Christopher Hitchens (1949-2011): Salman

3 de diciembre de 2013




La tarea de un poeta es nombrar lo innombrable, señalar los fraudes,
tomar partido, comenzar debates, dar forma al mundo y evitar que se duerma.
Baal el Poeta en Los versos satánicos


Allí donde se queman libros se acaba quemando también a seres humanos.
Heinrich Heine, sobre la quema del Corán 
por parte de la Inquisición, en Almanzor (1821)


Notting Hill siempre ha sido mi Londres particular. Cuando tenía dieciocho años, me apunté a un «proyecto de verano» de estilo estadounidense en la zona, donde recogía datos y concienciaba sobre la «ciudad interior». El viejo barrio se había ganado un nombre a finales de la década de 1950 como el lugar del primer disturbio racial de Gran Bretaña, y, mientras desenrollaba mi saco de dormir entre las guitarras y los petates en el suelo de la deteriorada escuela donde dormíamos los voluntarios, podía ver algunos de sus restos. (El relámpago que servía de símbolo al partido fascista de sir Oswald Mosley, que había intentado aprovecharse del odio localizado, se veía a menudo pintado o trazado con tiza en desmoronadas paredes locales. Una de mis contribuciones al proyecto fue organizar equipos que subían a la carretera de Portobello para borrarlos o pintar por encima: una contribución para mejorar el ambiente que fue mi primera intuición de la teoría de las «ventanas rotas» que se aplica en la vigilancia comunitaria.)

Caminar silenciosamente por Notting Hill era una lección de promiscuidad. Picantes restaurantes indios en Westbourne Grove, los antillanos y su funk de marihuana en torno al Mangrove, en All Saints: tabernas irlandesas donde los habituales no estaban totalmente encantados con la llegada de los últimos inmigrantes. El multiculturalismo era algo nuevo en esa época e incluso entonces podía adoptar formas aberrantes. Una figura local, ridícula pero amenazadora, se había cambiado el nombre a Michael X, con la esperanza de atraer algo de credibilidad callejera transatlántica: como chulo y estafador trinitense, Michael de Freitas había alcanzado notoriedad cuando era un matón especialmente desagradable en los desahucios que encargaba un turbio casero llamado, en una de esas coincidencias dickensianas, señor Rachman. El soi-disant X tenía un grupo —realmente una banda de criminales— llamado RAAS. Se suponía que las letras significaban Sociedad de Acción para la Integración Racial y algunos clérigos liberales blancos e ingenuos similares lo tomaban en serio, pero en el dialecto caribeño, como no tardé en descubrir, un raas era un tampón usado. Cómo debió de cacarear la banda cuando vieron que esa palabra repugnante aparecía solemnemente impresa en los periódicos. John Lennon cayó en la estafa, como otros tipos crédulos del mundo del espectáculo. Años después, informando sobre los asesinatos que finalmente llevaron al señor X al otro lado de la trampilla de una horca trinitense, me encontré en el umbral de muchas de las casas de aquellos que habían estado en su periferia estrellada, entre ellos a Corin Redgrave. En mi primer cuatrimestre de Oxford, un profesor sensiblero y bastante tonto llamado Michael Dummett usó sus privilegios para que X hablara en el comedor de All Souls. Por un terrible error de cálculo, el New Statesman descubrió que el líder de RAAS había adquirido una cantidad de sus acciones: en teoría podría haber aparecido para votar en las reuniones editoriales. En la atmósfera de Notting Hill había una gran densidad de sandeces sobre la cuestión racial, y también sobre otras cuestiones, y a veces era un alivio caminar hasta Holland Park y sentarse para ver algún concierto gratis al aire libre. Como siempre sucedía en Londres, resultaba asombroso ver lo rápido que podía hacerse la transición desde una barriada a una zona verde. Todavía había jardines privados en algunas de las viejas y desmoronadas plazas de estuco, que solo eran accesibles para los afortunados residentes que tenían llaves. Hicimos una breve campaña para que abrieran algunos de esos jardines a los niños del lugar, a quienes a veces atropellaban los vehículos cuando jugaban en la calle. No puedo imaginar lo que creíamos hacer: esas casas repetidamente restauradas sirvieron de telón de fondo para los aceitosos encantos de Hugh Grant y más tarde para la emergencia poco menos resbaladiza de David Cameron como tory de moda.

Fue en esa temprana época de la metamorfosis del barrio cuando visité Londres a mediados de la década de 1980 y volví como siempre hacía a Notting Hill. Eran los días de carnaval: ese gran acontecimiento en el que los antillanos de Londres compiten para alardear de las mejores carrozas y para desplegar las bandas de percusión con más energía. Parte de la burguesía indígena se toma el fin de semana libre y se marcha a Dorset o Wiltshire, dejando sus llaves y las vistas de sus balcones a amigos de fiar, mientras otros «se quedan» y se muestran afables y participativos. En la casa de John Ryle, que había sido una caballeriza, me presentaron a Salman Rushdie, que oteaba el mundo exterior con una mirada irónica, sombreada por la visera de una gorra. Sería un tópico decir que ya lo conocía por su reputación. ¿Quién no? Si Hijos de la medianoche no hubiera ganado el Premio Booker, y lo ganó bastante pronto en la carrera del premio, el Booker podría haber sido la clase de premio que ganó su primer galardonado, John Berger. Pero, al proponerse a sí mismo como el producto de un parto y una partición simultáneos, el vástago de un país que había sufrido la amputación y la mutilación para ser independiente, Salman había conseguido representar y documentar todas las ambivalencias de lo poscolonial. Por decirlo de otra forma, había llegado, a través de la Rugby School y el King’s College de Cambridge, para recordar a los británicos que habían traicionado a la gente que decían educar para tener una nación: habían tirado «la joya de la corona» como si fuera una pieza barata de bisutería.

