Salman Rushdie - El cortero
21 de agosto de 2009
1
Mary-claro era la mujer más pequeña con que Misceláneo, el portero, se había tropezado, sin contar los enanos: una señora india diminuta, de sesenta años, con el cabello gris sujeto en un pulcro moño, que se recogía por delante el blanco sari de ribete rojo y trepaba por los escalones de la calle del edificio de apartamentos como si fueran los Alpes.
—No —dijo él en voz alta frunciendo el ceño. ¿Cuáles serían las montañas apropiadas ? Ah, sí, ése era el nombre—. Gbats —dijo con orgullo.
Una palabra de un atlas escolar de hacía mucho tiempo, de cuando la India parecía tan lejos como el Paraíso. (En la actualidad, el Paraíso parecía más lejos aún, pero la India, como el Infierno, se había acercado un buen trecho.)
—Ghats occidentales, Ghats orientales, y ahora Ghats de Kensington —dijo con una risita—. Montañas.
Ella se detuvo ante él en el vestíbulo revestido de roble.
—Pero gbats, en la India, quiere decir también escaleras —dijo—. Sí, sí, claro. Por ejemplo, en la ciudad santa hindú de Varanasi, en donde se sientan los brahmanes, quedándose con el dinero de los feregrinos, está el Dasashwamedh-ghat. Una escalera ancha-ancha hasta el río Ganga. ¡Oh, claro que sí! Y también el Manikarnika-ghat. Comfran puego en una casa con un tigre que salta desde el techo —sí claro, un tigre de estatua, coloreado en technicolor, ¿qué se cree?, y lo traen en una caja para meter puego a los cadáveres de sus seres queridos. Las hogueras punerales son de sándalo. No se permiten cotograpías; no, claro que no.
Él comenzó a pensar en ella como Mary-claro, porque nunca decía simplemente sí o no; siempre aquellos oh-sí-claro o no-claro-no. Él, en las circunstancias confusas que reinaban desde que su cerebro, lo único en que confiaba, le había fallado, apenas podía estar seguro ya de nada; por eso lo asombraba la seguridad de ella, haciéndole sentir primero nostalgia, luego envidia y después atracción. Y la atracción era algo hacía tanto tiempo olvidado que, cuando empezó a revolvérsele el estómago, creyó mucho tiempo que debían de ser los dumplings chinos que se había traído del «comida para llevar» de High Street.
El inglés era difícil para Mary-claro, y eso era parte de lo que hacía que el viejo y deteriorado Misceláneo sintiera debilidad por ella. La letra «p» le planteaba un problema especial, convirtiéndose a menudo en una «f» o una «c»; cuando atravesaba el vestíbulo con su cestito de compra con ruedas, solía decir «Voy a la comfra» y cuando, a su regreso, él se ofrecía a subirle el cesto por los ghats, ella le respondía: «Sí, for pavor.» Y cuando el ascensor se la llevaba hacia las alturas, gritaba a través de la reja: «¡Ohé, cortero! Gracias, cortero. Oh, sí, claro.» (En hindi y en konkani, sin embargo, sus «pes» sabían cuál era su sitio.)
De modo que gracias a la magia inesperada y un tanto revolvedora de estómagos de ella, él no era ya portero, sino cortero. «Cortero», repetía al espejo cuando ella se había ido. Su aliento formaba sobre el cristal un pequeño retrato de la palabra, que iba borrándose. «Cortero, cortero cautivo.» Muy bien. La gente le llamaba muchas cosas, no le importaba. Pero iba a tratar de ser ese apodo, ese «cortero».
2
Desde hace años tengo la intención de escribir la historia de Mary-claro, nuestra ayah, la mujer que hizo tanto como mi madre para criarnos a mis hermanas y a mí, y de su gran aventura con su «cortero» en Londres, en donde todos vivimos algún tiempo, a principios de los sesenta, en un edificio llamado Waverley House; pero, entre una cosa y otra, nunca me he puesto a ello.
Luego, recientemente, he sabido de Mary-claro, después de un silencio bastante largo. Me escribió para decir que tenía noventa y un años, la habían operado de algo serio y si, por favor, podía mandarle un poco de dinero, porque su sobrina, con la que vivía ahora en el distrito de Kurla de Bombay, andaba muy mal de fondos.
Le envié el dinero, y poco después recibí una agradable carta de su sobrina, Stella, escrita por la misma mano que la carta del «aya», como habíamos llamado siempre a Mary, prescindiendo palindrónicamente de la «h». Aya se había sentido muy conmovida, escribía la sobrina, de que yo la recordase después de tantos años. «He estado oyendo historias de ustedes toda mi vida —continuaba la carta— y los considero un poco como mi familia. Quizá recuerde usted a mi madre, la hermana de Mary. Desgraciadamente, falleció. Ahora soy yo quien escribe las cartas de Mary. Les deseamos mucha suerte.»
Ese mensaje de una extraña íntima me llegó en mi obligado exilio del país amado de mi nacimiento y me conmovió, removiendo cosas que habían estado enterradas muy hondo. Naturalmente, hizo también que me sintiera culpable por haberme ocupado tan poco de Mary a lo largo de los años. Por la razón que fuera, se volvió más importante que nunca que escribiera la historia que llevaba conmigo, sin escribir, tanto tiempo, la historia de Aya y el hombre amable al que ella rebautizó —con resonancias de romance no intencionadas pero sí proféticas— como «el cortero». Ahora comprendo que no es sólo la historia de ellos, sino también la nuestra, la mía.
3
En realidad se llamaba Mecir: había que decir Mishirsh, porque tenía acentos invisibles en algún idioma del Telón de Acero en el que los acentos tenían que ser invisibles —dijo solemnemente mi hermana Durr— por si alguien los espiaba o los borraba, o algo así. Su nombre de pila comenzaba también por eme, pero estaba tan lleno de lo que llamábamos consonantes comunistas, todas aquellas zetas y ees y uves dobles juntas, sin vocales que les dejaran sitio para respirar, que nunca traté siquiera de aprendérmelo.
