Thomas Bernhard: Ardía. Relato de viaje para un amigo de otro tiempo

7 de noviembre de 2014




Como sabe usted, llevo ya más de cuatro meses huyendo, pero no, como le indiqué, en dirección sur sino en dirección norte, finalmente no me atrajo el calor sino el frío, no la arquitectura, mi querido arquitecto y artista de la construcción, sino la Naturaleza, y realmente esa Naturaleza del norte muy determinada de la que con tanta frecuencia le he hablado, esa, así llamada, Naturaleza del círculo polar, sobre la que hace treinta años redacté un escrito, uno de esos innumerables escritos escondidos, escritos secretos, que nunca estuvieron destinados a la publicación, sólo a la aniquilación, porque recientemente vuelvo a tener la intención de seguir viviendo, no sólo de prolongar mi existencia sino de continuar sin freno alguno, mi querido arquitecto, mi querido artista de la construcción, mi querido charlatán de superficies. Por decirlo así, haciendo época en secreto, secretamente, mi querido señor. Primero pensé no volver a escribirle en ningún caso, porque nuestra relación me parece ya desde hace muchos años haber terminado real e irrevocablemente, sobre todo terminado espiritualmente, no tener nunca más contacto con usted fue mi intención, como es natural no volver a escribirle una línea, cualquier línea más me parece ya desde hace mucho un completo absurdo, dirigirla a un ser que en otro tiempo fue durante decenios un amigo, un compañero espiritual pero finalmente, durante muchos decenios, nada más que un enemigo, un enemigo de mis pensamientos, un enemigo de mi forma de pensar, un enemigo de esta existencia mía que, sin embargo, no es más que una existencia espiritual. Le escribí varias cartas en Viena y en Madrid, finalmente en Budapest y Palermo, pero no envié esas cartas, realmente dirigí y franqueé todas esas cartas, pero no las envié, para no convertirme en víctima de una vil falta de gusto. Destruí esas cartas y me juré no escribirle una línea más, como a todos los otros, tampoco a usted una línea más. No me permití ninguna correspondencia. Por eso viajo desde hace varios años por Europa y Norteamérica, posiblemente con una inútil locura, como diría usted, sin contactos, sin correspondencia, porque mi capacidad de comunicar se extinguió de repente después de habérmela negado yo durante años. Por decirlo así, entré dentro de mí y no volví a salir. Sin embargo, no puedo decir que esa época careciera de sentido para mí. En pocas palabras, escribí varios artículos para el Times, que como es natural no aparecieron porque no los envié al Times, después de haberme asentado en Oslo en el sentido más literal de la palabra. Oslo es una ciudad aburrida y la gente de allí carece de espíritu, es totalmente carente de interés, como posiblemente todos los noruegos, ésa es una experiencia que sin embargo sólo hice mucho más tarde, después de haber llegado hasta la altura de Murmansk. Allí conocí una raza de perros hasta hoy totalmente desconocida en Centroeuropa, el llamados chaufler, además de que la comida es mala, y el gusto artístico noruego, execrable. Un país totalmente antifilosófico, en el que toda clase de pensamiento se asfixia en el plazo más breve. Lo intenté en un asilo en Mösjohn, una pequeña ciudad de gente pobre, en la que disipan el aburrimiento tocando el piano; al parecer, una de cada dos familias de Mösjohn tiene un piano, yo mismo, en una casa donde pasé, mejor sobreviví, la primera noche tuve que ver y oír un piano de cola Bösendorfer que estaba tan desafinado que hasta la música de peor gusto, por ejemplo la de Schubert, tocada en él, se volvía interesante; la gente de Mösjohn, como supongo los noruegos en general, con sus pianos desafinados, han conseguido tener realmente una idea de la llamada música moderna de hoy, es decir, como puedo decir, más o menos por sí mismos, porque no tienen ni idea de ella. Sin embargo, esas experiencias noruegas, que casi me quitaron toda esperanza sobre mi futuro y que realmente se agotaron con la adquisición de gorros de piel y zapatillas de fieltro