Salman Rushdie – Los versos satánicos (II. Mahound: fragmentos)
23 de mayo de 2009
II. Mahound
(…)
A veces, mientras duerme, Gibreel se siente dormir, fuera del sueño, se siente soñar que sueña, y entonces llega el pánico. Oh, Dios, exclama, Oh, tododiós, aladiós, estoy perdido, pobre de mí. Tengo cascada la sesera, estoy completamente loco, un babuino chiflado, una cabra. Lo mismo que sintió él, el comerciante, la primera vez que vio al arcángel: pensó que estaba pirado, quiso tirarse desde una peña, desde una peña muy alta, una peña en la que crecía un loto desmedrado, una peña tan alta como el techo del mundo.
Ya viene, ya sube por el monte Cone, camino de la cueva. Feliz cumpleaños: hoy cumple cuarenta y cuatro. Pero, aunque allá abajo, a su espalda, la ciudad bulle en fiestas, él sube solo. No hubo para él traje nuevo de cumpleaños, bien planchado y doblado al pie de la cama. Hombre de gustos ascéticos. (¿Qué extraño tipo de comerciante es éste?)
Pregunta: ¿Qué es lo contrario de fe?
No es descreimiento. Excesivamente definitivo, cierto, terminante. En sí es una especie de creencia.
La duda.
En la condición humana; pero ¿y en la angélica? A medio camino entre Aladiós y el homosap, ¿dudaron alguna vez? Sí; un día, desafiando la voluntad de Dios, se escondieron debajo del Trono para murmurar, osaron preguntar cosas prohibidas: antipreguntas. Es lícito que. No podría cuestionarse. Libertad, la vieja anti. Él los calmó, naturalmente, utilizando artes empresariales a lo divino. Los halagó: vosotros seréis los instrumentos de mi voluntad en la tierra, de la salvacondenación del hombre y demás etcétera. Y, en un abrir y cerrar de ojos, fin de la protesta, adelante con las aureolas y vuelta al trabajo. A los ángeles se les apacigua con facilidad; conviértelos en instrumentos y tocarán la música que quieras. Los humanos son más duros de pelar, todo lo dudan, incluso lo que está delante de sus propios ojos. Y detrás de sus ojos. Aquello que, cuando les pesan los párpados, desfila por dentro... los ángeles lo que se dice mucha voluntad no tienen. Voluntad es discrepancia; no sumisión; disensión.
Ya lo sé; discurso de diablo, Shaitan que interrumpe a Gibreel.
¿Yo?
(…)
Por todas partes, ruidos y codos. Los poetas declaman, subidos a cajas, y los peregrinos arrojan monedas a sus pies. Hay bardos que recitan versos rajaz cuyo metro tetrasílabo se inspira, según la leyenda, en el paso del camello; otros recitan qasidah, poemas de amantes ingratas, aventuras del desierto, la caza del onagro. Dentro de un día aproximadamente se celebrará el concurso anual de poesía, después del cual los siete mejores versos serán clavados en las paredes de la Casa de la Piedra Negra. Los poetas se preparan para el gran día; Abu Simbel ríe de los cantores que cantan sátiras malévolas y odas vitriólicas encargadas por un jefe contra otro, por una tribu contra su vecina. Y saluda inclinando la cabeza cuando uno de los poetas se sitúa a su lado acomodando el paso, un joven delgado y vivaz de dedos nerviosos. Este hombre, a pesar de su juventud, posee la lengua más temida de toda Jahilia, pero hacia Abu Simbel se muestra casi deferente. «¿Por qué tan preocupado, grande? Si no estuvieras perdiendo el pelo, yo te diría que te lo soltaras.» Abu Simbel esboza su sonrisa oblicua. «Qué reputación la tuya — murmura—. Cuánta fama, incluso antes de que se te caigan los dientes de leche. Cuidado no tengamos que arrancártelos.» Bromea, habla con ligereza, pero incluso la ligereza está aderezada de amenaza, por la magnitud de su poder. El muchacho no se inmuta. Acompasando perfectamente la marcha, responde: «Por cada uno que me arranquéis nacerá otro más fuerte que morderá mejor y hará brotar chorros de sangre más caliente.» El Grande asiente levemente. «Te gusta el sabor de la sangre», dice. El muchacho se encoge de hombros. «La misión del poeta es nombrar lo innombrable, denunciar el engaño, tomar partido, iniciar discusiones, dar forma al mundo e impedir que se duerma.» Y si de los cortes que infligen sus versos brotan ríos de sangre, de ellos se alimentará. Éste es Baal, el satírico.