Otro gran cronista de ficción de esa rendición había sido Paul Scott, cuyo Cuarteto del Raj me había conmovido profundamente porque comprendía que la traición a medianoche de 1947, y el monstruoso nacimiento de la mimada teocracia de Pakistán, también era una tragedia para los ingleses. Sabía que Rushdie había escrito despectivamente sobre la recepción de Scott, al menos en la pantalla, que consideraba un regodeo anticuado en el sentimiento y la nostalgia. También sabía que frecuentaba a un grupo «tercermundista» e incluso defensor del poder negro en el norte de Londres. En una celebrada emisión sobre cómo trataba Gran Bretaña a su colonia interna —los inmigrantes—, Salman había citado con afecto al mencionado profesor católico y tonto-listo Michael Dummett de All Souls (el de la cálida bienvenida académica a Michael X) sobre «la voluntad de no saber: una ignorancia elegida, no la ignorancia de la inocencia», presente en las actitudes británicas hacia el otro. «Cuatrocientos años de conquistas y saqueos, cuatro siglos de oír que eres superior a los negros y a los indios dejan su marca», como dijo con mordacidad. Así que estaba preparado para ser levemente sermoneado si decía algo que no estaba bien y en consonancia con la corrección racial. Pero era un miedo innecesario e infundado. Charlamos un poco de Pakistán y de Benazir Bhutto, a la que los dos conocíamos por vías distintas, y no le dije lo que pensaba, que era que su novela Vergüenza, que traza la anatomía de las numerosas locuras y contradicciones que crearon el Estado de pesadilla de Pakistán, era superior en ingenio y profundidad a Hijos de la medianoche.

Mantuvimos brevemente el contacto después de que yo volviera a Washington. Escribió un libro sobre un viaje a la Nicaragua revolucionaria, La sonrisa del jaguar, que fue injustamente atacado en Estados Unidos como obra crédula de turismo revolucionario. Lo defendí por escrito, diciendo que me parecía que cuando había ido a Nicaragua conocía de antemano los peligros de un idealismo excesivo. (Más tarde, Salman me desconcertó diciendo que pensaba que los sandinistas habían logrado engañarle en algunos aspectos, pero creo que eso expresa lo mismo de forma distinta.) Publiqué mi primera colección de ensayos, Prepared for the Worst, que contenía una breve crítica de su ataque a Paul Scott, y le pedí una frase para la solapa. Tras una breve pausa, llegó una nota muy hermosa, con la estipulación de que no se aplicaba a «la inexplicable obstinación de las páginas 225-227».

Salman no había estado en nuestra mesa en la época del garito de kebab de Bloomsbury, pero pronto empezó a aparecer en todas las conversaciones y cartas con Martin, Ian y Colin MacCabe. Empezamos a encontrarnos en el permanente juego de naipes de las presentaciones y ferias del libro, y tendíamos a firmar las mismas peticiones. Pero el primer gran cambio cualitativo que trajo Salman fue en el nivel de los juegos de palabras de después de cenar. Ya he ofrecido la excusa de que su puerilidad era un ensayo que creaba músculo para una forma más elevada. Quizá parezca absurdo o patético, por ejemplo, ver lo que ocurre cuando sustraes la palabra «corazón» de cualquier dicho o título conocido y después la sustituyes por la palabra «polla». Algunos de sus resultados son levemente divertidos («Dejé mi polla en San Francisco», «Enterrad mi polla en Wounded Knee», «La polla de las tinieblas», «La polla del asunto», etcétera) y otros pueden surgir en momentos absurdos («Hotel de las pollas rotas», «La polla sagrada», «La polla y el estómago de un rey», «La reina de pollas», «Un asunto de polla», «La polla tiene sus razones», «La polla es un cazador solitario») en los que incluso amenazan con ser pertinentes. Puedes —lo advierto— pasar años y adquirir cara de minero antes de encontrar una veta inexplorada. ¿Cómo íbamos a saber que Woody Allen, cuando le preguntaron por su decisión de fugarse con su hija adoptiva adolescente, diría impasible: «El corazón quiere lo que quiere»? Lo mismo puede decirse si cambias la palabra «amar» por «follar». Entonces puedes obtener «La follada», «El hombre que follaba a las mujeres», «Fóllame, Fóllame», «Ella te folla», «No follaba con cordura sino demasiado bien», «Folla a tu prójimo», e innumerables ejemplos similares de placer inofensivo. Como nombre y quizá marginalmente de forma más ambiciosa, la palabra era eliminada y sustituida por «sexo histérico»: «La alegoría del sexo histérico», «¿Qué es eso que llaman sexo histérico», «Sexo histérico en un clima frío»,«Poción de sexo histérico número nueve» (que se me acaba de ocurrir), «Locos por el sexo histérico», así como «No hay cura para el sexo histérico». En primavera la imaginación del joven se vuelve levemente hacia las ideas sobre...

Uno también podría citar la ocasión en que Martin volvió de entrevistar al pornógrafo John Staglione. Ese trascendental director había eliminado casi todo el sexo «normal» de sus producciones de Buttman, a favor de un énfasis casi exclusivo de la sodomía heterosexual. Cuando preguntó por esta elección estética de auteur, Martin fue informado de que, en la nueva era de la guarrada, pussies are bullshit, «los coños son una chorrada». Era un desafío y no había espacio para errores. ¿Cómo sacar el aguijón desagradable de algo tan blasfemo? Procedimos cuidadosamente con las sustituciones. «Bullshit Galore», «What’s New Bullshitcat?», «The Owl and the Bullshitcat Went to Sea...», «Ding Dong Bell, Bullshit’s Down the Well», «Bullshit in Boots» (un poco alejado). Salman fue el que redimió la ocasión proponiendo con despreocupación «Octobullshit», que tuvo el efecto buscado y reparador. En todo caso, llegó un momento en que alguien llegó tarde a una cena, quejándose de haber quedado atrapado en un aeropuerto sin nada que leer salvo una novela escrita al estilo de Robert Ludlum. No parecía que mereciera la pena hasta que la queja se refinó un poco:

«Quiero decir que no es solo que la prosa sea condenadamente mala, sino que los títulos son asquerosamente pretenciosos... La herencia de Bourne, La sanción de Eiger: todas esas portentosas estupideces». De nuevo, no era un asunto para poner la mesa en llamas, hasta que alguien dijo ociosamente que se preguntaba cómo se llamaría una obra de Shakespare si la titulara Ludlum. De inmediato, Salman pareció interesado y empezó a sonreír. «De acuerdo, Salman: Hamlet según Ludlum.» De repente —y quiero decir con tanta preparación como la que te he dado—: «La vacilación de Elsinore». ¿Chiripa? No exactamente. Retado a hacer lo mismo con Macbeth, produjo: «La reforestación de Dunsinane», con apenas una floritura y en apenas un segundo. Después fue cosa de navegar fácilmente por «La implicación de Kerchief», «La sanción de Rialto» y otro sobre Calibán y Próspero que antes sabía pero ahora nunca puedo recordar.

