Guillermo Ariel Seminara - La disolución de los semblantes

16 de mayo de 2011


 
6:17 A.M
Hay mañanas que admiten, por así decir, pequeñas digresiones. Se distinguen de las otras porque en el aire forman hendiduras que entreabren al peatón la posibilidad de la hondura y de lo plural. Una epojé que del día conserva para sí cierto discurrir de lo infrecuente y la mirada de alguien, que hasta ese momento no existía. Un universo, posiblemente verde, inhabitado, donde todo está por verse. Nuevísimo, tanto que el silencio todavía no se adhirió a las cosas, pues es la costumbre la que aún no ha comenzado. Y si uno osa (yo nunca lo hago) se va de excursión hasta la noche de otros días, y al regresar, luego, a recoger todo aquello de nosotros que hemos olvidado, descubrimos que, en verdad, no hemos viajado; que la quietud aún más quieta se ha quedado; que no estuvimos allí, ni en ningún lado.



I

Aguardaba sentado en la estación Paral-lel al metro y a las muchas otras cosas que normalmente aguardo al comenzar el día. De un lado, una señora sentada; del otro, un papel doblado en dos que juzgué resultado de algún reciente olvido. Lo cogí sin más. Una chica de azul, y su adolescencia, fueron testigos de la pequeña escena, pero, inmediatamente (supongo que por las urgencias mismas de nuestras propias determinaciones), ambos nos restamos importancia. Después busqué, sin éxito, al ratoncito que en ocasiones suele dejarse ver por las vías oscuras haciendo no sé qué cosas entre tren y tren y, cuando llegó el mío, simplemente subí. Durante el viaje avancé también sobre el contenido del papel. Este fragmento de azar que el relato puso ahora en mis manos –pienso- no pudo sino haber nacido de la infortunada relación entre un anhelo y un impedimento; algo así como el melancólico señalamiento de un posible desvío en el curso habitual de las cosas, pero que no acabará nunca por suceder. Al fin y al cabo una nueva evocación de lo perdido. Pero me doy cuenta que es muy temprano, que estoy medio dormido aún y que las ideas en mí cabeza no tienen mayor desarrollo, que tan solo son ensoñaciones heredadas de una noche que aún resiste, oscura, en algún lugar del día.
Regreso al texto nuevamente e, inmediatamente después, inicio un recorrido visual de todos los rostros de quienes están conmigo en el vagón, con el vano propósito de encontrarle uno al escrito; pero todos los rostros son uno y ninguno a la vez y al cabo de unos segundos me doy por vencido. Últimamente noto que me doy por vencido muy seguido. A todo esto: ¿qué diablos querrá decir epojé?



II

En “Objetos Perdidos” me dicen, con una lógica inapelable, que lo perdido en este caso parece ser un escritor y que, en consecuencia, lamentan no poder ayudarme.
-Quizá el autor fingió un olvido para que alguien interesado en la historia inicie su búsqueda- digo sin mucha convicción.
-Quizá- repite compasivamente la empleada. Y ahora el respeto adquiere en ella la forma del silencio.
Soy consciente de que hay algo desmedido en mi accionar, mientras camino nuevamente en dirección a mí mismo y mientras, del fondo del pasillo me llega una melodía de acordeón, que simula una felicidad que no tiene. En según qué circunstancias, pienso, las primeras víctimas son los semblantes: se nos van. No sé por qué esa idea me vuelve. Ahora estoy en la línea roja, cap a la meva feina y noto que el mundo se ha reorganizado en su variante habitual. En Mercat Nou * la luz se abre paso a la oscuridad del tiempo fragmentado que separa las morosas estaciones y es una prueba cabal de que el día existe.






















* En la estación de Mercat Nou, en Barcelona, el metro sube a la superficie.





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