jefe de redacción de la revista Imán, publicada en español, pero dedicada sobre todo a escritores franceses (aunque descubrió la obra de un poeta entonces desconocido, Pablo Neruda). Colaboró en la producción de una película sobre el vudú. Tal vez de mayor importancia para él —todo artista debe practicar otro arte además del propio, dice— fueron sus estudios de musicología, que le permitieron escribir partituras y libretos para cantatas y óperas bufas basados en temas americanos. Entre animadas tertulias con Alberti y García Lorca, estudió los problemas de la sincronización musical y escribió una ópera con el «padre» de la música electrónica, Edgar Varèse.
La escritura de Carpentier tiene una deuda de orden formal con la música. Los principios de composición musical figuran de manera prominente como elementos estructurales de su obra. El siglo de las luces,dice él mismo, es una especie de construcción sinfónica en la que tres personajes principales encarnan respectivamente un tema masculino, uno femenino y uno neutro. En Los pasos perdidos, el ampuloso protagonista es un músico. Pero sin duda el ejemplo más notable del pensamiento «musical» de Carpentier es la novela corta El acoso, donde el tiempo de la secuencia dramática coincide con la duración de la Sinfonía Heroica de Beethoven. La estructura forzada de la pieza —sus leitmotifs, sus silencios medidos— la paraliza. Al mismo tiempo le da una especie de respiración artificial.
Como es típico en Carpentier, El acoso se mueve en varios niveles. En uno, aspira a ser un documento social, un muestrario de los elementos contrastantes que componen la población cubana —una vieja nodriza negra, una prostituta, un taquillero pobre, amante de lo Verdadero y lo Sublime, un revolucionario delator, víctima de la «ilusión heroica» y «la apremiante necesidad de fijarse nobles tareas»— y aquí entran en conflicto en una situación específica. Formalmente —o «musicalmente»— dice al autor, tiene «la estructura de una sonata con una primera parte, una exposición, tres temas, diecisiete variaciones y una conclusión o coda». Su riqueza plástica nos recuerda que ya en 1945 —El acoso apareció en 1956—, al tiempo de un viaje a Venezuela donde se lo había invitado para fundar una emisora de radio, el Fondo de Cultura Económica de México le había encomendado escribir una historia de la música cubana. El libro —La música en Cuba— salió en 1946.
Europa, por entonces, era un recuerdo. Pero el Retorno no había sido empresa fácil. Nostálgicas reminiscencias de infancia en la vieja Habana —que conmemoró hace poco en un ensayo fotográfico publicado por la Casa de las Américas— lo arrastraron brevemente a Cuba en 1936, con la esperanza de poder radicarse allí. Pero, imposibilitado de ganarse la vida en Cuba, otra vez levó anclas. En 1937 —después de un huracán en alta mar— lo encontramos en España, sumida entonces en los horrores de la guerra civil. Carpentier asistía a un congreso de escritores en compañía de su compatriota Nicolás Guillén, el peruano César Vallejo y André Malraux. Entre bombas y sangrientas luchas callejeras, recuerda, compartió un cuarto de hotel con Lukács.
Siguieron otros tres años en París hasta que al fin en 1939, cansado de la vida provisoria, se fue a América, esta vez para siempre. Se jugaba entero en su viaje. Cuba, siempre inestable, lo recibió con desgana. Carpentier se mantuvo unos años escribiendo y dirigiendo programas de radio, empresa que lo absorbía sin darle mayores satisfacciones. Se las veía negras cuando al fin, en 1943 —diez años después de la publicación de su primera novela—, se presentó la gran oportunidad. Louis Jouvet, el actor francés, se demoró un día en La Habana, y lo invitó a que lo acompañara a Haití, donde estaba comprometido para varias representaciones. Carpentier, listo a izar velas, aceptó la invitación. La conjunción de las circunstancias resultó providencial.
En Haití —que con su energía habitual, recorrió de un extremo al otro— Carpentier, gran frecuentador de museos y de viejas iglesias, descubrió la extraordinaria carrera del monarca negro de principios del siglo XIX, Henri Christophe, un despótico visionario, constructor de un imperio que se inspiró, por una parte, en la corte napoleónica, y por la otra, en sus legendarios antecesores africanos, el rey Dâ, encarnación de la Serpiente, y Kankan Muza, fundador del imperio de los Mandingos. Henri Christophe, sobre el que hasta entonces prácticamente no se había investigado nada —aunque su personalidad ya había seducido a más de un escritor, entre ellos el Eugene O’Neill de Emperor Jones—, era un personaje de ficción ideal, y fue la base de la segunda novela de Carpentier, El reino de este mundo (1949). Carpentier trata a Christophe más como un símbolo —una presencia histórica, podría decirse— que como una persona. Aparece en escena sólo hacia el final del libro. Entretanto, se examina toda una época. Carpentier es sobre todo un cronista. Su mirada se fija por momentos en las figuras individuales, pero sólo para calzarlas dentro del marco histórico. Traza a grandes rasgos sus particularidades sin tocar el fondo del personaje. Así, El reino de este mundo arranca con la humilde figura del esclavo negro, Ti Noel quien como el resto de la población esperanzada pero indefensa cambia de manos continuamente en el torbellino de los acontecimientos: la rebelión de los esclavos dominicanos durante el siglo XVIII, el exilio de los colonos a Santiago de Cuba, el gobierno haitiano del general Leclerc, cuñado de Napoleón y, finalmente la arrogante y vertiginosa tiranía de Henri Christophe. Estamos ahora sobre los talones de Mackandal, hechicero y terrorista manco con místicos ideales revolucionarios; ya en la supersticiosa alma animista de Ti Noel; ya en la espléndida morada de Pauline Bonaparte, suntuosa belleza que se hace masajear desnuda al sol tropical por su lacayo negro, Solimán; ya en las calles, espectadores de levantamientos y alborotos anónimos. Rigen, sincrónicas, las leyes de la recurrencia; los actos individuales, con sus inversiones y variantes, van componiendo figuras invariables. Como la serpiente que se enrolla para morderse la cola, la historia circula sin desembocar nunca. El estilo es sobrio, casi impersonal. La arquitectura comprende una serie de elementos dispares que no siempre están bien integrados, pero las escenas claves —entre ellas la vistosa muerte «shakesperiana» de Henri Christophe en el solitario esplendor de su palacio deshabitado, en el centro de la ciudadela— se destacan esculturales y nítidas.
