Fernando Sorrentino - Los reyes de la fiesta
15 de marzo de 2008
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Mi mujer se llama Graciela; yo, Arturo. «Son una pareja encantadora», suelen decir nuestras amistades. Constituimos, en efecto, un matrimonio mundano, joven, elegante, conversador, sonriente, de buena posición económica. Como consecuencia, gran parte de nuestra vida transcurre en reuniones sociales. La gente rivaliza en invitarnos, y es frecuente que debamos optar por una u otra fiesta.
El rasgo esencial de nuestra conducta consiste en no hacernos rogar jamás. Detestamos dar la idea de que somos conscientes de nuestros méritos y de que, por lo tanto, al aceptar sus convites, otorgamos un gran honor a nuestros anfitriones. Pero éstos sí lo consideran un honor, y también este hecho milita en favor de nuestra fama de personas magnánimas, generosas, libres de mezquindades y suspicacias.
Juro que no hacemos esfuerzo alguno para destacarnos. Sin embargo —y hablo con imparcialidad— Graciela y yo somos siempre los más hermosos, los más simpáticos, los más inteligentes: somos los reyes de la fiesta.
A Graciela la rodean los caballeros; a mí, las damas. Naturalmente, desconocemos los celos y la desconfianza: sabemos que ningún hombre, salvo Arturo, es digno de Graciela; que ninguna mujer, salvo Graciela, es digna de Arturo.
¡Cuánta gente, sin duda, envidiará nuestro éxito social! Y, sin embargo, Graciela y yo aborrecemos la vida social, detestamos las reuniones, odiamos las fiestas. Más aún, somos, en realidad, personas tímidas y reflexivas, dadas al silencio, a la soledad, a la lectura, al íntimo diálogo; personas que abominamos de las multitudes, los bailes, las músicas estrepitosas, la frivolidad, las pláticas olvidables, las sonrisas porque sí...
Y entonces..., ¿por qué demonios somos tan mundanos? ¿Por qué no podemos declinar ni una sola invitación a una reunión social?
Lo cierto es que, en el fondo, Graciela y yo tenemos carácter débil y no nos atrevemos a decir que no. Camino de la fiesta, Graciela y yo vamos sumidos en lúgubres pensamientos, en amargas tribulaciones, en dolorosos sentimientos de culpa. Pero, una vez que entramos en el ruidoso torbellino de la reunión, las voces, los rostros, las sonrisas, las bromas nos hacen olvidar el disgusto de estar allí en contra de nuestra voluntad.
Y de vuelta en casa... ¡cómo nos hiere considerar cuán frágil es nuestra personalidad!, ¡qué sensación penosa, la de nuestra impotencia!, ¡qué horrible, vernos obligados a ser siempre los reyes de la fiesta!
Agobiados por un problema semejante al nuestro, dos personas vulgares habrían caído en la desesperación. Graciela y yo, lejos de ello, estamos en plena campaña para evitar nuevas invitaciones, para no ser más los reyes de la fiesta. Hemos elaborado un plan cuyo fin es hacernos antipáticos, odiosos, aborrecibles.
Ahora bien, estando en las fiestas, no tenemos valor para mostrarnos antipáticos y, mucho menos, odiosos o aborrecibles. Hasta tal punto estamos compenetrados de nuestro papel de reyes de la fiesta. Pero en nuestra casa, donde el sosiego invita a la reflexión y a donde no llega el pernicioso influjo de las fiestas, nos transformamos en los parias de la mundaneidad, nos convertimos en la antítesis de los gloriosos reyes de la fiesta.
Cuando pusimos en práctica nuestro plan —hará unos dos meses—, aún adolecía de muchas fallas. Nuestra inexperiencia, nuestra emoción, nuestra falta de sangre fría nos hicieron cometer, al principio, algunos errores importantes. Pero el hombre aprende toda su vida: poco a poco, Graciela y yo fuimos mejorando. Exageraría si dijera que hemos alcanzado la perfección: sin embargo, declaro que nos sentimos contentos, satisfechos, hasta orgullosos, de nuestro último desempeño. Ahora estamos esperando los frutos.
Siempre hay alguna pareja que simpatiza especialmente con nosotros y está deseando que la invitemos a casa. Nosotros no tenemos inconveniente en hacerlo, sólo que nos permitimos diferir al máximo el instante de formular la invitación. Cuando éste llega, la pareja —sea unión de facto de jóvenes inconformistas o un provecto matrimonio— no está esperando otra cosa, y se precipita a aceptarla.
Al matrimonio Vitaver lo hicimos esperar mucho, muchísimo tiempo para invitarlo. Es que, dada su peligrosidad, con esa gente había que tener cuidado: prefería no improvisar, quería que estuviéramos muy bien preparados.
El señor Vitaver, tras su falso aire de respetable caballero, es semianalfabeto. Por supuesto, su incultura, unida a una mala fe sin límites, a un total desprecio por el prójimo y a una implacable deshonestidad, lo ha llevado a hacer fortuna. Después de todo tipo de negocios al margen de la ley, se ha instalado como editor de revistas de chismes y de estupideces; por ello, una de sus frases preferidas es: «Nosotros, los difusores de cultura...». De más está decir que aborrezco a Vitaver: su vacuidad espiritual, su codicia, su burdo humorismo, su afán por agradar, su rostro impecablemente afeitado, sus ojillos inescrupulosos de mercader, su ropa de primera calidad, sus uñas cuidadas por la manicura, su suspicacia, su desesperación por hacerse respetar, por darse su lugar..., todas estas desdichas configuraban, para mi gusto y mi carácter, un cuadro atroz. Y Vitaver buscaba mi amistad: le convenían mis presuntas relaciones con «el mundo de las letras» —como decía él—. Sin duda abrigaba la idea de que el contacto frecuente con novelistas, críticos o poetas actuaría a modo de osmosis sobre él, desbastándolo de su rudeza comercial, sin sospechar que muchos de aquellos escritores —tan brutos e incultos como él mismo— ocultaban lo que no era sino estupidez bajo actitudes extravagantes que pretendían ser asombrosas.
La mujer de Vitaver no es su esposa, sino su concubina. Esto, que debería ser un hecho neutro, ajeno al aplauso y a la reprobación, colma de orgullo a la pareja Vitaver, quienes suponen que tal osadía los cubre con una gloriosa aureola de modernidad y desprejuicio: no pierden ocasión de hablar de ello. No sé cómo se llama: Vitaver le dice Adidina. Apodo que, aunque con reminiscencias de prostitución, suena también a producto farmacéutico; rasgo este último que le cae muy mal: nada hay de aséptico en la señora Vitaver. Por el contrario, su piel tensa, brillante, húmeda y aceitosa evoca todos los humores posibles del cuerpo humano. En general, cuando ambas dimensiones son compatibles, tiende más a lo ancho que a lo largo: sus dedos son cortos y gordos; sus manos son cortas y gordas; su rostro es ancho y gordo... Toda ella es ancha y gorda. Y es obtusa y es ignorante y es fastuosa y es teñida y es pintarrajeada y es enjoyada y es repugnante.
De modo que Vitaver y Adidina, basados en razones groseramente comerciales, buscaban nuestra amistad. La amistad de los reyes de la fiesta...
Y nosotros estábamos hartos de ser los reyes de la fiesta..., y estábamos hartos de estos Vitaver en particular y de los centenares de Vitaver que nos torturaban semanalmente con su estupidez, su frivolidad, su mercantilismo...
Entonces, invitamos a cenar en casa al matrimonio Vitaver.
Graciela y yo no somos magnates ni indigentes. Pero vivimos con holgura, podemos renovar a menudo nuestro vestuario, poseemos un pequeño automóvil y muchos libros. Somos los propietarios de nuestra vivienda. Ésta ocupa todo el primer piso de una casa de la calle Emilio Ravignani, una casa construida en 1941, una casa sólida, de paredes muy gruesas, excelentes maderas y cielos rasos altísimos, una casa que aún no ha sucumbido a la demolición y posterior construcción de un frágil edificio de hacinados departamentos.