Al principio pensamos darle el nombre de un malvado personajillo de tebeo, Mr. Mxyztplk, de la Quinta Dimensión, que se parecía un poco a Elmer Fudd y solía amargar la vida a Supermán hasta que el viejo Super lo engaña para que diga su nombre al revés, Klptzyxm, con lo que desaparece otra vez en la Quinta Dimensión; sin embargo, como no estábamos muy seguros de cómo decir Mxyztplk (por no hablar de Klptzyxm), abandonamos la idea.
—Lo llamaremos simplemente Misceláneo —le dije por fin, para simplificar las cosas—. Míster Me-sé-el-año Mi-shirsh. Yo no tenía aún quince años y me estallaba la desempleada polla, y eso hacía que fuera capaz de decir a la gente cosas como ésa a la cara, incluso a gente menos comprensiva que Mr. Mecir, con su ataque.
Lo que recuerdo más vivamente son sus guantes de lavar de goma rosa, que parecía no quitarse nunca, al menos no hasta que venía a buscar a Mary-claro... En cualquier caso, cuando lo insulté,
mientras mis hermanas Durré y Muneeza soltaban risitas en el ascensor, Mecir se limitó a sonreír, con su sonrisa bondadosa y vacía, y asintió:
—Muy bien, llámame lo que quieras. —Y volvió a sacar brillo al latón. No tenía gracia meterse con él si se lo tomaba así, de forma que entré en el ascensor y, durante el trayecto hasta el cuarto piso, cantamos / Can't Stop Loving You con nuestras mejores voces de Ray Charles a todo volumen, lo que fue bastante horrible. Pero llevábamos nuestras gafas oscuras, de manera que no importaba.
4
Era el verano de 1962, y el colegio había terminado. Mi hermana menor Scheherazada sólo tenía un año. Durré tenía unos alborotados catorce; y Muneeza tenía diez, y era ya todo un quebradero de cabeza. Los tres —o, mejor, Durré y yo, mientras Muneeza trataba desesperadamente y sin éxito de ser parte de nuestra banda— nos inclinábamos sobre la cuna de Scheherazada y le cantábamos.
—Nada de canciones de cuna —había decretado Durré, de manera que no las cantábamos, porque, aunque tenía un año menos que yo, era una dirigente nata.
La pequeña Scheherazada se dormía con nuestras interpretaciones de éxitos recientes de Chubby Checker, Neil Sedaka, Elvis y Pat Boone.
Why don't you come borne, Speedy Gomales?, aullábamos en perfecta disonancia; pero sobre todo, y poniéndolo en práctica, lo que hacíamos era jump down, turn around andpick a bale ofcotton. Hubiéramos estado saltando, dando la vuelta y recogiendo esas balas de algodón todo el día, pero el maharajá de B. se quejaba en el piso de abajo, y Aya Mary venía a pedirnos que nos calláramos.
—Vaya, es \aJambal-Aya, que se ha enamorado de Misceláneo —gritó Durré, y Mary se sonrojó con un sonrojo verdaderamente inmenso.
De modo que, naturalmente, encadenamos con un rápido me-ob-my-ob; son ofa gun, we hadfun. Pero entonces el bebé empezó a chillar, y entró mi padre como un toro, con la cabeza baja y echando humo por los oídos, y tuvimos que recurrir a todos los amuletos de buena suerte que pudimos encontrar.
Yo había estado interno en Inglaterra un año o así cuando Abba tomó la decisión de hacer venir a la familia. Como todas sus decisiones, nunca se nos explicó ni se discutió con nadie, ni siquiera con mi madre. Cuando llegaron todos, alquiló dos pisos adyacentes en una manzana venida a menos de Bayswater, llamada Graham Court, que acechaba furtivamente a una calle de nada que se arrastraba junto al cine ABC de Queensway hacia los Porchester Baths. Se apoderó de uno de esos pisos para él y puso a mi madre, mis tres hermanas y el aya en el otro; y además, durante las vacaciones escolares, a mí. Inglaterra, en donde el alcohol estaba en venta libre, no favorecía el buen humor de mi padre, por lo que, en cierto modo, era un alivio tener un piso para nosotros solos.
La mayoría de las noches, él vaciaba una botella de John-nie Walker etiqueta roja y un sifón. Mi madre no se atrevía a ir «al piso de él» por las noches. Decía:
—Me hace muecas.
Aya Mary le llevaba a Abba la cena y respondía todas sus llamadas (si él quería algo, nos telefoneaba y lo pedía). No estoy seguro de por qué sus furias de borracho perdonaban a Mary. Ella decía que, como tenía nueve años más que él, podía decirle que la respetara como era debido.
Sin embargo, al cabo de unos meses, mi padre alquiló un apartamento de tres dormitorios en un cuarto piso, en un barrio elegante. La Waverley House, de Kensington Court, S8. Entre los otros residentes había no uno sino dos maharajás indios, el disipado príncipe P., y el anciano B., ya mencionado. Ahora estábamos todos amontonados, mis padres y la pequeña Scherá-azotada (como habíamos empezado a llamarla cariñosamente sus hermanos) en la alcoba principal, nosotros tres en una habitación mucho más pequeña, y Mary, lamento reconocerlo, en una esterilla de paja colocada sobre la conveniente alfombra del vestíbulo. La tercera alcoba se convirtió en el despacho de mi padre, desde donde hacía sus llamadas telefónicas y en donde guardaba su Ency-dopaedia Britannica, sus Reader's Digest y (bajo llave) el aparato de televisión. Entrábamos allí a nuestro propio riesgo. Era el antro del Minotauro.
Una mañana lo convencieron para que bajara a la farmacia de la esquina y comprara algunas cosas para el bebé. Cuando volvió, su rostro tenía un aire herido, de chico de escuela, que yo nunca había visto, y se apretaba la mano contra la mejilla.
—Me ha pegado —dijo quejosamente.
—Hai! Allah-tobah! —exclamó mi madre, agitada—. ¿Quién te ha pegado? ¿Estás herido? Enséñame, déjame ver.
—No he hecho nada —dijo él, de pie en el vestíbulo, con la bolsa de la farmacia en la otra mano y la cara tan rosa como los guantes de goma de Mecir—. Sólo entré con la lista. La chica parecía muy amable. Le pedí los tarritos de comida, talco Johnson y la gelatina para las encías, y me lo trajo todo. Luego le dije si tenía mamaderas y me dio una bofetada.
Mi madre se mostró consternada:
—¿Sólo por eso?