y botas de fieltro y, como queda dicho, las más perversas de todas las posibilidades de tocar el piano, no son las que me hacen escribirle estas líneas. He tenido un sueño y, como usted es coleccionista de sueños, no quiero privarle de ese sueño mío soñado en Rotterdam, porque, como sabe, soy un patrocinador y seguidor incondicional de las ciencias y especialmente de la suya y, situándome sencillamente por encima del total enfriamiento de nuestra relación, le cuento ese sueño que soñé en Rotterdam, después de haber dejado Oslo, haberme detenido un tiempo en Lübeck y Kiel y en Hamburgo, y unas semanas también en la repulsiva Brujas, en la que, como en Noruega, lo intenté como cuidador, aunque como cuidador de locos, lo soñé y lo anoté, porque, como sabe, la verdad es que sueño a diario pero no anoto todos esos sueños soñados a diario. ¡Qué pocos sueños realmente soñados y anotados por mí hay! Como usted sabe, desde hace muchos años huyo de Austria a alguna región mejor que Austria y en ningún caso quiero volver a Austria, a no ser que me vea obligado a ello por la fuerza. De manera que viajo, mejor, vago ya desde hace años por Europa y, como sabe, por Norteamérica, de un lado a otro, con la intención de encontrar un lugar en el que pueda realizar mis planes, precisamente los planes filosóficos de existencia de los que le hablé con tanta frecuencia y tanto tiempo, hasta que usted no pudo soportarlo más, sobre todo en el sur del Tirol y sobre todo en Renon. Porque no quería convertirme en un cerebro de Oxford, y tampoco en un cerebro de Cambridge; con el mayor esfuerzo sobre todo, lejos de todas las universidades, me dije siempre en los últimos años y, como sabe, rehúso desde hace años todos los libros de contenido universitario, evito la filosofía, cuando puedo, la literatura, cuando puedo, en general toda lectura, cuando puedo, por miedo de que precisamente esa lectura me vuelva realmente loco y demente y finalmente me mate; de ahí también mis dificultades para atravesar siquiera Europa y Norteamérica. De Asia he tenido siempre el mayor de los miedos, y mi viaje por la India terminó en un fracaso total, como sabe, porque, como sabe, soy de débil constitución física. Y América Latina se ha puesto muy de moda y eso me repele, todo el mundo va allí desde Europa y se agolpa so capa de prestar ayuda social y socialista, que en realidad no es otra cosa que una repulsiva variedad de la meticulosidad cristianosocial. Los europeos se aburren mortalmente y sólo para escapar a ese mortal aburrimiento europeo se meten por todas partes en el, así llamado, Tercer Mundo. Lo misionero es una antivirtud alemana, que hasta ahora sólo ha traído al mundo desgracias, que ha precipitado siempre el mundo entero en crisis. La iglesia ha envenenado a África con su repulsivo Buen Dios y ahora está envenenando con él a América Latina. La iglesia católica es la envenenadora del mundo, la destructora del mundo, la aniquiladora del mundo, ésa es la verdad. Y el alemán de por sí envenena continuamente todo el mundo de fuera de sus fronteras y no descansará hasta haber envenenado mortalmente a todo ese mundo. Por eso hace tiempo que me he retirado totalmente dentro de mí, de mi antimanía de querer ayudar a la gente en África y en Sudamérica. No se puede ayudar a la gente en nuestro mundo, que está lleno de hipocresía desde hace ya siglos. Al mundo como a la gente no se los puede ayudar, porque ambos son por completo hipocresía. Pero eso lo sabe ya por mí y tampoco se trata de eso. La realidad es que le escribo sólo, es decir, que sólo quiero comunicarle lo que hoy he soñado, porque le será útil, según creo. He soñado con Austria con tal intensidad porque he huido de ella, de Austria como el país más odioso y más ridículo del mundo. Todo lo que la gente ha encontrado siempre hermoso y admirable en ese país no era ya más que odioso y ridículo, siempre sólo repulsivo, y no encontraba un solo punto en esa Austria que fuera siquiera aceptable. Sentía mi país como un yermo perverso y una horrible abulia. Sólo ciudades terriblemente