En la planta baja hay una ferretería, luego está la entrada de la casa de abajo y, pegada a ella, la puerta de la nuestra: ésta se abre directamente a una empinada escalera de mármol negro que conduce al primer piso, donde realmente empieza nuestro hogar.
A nosotros nos gusta la casa: es más grande de lo que necesitamos, de modo que, en caso de emergencia, podemos cambiar los muebles de una habitación a otra y realizar otras operaciones estratégicas.
La intensa lluvia que cayó la noche de la visita de los Vitaver fue un desafío para mi espontaneidad creadora. Aunque no estaba prevista en mis planes, supe aprovecharla al máximo.
Desde la persiana cerrada del primer piso espiamos la aparatosa llegada del enorme automóvil de Vitaver, vimos cómo estacionaba en la acera de enfrente (en la de nuestro lado está prohibido hacerlo), con delicia observamos bajar a los Vitaver y, entorpecidos de impermeables y paraguas, los contemplamos cruzar la calzada a la carrera y precipitarse contra nuestra puerta como dos toros de lidia. Por desgracia, tenemos balcón, y éste los reparaba un poco de la lluvia
Al costado de nuestra puerta hay dos timbres con sendos cartelitos. El primero declara mi nombre y mi apellido; en el otro dice CARLOS ARGENTINO DANERI. Vitaver, asediado por los remolinos de lluvia helada que le asestaba cada tanto el viento, oprimió una vez y otra vez y otra vez más el timbre que corresponde a mi persona. Aquel sonido, desde luego monótono, nos sabía, sin embargo, a música celestial. Vitaver llamaba y llamaba y llamaba: Graciela y yo no respondíamos.
Por último, Vitaver inevitablemente apretó el timbre de Carlos Argentino Daneri, por lo que recibió la pequeña descarga eléctrica que yo tenía prevista. Por supuesto, la culpa es de Vitaver: ¿quién le manda tocar el timbre de una persona desconocida?
Las orejas pegadas a las persianas, Graciela y yo escuchábamos con agrado las conjeturas de los Vitaver:
—¡Te digo que el timbre me dio una patada!
—Te habrá parecido...
—Tocá vos, vas a ver
—¡Ay! ¡A mí también!
—¿Vistes? ¿No sonará el timbre, arriba?
—¿Está bien el número de la casa?
—Claro... Además, ahí está su apellido...
Entonces asomé apenas la cabeza por la persiana y, cubierto por un sombrero impermeable y un paraguas, grité desde el primer piso:
—¡Vitaver! ¡Vitaver!
Feliz de oír mi voz, quiso verme y se corrió hasta el borde de la acera, con lo que se mojó muchísimo más. Echó la cabeza hacia atrás y descuidó por completo el manejo del paraguas.
—¿Cómo le va, Arturo? —gritó, entrecerrando los ojos ante el agua que le azotaba el rostro.
—Muy bien, muy bien, muchas gracias —contesté cordialmente—. ¿Y su señora? ¿No habrá venido solo, no?
—Aquí estoy —dijo, solícita, Adidina, precipitándose junto a Vitaver: era maravilloso contemplar cómo corría el agua sobre su compacto peinado y sobre su tapado de piel.
—¿Qué tal, Adidina? ¿Cómo le va? Siempre buena moza, eh... —dije—. ¡Qué lluviecita! Esta mañana hacía un tiempo espléndido... ¿Quién se iba a imaginar que...? Pero..., ¡bueno! ¡No se estén mojando...! Pónganse contra la pared, que en seguida les abro.
Cerré la ventana y dejé pasar diez minutos. Al cabo, volví a llamar:
—¡Vitaver! ¡Vitaver!
Se vio obligado a volver junto al cordón de la acera.
—Disculpe la tardanza —dije—: no podía encontrar la llave por nada del mundo.
Vitaver dibujó a duras penas una lamentable sonrisa de comprensión.
—Ahí va la llave —agregué—. Atájela y abra usted, no más, si me hace el favor. Haga de cuenta que está en su casa.
Se la arrojé con tan mala puntería, que la llave fue a caer en el agua de la cuneta. Vitaver tuvo que agacharse y revolver un rato con la mano el agua oscura. Cuando se incorporó, habiendo ya conquistado la llave, estaba hecho una suerte de trapo rejilla.
Al fin, abrió la puerta y entró. Ya dije que la escalera es negra: de manera que, apenas oscurece, ya no se ve nada. Vitaver tanteó la pared en la oscuridad hasta que encontró el botón de la luz. Desde arriba oí clic, clic, clic, pero la luz no se hacía. Entonces grité:
—Parece que justamente ahora se quemó la lamparita, Vitaver. Suban despacito, no sea cosa que se vayan a caer.
Férreamente agarrados de ambos pasamanos y a la incierta luz de efímeros fósforos, los Vitaver subieron vacilantes la escalera. Arriba los aguardábamos Graciela y yo con nuestras mejores sonrisas:
—¿Cómo le va a la simpática parejita Vitaver?
Vitaver se disponía a estrecharnos las manos, cuando un grito de horror de Graciela lo petrificó:
—¡¿Qué tienen en las manos?! ¡Ay, caramba, cómo se han manchado! ¡Qué pena, las ropas! ¡Y ese tapado tan fino de Adidina!
Gigantescas manchas rojas cubrían el flanco derecho de Vitaver y el izquierdo de Adidina.
—¡Qué barbaridad! —me indigné, apretando los puños con saña—. ¿A que a Cecilia se le ocurrió pintar los pasamanos de la escalera precisamente hoy? ¡Qué muchacha, ésta!
—Cecilia es la mucama —suspiró Graciela, dando por concluido el asunto—. Nos tiene cansados con sus torpezas.
—El servicio doméstico —dijo heroicamente Adidina, mientras miraba de reojo los pegoteados pelos de su tapado de visón— cada día viene peor. ¡No sé dónde vamos a ir a parar las familias pudientes!
No sospechaba hasta qué punto esta última frase empeoraba su situación.
—Mañana mismo —agregué, con gesto trágico e índice admonitorio— pongo a Cecilia de patitas en la calle.
—Pobre chica —dijo Graciela—. Justamente ahora que estaba aprendiendo... Si ya era como de la familia.
—¡De patitas en la calle! —repetí con mayor énfasis.
—Pero pensá que la pobre Cecilia es madre soltera, pensá que tiene dos bebés. ¡No seas inhumano!
—No soy inhumano —puntualicé—. Soy justo, que es muy distinto.
—La justicia no se puede sustentar sin una base humanitaria —adujo Graciela—. Epicteto decía que, cuando las nubes cubren el sol, los carpinteros, en cambio, cosechan manzanas.
—Sí, pero no olvides que La Rochefoucauld sostenía, refutando a Voltaire, a Diderot y a Rousseau, que sólo los males trigonométricos del corazón se originan en las inmanencias de los serventesios aristotélicos.
—¡Qué tontería! —exclamó—. ¿Has olvidado, acaso, que nunca los epifonemas de Mirmecofágido han resistido los embates de la hipotiposis que preconizaba, en Villurcápolis, el musageta Erinaceido...?
Y, dejando desdeñosamente olvidados a los Vitaver, Graciela y yo nos enfrascamos en una erudita polémica, abundante de citas disparatadas y autores apócrifos. Este diálogo fue muy extenso e ilustrativo.
Los Vitaver escuchaban nuestra conversación, ansiosos por intervenir pero —negados como eran— sin saber qué decir. Evidentemente, sufrían..., sufrían muchísimo. Pero, ¡con qué arte lo disimulaban! También ellos aspiraban a ser tan mundanos y tan simpáticos como nosotros: suponían que, en trance similar, Graciela y yo no hubiéramos perdido nuestra sonrisa.
