Riendo con Emile Cioran, VI: Prometeo y el águila
2 de agosto de 2010
Prometeo se encargó de revelarnos las «fuentes de la vida» que los dioses, según Hesiodo, nos ocultaron. Responsable de todas nuestras desgracias, no fue consciente de ello, aunque se jactara de ser muy lúcido. Las palabras que le presta Esquilo están punto por punto en la antípoda de lo que leemos en Los trabajos y los días: «Antaño los hombres veían, pero veían mal, escuchaban pero no entendían... Actuaban, pero siempre sin reflexión». Se ve el tono, no hace falta citar más. Lo que les reprochaba en suma era el estar sumergidos en el idilio primordial y someterse a las leyes de su naturaleza, no contaminada por la conciencia. Al despertarlos al espíritu, al separarlos de esas «fuentes» de las que antes gozaban sin buscar sondear sus profundidades o su sentido, Prometeo no les otorgó la felicidad, sino la maldición y los tormentos del titanismo. No necesitaban de la conciencia; él vino a dársela, a arrinconarlos contra ella y a suscitar en ellos un drama que se prolonga en cada uno de nosotros y sólo concluirá con la especie. Mientras más avanzan los tiempos, más nos acapara la conciencia, nos domina y nos arranca a la vida; queremos aferrarnos a ella de nuevo y al no conseguirlo, le echamos la culpa a la una y a la otra, luego sopesamos su significación y sus ideas fundamentales para después, exasperados, terminar por culparnos a nosotros mismos. Eso no lo había previsto ese filántropo funesto que no tiene más excusa que la ilusión, tentador a pesar suyo, serpiente imprudente e indiscreta. Los hombres escuchaban, ¿qué necesidad tenían de comprender? El los obligó a ello al entregarlos al devenir, a la historia; en otros términos, al expulsarlos del eterno presente. Inocente o culpable, poco importa: mereció su castigo.
Primer celote de la ciencia, un moderno, en la peor acepción de la palabra, sus fanfarronadas y sus delirios anuncian los de muchos doctrinarios del siglo pasado: sólo sus sufrimientos nos consuelan de tanta extravagancia. El águila sí que comprendió, pues adivinó el porvenir y quiso ahorrarnos sus horrores. Pero el impulso estaba dado: los hombres ya habían tomado gusto a los manejos del seductor, quien, al moldearlos a su imagen, les enseñó a hurgar en las interioridades de la vida, a pesar de la prohibición de los dioses. Prometeo es el investigador de las indiscreciones y los delitos de la conciencia, es la conciencia de esa curiosidad asesina que nos impide hacer el juego al mundo: al idealizar el saber y el acto, acaso no arruinó, juntos, al ser y a la posibilidad de la edad de oro. Las tribulaciones a las que nos destinaba, sin valorar las suyas, iban a durar mucho más. Realizó a las mil maravillas su «programa», coherente como la fatalidad, y a contracorriente...; todo lo que nos predicó e impuso, primero se volteó, punto por punto, contra él, después contra nosotros. No se sacude impunemente al inconsciente original; aquellos que, siguiendo su ejemplo, lo hacen, sufren inexorablemente su suerte: son devorados, tienen su roca y su águila. Y el odio que les tienen es virulento porque en él se odian a sí mismos.
En Historia y utopía (1960)
Primer celote de la ciencia, un moderno, en la peor acepción de la palabra, sus fanfarronadas y sus delirios anuncian los de muchos doctrinarios del siglo pasado: sólo sus sufrimientos nos consuelan de tanta extravagancia. El águila sí que comprendió, pues adivinó el porvenir y quiso ahorrarnos sus horrores. Pero el impulso estaba dado: los hombres ya habían tomado gusto a los manejos del seductor, quien, al moldearlos a su imagen, les enseñó a hurgar en las interioridades de la vida, a pesar de la prohibición de los dioses. Prometeo es el investigador de las indiscreciones y los delitos de la conciencia, es la conciencia de esa curiosidad asesina que nos impide hacer el juego al mundo: al idealizar el saber y el acto, acaso no arruinó, juntos, al ser y a la posibilidad de la edad de oro. Las tribulaciones a las que nos destinaba, sin valorar las suyas, iban a durar mucho más. Realizó a las mil maravillas su «programa», coherente como la fatalidad, y a contracorriente...; todo lo que nos predicó e impuso, primero se volteó, punto por punto, contra él, después contra nosotros. No se sacude impunemente al inconsciente original; aquellos que, siguiendo su ejemplo, lo hacen, sufren inexorablemente su suerte: son devorados, tienen su roca y su águila. Y el odio que les tienen es virulento porque en él se odian a sí mismos.
En Historia y utopía (1960)