Mary-claro la apoyó:
—¿Qué tontería es ésa? —quiso saber—. He estado en la parmacia y tienen for todas cartes mamaderas, de todos los tifos, todas a la vista.
Durré y Muneeza no pudieron contenerse. Se revolcaron por el suelo, riéndose y echando las piernas por alto.
—Callaos la cara —ordenó mi madre—. Una loca ha pegado a vuestro padre. ¿Dónde está el chiste?
—No puedo creerlo —dijo Durré jadeando—. ¿Fuiste a la chica y le dijiste... —perdió el control de nuevo, dando con el pie en el suelo y sujetándose el estómago— ¡qué mamaderas tiene!}
Mi padre se puso púrpura, amenazando tormenta. Durré se dominó:
—Abba —dijo—, aquí las llaman tetinas.
Mi madre y Mary se llevaron las manos a la boca, y hasta mi padre pareció escandalizado.
—¡Qué desvergüenza! —dijo mi madre—. ¿La misma palabra que para eso que tenéis en los pechos?
Enrojeció y sacó la lengua en señal de vergüenza.
—Estos ingleses —suspiró Mary-claro— son imfosibles. Claro que sí, lo son.
Recuerdo con gusto la anécdota, porque fue la única vez en que vi a mi padre tan desconcertado, y el incidente se hizo leyenda y la muchacha de la farmacia se convirtió en objeto de gran veneración por nuestra parte. (Durré y yo entramos para echarle una ojeada —era una chica pequeña y corriente de unos diecisiete años, con unos pechos grandes e inevitables—, pero nos sorprendió cuchicheando y nos echó una mirada tan feroz que huimos.) Y también porque la hilaridad general me permitió esconder la vergonzosa verdad de que yo, que había estado tanto tiempo en Inglaterra, habría cometido el mismo error que Abba.
No eran sólo Mary-claro y mis padres quienes tenían dificultades con el inglés. Mis compañeros de colegio se reían cuando, al estilo de Bombay, decía «educar» por criar («¿dónde te educaste?»), «trío» por tres veces, «platillo» por plato de postre y «macarrones» por cualquier clase de pasta. En cuanto a la diferencia entre mamaderas y tetinas, realmente nunca había tenido oportunidad de perfeccionar mis conocimientos lingüísticos en esa esfera.
5
De forma que me sentí un poco celoso de Mary-claro cuando Misceláneo le hizo una visita. Llamó al timbre, con el cuerpo temblándole de respeto, vestido con un viejo traje nacido para encoger y con los pantalones prietamente recogidos por un cinturón; se había quitado sus guantes de goma y llevaba rosas en la mano. Mi padre le abrió la puerta y le dirigió una mirada fulminante. Como era un esnob, a Abba no le gustaba que el piso no tuviera entrada de servicio, de forma que hasta un portero tuviera que ser tratado como miembro del mismo universo que él.
—Mary —consiguió decir Misceláneo, relamiéndose los labios y echando hacia atrás el cabello blanco y lacio—. Para ver a miss Mary, he venido, yo.
—Espere —dijo Abba, cerrándole la puerta en las narices.
Mary-claro se pasó desde entonces todas sus tardes libres con el viejo Misceláneo, aunque aquella primera cita no fuera un éxito total. Él la llevó «por el oeste» para enseñarle el Londres turístico que ella no había visto, pero en lo alto de una escalera mecánica en Picadilly Circus, mientras Me-cir le deletreaba penosamente los textos de los carteles que ella no podía leer —Unzip a banana e Idris when I's dri—, el sari se le enganchó en las mandíbulas de la máquina y, mientras la escalera tiraba de la prenda, ésta comenzó a desenvolverse. Ella tuvo que dar vueltas y más vueltas como un trompo, gritando con todas sus fuerzas: «O BAAP! BAAPU-RÉ! BAAP-RÉ-BAAP-RÉ-BAAP!» Fue Misceláneo quien la salvó apretando el botón de parada de emergencia, antes de que el sari se desenrollara del todo, y ella quedara en combinación delante de todo el mundo.
—¡Ay, cortero! —lloró ella sobre su hombro—. ¡Nada de escaleras, cortero, nunca más, no!
Mis propias nostalgias amorosas se orientaban a la mejor amiga de Durré, una muchacha polaca llamada Rozalia, que tenía un trabajo de vacaciones en la tienda de zapatos Faiman, en Oxford Street. La perseguí patéticamente durante todas las vacaciones y luego, esporádicamente, durante los dos años siguientes. Me permitía almorzar con ella a veces e invitarla a una coca y un bocadillo, y una vez me acompañó a las terrazas de White Hart Lañe para ver jugar por primera vez a Jimmy Greaves con los Spurs.
—¡Vamos, Blaan-cos! —gritábamos los dos como era debido—. ¡Vamos, blaancos merengues!
Después de lo cual ella me invitó a la trastienda de Fai-man, en donde me besó dos veces y dejó que le tocara los pechos, pero es todo a lo que pude llegar.
Y luego estuvo Chandni, una especie de prima; la hermana de su madre se había casado con el hermano de mi madre, aunque luego se habían separado. Chandni tenía dieciocho meses más que yo, y era tan sexy que la cabeza te daba vueltas. Estudiaba para ser bailarina india clásica, tanto odissi como natyam, pero entretanto se ponía unos vaqueros negros apretados y un polo de punto negro y ceñido y me llevaba, de vez en cuando, a perder el tiempo en Bunjie's, en donde conocía a la mayoría de la gente de la música folk que solía ir allí y en donde respondía al nombre de Claro de Luna, que es lo que significa chandni. Yo fumaba uno tras otro con los folkies y luego iba al servicio a vomitar.
Chandni era de la materia de que están hechas las obsesiones. Un sueño de adolescente, el Río de la Luna bajado a la Tierra como la diosa Ganga, vestida de negro sinuoso. Pero para ella yo era sólo un primo joven e inexperto con el que era amable porque él no sabía moverse por ahí.
She-E-rry, won't you come tonigbt?, ululaban los Four Seasons. Sabía exactamente lo que sentían. Y, ya puestos a ello, love me do.
6
Daban paseos por los jardines de Kensington.
—Peter Pan —decía Misceláneo, señalando una estatua—. Niño «perdido». Nunca creció.
