Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: Franz Kafka
10 de julio de 2019
Alifano: Borges, me gustaría que habláramos de un escritor a quien usted respeta y admira, y de quien ha dicho que es el primer escritor de nuestro siglo. Me refiero a Franz Kafka.
Borges: Yo he sostenido muchas veces que Kafka es el primer escritor de nuestro siglo; ahora, afirmaciones como ésta suelen llevar a la polémica y no a la convicción.
A.: Me parece que en este caso su afirmación lleva directamente a la convicción, ya que Kafka debe ser el escritor menos controvertido de nuestro siglo: Kafka es aceptado por todos y su grandeza es tan evidente que sería ridículo refutarla.
B.: Es cierto. Hay un hecho que quería señalar como parte de nuestro diálogo. Y es éste: vamos a tomar los nombres de los más altos escritores de la historia de la literatura. Tenemos, por ejemplo, el nombre de Shakespeare, el nombre de Dante y el nombre de Whitman. Encontraremos que siempre, cuando los leemos, tenemos que pensar en la época en que escribieron. En el caso de Shakespeare continuamente tenemos que pensar que escribió para el escenario y no para la lectura; tenemos que pensar también en su siglo, en la época barroca, en la política contemporánea, en la resurrección de España, en la Armada Invencible, etc. En el caso de Dante, no podemos olvidar su teología, su amor a Virgilio y su actitud política. En el caso de Whitman, es imposible leerlo sin pensar en el American Dream, en el sueño de la democracia, que él profesaba. Tomemos también el caso de Víctor Hugo; en el caso de Hugo tenemos que pensar en la historia de Francia. En el caso de Kafka no es así. Creo que a Kafka lo podemos leer intemporalmente. Kafka nace en Praga, es de origen judío, es bohemio, pero no se siente checo. Vive la primera Guerra Mundial, y sin embargo nada de eso se refleja directamente en su obra.
A.: Es verdad; en todo caso la atrocidad de la guerra se refleja indirectamente a través de la opresión y de la felicidad que suelen simular sus personajes. ¿Cuándo descubrió usted la obra de Kafka?
B.: Yo lo descubrí a Kafka en el año 1917, y confieso ahora que fui indigno de esa lectura. Nosotros vivíamos en Ginebra y yo compraba una revista impresionista, es decir, una revista barroca. El movimiento impresionista, me parece a mí, fue el más importante movimiento de este siglo, muy superior al superrealismo, al futurismo, que fue anterior, y por supuesto al modesto ultraísmo. El impresionismo fue ante todo verbal, se jugaba con las posibilidades de un idioma. Yo estaba leyendo aquella revista de acción, y luego leí una fábula: esa fábula era muy sencilla. Yo me pregunté: «¿Por qué habrán publicado este trabajo aquí?» Lo consideré menor, y estaba ante Kafka. O sea que me encontré con Kafka y fui insensible a su obra.
A.: ¿Y el redescubrimiento, cuándo se produjo?
B.: Algunos años más tarde, cuando llegaron a mis manos sus libros. Yo había modificado mis conceptos y esa forma de escribir me pareció excelente. Kafka escribió de un modo sencillo; podemos decir de Kafka que empezó y murió siendo un clásico en lo que se refiere a la forma, no al contenido, desde luego. El poeta Carlos Mastronardi me dijo una vez que, al fin de todo, Kafka no había hecho otra cosa que renovar a Zenón de Elea. Usted recuerda, por ejemplo, aquello de que un móvil, una flecha, no puede llegar a la meta porque antes tiene que pasar por un punto intermedio, antes por otro punto intermedio, antes por otro, y así tenemos un número infinito de puntos y la flecha en cada momento está inmóvil en el aire y sumando inmovilidades no se llega nunca al movimiento. Curiosamente yo descubrí después una versión china de esa misma paradoja; está, creo, en el libro de Chuan Tzu, y viene a ser la historia de los reyes del Ian. Se supone que cada rey, al morir, rompe el centro, y la mitad que le queda se la da a un sucesor, y el otro hace o mismo y por eso la dinastía es infinita. En Kafka tenemos exactamente la paradoja de Zenón de Elea, pero dicha de otro modo.
A.: Es muy acertada la observación de Mastronardi, ya que en el caso de Kafka podemos pensar que uno de sus temas es la infinita postergación.
B.: Sí. Y esa infinita postergación está sentida de un modo patético por sus personajes y en eso está, desde luego, la suprema novedad de Kafka. Ese tema, que antes había sido un tema de las matemáticas, Kafka lo lleva a una expresión de vida. Ahora en el caso de El Castillo y de El Proceso demasiado evidente y quizá por eso él no quiso publicar esos libros y le recomendó a su amigo Max Brod que los destruyera.
A.: Esto recuerda al caso análogo de Virgilio, ¿verdad, Borges?
