Thomas Bernhard: Montaigne. Un relato

16 de agosto de 2020





Hui de mi familia y, por consiguiente, de mis torturadores a un rincón de la torre y, sin luz y, por consiguiente, sin hacer que los mosquitos enloquecieran contra mí, cogí de la biblioteca un libro que, tras haber leído en él unas frases, resultó ser de Montaigne, de quien estoy muy próximo, de una forma más íntima y realmente iluminadora que de cualquier otro.

De camino a la torre, como si sólo hubiera podido salvarme de esa forma y de ninguna más, había sacado un libro de los estantes, en la oscuridad absoluta de la biblioteca, sin la menor idea de qué clase de libro podía tratarse, sólo de que posiblemente era un libro filosófico, pensé, porque los míos, desde hace siglos, sólo han amontonado esos, así llamados, libros filosóficos en el lado izquierdo de la biblioteca, y como es natural, con plena conciencia, no había sacado del lado derecho de la biblioteca un así llamado libro literario sino un libro del lado izquierdo, es decir, no uno del lado de la literatura sino uno del lado filosófico, aunque no habría podido saber de qué libro filosófico se trataba al sacarlo de los estantes del lado izquierdo, porque realmente habría podido ser otro muy distinto del que en definitiva había sacado, no el Montaigne, sino posiblemente el Descartes o el Novalis o el Schopenhauer.

En mi camino hacia la torre, en el que, como queda dicho, no había encendido la luz a causa de los mosquitos, me había esforzado sin embargo con la mayor concentración por adivinar qué libro había sacado del estante, pero los filósofos que me vinieron a la mente fueron todos menos Montaigne.

Como hacía tiempo que nadie había ido de la biblioteca a la torre, pronto metí la cabeza en cientos de telarañas y al final, antes ya de llegar a la torre, tenía la sensación de llevar puesto un gorro de telarañas, tan espesamente me habían envuelto la cabeza aquellas telarañas en mi camino de la biblioteca a la torre; sentía las telarañas en el rostro y en la cabeza como una venda con que me hubiera envuelto en el camino de la biblioteca a la torre, simplemente al ir andando y volviendo la cabeza y el cuerpo entero varias veces, porque había tenido miedo de que los míos hubieran podido verme entrar primero en la biblioteca y salir luego de la biblioteca en dirección a la torre. Hasta respirar me resultaba difícil.

Ahora, además del miedo a asfixiarme que padezco desde hace ya tantos años, a causa sólo de mis pulmones debilitados, sentía otro, más espantoso aún, a causa de las telarañas que me rodeaban la cabeza. Durante toda la tarde los míos me habían atormentado con sus negocios y me habían reprochado, hablándome sin interrupción o callando ante mí por completo lo que hubieran tenido que hablar, que yo era su desgracia. Que había convertido en método mi estar contra ellos y contra sus relaciones, contra sus negocios y contra su forma de pensar, que sin embargo era también la mía.

Que me había acostumbrado a desintegrar su forma de pensar, escarnecerlos, destruirlos y matarlos. Que empleaba cuanto había en mí para desintegrarlos, destruirlos y matarlos. Que día y noche no cavilaba en otra cosa y, al despertarme, los atacaba. No era yo el enfermo y, por consiguiente, el débil, decían, sino que eran ellos los enfermos y, por consiguiente, los debilitados, ellos eran los dominados por mí y no a la inversa: yo era su opresor, no eran ellos quienes me atacaban sino yo quien los atacaba a ellos.

Pero eso lo oigo ya desde que existo. Que desde mi nacimiento había estado contra ellos, que les había reprochado ya, cuando sólo era un niño malo que aún no hablaba sino que los miraba sólo fija y continuamente, mi existencia, su monstruosidad pérfida. Ya aquel niño que los miraba por primera vez los había estremecido, porque había estado contra ellos. Instintivamente, cuanto había dentro de mí se había vuelto contra ellos, ya en los primeros instantes, y finalmente utilizando la inteligencia de mi cabeza con la mayor determinación y brutalidad.