Iban a Barkers y Pointings y Derry & Toms y elegían muebles y cortinas para hogares imaginarios. Recorrían los supermercados y se compraban pequeñas exquisiteces para comer. En la confinada habitación de Mecir tomaban lo que llamaban «té de chimpancé» y se tostaban panecillos en un radiador eléctrico.
Gracias a Misceláneo, Mary pudo ver por fin la televisión. Lo que más le gustaba eran los programas de niños, especialmente Los Picapiedra. Una vez, riéndose nerviosa de su propio atrevimiento, Mary confió a Misceláneo que Pedro y Vilma le recordaban al sahib y la begum; y el portero, igualando su audacia, señaló primero a Mary-claro y luego se señaló a sí mismo, sonrió ampliamente y dijo: «Los Mármol.»
Luego, en las noticias, un inglés vulpino de delgado bigote y ojos de loco lanzó un aviso contra los inmigrantes, y Mary-claro dio una palmada sobre el televisor: «Khali-pili bom marta», objetó, y luego, en atención a su huésped, tradujo:
—Grita y grita for nada. ¡Mala vida! Afágalo.
A menudo los interrumpían los maharajás de B. y P., que bajaban para escapar a sus mujeres y llamar a otras mujeres desde el teléfono que había en la habitación del portero.
—Oh, baby, olvídate de ese chico —decía el deportivo príncipe P., que parecía pasarse el día vestido de tenis y cuyo grueso Rolex de oro se perdía casi en el espeso vello de sus brazos—, conmigo te divertirás más, baby; entra en mi mundo.
El maharajá de B. era más viejo, más feo y más realista.
—Sí, ven con todos los trastos. La habitación está reservada a nombre de Mr. Douglas Home. De las seis cuarenta y cinco a las siete quince. ¿Tienes una tarjeta con las tarifas? Por favor. Y también una regla de dos pies, pero de madera. ¡Y el delantal de volantes!
Eso es lo que me ha quedado en la memoria de Waverley House, aquella masa en que pululaban matrimonios mal avenidos, borracheras, calaveras y deseos juveniles insatisfechos; el maharajá de P., que todas las noches salía rugiendo hacia los casinos de Londres, con un coche deportivo rojo lleno de rubias, y el maharajá de B., que se dirigía furtivamente a Kensington High Street con gafas negras en la oscuridad y un abrigo de cuello subido aunque fuera pleno verano; y en el corazón de nuestro pequeño universo estaban Mary-claro y su cortero, tomando té de chimpancé y cantando el himno nacional de Roquilandia.
Pero realmente no se parecían en nada a Pablo y Paula Mármol. Eran ceremoniosos, educados. Eran... corteses. Él la cortejaba y ella, como una recatada ingenua con tirabuzones y abanico, se dejaba cortejar.
7
Pasé un fin de semana a mitad del curso de 1963 en la casa de Beccles (Suffolk) del mariscal sir Charles Lutwidge Dodg-son, viejo soldado de la India y amigo de la familia, que apoyaba mi solicitud de nacionalidad británica. «El Dodo», como lo llamaban, me invitó a ir solo, diciendo que quería conocerme mejor.
Era un hombre enorme al que la piel de la cara comenzaba a colgarle excesivamente, un gigante que vivía en una diminuta cabana de techo de paja en el que daba con la cabeza continuamente. No es de extrañar que a veces fuera irascible; estaba en el Infierno, GuUiver atrapado en aquella rosaleda liliputiense de aros de croquet, campanas de iglesia, fotografías sepias, y viejos clarines de guerra.
El fin de semana fue espasmódico y torpe hasta que el Dodo me preguntó si jugaba al ajedrez. Ligeramente cohibido por la perspectiva de jugar con un mariscal, asentí; y, noventa minutos más tarde, para sorpresa mía, había ganado la partida.
Fui a la cocina, pavoneándome un poco, pensando en fanfarronear ante la antigua ama de llaves del viejo soldado. Sin embargo, en cuanto me vio entrar dijo:
—No me digas que le has ganado...
—Sí —dije yo, fingiendo desenvoltura—. La verdad es que sí, le he ganado.
—Dios —dijo Mrs. Liddell—. Esto va a ser un infierno. Vuelve y desafíalo a otra partida, pero esta vez arréglatelas como puedas para perder.
Hice lo que ella me dijo, pero nunca volví a ser invitado a la casa de Beccles.
Sin embargo, la derrota de Dodo me dio nueva confianza ante el tablero de ajedrez, de manera que cuando volví a Waverley House, tras terminar mis exámenes finales, y fui invitado enseguida a jugar con Misceláneo (Mary le había hablado, con mucho orgullo y cierta hipérbole, de mi victoria en la Batalla de Beccles), dije:
—Desde luego, no me importa.
Después de todo, ¿cuánto tiempo necesitaría para zurrar la badana a aquel viejo inútil?
Siguió una espléndida carnicería. Misceláneo no sólo me derrotó; se me merendó con la mayor facilidad. Yo no podía creérmelo —la inteligente apertura, la fluidez de sus combinaciones, la fuerza de sus ataques, mis propias posiciones imposiblemente limitadas, estranguladas— y le pedí otra partida. Esta vez me devoró con más ganas aún. Al final, me quedé destrozado en la silla, a punto de llorar. Big girls don't cry, me recordé, pero la canción continuaba en mi cabeza: That's just an alibi.
—¿Quién eres? —le pregunté, con mi humillación aplastando cada sílaba—. ¿El diablo disfrazado?
Misceláneo me brindó su sonrisa ancha y tonta:
—Gran maestro —dijo—. Hace mucho. Antes de la cabeza.
—Eres un gran maestro —repetí, todavía estupefacto. Luego, en un momento de horror, recordé haber visto el nombre de Mecir en libros de partidas clásicas—. La defensa nimzo-india —dije en voz alta. Él sonrió con alegría y asintió furiosamente.
—¿Ese Mecir? —le pregunté maravillado.
—Ése —dijo. Se le caía la baba por la comisura de la boca vieja y húmeda. Estaba en los libros. Y aun con la mente convertida en cascajo podía barrer el suelo conmigo.
—Juega ahora con señora —sonrió. Yo no le entendí—. Mary señora —dijo—. Sí, sí, claro.