Parecía que no había ningún libro o poema en inglés que no hubiera leído y el urdu era su lengua materna. Era por supuesto la lengua de los simpatizantes del Imperio mogol, que habían llevado el islam a la India y a la amada ciudad natal de Salman, Bombay. En Cambridge había estudiado el Corán en una asignatura opcional, que ahora ya no se enseña. No presté suficiente atención a sus reflexiones sobre ello. En nuestro mundo, nadie era religioso; incluso la India era básicamente laica, sin duda, e incluso cuando los racistas blancos atacaban a los asiáticos británicos los llamaban a todos «pakis», sin, si quieres, discriminar. (El racista nunca puede alcanzar nada parecido a la discriminación: es indiscriminado por definición.) La mezquita estaba en los márgenes de la vida inglesa: había una bastante bonita si cogías un taxi alrededor de Regent’s Park para ver un partido de críquet entre Inglaterra y Pakistán.

En el mundo, lo sabía bastante bien, el extremismo islámico presentaba un desafío. Por ejemplo, había destruido la promesa de la gran revolución iraní, que había enfrentado a civiles desarmados contra un megalómano ensoberbecido por el petróleo y provisto de una despiadada red de policía secreta y un ejército enorme y comprado que al final fue demasiado mercenario y corrupto como para luchar por él. En un momento en el que Irán estaba en el umbral de la modernidad, un necrófilo de alas negras llegó volando del exilio en un jet francés e impuso una versión de su uniforme oscuro y pesado en un pueblo acostumbrado desde hacía demasiado tiempo a soportar la intimidación y a acatar las órdenes. Para la población femenina del país, al menos, la nueva esclavitud era más pesada que la anterior. Y para mis amigos de la izquierda iraní y kurda, la discusión sobre qué modelo de represión, prisión y tortura era más duro se convirtió en un tema de debate.

En Nueva York, mi amigo Edward Said había escrito un libro —con un título juguetón: Cubriendo el islam— que en parte buscaba explicar esos inoportunos acontecimientos. Era una presunción occidental, argüía, considerar el islam un problema de atraso. Esto produjo nuestro primer desacuerdo importante, que todavía se desarrolló en clave amistosa. ¿Cómo, le pregunté mientras se sentaba envuelto en un fragante humo de pipa y con un traje de tweed impecable, esperaba que le fuera a un hombre como él en una república islámica? Cuando sonreía, se le formaban unas arrugas muy atractivas en torno a los ojos, lo que hizo mientras me decía que la cuestión más acuciante era la distorsión de los musulmanes por el Occidente «orientalista» y conquistador. Por aquel entonces, la nube que ensombreció nuestra conversación no era más grande que la mano de un hombre.

Pero no era consciente de ninguna nube inminente una tarde posterior, a finales de 1987 o principios de 1988, cuando cenaba en la mesa de Edward, en Riverside Drive y con vistas al Hudson, y llegó un mensajero de la agencia de Andrew Wylie en el centro. Llevaba una gran caja, que contenía el manuscrito de la próxima novela de Salman Rushdie. Con ella venía una nota que recuerdo muy bien. Querido Edward, decía, estaría agradecido si pudiera conocer tu opinión sobre esto, porque creo que puede disgustar a algunos fieles... El propio Edward era un cristiano de Jerusalén: de hecho, un anglicano, por laico que se hubiera vuelto después. (En una conversación pública con Salman en Londres describió la situación de los palestinos diciendo que su pueblo, expulsado y desposeído por los judíos victoriosos, estaba en la inédita situación histórica de ser «la víctima de la víctima»: pensé que había algo casi cristiano en la aparente humildad de esa declaración.)

Menciono este episodio porque más tarde se insinuó que Salman era el autor de la fanática respuesta a su libro y que —en una frase que se puso de moda en aquella época— «sabía lo que estaba haciendo». Bueno, sin duda sabía lo que estaba haciendo (uno esperaría que eso no sea una deshonra) y seguro que entendía que atraería la atención si tomaba lo que se reivindicaba como escritura sagrada y lo utilizaba con fines literarios. Al hacerlo, encendió uno de los mayores enfrentamientos de la historia entre la mente irónica y la mente literal: un combate de desgaste que se produce constantemente de una manera u otra. Pero lo asumió con cuidado, sentido de la medida y escrúpulos, y nadie podía prever que sería golpeado por sentencias de vida y muerte simultáneas.

Cuando el Washington Post me llamó el Día de San Valentín de 1989 para conocer mi opinión sobre la fetua del ayatollah Jomeini, sentí de inmediato que había algo que me comprometía por completo. Era, si puedo expresarlo así, un asunto que enfrentaba todo lo que odiaba contra todo lo que amaba. En la columna del odio: dictadura, religión, estupidez, demagogia, censura, amenazas e intimidación. En la columna del amor: literatura, humor, ironía, el individuo y la defensa de la libertad de expresión. Más, por supuesto, la amistad: aunque me gusta pensar que mi reacción habría sido la misma si no hubiera conocido a Salman en absoluto. Para reformular la premisa del argumento: el líder teocrático de un despotismo extranjero ofrecía dinero para recompensar el asesinato de un ciudadano civil de otro país por el delito de escribir una obra de ficción. No podía imaginarse un desafío más profundo a los valores de la Ilustración (en el bicentenario de la caída de la Bastilla) o a la Primera Enmienda de la Constitución. Cuando le pidieron un comentario al presidente George H. W. Bush, solo pudo decir de mala gana que, por lo que él podía ver, no afectaba a los intereses estadounidenses...