Al fin, recordamos la existencia de los Vitaver y los ayudamos a despojarse de sus impermeables, paraguas y abrigos. Vitaver vestía un magnífico smoking negro, camisa con puntillas, moñito...: estaba elegante, en la medida en que aquel atuendo mitigaba su tosca naturaleza de hampón. Adidina vestía un rutilante vestido de fiesta, blanco y largo..., estaba profusamente alhajada, finamente perfumada...
—¡Ay, Adidina! —exclamó Graciela con admiración, cuando la luz intensa del comedor cayó de lleno sobre aquellas maravillas—. ¡Qué elegante, qué mona que está...! ¡Qué vestido precioso...! ¡Y qué zapatos...! ¡Qué no daría yo por tener ropas así! Pero somos tan pobres... Miren lo que me tuve que poner... Éstas son mis mejores ropas...
Los Vitaver ya habían visto nuestras indumentarias y ya habían fingido no haber notado nada especial en ellas. Pero Graciela y yo, implacables, no los íbamos a eximir de la desagradable experiencia de observar nuestras ropas mientras, a su vez, eran atentamente observados por nosotros.
—Mire, Adidina, mire —repetía Graciela, girando sobre sí misma como una modelo publicitaria—. Mire, mire.
Estaba despeinada y sin pintar. Vestía una blusa muy vieja y remendada, y una sencilla falda, cubierta de lamparones de grasa y con el ruedo descosido. Tenía medias de seda perforadas de grandes agujeros y de largas corridas, y, sobre las medias, un par de soquetes marrones, que desaparecían parcialmente dentro de unas chancletas destrozadas.
—Mire, Adidina, mire...
Adidina no sabía qué decir.
—¿Y qué diré yo, entonces? —intervine—. ¡Ni camisa tengo!
En efecto, me había puesto un saco grisáceo de barrendero municipal directamente sobre una agujereada camiseta de frisa. Alrededor de mi cuello desnudo, ceñía una vieja corbata deshilachada. Un blancuzco y bolsudo pantalón de albañil y alpargatas negras completaban mi atuendo.
—Así es la vida —dije filosóficamente, mientras me rascaba una barba de cinco días y mascaba un palillo de dientes—. Así es la vida, amigo Vitaver, así es la vida.
Vitaver asintió vagamente con la cabeza, por completo desorientado.
—Así es la vida —repitió, como un loro.
—Así es la vida —insistí todavía—, «ansí es el mundo, amigazo: / nada dura, don Laguna, / hoy nos ríe la fortuna, / mañana nos da un guascazo». Fausto, de Estanislao del Campo. ¿Qué le parece?
—Ah, sí —se apresuró a decir—. Yo lo leí. Recuerdo que el viejo Vizcacha...
—¿Usted sabe qué decía Manrique de los dones de la fortuna? —lo interrumpí—. Decía: «Que bienes son de fortuna, / que revuelve con su rueda / presurosa...».
Y le recité —cosa que me encanta— cinco o seis coplas, con grandes ademanes y voz impostada.
—¿Se da cuenta, Vitaver?
—Sí, sí, qué fabuloso —no había entendido una palabra y ese adjetivo desdichado venía a agravar sus delitos.
—Hoy usted está lleno de plata —agregué, pinchándole el pecho con mi índice—. Tiene éxito social. Tiene inteligencia. Tiene cultura. Tiene savoir vivre. Tiene una mujer hermosa. Tiene todo, ¿no es cierto?
Me detuve y lo miré fijamente, obligándolo a una respuesta.
—Bueno..., tanto como todo... —sonrió fatuamente, como dando a entender que prefería no ufanarse de sus dones.
—Mañana puede perderlo todo —dije entonces con lúgubre acento, para mostrarle otra faceta del drama de la vida—. Puede perder su fortuna. Puede ir a parar a la cárcel. Puede enfermar gravemente. Su inteligencia puede atrofiarse, su cultura diluirse. Su savoir vivre puede ser despreciado... Su mujer puede ponerle los cuernos...
Seguí un largo rato apostrofándolo con la visión de un futuro atroz de cautiverios, enfermedades y desdichas. Formábamos una curiosa escena: un mendigo harapiento pontificaba ante un caballero de rigurosa etiqueta. Éramos una suerte de alegoría sobre los desengaños del mundo.
Mientras yo monologaba, los ojillos de los Vitaver saltaban preocupados de aquí para allá. ¡Qué escarnio, haber vestido sus mejores ropas y ser recibidos por dos vagabundos mugrientos, plañideros y melancólicos! «¡Cómo!», parecían pensar, «¿y las ropas y las joyas y la elegancia que siempre lucieron en las fiestas?».
—Nos hemos quedado sin nada, amigo Vitaver —dije como respondiendo a su pensamiento—. Ayer inclusive tuvimos que malvender los muebles del comedor.
Los Vitaver pasearon entonces —como si fuese necesario— una estúpida mirada por el evidentemente desierto comedor.
—Ubi sunt? Ubi sunt? —subrayé—. Dígame, Vitaver: ubi sunt?, ubi sunt? Ubi sunt mensa et sellae sex?
—De modo —dijo Graciela— que no tendremos más remedio que cenar en la cocina.
—¡Oh, por favor! No es nada... —dijo Adidina.
—...y tampoco tenemos mesa en la cocina, así que vamos a tener que comer sobre el mármol de la mesada. Si quieren ir pasando...
Yo sabía el estado en que se hallaba la cocina. Observé los rostros de los Vitaver: por allí pasaron rápidamente el estupor, la incredulidad, la cólera reprimida.
La cocina era una suerte de monumento en homenaje al desorden, a la desidia, a la suciedad, al abandono. Dentro de la pileta, semisumergidos en un agua espesa de tan pringosa, en la que flotaban restos de comidas, se amontonaban platos, ollas, fuentes, cubiertos, cacerolas pegajosas... Tirados aquí y allá por el piso, había decenas de diarios viejos y húmedos. Contra una pared, se destacaba un enorme tacho de basura, desbordante de desperdicios, sobre el que corrían y se agitaban multitudes de moscas, cucarachas y gusanos. Flotaba un olor de grasa, de frituras, de papel mojado, de agua estancada...
Los Vitaver estaban muy serios.
—En dos minutos —dijo Graciela, procurando en vano dar a sus palabras un tono optimista— en dos minutos tiendo el mantel —y señaló el mármol de la pileta, cubierto también de restos de comidas y latas de caballa vacías— y comemos... Aunque..., aunque...
Graciela se echó a llorar estrepitosamente. Adidina, haciéndose la humanitaria, intentó consolarla.
—Pero, Graciela, ¿qué le pasa? ¡Por Dios...!
—... es que, es que... —tartamudeó Graciela, entre sollozos e hipos—, es que tampoco tenemos mantel...
Yo pegué un rabioso puñetazo contra la pared, indignado por aquella infidencia. Pero Graciela estaba incontenible:
—¡Todo, todo hemos perdido! —aullaba—. ¡No tenemos nada! ¡Todo, todo, malvendido! ¡Hasta mi vestido de primera comunión! ¡Todo, todo, perdido... por culpa de él!
Y me señaló con un trágico índice acusador.
—¡¡Graciela!! —grité yo, melodramático, dándole a entender que una sola palabra más de ella podría arrastrarme a cometer un acto irreparable.
—¡Sí, sí y sí! —insistió, llorando cada vez con más fuerza y dirigiéndose a los Vitaver, como poniéndolos de testigos de sus desdichas—. ¡Todo por culpa de él! ¡Yo era feliz en casa de mis padres! Éramos ricos, vivíamos en San Isidro, en una casa alegre, con un jardín de rosas... Un mal día, aquella felicidad quedó trunca... Un mal día llegó un monstruo, un monstruo que estaba al acecho de mi belleza y de mi juventud, un monstruo que se aprovechó de mi inocencia...
—¡¡¡Graciela!!! —insistí, con rabia reconcentrada.