Ella servía el té, esperando mi respuesta.
—Aya, si tú no sabes jugar... —dije perplejo.
—Estoy aprendiendo, baba —dijo—. ¿Qué es, na} Sólo un juego.
Y entonces también ella me dejó fuera de combate, y jugando con las negras además. No fue el día más glorioso de mi vida.
8
De Cien partidas de ajedrez muy instructivas, de Robert Reshevsky, 1961:
M. Mear — M. Najdorf
Dallas 1950, Defensa nimzo-india
El ataque de un táctico puede ser difícil de resistir; el de un estratega más aún. Mientras que las amenazas del táctico son inconfundibles, el estratega complica la cuestión al mantener las cosas en suspenso. ¡Amenaza amenazar!
Veamos, por ejemplo, esta partida. Mecir sitúa un caballo en D6 para tener un apoyo en el centro. Luego coloca un peón doblado en un ala para ocupar a su adversario en el lado de la reina. Por último, trastorna la posición del lado del rey. ¿Qué puede hacer su pobre adversario perplejo? ¿Cómo defenderlo todo al mismo tiempo? ¿De dónde le vendrá el golpe?
¡Obsérvese cómo Mecir no da tregua a Najdorf, al cambiar el ataque de un lado a otro!
El ajedrez se había convertido en su lenguaje privado. El viejo Misceláneo, perdido como estaba para las palabras, conservaba en el tablero una gran parte de la elocuencia y la sutileza que habían desaparecido de su discurso. A medida que Mary-claro adquiría habilidad —y aprendía con velocidad sorprendente, pensaba yo con amargura, en una persona que no sabía leer ni pronunciar la «pe»— ella podía comprender mejor el ingenio de aquel maestro disminuido con el que tan inesperadamente había establecido un vínculo, y responder a él.
La enseñaba con mucha paciencia, mostrándole, no di-ciéndole, repitiendo una y otra vez aperturas y combinaciones y técnica de finales, hasta que ella comenzó a comprender el sentido de las secuencias. Cuando jugaban, él se imponía un hándicap, al decirle las mejores jugadas y demostrarle sus consecuencias, llevándola, paso a paso, a las infinitas posibilidades del juego.
Así era su cortejo.
—Es como una aventura, baba —trató Mary de explicarme una vez—. Como ir con él a su faís, ¿sabes? ¡Qué lugar, baapré\ Bello y feligroso y divertido y lleno de escondrijos. Para mí es un gran descubrimiento. ¿Qué te codría decir? Me gusta el juego. Es una maravilla.
Entonces entendí dónde estaban las cosas entre ellos. Mary-claro no se había casado, y había dicho claramente al viejo Misceláneo que era demasiado tarde para empezar con esas historias. El cortero era viudo, y tenía en alguna parte hijos mayores, perdidos hacía tiempo tras los muros cada vez más altos de la Europa oriental. Sin embargo, en el ajedrez habían encontrado una forma de relación amorosa, una renovación sin fin que excluía la posibilidad del aburrimiento, un cortés país de las maravillas para corazones cansados.
¿Qué habría pensado Dodo de todo aquello? Sin duda lo hubiera escandalizado ver el ajedrez, nada menos que el ajedrez, la gran representación de la guerra, transformado en arte del amor.
En cuanto a mí: mis derrotas por Mary-claro y su cortero fueron seguidas de otras humillaciones. Durré y Munee-za cayeron con paperas y, finalmente, a pesar de los esfuerzos de mi madre por separarnos, yo también. Estaba aterrorizado en cama, mientras el médico me advertía de que no me levantase ni me moviese si podía evitarlo.
—Si lo haces —dijo—, tus padres no tendrán necesidad de castigarte. Tú solo te habrás castigado de sobra.
Me pasé las semanas que siguieron atormentado día y noche por visiones de testículos grotescamente hinchados y una vida posterior de blanda impotencia —¡acabado antes de comenzar siquiera, era una injusticia!—, que empeoraban mucho más aún la rápida recuperación y las incesantes bromas de mis hermanas. Pero en definitiva tuve suerte; la enfermedad no se extendió al hemisferio sur.
—Piensa en lo felices que se sentirán tus ciento y una amigas, bhai —se burló Durré, que lo sabía todo sobre mis continuos fracasos con Rozalia y Chandni.
En la radio, la gente no hacía más que cantar la alegría de tener dieciséis años. Yo me preguntaba dónde estarían todos aquellos chicos y chicas de mi edad que estaban viviendo el mejor momento de sus vidas. ¿Daban la vuelta a América en Studebaker descapotables? Desde luego, en mi barrio no estaban. Londres, W8 era aquel verano el país de Sam Cooke. Another Saturday night... Era posible que hubiera una canción de amor que arrasara como número 1, pero yo estaba con el solitario Sam al final de las listas, cómo me gustaría tener alguna, etc., sintiéndome en general de un modo bastante horrible.
9
—Baba, ven deprisa.
Era noche avanzada cuando Aya Mary me sacudió para despertarme. Después de muchos susurros apremiantes, consiguió sacarme del sueño y hacerme atravesar, en pijama y bostezando, el vestíbulo. En el descansillo que había delante de nuestro piso estaba Misceláneo el cortero, acurrucado contra la pared, llorando. Tenía un ojo a la funerala y sangre seca en la boca.
—¿Qué ha ocurrido? —le pregunté a Mary horrorizado.
—Hombres —gimió Misceláneo—. Amenaza. Paliza.
Estaba en su habitación a primeras horas de aquella noche cuando el disipado maharajá de P. irrumpió y le dijo:
—Si viene alguien a buscarme, ¿sí?, hombres del tipo duro, ¿sí?, he salido, ¿sí? Sa-li-do. No los dejes subir, ¿sí? Buena propina, ¿sí?
Poco tiempo después, el viejo maharajá de B. llegó también a la habitación de Mecir, con aspecto preocupado.
—Escúchame, hijo -—dijo el maharajá de B.—. Tú no sabes dónde estoy, samajh liya? ¿Entendido? Es posible que personas de baja estofa te pregunten. Tú no sabes. Estoy en el extranjero, achcha? Haciendo largos viajes por el extranjero. Cumple tu deber, portero. Bonita recompensa.