Al contrario, dijo Susan Sontag, los estadounidenses tenían un interés general en la defensa de la libertad de expresión frente a la barbarie, y también en defender a los ciudadanos libres de las amenazas de muerte financiadas por estados y acompañadas por la oferta sórdida de un botín. Fue providencial que ese año fuera presidenta del PEN, porque rápidamente resultó obvio que no todo el mundo veía la cuestión de esa forma. Había algunos que pensaban que Salman merecía ese castigo de un modo u otro, o en todo caso se lo había buscado, y había otros que solo estaban mortalmente asustados y creían que los escuadrones de la muerte del ayatollah podían deambular y matar libremente. (El propio Rushdie desapareció en una negra burbuja de seguridad «total», y con el paso del tiempo su traductor al japonés fue asesinado, su traductor al italiano apuñalado, y su editor noruego recibió tres tiros antes de que lo dieran por muerto.)

Entre los que tendían a regodearse del destino de Salman, una sorprendente cantidad pertenecía a la derecha. Digo «sorprendente» porque los conservadores habían lamentado la caída del sha y el ascenso de Jomeini les había horrorizado, y generalmente tendían a utilizar el término «terrorismo» cuando afrontaban desafíos violentos en el Tercer Mundo. Pero en Estados Unidos toda la falange de conservadores, desde Norman Podhoretz hasta A. M. Rosenthal y Charles Krauthammer, volcaron su ira sobre Salman y no sobre Jomeini, y parecían disfrutar con el hecho de que ese amigo indio y radical de Nicaragua y los palestinos se hubiera convertido en víctima del «terrorismo». Prefirieron olvidar cómo su héroe Ronald Reagan había usado el beneficio del tráfico ilegal de armas con el ayatollah para financiar la homicida Contra de Nicaragua: pero no le perdonaban a Salman que hubiera escrito La sonrisa del jaguar. En Gran Bretaña, escritores de un tipo específicamente conservador como Hugh Trevor-Roper, lord Shawcross, Auberon Waugh y Paul Johnson manifestaron su desagrado ante el engreído wog que estaba entre ellos y también lo acusaron de provocar deliberadamente a una gran religión. (Mientras tanto, en un ejemplo poco atractivo de lo que llamé «ecumenismo inverso», el arzobispo de Canterbury, el Vaticano y el rabino jefe sefardí de Israel emitieron declaraciones que decían que el principal problema no era la oferta de pago por el asesinato de un escritor, sino el delito de blasfemia. El rabino jefe de Gran Bretaña, Immanuel Jakobowitz, en busca de una síntesis más elevada de fatuidad, entonó que «tanto Rushdie como el ayatollah han abusado de la libertad de expresión».) Esa clase de comentarios eran de esperar, al menos en parte. Rushdie era de izquierdas; había contribuido a perturbar el statu quo y debía esperar la desaprobación de los conservadores.

Más preocupantes me parecían los que pertenecían a la izquierda y adoptaban casi el mismo tono. Germaine Greer, que siempre ha sido terrible en estos casos, volvió al foro para defender ruidosamente los derechos de los que quemaban libros. «El caso Rushdie — escribió el crítico marxista John Berger unos días después de la fetua— ha costado varias vidas humanas y amenaza con costar muchas más.» Y «el caso Rushdie —escribió el profesor Michael Dummett de All Souls— ha hecho un daño indecible. Ha intensificado la alienación de los musulmanes que viven aquí... Se ha inflamado la hostilidad racista contra ellos». Ahí vimos la introducción —y por parte de un antiguo promotor de Michael X, no lo olvides— de una confusión obstinada y grosera entre la fe religiosa, que es voluntaria, y la etnicidad, que no lo es. Todos los muertos y los heridos —todos—, desde las turbas en Pakistán hasta las acciones de los escuadrones asesinos de Irán, habían sido causados directamente por los enemigos de Rushdie. Ninguno de los muertos o heridos —ninguno— fue causado por él, ni por sus amigos y defensores. Sin embargo, notarás la táctica de desplazamiento que usaban Berger, Dummett y la izquierda multicultural, que culpaba del caos a una construcción abstracta: «el caso Rushdie». En aquella época entendía vagamente que esa clase de «izquierda» posmoderna, aliada en cierto modo con el islam político, era algo nuevo, aunque no perteneciera exactamente a la Nueva Izquierda. Que esa trahison tomara una forma parcialmente «multicultural» también era algo que poco a poco dejaba de sorprenderme. En sus diarios, el líder de la izquierda laborista Tony Benn registraba un encuentro de miembros de opiniones similares el día después de la fetua, y citaba la contribución de uno de los primeros parlamentarios negros de Gran Bretaña:

Bernie Grant no paraba de interrumpir, decía que los blancos querían imponer sus valores en todo el mundo. La Cámara de los Comunes no debería atacar otras culturas. No estaba de acuerdo con los musulmanes de Irán, pero apoyaba su derecho a vivir su propia vida. Quemar libros no era un asunto importante para los negros, sostenía.

Y después estaban aquellos que, en un momento de crisis moral por la libertad de expresión, se limitaron a buscar un escondite neutral. Lo recuerdo como el mes más deprimente e inspirador. El más deprimente, porque los centros de varias ciudades británicas eran asfixiados por masas histéricas, que no solo pedían menos libertad para el colectivo (querían más censura y restricción y la extensión de una arcaica ley sobre la blasfemia, y más poder policial sobre la publicación), sino que gritaban a favor de un ataque profundamente reaccionario contra los derechos individuales: la destrucción de la obra de un autor e incluso de la vida de un autor. Que ese ultrarreaccionario gobierno de la turba estuviera formado sobre todo por gente de piel marrón no debería haber supuesto la menor diferencia. En Pakistán, que conocía desde hacía mucho tiempo el fanatismo del Jamaat Islami y otras bandas criminales religiosas y dictatoriales, no lo habría hecho. Pero de alguna manera, cuando se escenificó en las calles y plazas de Gran Bretaña, supuso una diferencia. Una profunda incomodidad irrumpió en el ambiente: un trasfondo insinuante de amenazas y chantaje moral y racial que no se ha desvanecido desde entonces. Me costó mucho separar y clasificar los tres elementos —ahora característicos— de la nueva mentalidad islamista, privilegiada por los agravios: la superioridad moral, la autocompasión y el odio a uno mismo.

