Andrés Rivera: Un asesino de Cristo
22 de agosto de 2013
Crecí entre rápidas mudanzas de un inquilinato a
otro, y repentinas apariciones de un médico alto, probablemente encorvado, y de
anteojos, que me palpaba el pecho con unos dedos largos y fríos, y me limpiaba,
de la frente y el cuerpo, el sudor de la fiebre, y me miraba como si yo fuese
algo que ponía a prueba su ilimitada paciencia y su cansancio.
Ese hombre alto y encorvado abría su maletín y
dejaba caer, en manos de mamá, dos, tres frascos con tabletas o jarabes
espesos, y susurraba unas pocas palabras, y después, incrédulo y acongojado, se
levantaba el cuello del sobretodo, y salía a la noche.
Nos mudábamos, mamá, papá y yo, y los ajados
muebles que les regalaron los compañeros del sindicato el mediodía que mamá y
papá se fueron a vivir juntos. Los sindicatos, en opinión de inefables voceros
de la ley, eran cuevas de anarquistas, rojos y extranjeros errantes y
desagradecidos y, entonces, con ominosa regularidad, se sucedían las
irrupciones de hombres altos y morochos, de sombreros negros de ala gacha, en
casas de vastos patios y parras viejas y retorcidas, y galerías de zinc, que
Buenos Aires demolió, procaz y despiadada.
Yo, un chico con la salud recuperada o
convaleciente de una enfermedad sin diagnóstico puntual, parado en el umbral de
la pieza que alquilábamos en una de esas casas de habitaciones pródigas en
murmullos y secretos de cópula, asistía al experto trabajo de una manada
policial.
Hablaba poco, la manada, y hablaba para sí,
críptica, desganada, perentoria. Levantaba colchones, revolvía sábanas y
frazadas, deshacía pilas breves de ropa planchada, abría cajones, paseaba la
luz de sus linternas por los elásticos de las camas, golpeaba las paredes, y se
llevaba, a unos Ford negros y cuadrados, una docena de libros y dos o tres
periódicos arrugados, la revolución quizá, en letras negras y desparejas, y se
iba, la manada, hacia la noche y hacia el frío.
Pero cuando llegaba el verano, mamá volvía a
inscribirme en la lista de los chicos que, por la gracia y la benevolencia de
señoras perfumadas y católicas, conocería el mar.
Digo que descubrimos el mar, nosotros, hijos de
obreros, de policías muertos, de presidiarios.
Hubo un tren que llevó nuestras tumultuosas
expectativas a las arenas chispeantes de una playa, y a un edificio de grandes
ventanas, dormitorios de techos altos, y comedores con pisos de baldosas negras
y blancas, y chimeneas de ladrillo.
Hubo fotos, y en las fotos el agua lisa de las
orillas del mar, y el mar, y el baño matutino en el mar que ahogaba nuestros
gritos de placer y de miedo, los fingidos alardes de coraje de cara a la espuma
alta de las olas.
Enseguida, otro baño bajo las duchas del edificio
de grandes ventanas, y risas estridentes, histéricas, burlonas, bajo el agua
helada de las duchas, y manoseos repentinos y humillantes de los más
fuertes a los más indefensos, a los chicos que temían defenderse.
Cerca del mediodía, el almuerzo. El ruido de bocas
llenas que masticaban, hambrientas, de eructos, de tripas insaciables, de algún
llanto, de algún vómito.
Escribí cartas mentirosas: inocentes, quiero
decir. Cartas a mamá (que suponían a papá). Escribí qué comíamos. Y cuánto.
Porque yo sabía que querida mamá comía conmigo. Sabía que ella movía los labios,
apretando un labio contra otro, y los movía, apretados los labios como si masticara.
Y, luego, querida mamá se levantaba de la mesa, doblaba el papel de la
carta desde donde yo le daba de comer, y lo guardaba en el bolsillo de la
pollera, cerca de las calideces del vientre y, de pie, asentía en la quieta
nada de la noche.
