Jean Baudrillard - Las imágenes que nada tienen que ver
26 de septiembre de 2010
Todo el dilema está en esto: o bien la simulación es irreversible y no hay un más allá de la simulación, no hay un acontecimiento, es nuestra banalidad absoluta, una obscenidad de todos los días, el nihilismo definitivo y nos preparamos para una repetición insensata de todas las formas de nuestra cultura en espera de un nuevo acontecimiento imprevisible –¿pero de dónde podría venir?–; o bien hay por lo menos un arte de la simulación, una cualidad irónica que resucita cada vez las apariencias del mundo para destruirlas. De otra forma, el arte no haría más que encarnar su propio cadáver, como lo hace muy a menudo en estos días. No hace falta añadir lo mismo a lo mismo y así hasta el abismo: esa es la simulación pobre. Hace falta que cada imagen rete a la realidad del mundo, hace falta que en la imagen alguna cosa desaparezca, pero no hace falta ceder a la tentación del vaciamiento, de la entropía definitiva, hace falta que la desaparición siga viva: ahí está el secreto del arte y de la seducción. Hay en el arte, tanto en el contemporáneo como en el clásico, un doble postulado y por lo tanto una doble estrategia. Una pulsión de vaciamiento, de borrar todas las huellas del mundo y de la realidad, y una resistencia inversa a esta pulsión. Según palabras de Michaux, el artista es "aquel que resiste con todas sus fuerzas la pulsión fundamental de no dejar huellas".
El arte se ha vuelto iconoclasta. La iconolatría moderna no consiste en herir a las imágenes, sino en fabricarlas, una profusión de imágenes donde no hay nada que ver.
Estas son literalmente las imágenes que no dejan huella. Son sus consecuencias estéticas propiamente hablando. Pero detrás de cada una de ellas algo ha desaparecido. Ahí está su secreto, si es que tienen alguno, y ahí está el secreto de la simulación. En el horizonte de la simulación no solamente el mundo ha desaparecido, sino la cuestión misma de su existencia ya no tiene ya sentido.
Si se reflexiona en esto, se trata del problema de la iconolatría en Bizancio. Los iconoclastas eran gente sutil que pretendían representar a Dios en las imágenes, disimulando al mismo tiempo el problema de su existencia. Cada imagen era un pretexto para no reparar en el problema de la existencia de Dios. Detrás de cada imagen, en efecto, Dios había desaparecido. No estaba muerto, había desaparecido, es decir que el problema dejaba de existir. El problema de la existencia o de la inexistencia de Dios se resolvía por la simulación.
Pero podemos pensar que ésta era la estrategia de Dios para desaparecer justamente tras las imágenes. Dios suplía estas imágenes para desaparecer, obedeciendo él mismo a la pulsión de no dejar huella. De este modo la profecía se cumplía. Vivimos en un mundo de simulación, en un mundo donde la más alta función del signo consiste en hacer desaparecer la realidad y enmascarar al mismo tiempo esa desaparición. El arte no hace otra cosa. Los medios actuales no hacen otra cosa. Es por esto que están dirigidos al mismo destino.
Detrás de la orgía de las imágenes cada cosa se oculta. El mundo se disfraza detrás de la profusión de las imágenes; ésta es otra forma de ilusión, una forma irónica quizá (por ejemplo la parábola de Canetti acerca de los animales: detrás de cada uno de ellos se tiene la impresión de que algo humano se oculta y se burla de nosotros).
La ilusión, que procedía de la capacidad de separarse de lo real a través de la invención de las formas, de oponer otra escena, de pasar al otro lado del espejo, la que inventa otro juego y otra regla de juego, es imposible de ahora en adelante, porque las imágenes se han pasado hacia las cosas. Ya no son el espejo de la realidad, pues han cubierto el corazón de la realidad y la han transformado en hiperrealidad donde de filtro en filtro no hay otro destino para la imagen que la imagen. La imagen ya no puede imaginar lo real, porque ella misma es lo real y no puede trascenderlo, transfigurarlo ni soñarlo, porque se trata de una imagen efectivamente virtual. En la imagen virtual es como si las cosas hubiesen avalado su propio espejo.
Habiendo avalado su espejo, han devenido transparentes en sí mismas, ya no tienen secreto, ya no pueden hacer la ilusión (porque la ilusión está ligada al secreto, al grado de que las cosas están ausentes de sí mismas, se retiran de sí mismas en sus apariencias); no hay más que transparencia, y las cosas, todas ellas presentes en sí mismas, en su visibilidad, en su virtualidad, en su transcripción despiadada (eventualmente en términos numéricos en todas las últimas tecnologías), no se inscriben más que bajo un filtro, bajo los millones de filtros en el horizonte, desde los cuales lo real, pero también la imagen propiamente hablando, han desaparecido.
Todas la utopías de los siglos XIX y XX han expulsado la realidad de la realidad, y nos han dejado en una hiperrealidad vacía de sentido, ya que toda perspectiva final ha sido como absorbida, digerida, dejando nada más que una superficie sin profundidad como residuo. Puede ser que la tecnología sea la única fuerza todavía capaz de religar los fragmentos dispersos de lo real, ¿pero dónde se ha ido la constelación del sentido? ¿Dónde se ha ido la constelación del secreto?