De especial interés en El reino de este mundo —además del famoso prólogo que inaugura el tema del «real maravilloso»— es la ambigüedad con que Carpentier aborda el tema revolucionario. Más de un lector se habrá preguntado alguna vez cuál es la posición de Carpentier ante la revolución cubana. Parecería navegar entre dos aguas. En sus libros las revoluciones son siempre fracasos a corto plazo, pero —según nos asegura— también anuncios al porvenir. Así es como en El reino de este mundo—igual que en El siglo de las luces— la suerte está echada en contra de las vidas individuales, arrasadas por los acontecimientos, sacrificadas a la marcha del progreso histórico. ¿Determinismo marxista? ¿Fatalismo? La pregunta queda abierta. Carpentier no es un propagandista. Trata la dialéctica de la revolución, sin ocuparse de sus consecuencias o fines utilitarios. Su compromiso personal con la revolución es bien conocido. Pero, como novelista, subordina la ideología al proceso narrativo. Hay en él además una visión trágica —reaccionaria, dirán algunos— de las posibilidades humanas. El acoso, por ejemplo, reconoce explícitamente la incapacidad de un hombre —quizá de todos los hombres— de estar a la altura de su destino histórico. El reino de este mundo muestra a un Carpentier estoico que se resigna a pensar: «Y (Ti Noel) comprendía ahora que el hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo».
Sin duda hay en Carpentier una dualidad: el militante alterna con el filósofo pesimista para quien la esencia de la historia consiste en que se repite. Así sucede, por ejemplo, que las revoluciones se institucionalizan para dar cauce otra vez, completando el ciclo, a nuevas revoluciones. El progreso es relativo, un concepto cronológico que puede medirse sólo dentro de un contexto histórico dado, en un lapso más o menos finito. En una escala absoluta, fuera del tiempo, no hay movimiento hacia delante —o hacia atrás— sino sólo un interminable vaivén entre antípodas. En el centro de gravedad se encuentra el arquetipo. Lo que en las vidas humanas —temporales— son complejidades y contradicciones, en un plano ulterior, abstraídas del flujo, se convierten en actitudes genéricas. Es esta idea la que en cierto modo parecería dominar la asombrosa colección de cuentos de Carpentier, La guerra del tiempo (1958), donde adquiere mil formas distintas. En «Semejante a la noche», tenemos el retrato estilizado de un soldado en vísperas de su partida al frente. Es un soldado cualquiera en cualquier lugar. Hace lo que haría cualquier soldado en circunstancias similares: empaca, se despide de sus amigos, de su familia. Lo que da sabor a la historia es la «vuelta» ingeniosa que le da el autor. En la primera escena, los datos sugieren que se trata de un griego que se embarca para la guerra de Troya; en la segunda, aunque inalterado en su persona, el soldado es un francés del siglo XVIII que se dirige a los Estados Unidos a luchar en la guerra de la independencia. En sucesivas escenas, el telón histórico está en continua rotación; sin embargo, el soldado, en su situación arquetípica, es siempre el mismo. Como en El siglo de las luces,que se ubica muy específicamente en el tiempo, a pesar de lo cual es tan genérico de concepto que durante las primeras ochenta páginas —la gran obertura— el autor ha dispuesto los elementos del drama de modo tal que podríamos encontrarnos tanto en el siglo XX como en el XVIII, se ha simplificado la experiencia, se la ha estilizado, reducido a sus elementos fundamentales. El soldado es la sombra del reflejo de una imagen casi platónica. Hasta el lenguaje es incorpóreo, abstracto. De igual modo, en lo que es tal vez la más acabada creación de Carpentier, el cuento «El camino de Santiago», que se desarrolla en tiempos de la conquista, tenemos al prototipo del Indiano, sólo a medias trasplantado de Europa, desarraigado en su nueva tierra, dividido por dentro, eternamente desgarrado entre el viejo y el nuevo continente. Una apertura realista desemboca a corto plazo en el reino de la parábola. El tema del exilio y el retorno se aborda de manera simbólica como las idas y venidas cíclicas de diferentes personas que son siempre el mismo Indiano, reproducciones fugaces nacidas del mismo molde arquetípico, vagabundos sin patria destinados a perpetuarse a través del tiempo. En un continente que abarca todas las edades del hombre, el pasado y el futuro se vuelcan uno dentro del otro. El mundo de Carpentier es un palíndromo. Eso lo vemos claramente en la silenciosa elocuencia del «Viaje a la semilla», donde un hombre alcanza una especie de inmortalidad en el lecho de muerte, al retroceder con la memoria hasta sus orígenes, desangrándose por las dos puntas en una muerte que es a la vez un regreso al seno materno.