mutiladas, un paisaje únicamente espantoso, y en esas ciudades mutiladas y ese paisaje espantoso gentes viles y falsas e infames. No se podía saber qué era lo que había hecho esas ciudades tan mutiladas, ese país tan desolado, a esas gentes tan viles e infames. El paisaje era tan vil como la gente, tan mutilado, tan infame, tanto el uno como la otra espantosos de una forma totalmente mortal, tiene que saber. Si veía gente, sólo veía muecas viles donde habrían debido tener una cara, si abría el periódico, tenía que vomitar ante la abulia y la infamia que había allí impresas, todo lo que veía, lo que oía, todo lo que tenía que percibir me daba náuseas. Estaba condenado a ver y oír durante semanas esa Austria repulsiva, tiene que saber, hasta que finalmente, por desesperación ante ese oír y ver mortales, me quedé en los huesos; por repugnancia ante esa Austria no probaba ya bocado, no podía tomar un trago. Veía, dondequiera que mirase, sólo fealdad y vileza, una naturaleza odiosa y falsa y vil y gentes odiosas y viles y falsas, la absoluta suciedad y vileza de esas gentes. Y no crea que sólo veía el gobierno y la, así llamada, alta sociedad de esa Austria, todo lo austríaco me resultaba de repente de lo más odioso, de lo más estúpido, de lo más repulsivo. En un estado sumamente lesionado, como diría usted, me senté finalmente, después de haber recorrido varias veces esa Austria odiosa y vil y estúpida, a mi estilo sin aliento, tiene que saber, sobre un bloque de conglomerado en la Haunsberg de Salzburgo, desde donde miré la ciudad totalmente embrutecida por sus habitantes y totalmente aniquilada por los arquitectos, los colegas de usted, pero todavía cociéndose en su perversa megalomanía. ¿Qué han hecho las gentes austríacas en sólo cuarenta o cincuenta años de esa joya europea?, pensé, sentado en el conglomerado. Un solo espanto arquitectónico, en el que los salzburgueses, que aborrecen a los judíos y los extranjeros, como católicos y nacionalsocialistas, corretean de un lado a otro con sus horribles trajes regionales de cuero y loden. Debí de dar una cabezada en el bloque de conglomerado de la Haunsberg de Salzburgo, por decirlo así agotado por el mundo, porque de repente me desperté en la Kahlenberg vienesa. E imagínese, mi querido arquitecto y artista de la construcción, lo que pude ver desde la Kahlenberg, después de despertar, no sentado en un bloque de conglomerado como en la Haunsberg de Salzburgo sino en un podrido banco de madera por encima de la llamada Himmelstraβe: toda aquella Austria repulsiva, en definitiva nada más que bestialmente apestosa, con todas sus gentes viles e infames y con sus mundialmente famosos edificios de iglesias y monasterios y teatros y conciertos ardía y quedaba calcinada ante mis ojos. Tapándome las narices, pero con ojos y oídos muy abiertos y con un monstruoso deseo de percibir dejé que se calcinara lentamente y con el efecto más teatral posible ante mí, hasta que no fue más que una superficie apestosa, al principio negroamarilla, luego negrogris, de cenizas pegajosas, y nada más. Y cuando del gobierno austríaco, que, como sabe, es el más estúpido gobierno del mundo, y del clero católico austríaco, que ha sido siempre el más taimado del mundo, apenas veía ya más que restos socialcristianos y católicos y nacionalsocialistas en aquel desierto calcinado negrogris, respiré profundamente, aunque tosiendo, aliviado. Respiré tan aliviado que me desperté. Para mi felicidad, en Rotterdam, en esa ciudad que para mí, por todos los motivos, es la que me está más próxima y por consiguiente la que más quiero, como sabe. Aunque no vale la pena hablar, en ningún caso, de esta Austria ya ridícula desde hace muchos decenios, puede ser interesante sobre todo para usted, señor, según pienso, saber que, después de tantos decenios, he vuelto a soñar con ella.





En Goethe se muere 
Título original: Goethe schtirbt 
Thomas Bernhard, 1982 
Traducción: Miguel Sáenz
Foto: Thomas Bernhard at home, Obernathal, 1981 by Barbara Klemm


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