B.: Es cierto. Virgilio también pidió a sus amigos que destruyeran La Eneida, que estaba inconclusa e imperfecta, según él. Felizmente, lo mismo que en el caso de Kafka, los amigos piadosamente desobedecieron ese deseo. Yo creo que en ambos casos fue acatada la voluntad secreta del muerto. Si Virgilio o si Kafka hubieran querido destruir su obra, lo habrían hecho personalmente, ya que encargar a otros que lo hagan es desligarse de una responsabilidad y no comprometer para que ejecuten la orden. Kafka, por otra parte, yo estoy seguro, hubiera deseado escribir una obra venturosa y serena, no la uniforme serie de pesadillas que su sinceridad le dictó.
A.: Borges, ¿por qué dijo usted que en el caso de El Castillo y de El Proceso Kafka emplea un método demasiado evidente; le parece que está más representado en sus cuentos que en sus novelas?
B.: Yo pienso que sí. Para mí Kafka está más representado en sus cuentos que en sus novelas, y si yo tuviera que elegir una pieza de Kafka, pero no hay ninguna razón para elegir una, ya que nos encontramos ante tanta riqueza, yo elegiría La construcción de la muralla china, que es una breve obra maestra. Ese cuento fue escrito en la segunda década del siglo y, sin embargo, podría haber sido escrito desde siempre. Con todos los cuentos de Kafka pasa lo mismo; es como si fueran mitos y el hecho de que hayan sido escritos en nuestro siglo no importa, eso no quiere decir que él no sintiera también lo contemporáneo. Kafka tiene que haber sentido, sin duda, el temor de la guerra, el horror de toda la guerra tiene que haberlo impresionado, pero su mente era naturalmente fabuladora y él se decidió por esas tranquilas pesadillas.
A.: Tiene usted razón, cuando uno lee a Kafka lo que menos importa es que esas fábulas hayan sido escritas en Praga o en Berlín, o en donde sea, lo que importa es lo original del relato.
B.: Sí, y tampoco importa que su autor haya sido judío, ya que la cuestión judía tampoco está directamente planteada. Max Brod quiso interesarlo en la cuestión judía y Kafka le respondió: «¿Por qué van a interesarme los judíos?, apenas si me intereso de mí mismo». Kafka fue un escritor intemporal, un gran escritor clásico, que fue amigo de los escritores impresionistas, de los escritores barrocos, pero que prefirió escribir de un modo sencillo. A él, por ejemplo, no le gustaba Oscar Wilde por ser demasiado decorativo.
A.: Ese estilo sencillo, clásico, con una cadencia tranquila, como usted señala, hace que las traducciones de Kafka sean no muy complicadas, ¿no es cierto?
B.: Bueno, el estilo de Kafka no es difícil de ser mantenido en una traducción. Yo he traducido algunas obras de Kafka y esas obras no presentan demasiadas complicaciones, ya que la prosa, como dije, es esencialmente sencilla. En cambio, un libro como el Ulysses, de Joyce, donde el protagonista es el idioma inglés, es imposible de traducir. La obra de Joyce es, ante todo, una obra verbal; la obra de Kafka es como una leyenda, como un cuento de hadas, como un cuento de hadas también atroz.
A.: Borges, ¿a qué atribuye usted el hecho de que los personajes de Kafka estén, siempre abrumados por el peso de las instituciones?
B.: Yo creo que ese es un rasgo alemán. El sentido del orden está siempre presente, y los personajes quieren pertenecer a un orden. En la obra de Kafka, sobre todo en sus novelas, el predominio del Estado aparece siempre por sobre el predominio del individuo. Por ejemplo, en El Castillo, el agrimensor quiere entrar al castillo y sólo entra después de muerto. El protagonista está perdido y quiere ser aceptado, aunque sea de un modo inferior, en un orden.
A.: Otras interpretaciones de El Castillo se han hecho desde un punto de vista teológico; recuerdo ahora la de Wilson, por ejemplo. ¿Usted la tiene presente?
B.: Sí. Pero yo no sé si ese libro fue escrito con una interpretación teológica. Yo creo que la interpretación que debe hacerse es mucho más amplia. Yo creo que se refiere a toda vida humana. Quizá el hecho de no llegar a lo que se busca, el hecho de no alcanzar la meta, puesto que esa meta se alcanza después de la muerte, es decir, que de hecho se queda sin ella, pueda ser interpretado de un modo teológico, o con un sentido puramente religioso. Yo me inclino, más bien, por un sentido de angustia. Creo que él desea el cielo, pero no está seguro de que el cielo exista.
A.: Yo agregaría, Borges, que la duda es también la sustancia de la literatura de Kafka; la duda, el temor y la desesperación, a veces. ¿No cree?
B.: Ah, pero claro. Yo estoy de acuerdo con eso. Pero todo eso no está dicho por medio de interjecciones, sino de fábulas, de mitos, podríamos decir. A mí me parece que Kafka pensaba de un modo mítico; es decir, anterior al raciocinio, anterior a los griegos. Kafka, como ya dije, pensaba en forma de fábula y era naturalmente un poeta y no un escritor lógico.