La presencia de lo eterno en lo temporal —y de lo universal en lo particular— como elemento clave del contexto latinoamericano se elabora a todo nivel en la tercera novela de Carpentier, Los pasos perdidos (1953). Aquí la crónica, hábilmente traspuesta —a través de un narrador-protagonista que lleva un diario—, se entreteje con una prolongada, y a veces laboriosa, meditación sobre la vida, el tiempo y la historia. Los personajes, vaporosos, son avatares de los distintos aspectos de una experiencia común. Podemos identificar el protagonista casi impersonal con el autor. El tema del libro es el Retorno de un expatriado convertido en extranjero, ajeno a sí mismo —ha «perdido la clave de su existencia auténtica»— y en busca de su identidad perdida. La experiencia avanza en un terreno metafórico, de acuerdo con un simbolismo elemental: un viaje que remonta el vasto río de una jungla, retrocediendo en el tiempo, corriente arriba hacia la fuente. La historia, monumental, sobrevive a su grandilocuencia. A ratos, Carpentier da a los símbolos una fuerza dinámica que los redime. En Los pasos perdidos, su novela más personal y más lograda, arroja nuevas luces sobre un viejo tema. Hay instantes en que su mirada alcanza la inocencia encandilada del que ve las cosas por primera vez. La despersonalización eleva la autobiografía espiritual al nivel del mito colectivo.
Los pasos perdidos fue escrito durante su exilio en Venezuela —país que en su concepto es «una síntesis del continente:... sus ríos inmensos, sus llanos interminables, sus montañas gigantescas y la selva virgen»— y, efectivamente, describe un viaje que hizo el autor remontando el Orinoco hasta las grandes sabanas, el proverbial paraíso terrenal de los conquistadores, «una de las regiones menos exploradas del continente americano». Una nota final del libro identifica la escena. Pero no importa precisar el lugar en el mapa. Durante el transcurso de la narración, el río permanece anónimo. Podría tratarse de cualquier río americano. El narrador podría ser cualquier hombre que remontara la corriente en busca del pasado de la humanidad y de su propia infancia.
A diferencia de los regionalistas, que creían comulgar con la naturaleza, Carpentier no pretende ser parte integrante del espíritu del lugar. Al contrario. Como observador civilizado reconoce que está a cierta distancia. El drama del libro, cuando lo hay, consiste precisamente en sus esfuerzos por acortar esa distancia. La experiencia es más exótica que visceral. El protagonista de Los pasos perdidos es un músico que tiene una teoría sobre los orígenes miméticos y mágicos de la música, al que un museo vinculado con una universidad norteamericana le ha encomendado navegar río arriba en busca de ciertos instrumentos tribales para enriquecer su colección. Emprende el viaje a disgusto, abrumado por nebulosos acontecimientos ocurridos en el mundo del presente que le causan un vago malestar. Lo acompañan el hastío, el cansancio y el derrotismo. Se entiende que es un desubicado que zozobra en el mundo apocalíptico del siglo XX. Como en un ensueño leemos: «Yo había sido desarraigado en la adolescencia, encandilado por falsas nociones, llevado al estudio de un arte que sólo alimentaba a los peores mercaderes de Tin-Pan-Alley, zarandeado luego a través de un mundo en ruinas, durante meses, como intérprete militar, antes de ser arrojado nuevamente al asfalto de una ciudad donde la miseria era más dura de afrontar que en cualquier otra parte». La ciudad nunca se nombra, pero adivinamos por las alusiones que se trata de Nueva York. De cualquier manera, simboliza la civilización moderna. «¡Ah! Por haberla vivido —apunta el protagonista—, yo conocí el terrible tránsito de los que lavan la camisa única en la noche, cruzan la nieve con las suelas agujereadas, fuman colillas de colillas y cocinan en armarios, acabando por verse tan obsesionados por el hambre, que la inteligencia se les queda en la sola idea de comer». Aunque mejorada materialmente en tiempos recientes, su vida en la gran ciudad ha perdido todo sentido. La costumbre lo ata a una esposa temperamental, Ruth, una actriz atrapada en un ininterrumpido circuito de representaciones que han reducido sus relaciones conyugales a un triste acoplamiento —«machihembramiento», suele decir Carpentier— que se cumple los domingos; y a una frívola amante francesa, Mouche, adicta al espiritismo, la astrología y el surrealismo. Ha llegado el momento de romper con todo. Los detalles se van registrando en forma más o menos impresionista —y desapasionada— en el diario del narrador, recurso que Carpentier usa para pensar en alto y extravagar, cuidando más la unidad tonal que el detalle cronológico. La maquinaria escenográfica rechina un poco. Pero una vez montada, el tema resalta con claridad. Estamos en un «viaje de Descubrimiento» hacia las tinieblas del primer amanecer. Habrá quien piense en El corazón de las tinieblas de Conrad. Y no se equivocará. Hay una indudable reminiscencia de Conrad en Carpentier, no sólo en la tortuosa exuberancia de su estilo sino en el significado alegórico del viaje. Pero el viaje de Carpentier y el de Conrad —de eso se trata— son de signo inverso. Para Conrad, «el corazón de las tinieblas» era un mundo de horror y salvajismo. Mientras que la visión de Carpentier es edénica.
Remontando el tiempo, vamos primero a una anónima capital latinoamericana en plena revolución, luego a aldeas del interior donde encontramos vestigios de la vida del siglo XVIII o XIX, enseguida a regiones feudales, y finalmente al mundo tribal de la Edad de Piedra, en lo más profundo de la selva. Es una región accesible sólo a través de una ínfima apertura en la maleza que cubre la orilla del río, río que desborda en la estación de las lluvias —detalle significativo—, borrando toda huella de paso humano, tragándose las señales que indican el camino. Hemos llegado a la vertiente, la tierra del Génesis.