A hora avanzada de la noche, aparecieron realmente dos tipos de aspecto duro. Al parecer, el velludo príncipe tenía deudas de juego.
—Está fuera —contestó Misceláneo a su estilo más amable.
Los tipos duros asintieron lentamente. Tenían el pelo largo y labios gruesos como los de Mick Jagger.
—Es un señor muy ocupado. Hubiéramos debido concertar una cita —dijo el primer tipo al segundo—. ¿No te dije que deberíamos haber llamado?
—Sí —convino el segundo tipo—. Hay que hacer las cosas bien, dijiste, es de sangre real. Y tenías razón, hijo mío, lo reconozco, estaba totalmente equivocado, tengo que reconocerlo.
—Vamos a dejarle nuestra tarjeta de visita —dijo el primer tipo—. Así sabrá que debe esperarnos.
—Perfecto —dijo el segundo tipo, golpeando con el puño al viejo Misceláneo en la boca—. Díselo —dijo golpeándole en un ojo— cuando vuelva. Menciónaselo.
Después de eso, Mecir había cerrado la puerta de la calle; pero mucho más tarde, bien pasada medianoche, golpearon en la puerta.
Misceláneo gritó:
—¿Quién es?
—Somos buenos amigos del maharajá de B. —dijo una voz—. No, estoy mintiendo. Conocidos.
—Suele visitar a una señora que conocemos —dijo una segunda voz—. Para ser exactos.
—Es por eso por lo que deseamos una audiencia —dijo la primera voz.
—Se ha ido —dijo Mecir—. Jet. Marchado.
Hubo un silencio. Luego la segunda voz dijo:
—No puedes formar parte de la. jet set si nunca subes en un jet, ¿eh? Biarritz, Montecarlo, todo eso.
—No deje de decir a Su Alteza —dijo la primera voz— que aguardamos ansiosamente su regreso.
—En relación con nuestra amistad común —dijo la segunda voz—. Ansiosamente.
«¿Qué puede hacer su pobre adversario perplejo?» Las palabras del libro de ajedrez me vinieron espontáneamente a la mente. «¿Cómo defenderlo todo al mismo tiempo? ¿De dónde vendrá el golpe? ¡Obsérvese cómo Mecir no da tregua a Najdorf, al cambiar el ataque de un lado a otro!» Misceláneo volvió a su habitación y aquella vez, aunque no habían utilizado la fuerza, comenzó a llorar. Al cabo de un rato tomó el ascensor hasta el cuarto piso y susurró a través del buzón a Mary-claro, que dormía en su esterilla.
—No he querido despertar al sahib —dijo Mary—. ¿Ya sabe cuál es su problema, na} Y la begum sahiba está tan cansada al acabar el día... De manera que dilo tú, baba, ¿qué hacemos?
¿Qué esperaba que se me ocurriera? Yo tenía dieciséis años.
—Que Misceláneo llame a la policía —sugerí poco originalmente.
—No, no, baba —dijo Mary-claro enérgicamente—. Si el cortero organiza escándalo para la picha de f olida del mahara-já, al piñal será con el cortero con quien estará empadado.
No se me ocurría otra cosa. Allí estaba delante de ellos, sintiéndome idiota, mientras los dos me miraban con ojos asustados y suplicantes.
—Id a dormir —dije—. Pensaremos algo por la mañana.
El primer par de rufianes eran tácticos, pensaba. Fueron difíciles de afrontar. Pero el segundo par era más temible; eran estrategas. Amenazaban amenazar.
Nada sucedió por la mañana, y el cielo estaba despejado. Era casi imposible creer en puños y voces amenazadoras en la puerta. Durante el día, ambos maharajás fueron a la habitación del portero y metieron a Misceláneo billetes de cinco libras en el bolsillo del chaleco.
—Has defendido el fuerte, buen hombre —dijo el príncipe P.
Y el maharajá de B. se hizo eco de esos sentimientos:
—En plena diana. Todo está arreglado ahora, achcha? Se acabó el problema.
Nosotros tres —Aya Mary, su cortero y yo— tuvimos un consejo de guerra aquella tarde y decidimos que no era necesario hacer más. Un portero estaba en primera línea en un caso así, aduje, y el frente había aguantado. Ahora habían pasado los peligros. Se habían dado garantías. Se acabó la historia.
—Se acabó la historia —repitió Mary-claro dudosa, pero luego, tratando de tranquilizar a Mecir, su rostro se iluminó—. Exacto —dijo—. ¡Clarísimo! Se acabó, fin.
Batió las manos para subrayarlo. Le preguntó a Misceláneo si quería jugar una partida de ajedrez, pero, por una vez, el cortero no quiso jugar.
10
Después de aquello, me distrajo por algún tiempo de la historia de Misceláneo y Mary-claro una violencia más próxima a la familia.
Mi segunda hermana, Muneeza, que tenía once años, estaba entrando un poco temprano en su etapa delincuente. Era la auténtica heredera de las furias ciegas de mi padre y, cuando perdía el control, resultaba terrible de ver. Aquel verano parecía buscar deliberadamente las peleas con mi padre; parecía dispuesta, a sus pocos años, a probar su fuerza contra la de él. (Yo sólo intervine una vez en sus trifulcas con Abba, en la cocina. Agarró las tijeras de la cocina y me las tiró. Me hicieron un corte en el muslo. Después de aquello, me mantuve a distancia.)
Mientras contemplaba sus guerras, comencé a liberarme de la idea misma de familia. Miraba a mi aulladora hermana y pensaba en lo brillantemente destructiva que era, en cómo arruinaba, triunfalmente, sus relaciones con las personas a las que más necesitaba.
Y miraba a mi padre colérico y gesticulante y pensaba en la ciudadanía británica. El pasaporte indio que tenía sólo me permitía viajar a muy pocos países, minuciosamente enumerados en el lado derecho de la segunda página. Pero quizá tendría pronto un pasaporte británico y entonces, a cualquier precio, me alejaría de mi padre. No soportaría en mi vida aquel rostro gesticulante.
A los dieciséis años todavía crees que puedes escapar de tu padre. No oyes que su voz habla por tu boca, no ves que tus gestos reflejan ya los suyos; no lo ves en la forma en que mantienes el cuerpo, en la forma en que firmas tu nombre. No oyes su susurro en tu sangre.
