Ni como poeta ni como individuo (I): Pablo Neruda sobre Stalin

11 de enero de 2014




Mucha gente ha creído que yo soy o he sido un político importante. No sé de dónde ha salido tan insigne leyenda. Una vez vi, con candorosa sorpresa, un retrato mío, pequeño como una estampilla, incluido en las dos páginas de la revista Life que mostraban a sus lectores los jefes del comunismo mundial. Mi efigie, metida entre Prestes y Mao Tse Tung, me pareció una broma divertida, pero nada aclaré porque siempre he detestado las cartas de rectificación. Por lo demás, no dejaba de ser gracioso que se equivocara la CIA, no obstante sus cinco millones de agentes que mantiene en el mundo.

El más largo contacto que he mantenido con un líder cardinal del mundo socialista fue durante nuestra visita a Pekín. Consistió en un brindis que cambié con Mao Tse Tung, en el curso de una ceremonia. Al chocar nuestros vasos me miró con ojos sonrientes, y ancha sonrisa entre simpática e irónica. Mantuvo mi mano en la suya, apretándomela por unos segundos más de lo acostumbrado. Luego regresé a la mesa de donde había salido.

Nunca vi en mis muchas visitas a la URSS ni a Molotov, ni a Vishinski, ni a Beria; ni siquiera a Mikoian, ni a Litvinov, personajes estos últimos más sociables y menos misteriosos que los otros.

A Stalin lo divisé de lejos más de una vez, siempre en el mismo punto: la tribuna que sobre la Plaza Roja se levanta llena de dirigentes de alto nivel, tanto el 1.º de mayo como el 7 de noviembre de cada año.

Pasé largas horas en el Kremlin, como participante del comité de los premios que llevaban el nombre de Stalin, sin que nunca nos cruzáramos en un pasillo; sin que él nos visitara durante nuestras deliberaciones o almuerzos, o nos llamara para saludarnos. Los premios se concedieron siempre por unanimidad, pero no faltó más de una cerrada discusión previa a la selección del candidato. A mí me dio siempre la impresión de que alguien de la secretaría del jurado, antes de que se tomaran las decisiones finales, corría con los acuerdos a ver si el gran hombre los refrendaba. Pero la verdad es que no recuerdo que se recibiera nunca una objeción de su parte; ni tampoco recuerdo que, a pesar de su perceptible proximidad, se diera por enterado de nuestra presencia. Decididamente, Stalin cultivaba el misterio como sistema; o era un gran tímido, un hombre prisionero de sí mismo. Es posible que esta característica haya contribuido a la influencia preponderante que tuvo Beria sobre él. Beria era el único que entraba y salía sin avisar de las cámaras de Stalin.

Sin embargo, tuve en cierta oportunidad una relación inesperada, que hasta ahora me parece insólita, con el hombre misterioso del Kremlin. Íbamos hacia Moscú con los Aragón —Louis y Elsa— para participar en la reunión que otorgaría ese año los premios Stalin. Unas grandes nevazones nos detuvieron en Varsovia. Ya no llegaríamos a tiempo a la cita. Uno de nuestros acompañantes soviéticos se encargó de transmitir en ruso, a Moscú, las candidaturas que Aragón y yo propiciábamos y que, por cierto, fueron aprobadas en la reunión. Pero lo curioso del caso es que el soviético que recibió la respuesta telefónica, me llamó a un lado y me dijo sorpresivamente:

—Lo felicito, camarada Neruda. El camarada Stalin, al serle sometida la lista de posibles premiados, exclamó: «¿Y por qué no está el de Neruda entre estos nombres?».

Al año siguiente recibía yo el Premio Stalin por la Paz y la Amistad entre los Pueblos. Es posible que yo lo mereciera, pero me pregunto cómo aquel hombre remoto se enteró de mi existencia.

Supe por aquellos tiempos de otras intervenciones similares de Stalin. Cuando arreciaba la campaña en contra del cosmopolitismo, cuando los sectarios de «cuello duro» pedían la cabeza de Ehrenburg, sonó el teléfono una mañana en la casa del autor de julio Jurenito. Atendió Luba. Una voz vagamente desconocida preguntó:

—¿Está Ilya Grigorievich?