Las gentes que pueblan la escena, aunque, como lo señala el autor, a menudo sacadas de la vida real, son personificaciones más que personas: el buscador de oro, con sus fabulosas visiones de El Dorado; el aventurero griego, que contesta la llamada de algún antepasado perdido, con un volumen de la Odisea bajo el brazo; el sacerdote pionero, que lleva la Iglesia a los desiertos; El Adelantado, que representa las fuerzas seculares, un Constructor que ha fundado una ciudad en la misma boca del manantial. De particular importancia para el protagonista es la figura de Rosario, encarnación del principio femenino, símbolo de la matriz original, de la Madre Tierra, origen y fuente de toda la vida, signo de regeneración y renacimiento. Porque ella es «una mujer que es toda una mujer, sin ser más que una mujer»: una criatura elemental que lleva la vida en sus entrañas y para quien «el centro del mundo está donde el sol, al mediodía, la alumbra desde arriba». El amor que siente por ella —experiencia inconmensurable aunque, de acuerdo con el calendario, el Retorno no ha durado sino algo más de seis semanas— lo transfigura. Ha retrocedido a través de las edades del hombre: el Fin se ha convertido en Principio. A nivel instintivo ha encontrado felicidad, armonía, plenitud. No siente ningún deseo de regresar a la civilización. Ha descubierto que «aquí puede ignorarse el año en que se vive, y mienten quienes dicen que el hombre no puede escaparse de su época». Pero a otro nivel es vulnerable: un hombre del siglo XX después de todo, un prisionero de otra edad con todo su equipaje y todo su lastre de enredos y compromisos, habitado por retrospectivos «recuerdos del porvenir». En tanto que es un artista, su situación resulta particularmente penosa; el arte, dice, no pertenece al Génesis, sino a la Revelación. Como intelectual dotado —o condenado— a la conciencia, es el producto final del peso de toda la historia de la humanidad que carga a hombros. Debe estar en contacto con su siglo; no puede desconectarse. «La marcha por los caminos excepcionales se emprende inconscientemente, sin tener la sensación de lo maravilloso en el instante de vivirlo... Los mundos nuevos tienen que ser vividos, antes que explicados. Quienes aquí viven no lo hacen por convicción intelectual; creen simplemente que la vida llevadera es ésta y no la otra. Prefieren este presente al presente de los hacedores del Apocalipsis.» Opción esta que no le cabe al protagonista, pues «el que se esfuerza por comprender demasiado, el que sufre las zozobras de una conversión, el que puede abrigar una idea de renuncia al abrazar las costumbres de quienes forjan sus destinos sobre este légamo primero, en lucha trabada con las montañas y los árboles, es hombre vulnerable por cuanto ciertas potencias del mundo que ha dejado a sus espaldas siguen actuando sobre él». Por lo tanto, «nada de esto se ha destinado a mí, porque la única raza humana que está impedida de desligarse de las fechas es la raza de quienes hacen arte, y no sólo tienen que adelantarse a un ayer inmediato, representado en testimonios tangibles, sino que se anticipan el canto y forma de otros que vendrán después, creando nuevos testimonios tangibles en plena conciencia de lo hecho hasta hoy». Pero el fracaso personal del protagonista —que llena los requisitos del esquema y estaba también destinado, según el autor, a evitar la mácula del final feliz— sugiere un posible triunfo al alcance del hombre nacido de la sustancia americana que lleva de las profundidades del ser. A ese hombre, los ríos de la selva le correrían por las venas como su propia sangre. ¿Carpentier sería ese hombre? Quizá más de lo que uno pudiera sospechar. Rió cuando le hicimos la pregunta y dijo: «Rosario es mi mujer».
En Los pasos perdidos, como en casi todo Carpentier, abruma el lenguaje recargado. Oraciones tupidas, cargadas de orfebrería, se acumulan para formar interminables párrafos a veces de asombrosa belleza polifónica, pero estáticos. Hay en Carpentier una especie de apetito morboso por la palabra, casi diríamos una glotonería verbal que da una sensación de obesidad. Carpentier es un maestro de la naturaleza muerta; evoca una época nombrando sus objetos. Pero a veces no es más que un elegante jardinero, sofocado por sus flores. Esta tendencia se va acentuando en sus últimas obras en donde, cada vez con mayor frecuencia, la dinámica afloja bajo el peso del ornamento y la filigrana. La sintaxis se petrifica. No hay casi diálogo, y cuando lo hay, es de una rigidez casi hierática. Marca un tiempo, nada más; es una forma de puntuación. Difícil hacer pie, y aún más tocar fondo. La mirada se extravía sin compás ni brújula. En el peor de los casos, Conrad se hace Poe, de cuya prosa melodramática Carpentier dice que es «una de las más extraordinarias de todos los tiempos». En Carpentier el resultado de ese exceso a veces una textura verbal sin vida, puro tapizado. De hecho, a Carpentier le interesa más el contexto que el personaje. Pone menos énfasis en la acción que en las corrientes y las tendencias. En esto se siente en armonía con lo que considera la orientación de nuestra literatura actual. Hay un personaje en una novela de Carlos Fuentes que dice que en nuestra parte del mundo no hay gente, no hay individualidades, sino sólo conflictos de fuerzas impersonales. El personaje de Fuentes habla con la voz de la tradición indígena, en la que el individuo encarna el espíritu colectivo. Pero en Carpentier, el principio se aplica al conjunto de la sociedad de masas moderna. El barro amorfo de esta sociedad es la materia prima que amolda para formar sus figuras humanas. Su predilección es por los prototipos o bien por las muchedumbres informes disueltas en escenas callejeras. Llama a su estilo «barroco», y lo identifica con el carácter del continente. «El arte de América Latina es barroco o no lo es», dice categóricamente. Barrocas son, en su concepto, cosas tan poco relacionadas entre sí como la almibarada arquitectura colonial mexicana, la música de Villa-Lobos y la fantasía de Borges. Pero el término se aplica más específicamente a cierta vena de nuestra literatura que tiende hacia la gran pantalla. Barrocos son, por ejemplo, Carlos Fuentes y Miguel Ángel Asturias, que tejen enormes telas de palabras. En sus palabreríos suenan voces de gente, ruidos de actividades. En Carpentier, en cambio, olemos la biblioteca y el archivo. Carpentier es como el artista árabe que al no poder representar formas vivientes se expresa en arabescos.