Así que era lo que algunos residentes de Notting Hill habrían llamado un palo. Todavía lo fue más que dos importantes cadenas de librerías estadounidenses dejaran de mostrar o vender Los versos satánicos. Esa capitulación, justificada en nombre de la «seguridad» como casi todas las necedades cobardes que se cometieron antes y que se han cometido desde entonces, se hizo pública el día que supe que algunas figuras literarias en quienes normalmente se podía confiar —Arthur Miller estaba entre ellas— habían rechazado la invitación de Susan Sontag para leer en público partes de la novela de Salman en un auditorio del centro de Nueva York. Algunos de esos veteranos abajo firmantes habían dicho que tenían un miedo físico, y uno o dos añadieron que su judeidad debería excusarles de la adhesión o la asistencia, porque sus firmas semitas solo podían empeorar las cosas. Que se dijera algo así, y que saliera de la boca del autor de El crisol, era sumamente desalentador para el espíritu. Parecía que los asesinos fueran ganando sin que hubiera mediado una batalla, y que quienes deberían defender la ciudadela llorasen y se dispersaran antes de oír un disparo o sufrir una herida.

Susan Sontag estuvo absolutamente soberbia. Se puso en pie donde todo el mundo pudiera verla y denunció a los mercenarios del ayatollah. Llamó con insistencia a todos aquellos que tenía en su agenda y los avergonzó, si era necesario, para que firmaran o apareciesen. «Un poco de fortaleza cívica —como decía con esa voz bronca que sabía usar tan bien— es lo que se necesita.» La cobardía es terriblemente contagiosa, pero en esa semana espantosa ella demostró que el coraje también puede ser contagioso. La amaba. Quizá suene sentimental, pero cuando consiguió hablar con Rushdie por teléfono —algo que no era fácil, porque había desaparecido en el mundo tenebroso de la ultraprotección—, se rió: «¡Salman! ¡Es como estar enamorada! ¡Pienso en ti día y noche: todo el tiempo!». Contra la profusión de odio, crueldad e ira que había conjurado un repulsivo fanático religioso, esa forma de expresión parecía un antídoto: un amor humanista expresado con claridad frente a aquellos que solo sentían amor por la muerte.

Dos ominosos fenómenos modernos comenzaron a aparecer en esa era de la langosta. El primero, como he mencionado antes, fue el uso de la censura preventiva forzosa, donde la mera amenaza de violencia bastaba para que los editores se lo pensaran dos veces, o no se lo pensaran en absoluto. El segundo, aún más preocupante, era la movilización de embajadas extranjeras para intervenir en nuestros asuntos internos. De repente, diplomáticos acreditados de naciones soberanas como Pakistán y Qatar se involucraban en asuntos que no eran de su incumbencia, como la publicación, la distribución o incluso la impresión en rústica de obras de ficción. Y toda esta arrogación nunca vista estaba nada sutilmente «engranada» y sincronizada con la potencia más cruda de la amenaza, como si dijeran con un tono sedoso que quizá prefieras negociar con nosotros, los enviados de un poder extranjero, en lugar de con los lamentables elementos violentos sobre los que, no hace falta decirlo, no tenemos el menor control. En los últimos años, esa horrible imagen se ha vuelto tan familiar que se ha hecho aburrida, más recientemente en el caso de las caricaturas del profeta del islam que se publicaron en Dinamarca y no volvieron a publicarse en ningún sitio, mientras que la violencia sin restricciones contra una pequeña democracia escandinava se veía como algo por lo que debían disculparse los daneses.

La impresión que tuve entonces es la que tengo ahora: era un examen. Veía a Salman cada vez que iba a Londres, acostumbrándome poco a poco al momento al final del encuentro en que se ponía unas gafas de sol y un sombrero chambergo o algún otro disfraz improvisado y se deslizaba en un coche que lo llevaría a un lugar secreto. (Esto, en Inglaterra, después de la guerra fría. Todavía noto el escozor de esa humillación, y lucho para que nunca se considere «normal».) Estuve a su lado en otras humillaciones, cuando las autoridades británicas le ofrecían un acuerdo vergonzoso con los matones religiosos a los que (todavía) les gusta ascender reconociéndolos como «negociadores». Si Salman se postrara de alguna manera, se insinuaba, si se dignase repudiar su propia obra y hacer una profesión de fe, quizá las cosas se arreglarían, o alguien lo haría. Además, los dóciles y sinuosos hombres del Foreign Office de Su Majestad añadían que, si declinaba esa magnánima oferta, podría prolongar la desgracia de los rehenes occidentales que secuestradores a sueldo de Irán mantenían encerrados en repugnantes mazmorras en el Líbano. Así que Salman, que no había hecho más que leer y escribir, iba a ser declarado rehén de los rehenes. La vida del torturador y del chantajista siempre resulta un poquito más fácil —por no decir disfrutable— gracias a su habilidad para ofrecer a su víctima lo que parece una «elección». Una de las peores mañanas de mi vida llegó en el frío invierno de 1990, cuando leí que Salman Rushdie había escrito un artículo breve titulado «Por qué he abrazado el islam».