Que yo era su aniquilador, volvieron a decir también hoy, mientras, continuamente, les daba a entender que eran ellos mis aniquiladores, que se dedicaban a mi aniquilación desde el momento en que me engendraron. Los míos me llevan sobre su conciencia, les digo con todas y cada una de las cosas que digo, mientras que ellos, a la inversa, con todas y cada una de las cosas que dicen y piensan, y con sus actuaciones ininterrumpidas, dicen que los llevo sobre mi conciencia. Me han hecho nacer y me han situado en una región tan hermosa y en una casa tan hermosa, me dicen continuamente, y yo los escarnezco y los desprecio ininterrumpidamente.

En cada una de mis manifestaciones, decían, no había más que ese escarnio y ese desprecio, que harían que un día perecieran, pero creo que seré yo quien perecerá un día por su escarnio y su desprecio. En el camino de la biblioteca a la torre pensé que, en cuarenta y dos años, no había podido escapar de ellos, aunque en esos cuarenta y dos años de mi vida no había tenido otra cosa en la cabeza que escapar de ellos; nunca me ha sido posible sustraerme a ellos, ni por el período más breve, porque, cuando me sustraía a ellos, se trataba sólo de una supuesta sustracción, por no hablar de escaparme, en lo que ni siquiera me atrevo a pensar. Sus cuidados habían sido siempre, decían, de lo más solícito, su atención, la mayor siempre, pero su desesperación en lo que a mí se refería también siempre, al mismo tiempo, la más horrible.

Habían allanado para mí tantos caminos pero yo no había seguido ni uno solo de ellos, me han vuelto a decir hoy. Todos los caminos que me habían mostrado y allanado habrían sido para mí los mejores, me habían visto ya seguir esos caminos, pero desde el principio mismo les había aniquilado esos caminos y, con ello, los había aniquilado para mí también. Que nunca seguiría un camino, les había dicho una vez, pero su incomprensión y su vileza, que se conjuraban con esa incomprensión de la forma más desvergonzada, me habían hecho comprender en seguida lo absurdo de mi manifestación, y no había vuelto a repetir esa observación de que no quería seguir nunca un camino. Todas las observaciones que les había hecho habían tropezado siempre únicamente con la incomprensión y con la vileza que colaboraba con esa incomprensión. Por eso, en el curso de los decenios había dicho cada vez menos cosas y finalmente nada, y sus reproches se hicieron cada vez más despiadados.

Había ido a la biblioteca y había cogido de los estantes un libro filosófico, con conciencia de estar cometiendo un crimen, porque a sus ojos simplemente entrar en la biblioteca era ya un crimen, y un crimen mucho mayor aún coger un libro filosófico de los estantes, dado que simplemente retraerme de ellos lo consideraban un crimen. Que habían comprado una casa en Encknach, para renovarla y luego, en el plazo de un año, deshacerse de ella decuplicando su ganancia, habían dicho, que habían convertido en una dos propiedades agrícolas situadas cerca de Rutzenmoos y habían obtenido así, de la noche a la mañana, un beneficio de treinta millones, dijeron. Tenemos que actuar cuando los débiles son más débiles, dijeron en la mesa, anticiparnos a los inteligentes con una inteligencia más despiadada aún, dijeron, con una perfidia aún más pérfida. No hablaban directamente de esos negocios, sólo indirectamente, incluso cuando hablaban de algo filosófico desde su punto de vista, por ejemplo de la soledad de Schopenhauer, del que es verdad que, como me consta, lo habían leído realmente todo pero sin comprender nada, hablaban sólo de sus negocios, de cómo se podía engañar a la inteligencia con otra inteligencia más inteligente aún. Se tomaban su sopa y defendían a un perro que había mordido a un transeúnte, y con esa hipocresía canina hablaban únicamente de sus negocios. Mis padres y mis hermanos han estado siempre de acuerdo, siempre han formado una conjuración contra todo y contra mí. Siempre te hemos querido, han vuelto a decirme hoy mis padres, y mis hermanos los miraban y escuchaban sin contradecirlos mientras yo pensaba que, durante toda mi vida, sólo me habían odiado, lo mismo que yo durante toda mi vida sólo los he odiado, si digo la verdad, como sé y no miento, cosa que desde hace ya tiempo me he prohibido. Decimos también que queremos a nuestros padres y en realidad los odiamos, porque no podemos querer a nuestros padres al no ser hombres felices, nuestra desgracia no es algo de lo que nos persuadamos, lo mismo que nuestra felicidad, de la que nos persuadimos a diario para tener siquiera el valor de levantarnos y lavarnos, vestirnos, tomar el primer trago, engullir el primer bocado.