Carpentier ve el asunto de otra manera. El artista latinoamericano, por definición, dice, no sólo trabaja en un lienzo amplio, sino que quiere «cubrir la superficie entera... no dejar espacios muertos». El artista del Viejo Mundo puede nombrar las cosas de pasada; forman parte del bien público y se las reconoce con facilidad. «Todo el mundo conoce el pino de Heine.» Pero en el Nuevo Mundo, nosotros —como Adán en el Jardín del Edén— nos encontramos todavía en la etapa de «nombrar las cosas». Debemos suministrar un completo y detallado inventario de nuestras desconocidas calles, casas, bosques, lagos, montañas, para convertirlas en parte de la sensibilidad universal.
Sin embargo, Carpentier tiene una riquísima imaginación visual. No es una metáfora decir que pinta sus escenas. Cuando algún pasaje le causa dificultades, dice, trata de imaginar cómo lo vería un pintor, y luego lo proyecta al modo de Brueghel, de Jerónimo Bosch, de Goya. Pero no se detiene allí. Después redondea todos los volúmenes, llena todos los espacios. Al lector no le queda nada que agregar, se pierde visualmente en planos sin perspectiva.
A Carpentier, sospechamos a veces, lo conmueve más la arquitectura que la gente. En El acoso, por ejemplo, la angustia del acosado durante su fuga turística por los portales de la vieja Habana es mínima comparada con «la agonía de los últimos órdenes clásicos usados en la época».
Los personajes, en Carpentier, se ponen de espaldas al lector, son símbolos andantes de ideas o actitudes. Ejemplifican, sin dramatizar, los conflictos. Son casos sin ser personas. Carpentier desprecia lo que llama «la novelita psicológica», que se concentra en vidas privadas en vez de proyectarse en el telón histórico o social. Lo que le interesa es la «sustancia épica». «Me gustan los grandes temas —dice—. Ellos son los que confieren mayor riqueza a los personajes y a la trama de la novela». Aunque admite al mismo tiempo que «los grandes escenarios son los que más fácilmente traicionan al novelista».
Donde trata de conciliar la abstracción con el hecho concreto es en lo que suele considerarse su obra maestra, El siglo de las luces (1962). Más que nunca lo vemos aquí resuelto a obtener una vasta síntesis de la experiencia americana. Su afición a los personajes históricos hizo que eligiera como figura central a Victor Hugues, héroe menor pero espectacular de la Revolución Francesa, lo bastante desconocido como para poder retratarlo enteramente «en función de sus actos».
Nacido de un aterrizaje forzoso del autor en la isla de Guadalupe en un vuelo a Europa, El siglo de las luces, lleno de momentos luminosos, es un entretejido de muchos temas en numerosas claves y registros. Con todos sus defectos —amaneramientos, barroquismos, actitudes teatrales— es, desde luego, una impresionante arquitectura, laberíntica, de aliento sostenido y erudita hasta la maravilla en materias tan diversas como la filosofía, las artes plásticas, la arqueología, la medicina y el ocultismo.
El siglo de las luces retrata las repercusiones inmediatas de la Revolución Francesa en el Nuevo Mundo, centrado en el Caribe español y francés. Como en sus otras historias revolucionarias, El reino de este mundo El acoso, Carpentier se mueve entre lo específico y lo arquetípico. Se repite la historia de siempre. Una primera fase de febril idealismo, fanatismo e ilusión pronto decae, se vuelve burocracia, para degenerar en corrupción y después violencia ciega y acabar en desencanto y resignación. La revolución, ya se sabe, devora a sus propios hijos. No todo es negativo, sin embargo, visto a largo plazo. La notable historia de Victor Hugues —una «hipóstasis» de Robespierre en el Nuevo Mundo— ilustra la tesis del autor. En los primeros días de la revolución, Victor Hugues es un oscuro comerciante marsellés, piloto de barcos mercantes en el Mediterráneo, cuyo espíritu lo ha llevado a abrir tienda en el Caribe. Su entrada en la historia data de la noche en que prenden fuego a su comercio en Haití durante una revuelta de esclavos, que despierta su conciencia vagamente liberal a los imperativos del momento. Bulle el Caribe entero, y Hugues, que sopla con el viento —veleta con buenas conexiones en todas partes—, comienza su meteórico ascenso al poder. Masón un día, jacobino al siguiente, despiadado con sus enemigos, espartano en su vida personal, cínicamente oportunista en los servicios que presta a sus cambiantes amos, es el epítome del hombre de acción, experto en el sofisma y la casuística, cuyo papel consiste en reducir las ideas abstractas al nivel de las realidades prácticas. Su estrella ascendente lo lleva a Francia, donde se coloca bajo el ala de Fouché y Robespierre, y luego de vuelta al Nuevo Mundo, como representante del gobierno francés, para desplazar a los ingleses de Guadalupe, y finalmente para gobernar Cayena, donde, según cuenta la historia, administró justicia con mano de hierro hasta que alrededor de 1822 le llegó la muerte, en su plantación.