Había dos cosas o quizá tres que podrían decirse sobre esto. La primera la dijo mi amigo Ben Sonnenberg, que opinaba que no era peor que la renuncia pro forma de Galileo, destinada a salvar la piel de los instrumentos para el desgarro, el corte y la quema que le había mostrado la Inquisición. La segunda la dijo Carol, que señaló que la relación entre el sol y la tierra no sufrió el menor cambio por cualquier cosa que dijera o callase Galileo, mientras que Salman había establecido una conexión directa y valiente entre su propia obra y vida y la más amplia batalla por la libertad de expresión. («Este asunto es más importante —había dicho en televisión el primer día— que mi libro o incluso mi vida.») Así, en cierto modo, no tenía derecho a retirar su declaración original. La tercera la dijo el propio Salman en nuestro siguiente encuentro: que su horrible artículo había sido «el precio del billete». No pensaba exactamente que tenía derecho a decirle que debía a la causa de la libertad de expresión el riesgo de inmolarse, pero al menos tuvo la elegancia, mientras lo decía, de parecer algo avergonzado. De todos modos, resultó que no había «billete». Los predicadores de la mezquita de Regent’s Park, tan aduladores y agradables cuando se trataba del sobreactuado islamófilo del príncipe Carlos y tan feroces cuando se trataba de Salman, podían pronunciar la palabra «fe» hasta la náusea, pero el concepto de «buena fe» les resultaba extraño, y ni siquiera el cobarde Foreign Office pudo obligarles a cumplir una mala oferta que nunca habían pretendido respetar.

Es extremadamente arduo tener un desacuerdo de principios con alguien que encarna lo que para ti es el más importante de los principios, pero afortunadamente esa tensión no duró.

Salman empezó a aventurarse a viajar, probando los muros de la prisión que tenía que arrastrar consigo, casi como una tortuga. Václav Havel aceptó recibirlo en Praga. La presidenta irlandesa Mary Robinson lo acogió en Dublín. Siguió empujando las barreras y restricciones, negándose a dejar que lo encerrasen o eliminaran. (Por esa época respondió el «Cuestionario Proust» de Vanity Fair. Una de las preguntas habituales era: «¿Qué es lo que menos le gusta de su apariencia?». Su respuesta: «Su infrecuencia».)

Después de que lo repudiara George H. W. Bush en un viaje anterior a Washington —«Solo es otro autor en una gira promocional», como dijo el portavoz de la Casa Blanca—, quería ver si la administración de Clinton, recién elegida, seguiría el camino de Havel-Robinson. Nunca he sentido que mi vida y mi «profesión», o mi trabajo, fueran la misma cosa. Mi trabajo inmediato era asegurarme de que los mullahs iraníes no pudieran decir que Rushdie había vuelto a Washington y había sido rechazado de nuevo. Estaba preparado para una cierta cantidad de contemporización, sofistería y aclaraciones de garganta, pero no para tanta como la que obtuve. Cada comité de derechos humanos «oficial» en la capital de la nación me rechazó directamente cuando pedía que patrocinaran una visita de Salman o prestaran ayuda para que lo invitaran al Despacho Oval. Me miraban con incredulidad e incluso hostilidad, como si hubiera propuesto algo delirantemente peligroso y latentemente «ofensivo». Era, en todo caso, todavía peor que la atmósfera de pánico y capitulación en Nueva York tres años antes.

George Stephanopoulos asumió el papel de Susan Sontag. De nuevo, resultaba llamativo ver la diferencia que supone un poco de personalidad, agallas e integridad. Lo llamé a la Casa Blanca, usando una relación no muy antigua ni fuerte, pero se puso al teléfono y dijo enseguida que podía adivinar por qué llamaba. «También —añadió— está muy claro qué es lo correcto. Deja que se lo cuente a ver qué puedo hacer.» El clintoniano «se» en este caso estaba en su versión habitual, propensa a la triangulación y la vacilación y no se comprometió definitivamente, pero cuando Salman había aterrizado y se había instalado en nuestro apartamento, que los servicios de seguridad habían convertido en un puesto de mando armado, se había acordado que podía reunirse con Tony Lake, el asesor de Seguridad Nacional de Clinton, y el secretario de Estado Warren Christopher, y que el encuentro tendría lugar en la Casa Blanca. El excelente sir Robin Renwick también se ofreció a celebrar una recepción posterior en la embajada británica, con Katharine Graham, del Washington Post, como anfitriona. El honor quedó razonablemente satisfecho. Aunque Clinton no se comprometiera, no sería una visita clandestina como en la época de Bush.

Era el Día de Acción de Gracias. La ciudad estaba bastante tranquila. Salman estaba dispuesto a charlar, y a charlar de cualquier cosa salvo el tema inevitable. Una tarde le dije que tenía que escribir una columna para el número «Blanco y negro» de Vanity Fair. Le dije que solo tenía que escribir unas tres mil palabras à la Tr uman Capote sobre temas exclusivamente blancos y negros. ¿Le importaría hacer un poco de asociación libre? Me miró y bajó sus pesadísimos párpados: tiempo después se volvieron tan pesados que necesitaron una pequeña corrección quirúrgica, pero en esa época podía adoptar la mirada que Martin describió de forma inolvidable: «un halcón que observa tras una persiana veneciana». Eso significaba que concentraba su atención en ello. Durante los siguientes veinte o treinta minutos vertió un torrente de alusiones estrechamente vinculadas, desde las técnicas de fotografía en negativo de Eadweard Muybridge hasta una proyectada versión en negro azabache del Taj Mahal que Sha Jahan había planeado pero no había construido, en el lado opuesto de una piscina reflectante. Esencialmente, escribió mi pequeño ensayo. La gente que conoció a Mozart decía que, más que componer música, la oía y después la escribía. En una visita anterior, había conseguido que le enseñaran a Salman en privado la Biblioteca Folger Shakespeare, que alberga en sus bóvedas una colección incomparable de First Folios del dramaturgo, así como el título de propiedad de su casa en Stratford, algo que sabemos que tuvo en sus manos. Después, a la hora de comer, Salman habló de una manera imparablemente poética sobre todo lo que concernía a Shakespeare: imparable en el sentido de que ninguno de los presentes quería detenerlo. Y, de nuevo, fue algo más que una exhibición de erudición. Ese era el Salman que yo deseaba que el mundo pudiera ver y oír. Paul Valéry dijo que la poesía no es la palabra elevada al nivel de la música, sino la música rebajada al nivel de la palabra. También era ése el Salman que iba más allá de la tesis de Valéry y me hacía pensar que podía existir un vínculo profundo entre la música y la literatura.