Ella, ignorándome, continuó dirigiéndose siempre a los Vitaver:
—El monstruo tenía forma humana y tenía un nombre: se llamaba... ¡Arturo! —y subrayó este nombre oprimiendo el puño cerrado contra su frente—. Y este monstruo me sacó de mi hogar, me arrancó del cariño de mis padres y me llevó con él. Y me hizo pasar una vida de privaciones, y perdió toda mi fortuna en el hipódromo y en el casino... ¡Y cuando se emborracha, mezclando ajenjo y vodka, me azota en la espalda desnuda con un látigo de alambre de nueve colas, y en el extremo de cada cola hay una bolita de acero!
Ciego de ira, me lancé contra Graciela y le asesté una sonora bofetada en la mejilla:
—¡Cállate, loca y vil mujer! —grité, hablándole de tú, para que todo fuera más teatralmente trágico—. ¿Cómo osas hacerme reproches a mí? ¡A mí, pobre víctima de tus caprichos, tus impertinencias y tus adulterios! ¿Cómo injurias así a un hombre digno y altivo que, arrancándote del cieno de la taberna portuaria, te redimió del pecado y de la culpa casándose contigo?
Y yo también me puse a llorar y a rivalizar con Graciela sobre quién gritaba más fuerte. ¡Qué manera de llorar! Llorábamos con tanto placer, que llegó un momento en que nuestras lágrimas resultaban casi sinceras.
Los Vitaver, pálidos y lóbregos, estaban desconcertados. Habían llegado a nuestra casa —a la casa de los reyes de la fiesta— con la certeza de gozar de una velada agradable, y se encontraban ahora, dentro de sus lujosos trajes, como espectadores de una incomprensible pelea entre un matrimonio de menesterosos.
Algo nos decían, pero nosotros, concentrados en el placer de nuestro llanto, no les prestábamos atención. Vitaver me arrastró hasta la pared, cerca del tacho de basura, palmeándome afectuosamente la espalda.
—Ya vendrán tiempos mejores, hombre —decía—. Dios apreta, pero no ahorca.
Ese apreta, unido a sus pienso de que y a sus estuvistes habituales, me dio renovados ánimos para la lucha.
—No hay que desesperar —insistía, y el desesperado era él: bien se veía que deseaba desaparecer lo antes posible.
Ya llegaba Adidina, sosteniendo a la desfalleciente Graciela, hasta mi lado; ya nos instaban a la paz; ya nos reconciliábamos...
Enjugándose las lágrimas y sonándose la nariz, Graciela despejó el mármol a su manera: empujó negligentemente con el revés del brazo las latas y los platos hasta hacerlos caer en el agua sucia de la pileta. Pero, de todos modos, el mármol quedó lleno de migas y restos de comidas: a guisa de mantel extendió sobre aquellas protuberancias uno de los diarios que recogió del suelo. Sobre el diario puso cuatro platos atravesados de grietas, cuatro cucharas amarillentas, tres vasos ordinarios de distintos modelos y colores, y una taza para café con leche.
—Sólo tenemos tres vasos —explicó—. Yo tomo en la taza.
Nos sentamos los cuatro contra el mármol. Nuestras rodillas chocaban con las puertas del aparador que forma parte de la estructura general de la pileta. Estábamos incomodísimos. Las moscas revoloteaban sobre nuestras cabezas, las cucarachas corrían por las paredes, los gusanos se arrastraban por el suelo. Figura extraña hacía Vitaver, sentado, en medio de esa suerte de basural, con smoking, camisa de puntillas y moñito negro, junto a su mujer, con blanco vestido escotado y valiosas joyas. En cambio, Graciela y yo guardábamos armónica coherencia con ese ambiente sórdido y sucio.
—Hay plato único —dijo Graciela, disculpándose—. Sopa de cabellos de ángel.
—¡Qué ricos! —exclamó Adidina, como si alguien pudiera considerar sabroso ese plato para enfermos.
—Sí, son ricos —admitió Graciela—. Lástima que, por la pelea, se quemaron un poco.
Y de una olla toda chorreada empezó a sacar unas informes madejas de fideos resecos, quemados y ya fríos, y a distribuirlos en los platos.
—Adidina —dijo Graciela—, ya que está al lado de la pileta, ¿no podría llenar los vasos con agua, por favor? Vino no tenemos...
Adidina se levantó resignadamente y abrió la canilla. De acuerdo con lo previsto, el agua brotó con extraordinaria presión, rebotó en los utensilios de la pileta y le salpicó a Adidina con restos de comida su vestido blanco.
Los Vitaver comían con cara de asco y, para no ofendernos, trataban de disimularla. Estaban perplejos: ¿éramos realmente nosotros los reyes de la fiesta...? ¿No seríamos dos impostores...?
Terminaron como pudieron su sopa reseca y quemada, bebieron un poco de agua en los vasos agrietados, y dijeron que querían retirarse, que tenían no sé qué compromiso... Pese a que los exhortamos reiteradas veces a comer más sopa, insistieron en que debían retirarse, desaire que, por cierto, nos dolió. Vistieron sus abrigos, se cubrieron con sus impermeables y descendieron la escalera.
—No toquen el pasamanos —les advertí—. Miren que está recién pintado.
Antes de que subieran al coche, los saludamos afectuosamente a través de la ventana:
—¡Hasta la vista, amigos! ¡Ha sido un placer! ¡Ojalá pudiéramos repetir estas reuniones tan gratas más a menudo! ¡Vuelvan cuando gusten!
Nos saludaron rápidamente con la mano y se precipitaron dentro del automóvil, que partió a extraordinaria velocidad.
Han pasado quince días. Confiábamos en que, durante ese lapso, los Vitaver nos hubieran calumniado lo suficiente para disuadir a cualquiera de invitarnos a otra fiesta. Pero, por desgracia, nuestra fama es demasiado sólida: no es fácil destruirla mediante el vilipendio.
De modo que ahora nos hallamos en otra fiesta. Vestimos nuestros mejores trajes, nos perfumamos con las más finas fragancias, lucimos las más costosas joyas, ostentamos las sonrisas más mundanas, exhibimos la más cálida cordialidad. Vemos a los Vitaver, con sendas copas, que sonríen, que sonríen porque sí. Los Vitaver nos ven y la sonrisa se les congela. Sin dejarlos reaccionar, les estrechamos con toda naturalidad las manos y rápidamente nos ponemos a conversar con el matrimonio Carracedo.
Tampoco los Carracedo nos agradan, por razones similares a las que nos hacen rechazar a los Vitaver. En cambio, ellos están deseosos de intimar con nosotros; nos admiran y esperan obtener ventajas materiales de nuestra relación. Él es un comerciante enriquecido, experto en estafas, idóneo en defraudaciones. Para estrechar vínculos, cree oportuno apelar a las confidencias: me cuenta sus proyectos económicos, me describe la futura ampliación de sus negocios, me confía algunos ardides para ganar dinero ilícito sin consecuencias penales.
Carracedo sonríe, sonríe porque sí, orgulloso de su sagacidad comercial, satisfecho de ser tan hábil para multiplicar su riqueza, feliz de sus posesiones, de su casa de fin de semana, de su automóvil importado...
Tan corteses, tan cordiales, tan amistosos se nos muestran los Carracedo, que, al fin, no invitarlos a cenar en casa sería una inconcebible grosería, una desatención sin límites, indigna de los reyes de la fiesta. Los invitamos, pues: vendrán el sábado.
Y, entonces, nosotros, Graciela y Arturo, ya definitivamente arrebatados por el torbellino de la fiesta, vamos mariposeando de salón en salón, prodigando sonrisas y besos y apretones de mano. Y bailamos y ensayamos bromas y festejamos bromas y decimos agudezas y nos lucimos y nos hacemos admirar y todos sienten aprecio y también envidia hacia nosotros.