Sobre estos pocos hechos básicos, Carpentier construye su epopeya contra un fondo florido que abarca todo el mar del Caribe —y se extiende al otro lado del Atlántico hasta Francia y España— para componer un cuadro que rebosa de catástrofes naturales e históricas tan prolíficas y superpuestas que es difícil a veces saber si estamos naufragando en alta mar, muriendo de una epidemia, o perdiendo la cabeza en una purga jacobina. La eficaz maquinaria pragmática de Victor Hugues sobrevive a terremotos y aludes. Las banderas y las consignas van y vienen, las mareas suben y bajan. El jacobino Hugues es partidario de la libertad y la igualdad, y la abolición de la esclavitud. Pero, por consideraciones políticas, tolera el tráfico de esclavos que desarrollan a contramano piratas que navegan bajo bandera francesa cuando el cargamento proviene de barcos ingleses y va hacia los puertos de las Indias Occidentales Holandesas. El período napoleónico trae la restauración de la esclavitud en sus dominios. Las flagrantes contradicciones internas de la revolución se concentran en Victor Hugues, al llegar éste al Nuevo Mundo durante su primera designación, con los auspicios del Consulado Nacional, en la cúspide del esplendor «alegórico» de la revolución, con el símbolo de su poder: la guillotina.
Como Los pasos perdidos, El siglo de las luces es más dialéctica que drama. Sin embargo, Carpentier se preocupó por centrar el plan en personajes reales. Victor Hugues le da al libro su dimensión estrictamente histórica. Pero El siglo de las luces es también la crónica de los avatares de una familia. La familia en cuestión es cubana; se compone de Carlos, su hermana menor, Sofía, y su enfermizo primo Esteban, que son primero espectadores y luego participantes de los Grandes Acontecimientos de la Nueva Era, que los sorprenden durante el luto reciente por la muerte del padre en la mansión señorial de la vieja Habana. La muerte del páter familias, y junto con ella, la de toda una forma de vida, los deja desamparados en su medio decadente, que queda de pronto abierto al vendaval del cambio. Sus sostenes de clase hidalga ceden rápidamente a medida que van filtrándose hasta la enclaustrada colonia española las noticias del torbellino revolucionario que bulle en el Viejo Mundo. Mientras Carlos desempeña sus terrenales funciones de hermano mayor —aparece en escena sólo como un nexo en la narración— y se hace cargo de los asuntos familiares, la atención cae sobre Sofía y Esteban, jóvenes sensibles e inquietos que nutren vagos sueños de una revolución concebida de acuerdo con los principios iluministas de los filósofos franceses del siglo XVIII, cuyas obras —prohibidas en las colonias españolas— vienen leyendo en secreto. Arden por entrar en acción. Mientras tanto, llevan una vida desbarajustada —de contornos intemporales: su situación reproduce la de una familia real de La Habana moderna conocida del autor—, que refleja la perturbación general y el desgarramiento de la era. En un escenario un tanto a lo Cocteau —uno recuerda Les enfants terribles— con ecos de Paul et Virginie, entre muebles cubiertos de telarañas y cuadros polvorientos (en especial un óleo simbólico llamado Explosión en una catedral, de un maestro napolitano), pasan el tiempo vagando a la deriva desde el altillo al sótano, rondando las calles por las noches, durmiendo durante el día. Un aura de misterios infantiles flota sobre su relación, en la que reconocemos la culpable inocencia del deseo incestuoso. Esteban es neurasténico, casi inválido; sufre de asma crónica que lo deja postrado, Sofía —nombre escogido con intención, dice Carpentier, por su significado etimológico: sabiduría, gaya ciencia— le hace de hermana, enfermera y madre (es uno de los Eternos Femeninos de Carpentier). El mundo invaginado que habitan queda destruido para siempre cuando el destino llama a la puerta en la persona de Victor Hugues, cuya llegada justo después del holocausto haitiano— coincide con el luto familiar. Visto al principio con desconfianza y resentimiento a pesar de las cartas de recomendación que trae para el padre, Hugues se convierte pronto en un amigo de la casa, y los impetuosos huéspedes caen bajo su hechizo. La Nueva Era no tarda en calar en la familia. Esteban sana misteriosamente de su asma gracias a la medio-magia, medio-ciencia de un brujo negro —y médico diplomado—, Ogé, amigo de Victor Hugues y símbolo de las paradojas de la época cuando recita ininteligibles fórmulas vudú y, al mismo tiempo —con gran ceremonia—, procede a la muy razonable tarea de arrancar unas plantas alergénicas que crecen en el patio, detrás de la habitación del paciente. Entretanto, Sofía, en la que se ha encendido un romántico espíritu de cruzada, se ha convertido en la amante de Victor Hugues. Esteban, por su parte, lo venera como a un profeta. El despertar de Esteban a la conciencia histórica coincide con el paso —a través de la sexualidad— de la adolescencia a la vida adulta.