Aunque soy capaz de escribir de un tirón un relato o fingir un soneto burlesco, me di cuenta de joven y bastante pronto de que no poseía las «dotes» necesarias para la ficción y la poesía. Y fui muy afortunado por contar entre mis contemporáneos con varios profesionales de esas artes que hicieron obvio para mí, sin restregarlo más allá de lo necesario, que perdería el tiempo si lo intentara. Al escuchar «componer» a Salman, por así decirlo, me pregunté de repente si eso tenía que ver con mi incapacidad casi total para la música, que puede estar vinculada a mi incapacidad para el ajedrez y las matemáticas. Pensando rápidamente y comprobando uno por uno, me di cuenta de que todos mis amigos poetas y novelistas poseían al menos algo de habilidad musical: podían tocar un poco o aportar una descripción apropiada de un acontecimiento musical. ¿Podía ser eso lo que los separaba de un mero ensayista? Enseguida choqué con una objeción del tamaño de un iceberg. Vladimir Nabokov, quizá entre todos los hombres el hombre que hacía que uno se sintiera avergonzado por usar el mismo idioma (y para él el inglés solo era el tercero), detestaba la música: «La música, lamento decirlo, me parece solamente una sucesión arbitraria de sonidos más o menos irritantes. [...] Los conciertos de piano, así como todos los instrumentos de viento, me aburren en dosis pequeñas y me desuellan vivo en las mayores». Ah, pero eso no significaba necesariamente que no fuera musical. En 1932 escribió un relato llamado «Música», en el que el protagonista está atrapado en un concierto con su ex mujer. («Cualquier música que no conociera podía compararse al repique de una conversación en una lengua extraña.») Sin embargo, las notas y los acordes ejercen un poder sanador y de pronto se da cuenta de «que la música, que antes había parecido una mazmorra estrecha, había sido en realidad una bendición increíble, una mágica cúpula de cristal que los había abarcado y aprisionado a los dos». Otro invitado de la fiesta especula que lo que acaban de oír podría ser la Sonata a Kreutzer, el título de la novela que Tolstói prefería entre las suyas. Y en la Biblioteca Pública de Nueva York hay una caja de material escrito —«Nabokov Under Glass»— donde el gran lepidopterólogo ensayó una forma de notación que podía ir encima de sus hológrafos. ¿Qué otra cosa era sino una forma de musicalidad? Estaba seguro de que tenía sentido. Y al menos había un corolario negativo, aportado por los talibanes de Afganistán: limitaban la existencia de la poesía y la prosa al recitado forzoso de un libro, pero prohibieron directamente toda la música.

La presión de la seguridad en torno al apartamento se hizo casi paródicamente insoportable cuando llegó el momento de que Salman fuera conducido a la Casa Blanca en un vehículo armado. («¿Su invitado secreto es su primer ministro?», preguntó mi criada filipina con un susurro reverencial. Resultó que el hombre que había identificado como esa figura clave era el intrépido agente de Salman, Andrew Wylie, que se nos había unido una noche, bastante tarde.) Cuando Salman marchó hacia la cita, todavía no habíamos oído una palabra sobre si el presidente aceptaría reunirse con él. Pero Stephanopoulos estaba al teléfono en media hora o así, para decir: «El águila se ha posado», y la mano presidencial se había extendido. Más tarde celebramos ese triunfo en una rueda de prensa y más tarde — después de que Clinton hubiera insistido, de forma vil y característica, que el encuentro había sido extraoficial, accidental y off-the-record, sin fotógrafos— dejamos de celebrarlo un poco. Hice un esfuerzo para que entre los invitados a la cena estuviera Kemal Kurspahic, director del periódico diario de la resistencia bosnia, Oslobod¯enje (Liberación): la Bosnia musulmana era un lugar de matanzas diarias por parte de los cristianos y también habíamos intentado que Clinton tomara alguna posición comprensiblemente vertebrada sobre el caso. Quizá fue después de cenar cuando Salman improvisó un nuevo juego de palabras, en esa ocasión de títulos de libros que habían estado a punto de lograr la aceptación de los editores: El pequeño Gatsby, Despedida de las armas, Por quién suenan las campanas, Buenas esperanzas, Señor Zhivago, Dos días en la vida de Iván Denísovitch...

Hablando de «vitches», hace poco volví a reparar en que el patronímico de Nicholas Rubashov en El cero y el infinito de Koestler es Salmanovitch. Es interesante pensar en él como hijo de Salman: no creo que sea totalmente fantasioso imaginar a Rushdie como el descendiente lineal de todos los que han tenido que afrontar la idea totalitaria física y moralmente. Estoy seguro de que quitaría peso a cualquier comparación entre él mismo y una víctima del gulag. Pero aun así es bastante fuerte que los esbirros armados y ásperos de un régimen basado en el crimen te digan que eres un «hombre muerto de permiso». Y el mundo claustrofóbico en el que tuvo que vivir algunos años era una prefiguración del mundo en el que todos, en mayor o menor medida, vivimos ahora. Quiero decir un mundo en el que la religión fanática, que hace reivindicaciones absolutistas para sí y promete aportar — incluso ser— una solución total para todos los problemas, se considera además tan pura como para estar por encima de toda crítica. Tuve un pequeño anticipo de la sensación que produce ese mundo cuando, tras la partida de Salman, recibí un llamamiento del director del Departamento de Narcóticos y Antiterrorismo («Drogas y matones», como lo llaman en Foggy Bottom) en el Departamento de Estado. Tras vigilar la visita de Salman, me dijo ese hombre, él y su equipo habían recibido «informaciones creíbles» de fuentes iraníes, que apuntaban hacia una venganza planificada contra mi familia y mi persona por haber colaborado en el viaje. Lo asimilé y pregunté qué debía hacer. «Sugerimos que cambie de casa.» Pero, si un agente estatal iraní sabía dónde vivía, ¿no sería también capaz de descubrir dónde me había mudado? «Muy bien, ¿podría al menos plantearse cambiar su número de teléfono?» De repente, lo pillé. El Departamento de Estado, como el Foreign Office británico, había obrado «con la diligencia debida». Me había llamado, avisado y ahora podía archivar el asunto. Traseros ya bien cubiertos habían recibido ropas protectoras. Pero la verdad es que no creía que mis posaderas estuvieran más expuestas que las de cualquier otro. Y pronto vendría el momento en que la mentalidad de la fetua, aliada a la ideología de la yihad, llegaría a Washington por medio de un imprevisto avión de pasajeros y estaría a punto de demoler un edificio mucho mejor protegido que el Departamento de Estado.