«Son una pareja encantadora», suelen decir nuestras amistades. Porque Graciela y yo somos siempre los más hermosos, los más simpáticos, los más inteligentes. Porque Graciela y yo aún somos los reyes de la fiesta.
El rasgo esencial de nuestra conducta consiste en no hacernos rogar jamás. Detestamos dar la idea de que somos conscientes de nuestros méritos y de que, por lo tanto, al aceptar sus convites, otorgamos un gran honor a nuestros anfitriones. Pero éstos sí lo consideran un honor, y también este hecho milita en favor de nuestra fama de personas magnánimas, generosas, libres de mezquindades y suspicacias.
Juro que no hacemos esfuerzo alguno para destacarnos. Sin embargo —y hablo con imparcialidad— Graciela y yo somos siempre los más hermosos, los más simpáticos, los más inteligentes: somos los reyes de la fiesta.
A Graciela la rodean los caballeros; a mí, las damas. Naturalmente, desconocemos los celos y la desconfianza: sabemos que ningún hombre, salvo Arturo, es digno de Graciela; que ninguna mujer, salvo Graciela, es digna de Arturo.
¡Cuánta gente, sin duda, envidiará nuestro éxito social! Y, sin embargo, Graciela y yo aborrecemos la vida social, detestamos las reuniones, odiamos las fiestas. Más aún, somos, en realidad, personas tímidas y reflexivas, dadas al silencio, a la soledad, a la lectura, al íntimo diálogo; personas que abominamos de las multitudes, los bailes, las músicas estrepitosas, la frivolidad, las pláticas olvidables, las sonrisas porque sí...
Y entonces..., ¿por qué demonios somos tan mundanos? ¿Por qué no podemos declinar ni una sola invitación a una reunión social?
Lo cierto es que, en el fondo, Graciela y yo tenemos carácter débil y no nos atrevemos a decir que no. Camino de la fiesta, Graciela y yo vamos sumidos en lúgubres pensamientos, en amargas tribulaciones, en dolorosos sentimientos de culpa. Pero, una vez que entramos en el ruidoso torbellino de la reunión, las voces, los rostros, las sonrisas, las bromas nos hacen olvidar el disgusto de estar allí en contra de nuestra voluntad.
Y de vuelta en casa... ¡cómo nos hiere considerar cuán frágil es nuestra personalidad!, ¡qué sensación penosa, la de nuestra impotencia!, ¡qué horrible, vernos obligados a ser siempre los reyes de la fiesta!
Agobiados por un problema semejante al nuestro, dos personas vulgares habrían caído en la desesperación. Graciela y yo, lejos de ello, estamos en plena campaña para evitar nuevas invitaciones, para no ser más los reyes de la fiesta. Hemos elaborado un plan cuyo fin es hacernos antipáticos, odiosos, aborrecibles.
Ahora bien, estando en las fiestas, no tenemos valor para mostrarnos antipáticos y, mucho menos, odiosos o aborrecibles. Hasta tal punto estamos compenetrados de nuestro papel de reyes de la fiesta. Pero en nuestra casa, donde el sosiego invita a la reflexión y a donde no llega el pernicioso influjo de las fiestas, nos transformamos en los parias de la mundaneidad, nos convertimos en la antítesis de los gloriosos reyes de la fiesta.
Cuando pusimos en práctica nuestro plan —hará unos dos meses—, aún adolecía de muchas fallas. Nuestra inexperiencia, nuestra emoción, nuestra falta de sangre fría nos hicieron cometer, al principio, algunos errores importantes. Pero el hombre aprende toda su vida: poco a poco, Graciela y yo fuimos mejorando. Exageraría si dijera que hemos alcanzado la perfección: sin embargo, declaro que nos sentimos contentos, satisfechos, hasta orgullosos, de nuestro último desempeño. Ahora estamos esperando los frutos.
2
Siempre hay alguna pareja que simpatiza especialmente con nosotros y está deseando que la invitemos a casa. Nosotros no tenemos inconveniente en hacerlo, sólo que nos permitimos diferir al máximo el instante de formular la invitación. Cuando éste llega, la pareja —sea unión de facto de jóvenes inconformistas o un provecto matrimonio— no está esperando otra cosa, y se precipita a aceptarla.
Al matrimonio Vitaver lo hicimos esperar mucho, muchísimo tiempo para invitarlo. Es que, dada su peligrosidad, con esa gente había que tener cuidado: prefería no improvisar, quería que estuviéramos muy bien preparados.
El señor Vitaver, tras su falso aire de respetable caballero, es semianalfabeto. Por supuesto, su incultura, unida a una mala fe sin límites, a un total desprecio por el prójimo y a una implacable deshonestidad, lo ha llevado a hacer fortuna. Después de todo tipo de negocios al margen de la ley, se ha instalado como editor de revistas de chismes y de estupideces; por ello, una de sus frases preferidas es: «Nosotros, los difusores de cultura...». De más está decir que aborrezco a Vitaver: su vacuidad espiritual, su codicia, su burdo humorismo, su afán por agradar, su rostro impecablemente afeitado, sus ojillos inescrupulosos de mercader, su ropa de primera calidad, sus uñas cuidadas por la manicura, su suspicacia, su desesperación por hacerse respetar, por darse su lugar..., todas estas desdichas configuraban, para mi gusto y mi carácter, un cuadro atroz. Y Vitaver buscaba mi amistad: le convenían mis presuntas relaciones con «el mundo de las letras» —como decía él—. Sin duda abrigaba la idea de que el contacto frecuente con novelistas, críticos o poetas actuaría a modo de osmosis sobre él, desbastándolo de su rudeza comercial, sin sospechar que muchos de aquellos escritores —tan brutos e incultos como él mismo— ocultaban lo que no era sino estupidez bajo actitudes extravagantes que pretendían ser asombrosas.
La mujer de Vitaver no es su esposa, sino su concubina. Esto, que debería ser un hecho neutro, ajeno al aplauso y a la reprobación, colma de orgullo a la pareja Vitaver, quienes suponen que tal osadía los cubre con una gloriosa aureola de modernidad y desprejuicio: no pierden ocasión de hablar de ello. No sé cómo se llama: Vitaver le dice Adidina. Apodo que, aunque con reminiscencias de prostitución, suena también a producto farmacéutico; rasgo este último que le cae muy mal: nada hay de aséptico en la señora Vitaver. Por el contrario, su piel tensa, brillante, húmeda y aceitosa evoca todos los humores posibles del cuerpo humano. En general, cuando ambas dimensiones son compatibles, tiende más a lo ancho que a lo largo: sus dedos son cortos y gordos; sus manos son cortas y gordas; su rostro es ancho y gordo... Toda ella es ancha y gorda. Y es obtusa y es ignorante y es fastuosa y es teñida y es pintarrajeada y es enjoyada y es repugnante.
De modo que Vitaver y Adidina, basados en razones groseramente comerciales, buscaban nuestra amistad. La amistad de los reyes de la fiesta...
Y nosotros estábamos hartos de ser los reyes de la fiesta..., y estábamos hartos de estos Vitaver en particular y de los centenares de Vitaver que nos torturaban semanalmente con su estupidez, su frivolidad, su mercantilismo...
Entonces, invitamos a cenar en casa al matrimonio Vitaver.
3
Graciela y yo no somos magnates ni indigentes. Pero vivimos con holgura, podemos renovar a menudo nuestro vestuario, poseemos un pequeño automóvil y muchos libros. Somos los propietarios de nuestra vivienda. Ésta ocupa todo el primer piso de una casa de la calle Emilio Ravignani, una casa construida en 1941, una casa sólida, de paredes muy gruesas, excelentes maderas y cielos rasos altísimos, una casa que aún no ha sucumbido a la demolición y posterior construcción de un frágil edificio de hacinados departamentos.
En la planta baja hay una ferretería, luego está la entrada de la casa de abajo y, pegada a ella, la puerta de la nuestra: ésta se abre directamente a una empinada escalera de mármol negro que conduce al primer piso, donde realmente empieza nuestro hogar.