La historia de los primos está ahora inextricablemente ligada con la de Victor Hugues. Cada uno de los jóvenes tiene que cumplir en el libro un papel simbólico. Esteban se presenta como una especie de Cándido alucinado y a la vez prototipo del intelectual vacilante que no puede enfrentar la realidad. «Es la clase de persona a la que le gustaría que las estructuras vigentes cambiaran —dice el autor—, pero sólo con la condición de que el cambio tenga lugar de acuerdo con sus propios términos. Si las cosas no suceden como él quiere, renuncia...». Armado de fervor revolucionario, sigue a Victor Hugues a Francia, donde de inmediato se le asigna un pequeño puesto burocrático en el sur, cerca de la frontera española: una gran desilusión para él, que ingenuamente se había creído merecer algo mejor. Pero es que no ve claro. Sus principios morales lo ofuscan. Las deficiencias de la realidad lo escandalizan. Se derrumban los mecanismos que debían extender la revolución a España. En las filas cunde la traición y abundan los desertores. Entre purga y purga, los gobiernos se elevan y caen en París, donde sucesivas olas de terror llevan del Directorio al Consulado. Esteban, horrorizado por las sangrientas tácticas de los salvadores del mundo, advierte, demasiado tarde, que sus altos ideales se han hecho humo. Las víctimas son ahora verdugos. «Había soñado con una revolución muy distinta», le dice a Victor Hugues, fatigado en el curso de uno de sus cada vez más raros encuentros; a lo cual el viejo cínico, rechazando sus recriminaciones, contesta con la frase lapidaria: «¿Quién te pidió que creyeras en algo que no existe? Una revolución no se discute. Se hace».
El de Esteban es un caso típico de buenas intenciones malogradas; los golpes enseñan la lección. Cuando envían a Victor Hugues a Guadalupe con el evangelio de la libertad en una mano y la guillotina en la otra, Esteban no da más y rompe con todo. Mientras las cabezas ruedan, vuelve a La Habana derrotado, declarando amargamente que «la Tierra Prometida está dentro de uno».
Pero para Sofía la revolución acaba de empezar. Durante la ausencia de Esteban, por razones utilitarias, se ha casado con un hombre de negocios, quien por este tiempo, después de una corta asociación con el hermano Carlos, amablemente se retira a su lecho de muerte; ante lo cual Sofía, desafiando las convenciones, se dirige sin vacilar a reunirse con su antiguo amante, Victor Hugues, hecho todo un autócrata ahora en su lujosa mansión de Cayena.
Allí acoge a Sofía con frialdad. El tiempo le ha impuesto su tasa a Victor Hugues. El amor que los unía ha decaído tanto como la revolución misma. Sofía, aunque su fe mesiánica no desfallece, es realista. Antes de ser otra de tantas bajas, se retira con dignidad. ¿Dónde irá ahora? Imposible volver a La Habana, donde Esteban entretanto ha sido detenido por las autoridades coloniales por sus actividades revolucionarias y «masónicas» —la ironía final— y enviado a prisión en España. Sofía decide que su lugar está junto a su primo. En Madrid, de modo algo misterioso, maniobra hasta obtener la libertad de Esteban y se instala con él en un tranquilo suburbio. Las desventuras han quebrantado a Esteban. Su sola fuente de alegría es su amada Sofía, en quien reconoce el bastión y el refugio que siempre había anhelado. Su pasión revolucionaria, advierte, no fue nunca otra cosa que la búsqueda de Ella, la Mujer Original, raíz de su existencia. La revolución, para él, acaba con una vuelta al útero.
Para los primos siguen años de retiro monacal. Una vez más, comprobamos la ambigüedad de Carpentier con respecto de la revolución. La ineficacia de Esteban —la definitiva ineficacia de toda empresa humana— da al libro su contexto filosófico, que podría calificarse de fatalismo cristiano. Pero el verdadero sentido del libro, dice Carpentier, ha de buscarse en Sofía, cuya desapasionada apreciación de los hechos se vincularía más estrechamente con el humanismo marxista. Sofía comprende que «por más que los hombres engañen, las ideas siguen su camino hasta el día en que encuentren aplicación». La idea queda codificada en el epígrafe, una profética cita de Zohar: «Las palabras no caen en el vacío». Como el autor lo explicita hacia el final del libro: «La presencia de Victor Hugues había sido el cemento común de algo que se expresaría en enormes cargas de caballería por los llanos en la navegación por ríos de leyenda, en expediciones militares a través de inmensas cordilleras. Iba a acontecer una epopeya que haría triunfar en suelo americano lo que había fracasado en la vieja Europa». Se refiere, por supuesto, a las guerras de la independencia, que se erigieron bajo el signo de los ideales de la Revolución Francesa.
El siglo de las luces es de una densidad intimidante. A pesar del ritmo vertiginoso de los acontecimientos, sus preciosismos y su abuso de efectos pictóricos fijan y paralizan las escenas. Es como si todo ocurriera dentro de ese cuadro metafórico, «Explosión en una catedral», donde el «tumulto silencioso» de la vida termina en una «apocalíptica inmovilidad».