A.: ¿Qué opina de América, la primera novela que escribió Kafka?
B.: Me parece una novela magnífica. En esa novela hay un chico alemán que emprende el viaje en busca de un familiar, y al final aparece en el circo de Oklahoma; se entiende que ese circo es una metáfora del Paraíso, del Paraíso que cada uno de nosotros encontrará en su lugar. El lugar que Kafka nos hace sentir en América, es ligeramente insatisfactorio; es decir, de pronto todos podemos estar en algún momento en el cielo, pero también en el cielo podemos encontrarnos desdichados. Yo creo que Kafka agrega al mundo algo que no existía antes. En un trabajo mío, que se llama Kafka y sus precursores, yo señalo que los precursores de Kafka fueron sus precursores a causa de él; o sea que los vemos de otro modo a causa de la obra de Kafka.
A.: Sí, yo recuerdo bien aquel ensayo suyo, donde usted dice que uno lee esos textos en función de aquel autor, y que su obra modifica nuestra concepción del pasado, del mismo modo que puede modificar el futuro. ¿En ese trabajo usted cita a dos autores; si mal no recuerdo a Kierkegaard y Robert Browning?
B.: Es verdad, cito a Kierkegaard, que como Kafka abundó en parábolas míticas de tema contemporáneo y burgués, al poema Fears and Scruples, de Browning, y también a León Bloy y a Lord Dunsany que tuvieron afinidad mental con Kafka.
A.: Borges, yo recuerdo ahora que usted alguna vez dijo que Chesterton hubiera podido ser Kafka.
B.: Sí, yo he dicho eso. Chesterton es esencialmente parecido a Kafka, sólo que Chesterton prefirió buscar la felicidad y se negó a ser un escritor terrible, aunque lo terrible habitaba dentro de él y aparece constantemente en su obra. Uno ve, por ejemplo, que cuando Chesterton se abandona, digamos, a su imaginación, se le ocurren pesadillas, imágenes espantosas. Por ejemplo, aquella que he citado tantas veces y que nunca dejo de citar: «La noche como un monstruo hecho de ojos». Ésa es una imagen terrible; siempre se han comparado a las estrellas con ojos, pero no con esa sensación de pesadilla que tiene Chesterton.
A.: La busca que hace Chesterton de la Iglesia Católica quizá sea una forma de evadirse de ese mundo de pesadillas, ¿no cree? Kafka en cambio se resignó a sus pesadillas que son más abrumadoras.
B.: Usted tiene razón: quizá la Iglesia Católica haya sido una forma de evasión. Ahora las pesadillas de Kafka son atroces, abrumadoras, pero mucho más tranquilas que las de Chesterton. En Chesterton hay siempre algo de arrebatado, de violento.
A.: Es suficiente con remitirnos a las sagas del Padre Brown, ¿no le parece?
B.: Sí. Los crímenes que ahí se descubren son terribles, pero no tienen tanto que ver con Kafka. Chesterton tenía un sentido pictórico del mundo; él pensaba por medio de imágenes visuales. Kafka, no. Kafka lo hacía por medio de fábulas, de destinos, sobre todo de hombres perdidos en un engranaje, de hombres perdidos en una especie de laberinto mecánico, de laberinto gris, burocrático. El mundo de Kafka es un mundo deliberadamente incoloro, deliberadamente opaco, sin brillo.
A.: Una cosa que siempre me llamó la atención, Borges, es lo borrosa que aparece la mujer en el mundo de Kafka. ¿No es curioso ese hecho?
B.: Sí que lo es. Yo creo que las mujeres no son demasiado importantes en Kafka. En mí sí lo son; yo no pienso en otra cosa. Yo creo que Kafka veía todo destino humano como fracasado, y quiere aceptar ese fracaso. Ése es su tema, su instrumento.
A.: ¿Habrá pensado Kafka alguna vez en la fama que el destino le depararía?
B.: Yo pienso que no. Yo pienso que él escribió esa obra porque tenía que hacerlo, pero estoy seguro que la escribió con inocencia, que casi no pensó en los lectores. En todo caso, al escribir Kafka tiene que haber sentido no sólo angustia, sino también felicidad, ya que el acto de escribir es una felicidad. Carlyle dijo que toda obra humana es deleznable, pero que su ejecución no lo es. Es decir, el acto, el proceso de escribir tiene que ser siempre una felicidad. Yo escribo. Yo sé que lo que escribo no vale nada; pero el hecho de escribir fue para mí (lo es) una felicidad. Sin duda para Kafka lo fue. Yo no concibo la obra literaria como angustiosa o, como la concebía Flaubert, que repetía que su destino de escritor era terrible, que él sufría constantemente cuando lo hacía. Yo siento que la obra de Kafka está escrita con inocencia y debe ser leída con inocencia. Las metáforas de Kafka no se sienten como metáforas. Casi habría que pensar que él ha concebido esa obra maravillosa sin proponérselo, sin pensar en lectores, sin pensar en la fama.
En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [28]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984
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