No creo que se pueda exagerar la importancia del caso Rushdie. Junto a la referencia a Koestler que he aventurado, una vez propuse otra comparación que podría parecer casi igual de solemne. La fetua del ayatollah incluía en su condena a todos los «responsables de la publicación» de Los versos satánicos. La noche antes de mi intervención en la reunión solidaria que organizó Susan Sontag en Nueva York, en la primera semana del drama, intentaba pensar en algo que fuera más allá de la rutina de la firma de un manifiesto y la redacción de cartas, algo que presentara ese asalto a nuestras libertades y nuestros principios como un acontecimiento fuera de lo común, a lo que había que oponer una respuesta alejada de lo ordinario. Pensé: ¿Y si todos nos declaramos «corresponsables de la publicación»? Era el principio de solidaridad que introdujeron los seguidores de Espartaco y llevaron a un nivel aún más alto esos daneses (no, ay, su rey: esa historia es un hermoso mito) que en 1941 decidieron vestir la estrella amarilla como gesto hacia los que estaban obligados a llevarla. A la mañana siguiente presenté mi propuesta en mi discurso y me sorprendió agradablemente lo bien que fue: el manifiesto se preparó allí mismo y fue firmado por un grupo bastante sólido de autores, desde Norman Mailer a Diana Trilling o Don DeLillo. Después se publicó para que tuviera una circulación general y obtuvo un amplio refrendo, aunque gemí de asco cuando la publicó el Times Literary Supplement, porque entretanto alguna mano temblorosa y cretina había insertado las palabras de comadreja «aunque lamentamos cualquier ofensa que se pueda haber causado» en el preámbulo. Sé que no soy el único al que no le preocupaba que los espejismos religiosos fueran ridiculizados, pero, aunque hubiera sido el único, habría seguido sin importarme un bledo.

¿Y qué hay del propio Salman? Era, siempre me ha parecido, el protagonista ideal para ese drama. Si hay que defender la literatura y la ironía hasta la muerte, está bien tener a un individuo soberbiamente leído e irónico como ejemplo. No puedo recordar un momento en que dijera o hiciera algo grosero, levantara la voz indebidamente o respondiera a la altura de los que se burlaban de él o lo acosaban. En cierta época le preocupaba que sus traslados de un piso franco a otro lo secaran como escritor, pero en la práctica produjo varias obras de ficción de primera clase y muchos ensayos y reseñas brillantes, refutando la hermosa pero falaz frase de Orwell: «La imaginación, como algunos animales salvajes, no cría en cautividad». Iba a decir que nunca perdió el sentido del humor, pero eso sería saltarse la gran excepción, la prosa horrible, untuosa y enrevesada de su declaración de adhesión al islam. Realmente se leía como si la hubiera escrito a punta de pistola, lo que por supuesto había sucedido. También se leía como si la hubiera escrito otra persona. Durante su estancia con nosotros en Acción de Gracias, mientras firmaba unos libros para su recién nacida «no ahijada», cogió el volumen de ensayos en el que se conservaba su aborto literario como un monstruo desagradable en una botella, y escribió sobre el título «Por qué he abrazado el islam» unas expresivas palabras adicionales: «¡No! ¡Argh!». Después tachó cuidadosamente cada página de la pieza «ofensiva», firmando cada una para confirmar la autoría de la supresión. Estuvo todo lo cerca de la mutilación de un libro —o a un auto de fe— que podía imaginar.

Para proceder con esas imágenes religiosas, sin embargo, había quizá algo que merecía ser salvado incluso de esa degradación precedente. Al intentar arreglar las cosas con los mullahs lo mejor que pudo, había mostrado sinceramente que no buscaba un choque violento, y había recorrido un largo camino para pedir que esa copa amarga —tener que vivir el resto de su vida bajo amenaza de muerte— pudiera alejarse de él. ¿Quién no podía simpatizar? Pero, tras verse obligado a entender que no había un camino de compromiso, Salman se ha convertido en uno de los defensores más fiables de la libertad de expresión de los demás. La triste paradoja es que, aunque él y su libro sobrevivieron y florecieron, nadie en la industria editorial angloamericana encargaría o publicaría ahora Los versos satánicos. De hecho, toda la industria económica y cultural ha actuado, en lo que respecta al islam reaccionario, con enorme prudencia. La otra paradoja es que el multiculturalismo y la multietnicidad que llevaron a Salman a Occidente, y que nos enriquecieron con autores como Hanif Kureishi, Nadeem Aslam, Vikram Seth, Monica Ali y muchos otros, es ahora uno de los disfraces de un uniculturalismo, basado en el relativismo moral y el chantaje moral (además de un chantaje más obvio del tipo menos moral), según el cual se redefine la Ilustración como «blanca» y «opresiva», la inmigración ilegal masiva amenaza con estropearlo todo para todo el mundo y la figura del inmigrante libre y transnacional ha sido depuesta por el rostro contorsionado del nihilista internacional psicóticamente religioso, que reza por el día en que sus exigencias mesiánicas coincidan con la posesión de un arma apocalíptica. (A esa gente no la llaman nihilista por nada.) Tuvimos una advertencia de todo eso y Salman era el mensajero. Mutato nomine et de te fabula narratur: «Si cambias de nombre, la historia habla de ti».




En Hitch-22 Memorias
Traductor: Daniel Rodríguez Gascón
Foto 1: Christopher Hitchens © Paolo Pellegrin-Magnum Photos
Foto 2: Hitchens y Rushdie. His last meeting, Houston. With Voltaire


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