Porque cada mañana se nos recuerda inevitablemente que nuestros padres, con espantosa sobrestimación de sí mismos y, realmente, con su megalomanía procreadora, nos han hecho y parido, y nos han echado a este mundo, más horrible y repulsivo y mortal que agradable y útil. Nuestro desvalimiento se lo debemos a nuestros procreadores, nuestra torpeza, todas esas dificultades nuestras con las que, durante toda la vida, no logramos acabar. Primero nos decían no bebas esa agua, porque está envenenada, luego nos decían no leas ese libro, porque ese libro está envenenado. Si bebes esa agua, será tu ruina, decían, y, luego, si lees ese libro será tu ruina. Te llevaron a los bosques, te metieron en oscuros cuartos de niño para trastornarte, te presentaron a personas que en seguida reconociste como tus aniquiladores. Te mostraron paisajes que fueron para ti mortales. Te arrojaron a escuelas como a calabozos, y finalmente te extrajeron el alma para dejarla perecer en su ciénaga y en su yermo. De esa forma hicieron perder pronto a tu corazón el ritmo que le era propio, hasta que finalmente enfermó de una forma irreversible, como dicen los médicos, porque nunca dejaron en paz ese corazón tuyo.

Te ponían trajes verdes cuando tú querías vestir trajes rojos, fríos cuando habrían sido necesarios cálidos, si querías andar tenías que correr, si querías correr tenías que andar, si querías reposo no te daban ninguno, si querías gritar te tapaban la boca. Siempre los has observado, hasta donde puedes recordar, y percibido y estudiado su falsedad, y les has dicho una y otra vez que estaban perdidos, lo que no querían aceptar, aunque sabían que no estaban más que perdidos durante todo el tiempo que llevo observándolos hasta hoy. Que eran desvergonzados, lo que siempre han negado, sin escrúpulos, un peligro público. Entonces me acusaban, por decirlo así, de decir la verdad. Pero si yo decía de vez en cuando que eran bien parecidos e inteligentes, por decir también la verdad, me acusaban de decir una mentira. Así me han acusado durante toda la vida unas veces de decir verdades y otras de decir mentiras, y muy a menudo de decir verdades y mentiras, y en el fondo me han acusado durante toda la vida de decir verdades y mentiras, lo mismo que yo, durante toda la vida, los he acusado de decir mentiras y verdades.

Ya puedo decir lo que quiera, que me acusarán de decir verdades o de decir mentiras, y a menudo no les resulta claro si me están acusando de decir verdades o de decir mentiras, lo mismo que a mí, con mucha frecuencia, no me resulta claro si los acuso de decir mentiras o de decir verdades, porque en mi mecanismo de acusación, que se ha convertido ya en enfermedad acusatoria, no puedo distinguir si se trata de verdades o de mentiras, lo mismo que ellos no pueden distinguir ya mentiras y verdades en lo que a mí respecta. Si antes tenía un miedo mortal a coger un terrón de azúcar del azucarero del comedor, hoy tengo un miedo mortal a coger un libro de la biblioteca, y el mayor de los miedos mortales si se trata de uno filosófico, como ayer tarde. Siempre me ha gustado Montaigne más que ningún otro. Siempre me he refugiado en mi Montaigne cuando sentía un miedo mortal. Me he dejado dirigir y llevar, incluso conducir y seducir por Montaigne. Montaigne ha sido siempre mi salvador y libertador. Si en definitiva he desconfiado de todos los demás, de mi familia filosófica grande e infinita, que sólo puedo calificar de mi familia filosófica francesa grande e infinita, en la que siempre ha habido sólo algunos sobrinos y sobrinas alemanes e italianos, aunque todos, tengo que decir, muy tempranamente fallecidos, siempre he estado en buenas manos con mi Montaigne.

Nunca he tenido un padre y nunca una madre, pero he tenido siempre a mi Montaigne. Mis progenitores, a los que nunca llamaré padre y madre, me rechazaron desde el primer momento, y saqué ya muy pronto consecuencias de ese rechazo, y corrí derecho a los brazos de mi Montaigne, ésa es la verdad. Montaigne, he pensado siempre, tiene una familia filosófica grande e infinita, pero nunca he querido a los miembros de esa familia filosófica más que a su jefe, mi Montaigne.