A nosotros nos gusta la casa: es más grande de lo que necesitamos, de modo que, en caso de emergencia, podemos cambiar los muebles de una habitación a otra y realizar otras operaciones estratégicas.
La intensa lluvia que cayó la noche de la visita de los Vitaver fue un desafío para mi espontaneidad creadora. Aunque no estaba prevista en mis planes, supe aprovecharla al máximo.
Desde la persiana cerrada del primer piso espiamos la aparatosa llegada del enorme automóvil de Vitaver, vimos cómo estacionaba en la acera de enfrente (en la de nuestro lado está prohibido hacerlo), con delicia observamos bajar a los Vitaver y, entorpecidos de impermeables y paraguas, los contemplamos cruzar la calzada a la carrera y precipitarse contra nuestra puerta como dos toros de lidia. Por desgracia, tenemos balcón, y éste los reparaba un poco de la lluvia
Al costado de nuestra puerta hay dos timbres con sendos cartelitos. El primero declara mi nombre y mi apellido; en el otro dice CARLOS ARGENTINO DANERI. Vitaver, asediado por los remolinos de lluvia helada que le asestaba cada tanto el viento, oprimió una vez y otra vez y otra vez más el timbre que corresponde a mi persona. Aquel sonido, desde luego monótono, nos sabía, sin embargo, a música celestial. Vitaver llamaba y llamaba y llamaba: Graciela y yo no respondíamos.
Por último, Vitaver inevitablemente apretó el timbre de Carlos Argentino Daneri, por lo que recibió la pequeña descarga eléctrica que yo tenía prevista. Por supuesto, la culpa es de Vitaver: ¿quién le manda tocar el timbre de una persona desconocida?
Las orejas pegadas a las persianas, Graciela y yo escuchábamos con agrado las conjeturas de los Vitaver:
—¡Te digo que el timbre me dio una patada!
—Te habrá parecido...
—Tocá vos, vas a ver
—¡Ay! ¡A mí también!
—¿Vistes? ¿No sonará el timbre, arriba?
—¿Está bien el número de la casa?
—Claro... Además, ahí está su apellido...
Entonces asomé apenas la cabeza por la persiana y, cubierto por un sombrero impermeable y un paraguas, grité desde el primer piso:
—¡Vitaver! ¡Vitaver!
Feliz de oír mi voz, quiso verme y se corrió hasta el borde de la acera, con lo que se mojó muchísimo más. Echó la cabeza hacia atrás y descuidó por completo el manejo del paraguas.
—¿Cómo le va, Arturo? —gritó, entrecerrando los ojos ante el agua que le azotaba el rostro.
—Muy bien, muy bien, muchas gracias —contesté cordialmente—. ¿Y su señora? ¿No habrá venido solo, no?
—Aquí estoy —dijo, solícita, Adidina, precipitándose junto a Vitaver: era maravilloso contemplar cómo corría el agua sobre su compacto peinado y sobre su tapado de piel.
—¿Qué tal, Adidina? ¿Cómo le va? Siempre buena moza, eh... —dije—. ¡Qué lluviecita! Esta mañana hacía un tiempo espléndido... ¿Quién se iba a imaginar que...? Pero..., ¡bueno! ¡No se estén mojando...! Pónganse contra la pared, que en seguida les abro.
Cerré la ventana y dejé pasar diez minutos. Al cabo, volví a llamar:
—¡Vitaver! ¡Vitaver!
Se vio obligado a volver junto al cordón de la acera.
—Disculpe la tardanza —dije—: no podía encontrar la llave por nada del mundo.
Vitaver dibujó a duras penas una lamentable sonrisa de comprensión.
—Ahí va la llave —agregué—. Atájela y abra usted, no más, si me hace el favor. Haga de cuenta que está en su casa.
Se la arrojé con tan mala puntería, que la llave fue a caer en el agua de la cuneta. Vitaver tuvo que agacharse y revolver un rato con la mano el agua oscura. Cuando se incorporó, habiendo ya conquistado la llave, estaba hecho una suerte de trapo rejilla.
Al fin, abrió la puerta y entró. Ya dije que la escalera es negra: de manera que, apenas oscurece, ya no se ve nada. Vitaver tanteó la pared en la oscuridad hasta que encontró el botón de la luz. Desde arriba oí clic, clic, clic, pero la luz no se hacía. Entonces grité:
—Parece que justamente ahora se quemó la lamparita, Vitaver. Suban despacito, no sea cosa que se vayan a caer.
Férreamente agarrados de ambos pasamanos y a la incierta luz de efímeros fósforos, los Vitaver subieron vacilantes la escalera. Arriba los aguardábamos Graciela y yo con nuestras mejores sonrisas:
—¿Cómo le va a la simpática parejita Vitaver?
Vitaver se disponía a estrecharnos las manos, cuando un grito de horror de Graciela lo petrificó:
—¡¿Qué tienen en las manos?! ¡Ay, caramba, cómo se han manchado! ¡Qué pena, las ropas! ¡Y ese tapado tan fino de Adidina!
Gigantescas manchas rojas cubrían el flanco derecho de Vitaver y el izquierdo de Adidina.
—¡Qué barbaridad! —me indigné, apretando los puños con saña—. ¿A que a Cecilia se le ocurrió pintar los pasamanos de la escalera precisamente hoy? ¡Qué muchacha, ésta!
—Cecilia es la mucama —suspiró Graciela, dando por concluido el asunto—. Nos tiene cansados con sus torpezas.
—El servicio doméstico —dijo heroicamente Adidina, mientras miraba de reojo los pegoteados pelos de su tapado de visón— cada día viene peor. ¡No sé dónde vamos a ir a parar las familias pudientes!
No sospechaba hasta qué punto esta última frase empeoraba su situación.
—Mañana mismo —agregué, con gesto trágico e índice admonitorio— pongo a Cecilia de patitas en la calle.
—Pobre chica —dijo Graciela—. Justamente ahora que estaba aprendiendo... Si ya era como de la familia.
—¡De patitas en la calle! —repetí con mayor énfasis.
—Pero pensá que la pobre Cecilia es madre soltera, pensá que tiene dos bebés. ¡No seas inhumano!
—No soy inhumano —puntualicé—. Soy justo, que es muy distinto.
—La justicia no se puede sustentar sin una base humanitaria —adujo Graciela—. Epicteto decía que, cuando las nubes cubren el sol, los carpinteros, en cambio, cosechan manzanas.
—Sí, pero no olvides que La Rochefoucauld sostenía, refutando a Voltaire, a Diderot y a Rousseau, que sólo los males trigonométricos del corazón se originan en las inmanencias de los serventesios aristotélicos.
—¡Qué tontería! —exclamó—. ¿Has olvidado, acaso, que nunca los epifonemas de Mirmecofágido han resistido los embates de la hipotiposis que preconizaba, en Villurcápolis, el musageta Erinaceido...?
Y, dejando desdeñosamente olvidados a los Vitaver, Graciela y yo nos enfrascamos en una erudita polémica, abundante de citas disparatadas y autores apócrifos. Este diálogo fue muy extenso e ilustrativo.
Los Vitaver escuchaban nuestra conversación, ansiosos por intervenir pero —negados como eran— sin saber qué decir. Evidentemente, sufrían..., sufrían muchísimo. Pero, ¡con qué arte lo disimulaban! También ellos aspiraban a ser tan mundanos y tan simpáticos como nosotros: suponían que, en trance similar, Graciela y yo no hubiéramos perdido nuestra sonrisa.
Al fin, recordamos la existencia de los Vitaver y los ayudamos a despojarse de sus impermeables, paraguas y abrigos. Vitaver vestía un magnífico smoking negro, camisa con puntillas, moñito...: estaba elegante, en la medida en que aquel atuendo mitigaba su tosca naturaleza de hampón. Adidina vestía un rutilante vestido de fiesta, blanco y largo..., estaba profusamente alhajada, finamente perfumada...