—Eso depende —contestó Luba—. ¿Quién es usted?

—Aquí Stalin —dijo la voz.

—Ilya, un bromista para ti —dijo Luba a Ehrenburg.

Pero una vez en el teléfono, el escritor reconoció la voz de Stalin, tan oída de todos:

—He pasado la noche leyendo su libro La caída de París. Lo llamaba para decirle que siga usted escribiendo muchos libros tan interesantes como ése, querido Ilya Grigorievich.

Tal vez esa inesperada llamada telefónica hizo posible la larga vida del gran Ehrenburg.

Otro caso. Ya había muerto Maiakovski, pero sus recalcitrantes y reaccionarios enemigos atacaban con dientes y cuchillos la memoria del poeta, empecinados en borrarlo del mapa de la literatura soviética. Entonces ocurrió un hecho que trastornó aquellos propósitos. Su amada Líly Brick escribió una carta a Stalin señalándole lo desvergonzado de estos ataques y alegando apasionadamente en defensa de la poesía de Maiakovski. Los agresores se creían impunes, protegidos por su mediocridad asociativa. Se llevaron un chasco. Stalin escribió al margen de la carta de Lily Brick: «Maiakovski es el mejor poeta de la era soviética». Desde ese momento surgieron museos y monumentos en honor de Maiakovski y proliferaron las ediciones de su extraordinaria poesía. Los impugnadores quedaron fulminados e inertes ante aquel trompetazo de Jehova.

Supe también que a la muerte de Stalin se encontró entre sus papeles una lista que decía: «No tocar», escrita por él de puño y letra. Esta lista estaba encabezada por el músico Shostakovitch y seguían otros nombres eminentes: Eisenstein, Pasternak, Ehremburg, etcétera.

Muchos me han creído un convencido staliniano. Fascistas y reaccionarios me han pintado como un exégeta lírico de Stalin. Nada de esto me irrita en especial. Todas las conclusiones se hacen posibles en una época diabólicamente confusa.

La íntima tragedia para nosotros los comunistas fue darnos cuenta de que, en diversos aspectos del problema Stalin, el enemigo tenía razón. A esta revelación que sacudió el alma, subsiguió un doloroso estado de conciencia. Algunos se sintieron engañados; aceptaron violentamente la razón del enemigo; se pasaron a sus filas. Otros pensaron que los espantosos hechos, revelados implacablemente en el XX Congreso, servían para demostrar la entereza de un partido comunista que sobrevivía mostrando al mundo la verdad histórica y aceptando su propia responsabilidad.

Si bien es cierto que esa responsabilidad nos alcanzaba a todos, el hecho de denunciar aquellos crímenes nos devolvía a la autocrítica y al análisis de los elementos esenciales de nuestra doctrina y nos daba las armas para impedir que cosas tan horribles pudieran repetirse.

Esta ha sido mi posición: por sobre las tinieblas, desconocidas para mí, de la época staliniana, surgía ante mis ojos el primer Stalin, un hombre principista y bonachón, sobrio como un anacoreta, defensor tiránico de la revolución rusa. Además, este pequeño hombre de grandes bigotes se agigantó en la guerra con su nombre en los labios, el Ejército Rojo atacó y pulverizó la fortaleza de los demonios hitlerianos.

Sin embargo, dediqué uno solo de mis poemas a esa poderosa personalidad. Fue con ocasión de su muerte. Lo puede encontrar cualquiera en las ediciones de mis obras completas. La muerte del cíclope del Kremlin tuvo una resonancia cósmica. Se estremeció la selva humana. Mi poema captó la sensación de aquel pánico terrestre.






Véase también: Ni como poeta ni como individuo (IV): Pablo Neruda. "Oda a Stalin"


Confieso que he vivido. Memorias (1974) 

Foto: Pablo Neruda en New York Pen Club Meeting 
© Inge Morath © The Inge Morath Foundation/Magnum Photos






1 comentarios:
luciano tanto 22 de octubre de 2016, 10:24 a.m.  

Todo lo decide el partido, calidad y talento. Y el mundo compra...

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