Pasa una litera con cortinillas; una gran dama de la ciudad que va a ver la feria, transportada a hombros de ocho esclavos anatolios. Abu Simbel toma del brazo al joven Baal con el pretexto de apartarlo del paso y murmura: «Quería verte; permíteme una palabra.» Baal se admira de la habilidad del Grande. Cuando busca a un hombre puede hacer que su presa piense que ha cazado al cazador. Abu Simbel aumenta la presión de su mano; llevándolo del codo, lo conduce hasta el santo de los santos, situado en el centro de la ciudad.
«Tengo que darte un encargo —dice el Grande—. Asunto literario. Yo conozco mis limitaciones; las dotes para la malicia rimada, el arte del insulto métrico están fuera de mi alcance. Tú ya me entiendes.»
Pero Baal, orgulloso y arrogante, se yergue para defender su dignidad. «No está bien que el artista se convierta en servidor del Estado.» La voz de Simbel se suaviza y adquiere una entonación más dulce. «Ah, sí. Pero ponerte a la disposición de asesinos es cosa perfectamente honorable.» En Jahilia hace furor el culto de los muertos. Cuando un hombre muere, las plañideras alquiladas se golpean, se arañan el pecho y se mesan los cabellos. Sobre la tumba se deja morir a un camello desjarretado. Y si el hombre ha sido asesinado, su pariente más próximo hace votos de ascetismo y persigue al asesino hasta que la sangre es vengada con sangre; entonces es costumbre componer una poesía celebrándolo, pero pocos son los vengadores que poseen el don de la versificación. Muchos poetas se ganan la vida escribiendo cantos de asesinato, y existe la creencia general de que el mejor de estos cantores de la sangre es el precoz polemista Baal. Cuyo orgullo profesional le impide ahora sentirse herido por la ironía del Grande. «Es cuestión cultural», responde. Abu Simbel se hace más meloso todavía. «Quizá sí —musita a las puertas de la Casa de la Piedra Negra—. Pero, Baal, reconócelo, ¿no me debes cierta consideración? Los dos servimos, o así lo creía yo, a la misma señora.»
(…)
Aquí hay un dios llamado Alá (que significa, simplemente el dios). Pregunta a los jahilianos y ellos reconocerán que este sujeto tiene una especie de autoridad general, pero no es muy popular: un universalista en una época de imágenes especialistas.
Abu Simbel y Baal, que ha empezado a sudar, han llegado a los altares, colocados uno al lado del otro, de las tres diosas más amadas de Jahilia. Se inclinan delante de las tres: Uzza, la de rostro resplandeciente, diosa de la belleza y del amor; la oscura y sombría Manat, la que vuelve la cara, de misteriosos designios, que deja correr arena entre los dedos; la que rige el destino; y, por último, la más importante de las tres, la diosa-madre a la que los griegos llamaban Lato. Ilat la llaman aquí o, con frecuencia, Al-Lat. La diosa. Su mismo nombre la hace oponente e igual de Alá. Lat, la omnipotente. Con súbito alivio en la cara, Baal se arroja al suelo y se prosterna ante ella. Abu Simbel permanece de pie.
Selección de Los versos satánicos
Traducción del inglés: J. L. Miranda
Madrid, 1989
Cortesía: El ortiba