En el día de que tengo que hablaros, mi hermanita de dos años choti Scheherazada, la pequeña Scherá-azotada, comenzó a llorar como hacía a menudo durante alguna de nuestras riñas familiares. Amma y Aya Mary la cargaron en su sillita y se fueron rápidamente. La llevaron hasta Ken-sington Square y se sentaron en la hierba, soltaron a Scheherazada e hicieron comentarios filosóficos mientras ella se cansaba. Finalmente se durmió, y ellas volvieron a casa a la luz declinante del crepúsculo. Delante de la Waverley House se les acercaron dos jóvenes apuestos, con cortes de pelo a lo Beatle y la chaqueta sin cuello abotonada que el grupo popularizó. El primero de los jóvenes preguntó a mi madre, muy educadamente, si no sería la maharani deB.
—No —respondió mi madre halagada.
—Debe de serlo, señora —dijo el segundo Beatle, de forma igualmente educada—. Se dirige a la Waverley House y es ahí donde reside el maharajá.
—No, no —dijo mi madre, todavía ruborizada de placer—. Somos otra familia india.
—Ah —asintió, comprensivo, el primer Beatle, y luego, con gran sorpresa por parte de mi madre, se llevó un dedo a la nariz e hizo un guiño—. De incógnito, ¿eh? Discreción.
—Discúlpenos —dijo mi madre, perdiendo la paciencia—. No somos las señoras que busca.
El segundo Beatle dio con el pie ligeramente en la rueda del cochecito.
—Su marido busca señoras, señora, ¿lo sabe? Pues lo hace. Y con mucha asiduidad, si puedo añadir.
—Con demasiada asiduidad —dijo el primer Beatle, mientras se le ensombrecía el rostro.
—Les digo que no soy la maharani begum —dijo mi madre, alarmándose de pronto—. Sus asuntos no son asunto mío. Tengan la bondad de dejarme pasar.
El segundo Beatle se acercó a ella. Mi madre pudo sentir su aliento, que olía a menta.
—Una de las señoras que buscó era nuestra protegida, se podría decir —explicó—. Ésa sería la palabra. Bajo nuestra protección, ¿comprende? Por consiguiente, somos responsables de su bienestar.
—Su marido —dijo el primer Beatle, mostrando los dientes de un modo aterrador y elevando la voz una muesca— estropeó la mercancía. ¿Me oye, reina? Estropeó la jodida mercancía.
—Se equivocan de identidad, for pavor —dijo Mary-claro—. Hay muchos residentes indios en Waverley House. Somos señoras decentes; for pavor.
El segundo Beatle se había sacado algo de un bolsillo interior. Una hoja de acero reflejó la luz.
—Jodidos wogs —dijo—. Venís aquí a joderlo todo y no sabéis, joder, cómo portaros. ¿Por qué, joder, no os vais a joder al jodido Woguistán? A joder vuestros jodidos culos de wog. Bueno —dijo con voz tranquila, blandiendo la navaja—, soltaos la blusa.
Precisamente entonces brotó un fuerte ruido de la puerta de Waverley House. Las dos mujeres y los dos hombres se volvieron a mirar, y vieron salir a Misceláneo, gritando a todo pulmón y moviendo los brazos como un viejo loco.
—Hola —dijo el Beatle de la navaja, al parecer divertido—. ¿Quién es éste? ¿Uno de los jodidos siete magníficos?
Misceláneo trataba de hablar, hacía esfuerzos desesperados, pero lo único que salía de su boca era un ruido elemental e informe. Scheherazada se despertó y se le unió. Los dos Beatles parecieron molestos. Pero entonces ocurrió algo en el interior de Misceláneo; algo saltó y, con mucha precipitación, él farfulló:
—Señores, señores, no señores, no son las mujeres de B., señores, mujeres de B. en el piso tres, maharajá de B. también, señores, verdad de Dios, tumba madre, juro.
Era la frase más larga que había dicho desde el ataque que le rompió la lengua mucho tiempo antes.
Y con aquel torrente y con los chillidos de Scheherazada aparecieron de pronto cabezas en las puertas, se estaba suscitando expectación y los dos Beatles asintieron gravemente:
—Un error de buena fe —dijo el primero disculpándose a mi madre, y de hecho se inclinó ante ella.
—Le puede pasar a cualquiera —añadió, sombrío, el hombre de la navaja.
Dieron la vuelta y se fueron rápidamente. Sin embargo, al pasar junto a Mecir, se detuvieron.
—Pero a ti te conozco —dijo el hombre de la navaja—. Jet. Marchado.
Hizo un breve movimiento con el brazo, y Misceláneo, el portero, se encontró sobre el pavimento, mientras la sangre le brotaba de una herida en el estómago.
—Todo está arreglado ahora —jadeó, y perdió el conocimiento.
11
Hacia Navidad estaba en vías de recuperación; la carta de mi madre a los propietarios, en la que le llamaba «caballero de armadura resplandeciente» hicieron que fuera bien atendido y que se le mantuviera el puesto de trabajo. Siguió viviendo en su pequeña guarida de la planta baja, mientras el personal que lo sustituía desempeñaba sus obligaciones de portero. «Todo lo mejor para nuestro héroe», aseguraron los propietarios a mi madre en su respuesta.
Los dos maharajás y su séquito se habían mudado antes de que yo volviera a casa para las vacaciones de Navidad, de manera que no tuvimos más visitas de los Beatles ni los Rolling Stones. Mary-claro pasaba tanto tiempo como podía con Mecir; pero el aspecto de mi vieja aya me preocupaba más que el pobre Misceláneo. Parecía más vieja, y desmoronadiza, como si pudiera convertirse en polvo en cualquier momento.
—No quisimos preocuparte en el colegio —dijo mi madre—. Está teniendo problemas de corazón. Palpitaciones. No todo el tiempo, pero...
Los problemas de salud de Mary habían serenado a toda la familia: las rabietas de Muneeza habían cesado y hasta mi padre estaba haciendo un esfuerzo. Habían puesto un árbol de Navidad en el salón y lo habían decorado con toda clase de fruslerías. Era tan extraño ver un árbol de Navidad en nuestra casa que comprendí que las cosas debían de ser bastante graves.