Yo le hablaba, a mamá, del mar.
Las señoras católicas y perfumadas, algunas de
las cuales tenían por costumbre marchitarse bellamente, disponían de más dinero
y de más tiempo que otras señoras con mucho menos tiempo y dinero para obras
que dieran placer a Dios. Reabrían, entonces, las señoras católicas y
perfumadas, la colonia de vacaciones.
Querida
mamá no era católica y se
perfumaba el primero de mayo, el día de mi cumpleaños y el 31 de diciembre.
Pero era tenaz. Obtuvo, para mí, una plaza en las profusas listas de hijos de
obreros, de policías muertos, de pobres y presidiarios que volverían al mar y
hablarían, en sus cartas, que olían a sopa, a leche, a puré y blanda carne de
vaca, de cómo es el mar.
Y estaban ahí las celadoras, rudas, provincianas,
que consolaban a los chicos que pedían por sus casas en una tarde de lluvia, y
que jugaban con nosotros, hijos de obreros, de policías muertos, de
presidiarios, de pobres.
Y estuvieron, ahí, de pronto, las monjas. Eran,
dijeron las monjas, exaltadas o con un murmullo cándido, las servidoras de Dios
en la tierra.
No nos miraban, las monjas. Caminaban, entre
nosotros, con sus largos hábitos negros, con sus caras sin sangre; parcas e
increíbles, para mí, como la muerte y el milagro.
De noche, cuando nos acostábamos en las camas de
sábanas limpias y crujientes; cuando el mar, allá afuera, decía algo en una
lengua que nunca aprenderíamos a traducir; cuando las celadoras volvían a sus
casas, las monjas, con llaves que les colgaban de la cintura, con voces
cascadas o susurrantes, ordenaban rezar el Padrenuestro.
De rodillas en camas superpuestas, el dormitorio
apenas iluminado, los chicos recitaban la oración que habían memorizado,
serios, turbados, tal vez, o sumidos, tal vez, en el misterio que las palabras
del rezo invocaba.
Una de las monjas, que caminaba entre las largas
hileras de camas superpuestas, me miró, tendido en la mía, las manos sobre las
sábanas, los labios quietos, y el rezo de los otros que ondulaba, gangoseante,
en la sala apenas iluminada.
Algo dijo, la monja, en alguna noche, y el rezo
finalizó, como si en esa sala no hubiera nadie. Los otros bajaron de sus camas,
silenciosos y puros como nunca lo fueron, y la monja, una pesada sombra muda,
salió del dormitorio.
Los otros rodearon mi cama, y ninguno de los otros
habló, las caras rígidas y jóvenes bajo las luces tenues de la sala.
No sé cuánto tiempo
estuvieron, así, inmóviles, como si esperaran una señal. Y no sé si la hubo,
pero, en un solo impulso, saltaron a la cama en la que yo asistía, sin
lágrimas, al fin de mi infancia.
Sé que golpeé algún pómulo, algún labio
ensalivado. Sé que caí de cara a un colchón, con brazos, cuerpos, aullidos, que
me golpeaban, de cara a un colchón. Sé que me izaron hasta la cama de arriba,
la mía, y me ataron, desnudo, a los barrotes de la cama de arriba.
Después, los otros, los más fuertes y los más
débiles, estuvieron allí, sombras flacas sobre el piso del dormitorio,
mirándome, desnudo, atado a los barrotes de la cama de arriba.
La monja, la que habló a los otros, volvió a
entrar a la sala, y caminó bajo las luces tenues de la sala, y no se detuvo
frente al muchacho de diez años, atado, desnudo, a los barrotes de una cama, y
al que le corría, por los muslos, un hilo de sangre, grueso y amarronado.
Y la monja dijo, con una voz baja y tranquila, y
sin detener su paso frente al muchacho atado a los barrotes de una cama.
—Tápenle las vergüenzas a ese asesino de Cristo.
En Cuentos escogidos
Buenos Aires, Alfaguara, 2000