—¡Ay, Adidina! —exclamó Graciela con admiración, cuando la luz intensa del comedor cayó de lleno sobre aquellas maravillas—. ¡Qué elegante, qué mona que está...! ¡Qué vestido precioso...! ¡Y qué zapatos...! ¡Qué no daría yo por tener ropas así! Pero somos tan pobres... Miren lo que me tuve que poner... Éstas son mis mejores ropas...
Los Vitaver ya habían visto nuestras indumentarias y ya habían fingido no haber notado nada especial en ellas. Pero Graciela y yo, implacables, no los íbamos a eximir de la desagradable experiencia de observar nuestras ropas mientras, a su vez, eran atentamente observados por nosotros.
—Mire, Adidina, mire —repetía Graciela, girando sobre sí misma como una modelo publicitaria—. Mire, mire.
Estaba despeinada y sin pintar. Vestía una blusa muy vieja y remendada, y una sencilla falda, cubierta de lamparones de grasa y con el ruedo descosido. Tenía medias de seda perforadas de grandes agujeros y de largas corridas, y, sobre las medias, un par de soquetes marrones, que desaparecían parcialmente dentro de unas chancletas destrozadas.
—Mire, Adidina, mire...
Adidina no sabía qué decir.
—¿Y qué diré yo, entonces? —intervine—. ¡Ni camisa tengo!
En efecto, me había puesto un saco grisáceo de barrendero municipal directamente sobre una agujereada camiseta de frisa. Alrededor de mi cuello desnudo, ceñía una vieja corbata deshilachada. Un blancuzco y bolsudo pantalón de albañil y alpargatas negras completaban mi atuendo.
—Así es la vida —dije filosóficamente, mientras me rascaba una barba de cinco días y mascaba un palillo de dientes—. Así es la vida, amigo Vitaver, así es la vida.
Vitaver asintió vagamente con la cabeza, por completo desorientado.
—Así es la vida —repitió, como un loro.
—Así es la vida —insistí todavía—, «ansí es el mundo, amigazo: / nada dura, don Laguna, / hoy nos ríe la fortuna, / mañana nos da un guascazo». Fausto, de Estanislao del Campo. ¿Qué le parece?
—Ah, sí —se apresuró a decir—. Yo lo leí. Recuerdo que el viejo Vizcacha...
—¿Usted sabe qué decía Manrique de los dones de la fortuna? —lo interrumpí—. Decía: «Que bienes son de fortuna, / que revuelve con su rueda / presurosa...».
Y le recité —cosa que me encanta— cinco o seis coplas, con grandes ademanes y voz impostada.
—¿Se da cuenta, Vitaver?
—Sí, sí, qué fabuloso —no había entendido una palabra y ese adjetivo desdichado venía a agravar sus delitos.
—Hoy usted está lleno de plata —agregué, pinchándole el pecho con mi índice—. Tiene éxito social. Tiene inteligencia. Tiene cultura. Tiene savoir vivre. Tiene una mujer hermosa. Tiene todo, ¿no es cierto?
Me detuve y lo miré fijamente, obligándolo a una respuesta.
—Bueno..., tanto como todo... —sonrió fatuamente, como dando a entender que prefería no ufanarse de sus dones.
—Mañana puede perderlo todo —dije entonces con lúgubre acento, para mostrarle otra faceta del drama de la vida—. Puede perder su fortuna. Puede ir a parar a la cárcel. Puede enfermar gravemente. Su inteligencia puede atrofiarse, su cultura diluirse. Su savoir vivre puede ser despreciado... Su mujer puede ponerle los cuernos...
Seguí un largo rato apostrofándolo con la visión de un futuro atroz de cautiverios, enfermedades y desdichas. Formábamos una curiosa escena: un mendigo harapiento pontificaba ante un caballero de rigurosa etiqueta. Éramos una suerte de alegoría sobre los desengaños del mundo.
Mientras yo monologaba, los ojillos de los Vitaver saltaban preocupados de aquí para allá. ¡Qué escarnio, haber vestido sus mejores ropas y ser recibidos por dos vagabundos mugrientos, plañideros y melancólicos! «¡Cómo!», parecían pensar, «¿y las ropas y las joyas y la elegancia que siempre lucieron en las fiestas?».
—Nos hemos quedado sin nada, amigo Vitaver —dije como respondiendo a su pensamiento—. Ayer inclusive tuvimos que malvender los muebles del comedor.
Los Vitaver pasearon entonces —como si fuese necesario— una estúpida mirada por el evidentemente desierto comedor.
—Ubi sunt? Ubi sunt? —subrayé—. Dígame, Vitaver: ubi sunt?, ubi sunt? Ubi sunt mensa et sellae sex?
—De modo —dijo Graciela— que no tendremos más remedio que cenar en la cocina.
—¡Oh, por favor! No es nada... —dijo Adidina.
—...y tampoco tenemos mesa en la cocina, así que vamos a tener que comer sobre el mármol de la mesada. Si quieren ir pasando...
Yo sabía el estado en que se hallaba la cocina. Observé los rostros de los Vitaver: por allí pasaron rápidamente el estupor, la incredulidad, la cólera reprimida.
La cocina era una suerte de monumento en homenaje al desorden, a la desidia, a la suciedad, al abandono. Dentro de la pileta, semisumergidos en un agua espesa de tan pringosa, en la que flotaban restos de comidas, se amontonaban platos, ollas, fuentes, cubiertos, cacerolas pegajosas... Tirados aquí y allá por el piso, había decenas de diarios viejos y húmedos. Contra una pared, se destacaba un enorme tacho de basura, desbordante de desperdicios, sobre el que corrían y se agitaban multitudes de moscas, cucarachas y gusanos. Flotaba un olor de grasa, de frituras, de papel mojado, de agua estancada...
Los Vitaver estaban muy serios.
—En dos minutos —dijo Graciela, procurando en vano dar a sus palabras un tono optimista— en dos minutos tiendo el mantel —y señaló el mármol de la pileta, cubierto también de restos de comidas y latas de caballa vacías— y comemos... Aunque..., aunque...
Graciela se echó a llorar estrepitosamente. Adidina, haciéndose la humanitaria, intentó consolarla.
—Pero, Graciela, ¿qué le pasa? ¡Por Dios...!
—... es que, es que... —tartamudeó Graciela, entre sollozos e hipos—, es que tampoco tenemos mantel...
Yo pegué un rabioso puñetazo contra la pared, indignado por aquella infidencia. Pero Graciela estaba incontenible:
—¡Todo, todo hemos perdido! —aullaba—. ¡No tenemos nada! ¡Todo, todo, malvendido! ¡Hasta mi vestido de primera comunión! ¡Todo, todo, perdido... por culpa de él!
Y me señaló con un trágico índice acusador.
—¡¡Graciela!! —grité yo, melodramático, dándole a entender que una sola palabra más de ella podría arrastrarme a cometer un acto irreparable.
—¡Sí, sí y sí! —insistió, llorando cada vez con más fuerza y dirigiéndose a los Vitaver, como poniéndolos de testigos de sus desdichas—. ¡Todo por culpa de él! ¡Yo era feliz en casa de mis padres! Éramos ricos, vivíamos en San Isidro, en una casa alegre, con un jardín de rosas... Un mal día, aquella felicidad quedó trunca... Un mal día llegó un monstruo, un monstruo que estaba al acecho de mi belleza y de mi juventud, un monstruo que se aprovechó de mi inocencia...
—¡¡¡Graciela!!! —insistí, con rabia reconcentrada.
Ella, ignorándome, continuó dirigiéndose siempre a los Vitaver:
—El monstruo tenía forma humana y tenía un nombre: se llamaba... ¡Arturo! —y subrayó este nombre oprimiendo el puño cerrado contra su frente—. Y este monstruo me sacó de mi hogar, me arrancó del cariño de mis padres y me llevó con él. Y me hizo pasar una vida de privaciones, y perdió toda mi fortuna en el hipódromo y en el casino... ¡Y cuando se emborracha, mezclando ajenjo y vodka, me azota en la espalda desnuda con un látigo de alambre de nueve colas, y en el extremo de cada cola hay una bolita de acero!