En Nochebuena, mi madre sugirió que a Mary quizá le agradaría que todos cantásemos. Amma había hecho a mano seis copias de las canciones. Cuando atacamos O come, all ye faithful, yo presumí cantándola de memoria en latín. Todo el mundo se portaba perfectamente. Cuando Muneeza propuso que cantásemos Swinging on a star o / wanna boldyour hand en lugar de aquellas cosas tan aburridas, no lo dijo realmente en serio. Así que esto es la vida familiar, pensé. Esto es.
Pero sólo estábamos interpretando una comedia.
Unas semanas antes, en el colegio, me había tropezado con un chico norteamericano, la estrella del equipo de rugby, llorando en los claustros de la capilla. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que habían asesinado al presidente Kennedy.
—No te creo —le dije, pero comprendí que era cierto. La estrella del rugby no hacía más que sollozar. Le cogí la mano.
—Cuando un presidente muere, el país se queda huérfano —acabó por decir, repitiendo con el corazón roto uno de esos tópicos que había escuchado, probablemente, en la Voz de América.
—Sé lo que sientes —le mentí—. Mi padre acaba de morir también.
Los problemas cardíacos de Mary resultaron un misterio; imprevisiblemente, iban y venían. Durante los seis meses siguientes la sometieron a toda clase de exámenes, pero los médicos terminaban siempre por sacudir la cabeza: no podían encontrarle nada. Físicamente, estaba como un reloj; salvo porque tenía esos períodos en que su corazón coceaba y daba saltos en el pecho como los caballos salvajes de Vidas rebeldes, aquellos que cazaban a lazo y ataban, lo que volvía loca a Marilyn Monroe.
Mecir volvió a trabajar en la primavera, pero la experiencia pasada lo había dejado vacío. Sonreía más lentamente, tenía la mirada más apagada, más interior. También Mary se había encerrado más en sí misma. Seguían reuniéndose para el té, los panecillos y Los Picapiedra, pero había algo que no iba del todo bien.
Al comienzo del verano, Mary hizo una declaración.
—Sé lo que me pasa —dijo a mis padres sin venir a cuento—. Tengo que irme a casa.
—Pero Aya —adujo mi madre—, la nostalgia no es una verdadera enfermedad.
—Dios sabe for qué vinimos todos a este faís —dijo Mary—. Pero no cuedo quedarme más. No, claro que no.
Estaba completamente decidida.
De manera que era Inglaterra lo que le estaba partiendo el corazón, partiéndoselo porque no era la India. Londres la estaba matando por no ser Bombay. ¿Y Misceláneo?, me pregunté. ¿La estaba matando también el cortero por no ser ya el mismo? ¿O era porque estaban tirando de su corazón, enlazado por dos amores diferentes, hacia Oriente y Occidente, y relinchaba y reculaba, como aquellos caballos de la película de los que tiraba por un lado Clark Gable y por otro Montgomery Clift, y ella sabía que, para poder vivir, tendría que optar?
—Tengo que irme —dijo Mary-claro—. Sí, claro. Bas. Ya basta.
Aquel verano, el verano del sesenta y cuatro, yo cumplí los diecisiete. Chandni volvió a la India. Rozalia, la amiga polaca de Durré, me informó mientras nos comíamos un bocadillo en Oxford Street de que se iba a prometer con un «verdadero hombre», de manera que podía olvidarme de verla, porque aquel Zbigniew era del tipo celoso. Roy Orbi-son cantaba It's Over en mis oídos mientras iba al metro, pero la verdad es que nada había empezado realmente.
Mary-claro nos dejó a mediados de julio. Mi padre le compró un billete de ida para Bombay, y aquella última mañana estuvo llena del dolor del final. Cuando le bajé las maletas al coche, Mecir, el portero, no aparecía por ninguna parte. Mary no llamó a la puerta de su habitación, sino que atravesó en línea recta el vestíbulo de paneles de roble recientemente encerados, cuyos espejos y latones centelleaban intensamente; subió al asiento trasero de nuestro Ford Zo-diac y se sentó muy derecha, con su bolsa en el regazo, mirando hacia adelante. Yo la había conocido y querido toda mi vida. No te preocupes por tu maldito cortero, tuve ganas de gritarle, ¿y yo qué?
Resultó que tenía razón en cuanto a su nostalgia. Después de volver a Bombay, no volvió a tener problemas cardíacos jamás; y, como confirmaba la carta de su sobrina Ste-11a, a los noventa y uno seguía estando fuerte.
Poco después de marcharse ella, mi padre nos dijo que había decidido «cambiar de lugar» e ir al Pakistán. Como de costumbre, no hubo discusiones ni explicaciones, sino un simple ukase. Dejó el alquiler del piso de Waverley House al terminar las vacaciones de verano, y todos se fueron a Kara-chi, mientras yo volvía al colegio.
Me convertí en ciudadano británico ese año. Fui uno de los afortunados, supongo, porque, a pesar de aquella partida de ajedrez, tenía de mi parte al Dodo. Y el pasaporte, en muchos sentidos, me hizo libre. Me permitió ir y venir, elegir cosas que no eran las que mi padre habría deseado. Pero yo también tengo lazos alrededor del cuello, los tengo hasta hoy, tirando de mí hacia aquí y hacia allá, Oriente y Occidente, y los nudos se aprietan ordenándome: elige, elige.
Doy saltos, resoplo, relincho, reculo, coceo. Lazos, reatas, no elijo a ninguno de los dos, y elijo a los dos. ¿Lo oís? Me niego a elegir.
Aproximadamente un año después de habernos marchado, andaba por el barrio y entré en Waverley House para ver cómo estaba el viejo cortero. Tal vez, pensé, podríamos echar una partidita de ajedrez, y él podría hacerme pedazos. El vestíbulo estaba vacío, de manera que llamé a la puerta de su pequeña habitación. Respondió un extraño.
—¿Dónde está Misceláneo? —exclamé sorprendido. Me disculpé enseguida, confuso—. Quiero decir el señor Mecir, el portero.
—Yo soy el portero, señor —dijo el hombre—. No sé nada de misceláneos.
En Oriente, Occidente
Trad. Miguel Sáenz
Barcelona, Plaza & Janés, 1994
Foto: Salman Rushdie por Randolph Quan
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