Sin embargo, el libro impresiona por su fuerza alegórica. Los rasgos esenciales del mundo americano que Carpentier describe y sus contextos siguen siendo los mismos. América, para Carpentier, es un conjunto de paisajes mentales más o menos invariables que determinan un estilo de vida. Los mitos fundamentales por los que vive el hombre no cambian. Así, la experiencia revolucionaria que cayó en la desidia en los siglos XVIIIXIX ha resucitado en el siglo XX. Carpentier pone esto de relieve cuando dice que El siglo de las luces fue originariamente compuesto entre los años 1956 y 1958. Luego, nos hace notar, lo revisó al regresar a Cuba en 1959 para unirse a las fuerzas de la revolución de Castro (razón por la cual no se publicó hasta 1962). Las cosas que Carpentier «nombra» en su libro han llegado a suceder. Aunque, de algún modo, habían existido desde siempre. Los movimientos sociales, en la América Latina, se repiten con una regularidad que refleja la permanencia de las cordilleras, los mares y las sabanas que constituyen el perfil eterno del continente. La descripción que nos da el autor de un archipiélago de la costa venezolana —por el que navegó a mediados del siglo y que pinta tal como lo vio entonces— calza perfectamente dentro de El siglo de las luces, cuya acción transcurre un siglo y medio antes. Es un buen ejemplo de la habilidad con que Carpentier combina distintos tiempos. «Ese capítulo lo escribí en el puente del barco —dice, y agrega—: Soy como los animales, ciertas cosas no las analizo, las escribo como las siento y bajo el efecto de enceguecedoras iluminaciones». Pero reconoce que su arte es premeditado. No vacila en confesar que le exige rigurosos esfuerzos. Mantiene un horario estricto; trabaja sobre todo al atardecer porque, como dice, desconfía de las «albas inspiradas». Por eso, «antes de ponerme a escribir una novela, elaboro una especie de plan conjunto que comprende: la disposición de los lugares, los croquis (horriblemente mal hechos) del sitio donde desarrollaré la acción. Escojo minuciosamente el nombre de los personajes; responden siempre a un simbolismo que me ayuda a verlos... Sería absolutamente incapaz de escribir un capítulo sin saber exactamente qué debo poner en él».
El importe total de la obra de Carpentier hay que medirlo en relación con el papel que juega el autor como apóstol y apologista de la revolución cubana, cuyas realidades contemporáneas, a su juicio, encarnan verdades ancestrales de valor premonitorio para toda América Latina. El deber del novelista, según lo ve él, es ayudar a definir esas verdades, para servirlas. No como un agitador —la literatura de la violencia pertenece al pasado— sino como una mente que reflexiona, entiende los contextos, pone los hechos en perspectiva. Lo que fue una vez la novela de «protesta» —género irreal, como dice Carpentier, en la medida en que trataba hechos que no habían ocurrido, es decir, hechos estadísticos reunidos más o menos arbitrariamente en una situación controlada para apoyar un argumento— ha cedido el paso a un género más independiente de las preocupaciones inmediatas y por lo tanto más eficaz y objetivo en sus evaluaciones. Carpentier es partidario, pero consciente de las complejidades de la tarea revolucionaria, conoce sus modelos históricos, que se repiten. Nos da una apreciación serena de los hechos. Toda era revolucionaria crea sus mártires. La guillotina de ayer es el paredón de hoy. La Masacre de los Inocentes podría ser una de las constantes en la historia. El desenlace de El siglo de las luces es instructivo. Esteban y Sofía salen de pronto un día de su retiro en Madrid, se lanzan, insensatos, a la calle en medio de un tumulto, y la multitud los aplasta. Fulminante culminación de un siglo «iluminado» que fue también, como lo señala su autor, un siglo de oscurantismo casi medieval, de sociedades secretas, de esclavitud, de brujería y de misas negras. Pero Esteban y Sofía o sus anónimos descendientes —sus epígonos— están vivos hoy en Cuba, presentes otra vez más ante el tribunal de la historia, aguardando su nueva sentencia. Si por buena causa o en vano, el tiempo decidirá. Entretanto, jueces y acusados, víctimas y verdugos continuarán incansables el eterno argumento, que quedará para siempre en debate, con todas sus contradicciones.
Carpentier cree en la fuerza de las ideas como pocos hombres. En su último retablo, El año 59, la primera parte de una trilogía —de un «ciclo»— sobre la revolución cubana, trata de demostrar sus efectos en contacto directo con los movimientos de masa. Unos fragmentos que han aparecido en la revista Casa de las Américas hacen pensar que será una empresa casi imposible. En El año 59 no hay protagonistas. Mejor dicho, no hay individuos, sólo grupos, olas humanas que arrasan con todo. Las distinguimos desde el palco, por sus formas y colores. Despegan los aviones del aeropuerto de La Habana, llevándose hordas de refugiados, y la turba invade las calles céntricas proclamando un oscuro mensaje que despliega al viento con sus carteles y estandartes. No hay trama, sólo movimiento ciego. Es una horda vociferante. El autor hace de altavoz. Vuelan los cohetes, zumban los conmutadores y nos arrastra la multitud. Y la retórica barroca envuelve todo y lo ahoga. La intención, dice Carpentier, es pintar una «colectividad» que se mueve como «un sistema planetario». Nos preguntamos si un conflicto humano puede tener algún sentido cuando deshumaniza a la persona, y nos quedamos con esa duda.
Además de su obra literaria —que incluye una pieza de teatro reciente, El aprendiz de brujo, sobre un tema colonial, centrada en la figura de Cortés—, Carpentier, que también dicta cátedras, ocupa una posición de gran responsabilidad en Cuba, como director de la Imprenta Nacional, uno de los productos de la revolución. Los libros son su alfabeto y su evangelio. En nuestra conversación, nos señaló orgulloso el hecho de que su prensa había publicado en el 64 el número inaudito de veinte millones de volúmenes y planeaba para el 65 veinte millones más. Aunque la condición humana sea invariable, los problemas inmediatos siguen vigentes, reclamando atención. Y Carpentier asume su papel histórico. Tiene las manos llenas. «Cuba no es un fenómeno aislado», dice. En su suerte se juega la de todo un continente. Si el ciclo inmortal de la revolución exigiera de Carpentier un mortal tributo, no sería la primera vez que nuestra literatura se rinde ante la historia.



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En colaboración con Bárbara Dohmann
Título original: Into the Mainstream
© 1966, 2012, Luis Harss
© De la traducción: Luis Harss
Madrid, Santillana Ediciones Generales, S. L, 2012
Imagen: Luis Harss © Eduardo Montes Bradley [+]



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