Ciego de ira, me lancé contra Graciela y le asesté una sonora bofetada en la mejilla:
—¡Cállate, loca y vil mujer! —grité, hablándole de tú, para que todo fuera más teatralmente trágico—. ¿Cómo osas hacerme reproches a mí? ¡A mí, pobre víctima de tus caprichos, tus impertinencias y tus adulterios! ¿Cómo injurias así a un hombre digno y altivo que, arrancándote del cieno de la taberna portuaria, te redimió del pecado y de la culpa casándose contigo?
Y yo también me puse a llorar y a rivalizar con Graciela sobre quién gritaba más fuerte. ¡Qué manera de llorar! Llorábamos con tanto placer, que llegó un momento en que nuestras lágrimas resultaban casi sinceras.
Los Vitaver, pálidos y lóbregos, estaban desconcertados. Habían llegado a nuestra casa —a la casa de los reyes de la fiesta— con la certeza de gozar de una velada agradable, y se encontraban ahora, dentro de sus lujosos trajes, como espectadores de una incomprensible pelea entre un matrimonio de menesterosos.
Algo nos decían, pero nosotros, concentrados en el placer de nuestro llanto, no les prestábamos atención. Vitaver me arrastró hasta la pared, cerca del tacho de basura, palmeándome afectuosamente la espalda.
—Ya vendrán tiempos mejores, hombre —decía—. Dios apreta, pero no ahorca.
Ese apreta, unido a sus pienso de que y a sus estuvistes habituales, me dio renovados ánimos para la lucha.
—No hay que desesperar —insistía, y el desesperado era él: bien se veía que deseaba desaparecer lo antes posible.
Ya llegaba Adidina, sosteniendo a la desfalleciente Graciela, hasta mi lado; ya nos instaban a la paz; ya nos reconciliábamos...
Enjugándose las lágrimas y sonándose la nariz, Graciela despejó el mármol a su manera: empujó negligentemente con el revés del brazo las latas y los platos hasta hacerlos caer en el agua sucia de la pileta. Pero, de todos modos, el mármol quedó lleno de migas y restos de comidas: a guisa de mantel extendió sobre aquellas protuberancias uno de los diarios que recogió del suelo. Sobre el diario puso cuatro platos atravesados de grietas, cuatro cucharas amarillentas, tres vasos ordinarios de distintos modelos y colores, y una taza para café con leche.
—Sólo tenemos tres vasos —explicó—. Yo tomo en la taza.
Nos sentamos los cuatro contra el mármol. Nuestras rodillas chocaban con las puertas del aparador que forma parte de la estructura general de la pileta. Estábamos incomodísimos. Las moscas revoloteaban sobre nuestras cabezas, las cucarachas corrían por las paredes, los gusanos se arrastraban por el suelo. Figura extraña hacía Vitaver, sentado, en medio de esa suerte de basural, con smoking, camisa de puntillas y moñito negro, junto a su mujer, con blanco vestido escotado y valiosas joyas. En cambio, Graciela y yo guardábamos armónica coherencia con ese ambiente sórdido y sucio.
—Hay plato único —dijo Graciela, disculpándose—. Sopa de cabellos de ángel.
—¡Qué ricos! —exclamó Adidina, como si alguien pudiera considerar sabroso ese plato para enfermos.
—Sí, son ricos —admitió Graciela—. Lástima que, por la pelea, se quemaron un poco.
Y de una olla toda chorreada empezó a sacar unas informes madejas de fideos resecos, quemados y ya fríos, y a distribuirlos en los platos.
—Adidina —dijo Graciela—, ya que está al lado de la pileta, ¿no podría llenar los vasos con agua, por favor? Vino no tenemos...
Adidina se levantó resignadamente y abrió la canilla. De acuerdo con lo previsto, el agua brotó con extraordinaria presión, rebotó en los utensilios de la pileta y le salpicó a Adidina con restos de comida su vestido blanco.
Los Vitaver comían con cara de asco y, para no ofendernos, trataban de disimularla. Estaban perplejos: ¿éramos realmente nosotros los reyes de la fiesta...? ¿No seríamos dos impostores...?
Terminaron como pudieron su sopa reseca y quemada, bebieron un poco de agua en los vasos agrietados, y dijeron que querían retirarse, que tenían no sé qué compromiso... Pese a que los exhortamos reiteradas veces a comer más sopa, insistieron en que debían retirarse, desaire que, por cierto, nos dolió. Vistieron sus abrigos, se cubrieron con sus impermeables y descendieron la escalera.
—No toquen el pasamanos —les advertí—. Miren que está recién pintado.
Antes de que subieran al coche, los saludamos afectuosamente a través de la ventana:
—¡Hasta la vista, amigos! ¡Ha sido un placer! ¡Ojalá pudiéramos repetir estas reuniones tan gratas más a menudo! ¡Vuelvan cuando gusten!
Nos saludaron rápidamente con la mano y se precipitaron dentro del automóvil, que partió a extraordinaria velocidad.
4
Han pasado quince días. Confiábamos en que, durante ese lapso, los Vitaver nos hubieran calumniado lo suficiente para disuadir a cualquiera de invitarnos a otra fiesta. Pero, por desgracia, nuestra fama es demasiado sólida: no es fácil destruirla mediante el vilipendio.
De modo que ahora nos hallamos en otra fiesta. Vestimos nuestros mejores trajes, nos perfumamos con las más finas fragancias, lucimos las más costosas joyas, ostentamos las sonrisas más mundanas, exhibimos la más cálida cordialidad. Vemos a los Vitaver, con sendas copas, que sonríen, que sonríen porque sí. Los Vitaver nos ven y la sonrisa se les congela. Sin dejarlos reaccionar, les estrechamos con toda naturalidad las manos y rápidamente nos ponemos a conversar con el matrimonio Carracedo.
Tampoco los Carracedo nos agradan, por razones similares a las que nos hacen rechazar a los Vitaver. En cambio, ellos están deseosos de intimar con nosotros; nos admiran y esperan obtener ventajas materiales de nuestra relación. Él es un comerciante enriquecido, experto en estafas, idóneo en defraudaciones. Para estrechar vínculos, cree oportuno apelar a las confidencias: me cuenta sus proyectos económicos, me describe la futura ampliación de sus negocios, me confía algunos ardides para ganar dinero ilícito sin consecuencias penales.
Carracedo sonríe, sonríe porque sí, orgulloso de su sagacidad comercial, satisfecho de ser tan hábil para multiplicar su riqueza, feliz de sus posesiones, de su casa de fin de semana, de su automóvil importado...
Tan corteses, tan cordiales, tan amistosos se nos muestran los Carracedo, que, al fin, no invitarlos a cenar en casa sería una inconcebible grosería, una desatención sin límites, indigna de los reyes de la fiesta. Los invitamos, pues: vendrán el sábado.
Y, entonces, nosotros, Graciela y Arturo, ya definitivamente arrebatados por el torbellino de la fiesta, vamos mariposeando de salón en salón, prodigando sonrisas y besos y apretones de mano. Y bailamos y ensayamos bromas y festejamos bromas y decimos agudezas y nos lucimos y nos hacemos admirar y todos sienten aprecio y también envidia hacia nosotros.
«Son una pareja encantadora», suelen decir nuestras amistades. Porque Graciela y yo somos siempre los más hermosos, los más simpáticos, los más inteligentes. Porque Graciela y yo aún somos los reyes de la fiesta.
En El mejor de los mundos posibles
Buenos Aires, Plus Ultra, 1976
Incluido en Los reyes de la fiesta y otros cuentos con cierto humor (2015) [Kindle]
www.fernandosorrentino.com.ar
Foto: Xavier Martín