Harold Bloom: Herman Melville, «Moby-Dick»

2 de noviembre de 2018



Moby-Dick, de Herman Melville, es el ancestro indiscutible de las seis novelas norteamericanas modernas que en dos secuencias examinaré en este capítulo. La primera secuencia está compuesta por Mientras agonizo de William Faulkner, Miss Lonelyhearts de Nathanael West, La subasta del lote 49 de Thomas Pynchon y Meridiano de sangre de Cormac McCarthy. La segunda comprende sólo dos novelas: El hombre invisible de Ralph Waldo Ellison y El cantar de Salomón de Toni Morrison. Pero dado que en última instancia la fuerza vinculante de ambas es Moby-Dick, quiero empezar echando una breve mirada a la más negativa de las visiones norteamericanas, al menos antes de Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy.

  Leer bien Moby-Dick es una empresa vasta, según corresponde a uno de los pocos aspirantes vernáculos a la conquista de una épica nacional. Pero como el protagonista de la novela es el capitán Ahab, me limitaré a repasar ciertos problemas de lectura que él presenta. Figura nítidamente shakesperiana, con tantas afinidades con el rey Lear como con Macbeth, en el sentido técnico Ahab es (como Macbeth), un villano —héroe. Tras sesenta años de relecturas de la novela, no me he desviado de la experiencia que tuve al leerla a los nueve: para mí Ahab es antes que nada un héroe, así como la persona «Walt Whitman» y Huckleberry Finn son héroes norteamericanos rivales. Sí, Ahab es responsable de la muerte de toda su tripulación, él incluido— con la sola excepción del superviviente jobiano, el narrador que nos pide que lo llamemos Ismael. No obstante, urgiéndola a acompañarlo en la vengadora empresa de dar caza y muerte a Moby-Dick, —níveo Leviatán, ballena evidentemente imposible de matar— ha congregado en torno a sí la tripulación entera, aun al reticente primer oficial Starbuck. Cualquiera sea su culpabilidad (la decisión cae libre, aunque a Ahab sólo lo habría detenido un rechazo grupal), parece mejor pensar en el capitán del Pequod como un protagonista trágico, muy cercano a Macbeth y al Satán de Milton. Dentro de su monomanía visionaria, Ahab tiene un toque quijotesco, si bien su dureza nada tiene en común con el espíritu lúdico de Don Quijote.

  William Faulkner dijo que Moby-Dick era el libro que le habría gustado escribir; su versión más cercana fue ¡Absalón! ¡Absalón!, cuyo obsesionado protagonista Thomas Sutpen puede considerarse una reescritura de Ahab. En su encumbrada retórica, Faulkner observó que el final de Ahab era «una especie de Gólgota del corazón que en la sonoridad de su ruinoso hundimiento se vuelve inmutable». La palabra «ruinoso» no es peyorativa, ya que Faulkner añadió: «Bien, ésa es muerte para un hombre». 

  Moby-Dick es el paradigma ficcional de lo sublime norteamericano, de un logro profundo, no importa si en la cumbre o en el abismo. Pese a la considerable deuda que tiene con Shakespeare, es una obra inusualmente original, nuestra mezcla nacional del Libro de Jonas y el Libro de Job. Ambos textos bíblicos son citados por Melville; el padre Mapple cita párrafos de Jonas en su maravilloso sermón, mientras que el «Epílogo» de Ismael toma como epígrafe la fórmula usada por los cuatro mensajeros que informan a Job de la destrucción de su familia y sus bienes terrenos: «Y sólo yo escapé para contártelo».

  Faulkner alcanza una originalidad radical en Mientras agonizo, que en mi opinión es su obra maestra incluso por encima de Luz de agosto, Santuario, El ruido y la furia y ¡Absalón, Absalón! La misma originalidad asiste a Miss Lonelyhearts, la novela breve de Nathanael West, y La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon. Una originalidad aterradora es la marca distintiva de Cormac McCarthy en Meridiano de sangre, que en el umbral del siglo XXI me parece la obra imaginativa más fuerte entre todas las de escritores norteamericanos vivos. Siempre difícil después de Shakespeare y Cervantes, la verdadera originalidad resulta particularmente ardua para nuestra literatura de los dos últimos siglos. No hago profecías respecto al veintiuno pero, puesto que los Estados Unidos ya son el País del Atardecer de la alta cultura occidental, será difícil evadir cierta sensación de retraso.