Fin de la representación entonces, fin de la estética, fin de la imagen misma en la virtualidad superficial de sus filtros. Sin embargo –y aquí se encuentra un efecto paradójico quizás positivo– parece ser que, al mismo tiempo que la ilusión y la utopía han sido expulsadas de lo real por la fuerza de todas nuestras tecnologías, por medio de esas mismas tecnologías la ironía se ha pasado hacia las cosas. Habría una contrapartida a la pérdida de la ilusión del mundo, que resultaría en una aparición de la ironía objetiva de ese mismo mundo. La ironía como forma universal y espiritual del mundo. Espiritual en el sentido de pensamiento vivo que, surge del corazón mismo de la banalidad técnica de nuestras imágenes. Los japoneses presentan una divinidad en cada objeto industrial. Entre nosotros esta presencia está reducida a un jugueteo irónico, pero es al mismo tiempo una forma espiritual.
©Jean Baudrillard, Illusion, désillusion esthétique. Sens & Tonka. París, 1997
Trad. Bruno Mazzoldi
Foto: Jean Baudrillard 1983 Paris © Sophie Bassouls Sygma Corbis
Estas son literalmente las imágenes que no dejan huella. Son sus consecuencias estéticas propiamente hablando. Pero detrás de cada una de ellas algo ha desaparecido. Ahí está su secreto, si es que tienen alguno, y ahí está el secreto de la simulación. En el horizonte de la simulación no solamente el mundo ha desaparecido, sino la cuestión misma de su existencia ya no tiene ya sentido.
Si se reflexiona en esto, se trata del problema de la iconolatría en Bizancio. Los iconoclastas eran gente sutil que pretendían representar a Dios en las imágenes, disimulando al mismo tiempo el problema de su existencia. Cada imagen era un pretexto para no reparar en el problema de la existencia de Dios. Detrás de cada imagen, en efecto, Dios había desaparecido. No estaba muerto, había desaparecido, es decir que el problema dejaba de existir. El problema de la existencia o de la inexistencia de Dios se resolvía por la simulación.
Pero podemos pensar que ésta era la estrategia de Dios para desaparecer justamente tras las imágenes. Dios suplía estas imágenes para desaparecer, obedeciendo él mismo a la pulsión de no dejar huella. De este modo la profecía se cumplía. Vivimos en un mundo de simulación, en un mundo donde la más alta función del signo consiste en hacer desaparecer la realidad y enmascarar al mismo tiempo esa desaparición. El arte no hace otra cosa. Los medios actuales no hacen otra cosa. Es por esto que están dirigidos al mismo destino.
Detrás de la orgía de las imágenes cada cosa se oculta. El mundo se disfraza detrás de la profusión de las imágenes; ésta es otra forma de ilusión, una forma irónica quizá (por ejemplo la parábola de Canetti acerca de los animales: detrás de cada uno de ellos se tiene la impresión de que algo humano se oculta y se burla de nosotros).
La ilusión, que procedía de la capacidad de separarse de lo real a través de la invención de las formas, de oponer otra escena, de pasar al otro lado del espejo, la que inventa otro juego y otra regla de juego, es imposible de ahora en adelante, porque las imágenes se han pasado hacia las cosas. Ya no son el espejo de la realidad, pues han cubierto el corazón de la realidad y la han transformado en hiperrealidad donde de filtro en filtro no hay otro destino para la imagen que la imagen. La imagen ya no puede imaginar lo real, porque ella misma es lo real y no puede trascenderlo, transfigurarlo ni soñarlo, porque se trata de una imagen efectivamente virtual. En la imagen virtual es como si las cosas hubiesen avalado su propio espejo.
Habiendo avalado su espejo, han devenido transparentes en sí mismas, ya no tienen secreto, ya no pueden hacer la ilusión (porque la ilusión está ligada al secreto, al grado de que las cosas están ausentes de sí mismas, se retiran de sí mismas en sus apariencias); no hay más que transparencia, y las cosas, todas ellas presentes en sí mismas, en su visibilidad, en su virtualidad, en su transcripción despiadada (eventualmente en términos numéricos en todas las últimas tecnologías), no se inscriben más que bajo un filtro, bajo los millones de filtros en el horizonte, desde los cuales lo real, pero también la imagen propiamente hablando, han desaparecido.
Todas la utopías de los siglos XIX y XX han expulsado la realidad de la realidad, y nos han dejado en una hiperrealidad vacía de sentido, ya que toda perspectiva final ha sido como absorbida, digerida, dejando nada más que una superficie sin profundidad como residuo. Puede ser que la tecnología sea la única fuerza todavía capaz de religar los fragmentos dispersos de lo real, ¿pero dónde se ha ido la constelación del sentido? ¿Dónde se ha ido la constelación del secreto?
Fin de la representación entonces, fin de la estética, fin de la imagen misma en la virtualidad superficial de sus filtros. Sin embargo –y aquí se encuentra un efecto paradójico quizás positivo– parece ser que, al mismo tiempo que la ilusión y la utopía han sido expulsadas de lo real por la fuerza de todas nuestras tecnologías, por medio de esas mismas tecnologías la ironía se ha pasado hacia las cosas. Habría una contrapartida a la pérdida de la ilusión del mundo, que resultaría en una aparición de la ironía objetiva de ese mismo mundo. La ironía como forma universal y espiritual del mundo. Espiritual en el sentido de pensamiento vivo que, surge del corazón mismo de la banalidad técnica de nuestras imágenes. Los japoneses presentan una divinidad en cada objeto industrial. Entre nosotros esta presencia está reducida a un jugueteo irónico, pero es al mismo tiempo una forma espiritual.
©Jean Baudrillard, Illusion, désillusion esthétique. Sens & Tonka. París, 1997
Trad. Bruno Mazzoldi
Foto: Jean Baudrillard 1983 Paris © Sophie Bassouls Sygma Corbis