  Starbuck le dice a Ahab que la caza de Moby-Dick contraviene los designios de Dios. Ahora bien, ¿quién es exactamente el Dios de Melville, o el de sus sucesores: Faulkner, West, Pynchon, McCarthy? Como Prometeo en la literatura antigua y la romántica, como el Satán de Milton, Ahab se opone al dios del cielo, aun si queremos dar a ese dios el nombre de Yahveh o Jehová. Parece como si Ahab se hubiera convertido del cristianismo cuáquero a una versión parsi del maniqueísmo, en la cual dos deidades rivales se disputan el cosmos. El demónico capitán del Pequod ha embarcado de contrabando un grupo de parsis (zoroastrianos persas de la India) para que tripule su barca ballenera personal, con Fedalá como arponero. Fedalá es el doble sombrío de Ahab; al final del gran capítulo 132, «La sinfonía», Ahab contempla el océano y observa que «allí, en el agua, hay reflejados dos ojos de mirada fija». Son los ojos de Fedalá, pero también los de Ahab.

  Melville no era cristiano, y tendía a identificarse con la antigua herejía gnóstica, en la cual el Dios-creador es un impostor torpe, mientras que el Dios verdadero, llamado el Extraño o el Ajeno, está exiliado en algún lugar de las regiones exteriores del cosmos. El Faulkner temprano y más grande es una especie de gnóstico sin saberlo; cada uno a su modo, West, Pynchon y McCarthy lo son sin duda a sabiendas. Mi asunto es cómo leer la mejor ficción de estos escritores, y por qué, y no instruir a mis lectores en heterodoxias antiguas (¡al menos no aquí!), pero la primera serie de novelas que he elegido (cuatro), en la estela de Melville, alcanzan un esplendor negativo en modos, según veremos, paralelos a los de las visiones gnósticas.

  En el Libro de Job, Yahveh se jacta ante el desdichado Job del poder que tiene sobre la humanidad el Leviatán, al que Melville llama Ballena Blanca: Moby Dick. Mutilado por Moby-Dick, Ahab afirma su orgullo y su derecho a la venganza, la posesión de una chispa, en el capítulo 119, titulado «Las candelas»:

—¡Ah, tú, claro espíritu del claro fuego, a quien en estos mares yo adoré antaño como persa, hasta que me quemaste tanto en el acto sacramental que sigo llevando ahora la cicatriz! Te conozco, y ahora sé que tu auténtica adoración es el desafío. No has de ser propicio ni al amor ni a la reverencia; e incluso al odio no puedes sino matarlo, y todos caen muertos por ti. No hay ahora necio temerario que te haga frente. Yo confieso tu poder mudo y sin lugar, pero hasta el último hálito de mi terremoto la vida disputará el señorío incondicional e integral sobre mí. En medio de lo impersonal personificado, aquí hay una personalidad. Aunque sólo un punto, como máximo: de donde quiera que haya venido; adonde quiera que vaya; pero mientras vivo terrenalmente, esa personalidad, como una reina, vive en mí y siente sus reales derechos. Pero la guerra es dolor y el odio es sufrimiento. Ven en tu más baja forma de amor y me arrodillaré ante ti y te besaré; pero en tu punto más alto, ven como mero poder de arriba; y aunque botes armadas de mundos cargados hasta los topes, hay algo aquí que sigue indiferente. Ah, claro espíritu, de tu fuego me hiciste y, como auténtico hijo, te lo devuelvo en mi aliento [11].

   Según Ahab, la manera correcta de adorar el fuego es afirmando la propia identidad en contra de él. «¡Golpearía al sol si me insultara!», exclama el prometeico capitán, estableciendo un patrón de desafío que ninguno de sus seguidores ha igualado.

  He limitado mi lectura de Moby-Dick a un breve análisis del capitán Ahab porque es el precursor de todos los buscadores norteamericanos que estudiaré en este capítulo. Pero no puedo abandonar la epopeya de Melville, libro que venero desde la infancia, sin elogiar su extraordinario aliento narrativo. Ahab nos cautiva aunque su monomanía nos espante. Es norteamericano hasta la médula, feroz en su deseo de vengarse pero siempre extrañamente libre, quizá porque ningún norteamericano se siente libre de verdad si por dentro no está solo.


[11] Traducción de José María Valverde. (N. del T.)










En Harold Bloom: Cómo leer y por qué
Traducción de Marcelo Cohen
Grupo Editorial Norma
Santa Fe de Bogotá, 2000

Foto: Harold Bloom © Nancy Kaszerman-ZUMA-Corbis




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