Había querido, de camino hacia la torre, hacia la biblioteca y en la oscuridad necesaria a causa de los mosquitos, aferrarme sólo a uno de los miembros de esa familia filosófica francesa, después de haberme liberado de las garras de los míos, pero nunca había pensado que, incluso en la mayor oscuridad, tendría en la mano, con presa firme, a mi Montaigne. Los míos se habían comido su sopa y su carne con la misma avidez que siempre me ha repelido en ellos, la forma en que se llevan la cuchara a la boca dice más sobre ellos que todo lo que hay en su interior; cómo cortan la carne en el plato, extraen la ensalada del cuenco. Cómo beben de sus copas y parten el pan, por no hablar de cómo se expresan y de las cosas que los dejan serios o los divierten, me ha resultado siempre repulsivo y vergonzoso. Siempre he odiado las comidas con ellos, pero durante toda mi vida me he visto obligado a estar con ellos, a estar en sus manos a consecuencia de mi enfermedad.

No poder dar cien pasos sin ellos, la mayor parte del tiempo, tendría que calificarlo de estremecedor si no me horrorizara semejante calificación. Cuanto hay dentro de ellos y con ellos (y conmigo) habría que calificarlo de estremecedor si no me horrorizara esa calificación más que cualquier otra cosa. Al principio me habían hecho depender de ellos, luego me habían reprochado esa dependencia durante toda la vida. Desde el instante en que no pude salir ya de esa dependencia, en que se convirtió para mí en algo natural, espantosamente natural. Con ellos, me tuve que decir a partir de un momento determinado, está la única posibilidad.

Queremos huir, rehuir, pero no podemos ya. Ellos (y nosotros mismos) han tapiado todas las salidas al aire libre. De repente vemos que ellos (como nosotros mismos) nos han tapiado. Entonces aguardamos sólo el instante en que nos asfixiaremos. Entonces pensamos a menudo si no sería mejor ser ciego y completamente sordo, además de padecer nuestras demás enfermedades paralizantes, porque entonces no veríamos, no oiríamos ya lo que sólo podemos reconocer como mortal, pero de pronto esa conclusión nos parece también falsa. Siempre hemos querido la curación, cuando no había ya curación que esperar, porque no era ya posible. Siempre hemos querido evadirnos, cuando no era posible evadirse ya.

Los míos se habían dado cuenta demasiado tarde de que sólo habían engendrado a su destructor y aniquilador. Y yo lo había comprendido demasiado tarde. Comprendí cuando era demasiado tarde para poder comprender. Cuántas veces habían dicho que preferirían un perro a tenerme a mí, porque un perro los guardaría y les costaría menos que yo, que sólo los observaba, y los escarnecía y desintegraba y destruía y aniquilaba.

Si vas al pozo, te daremos una paliza de muerte, me dijeron cuando tenía cuatro o cinco años. Si entras en la biblioteca ya verás, me decían, queriendo decir nada menos que me darían una paliza de muerte. Por eso, cuando era un niño de cuatro o cinco años, sólo iba al pozo a escondidas, y cuando, por decirlo así, fui adulto, sólo entraba en la biblioteca a escondidas. Siempre me habían dado a entender que, junto al pozo, perdería el así llamado equilibrio y me precipitaría en él, sin remedio. Y siempre me habían dado a entender que en la biblioteca y con ciertos libros, no decían directamente filosóficos, perdería el equilibrio y me precipitaría, sin remedio, lo mismo que hace cuatro o cinco años entraba en la biblioteca a escondidas y helado hasta los huesos ya desde hace muchos años solo a escondidas y, por decirlo así, a sus espaldas en la biblioteca.

Cada vez me parece que entro en una trampa, porque ellos me dijeron o me dieron a entender que la biblioteca era para mí una trampa (como el pozo). Tengo cuarenta y dos años y entro en la biblioteca como en una trampa. La trampa se cerrará, me dijeron cuando entré por primera vez en la biblioteca. Cada vez que entro en la biblioteca, pienso que la trampa caerá. Habría podido ser también Descartes, pensé, también Pascal. Dios santo, pensé, ¡cómo quiero a todos esos filósofos, los quiero más que a nada en el mundo! Pero ha sido Montaigne, ¡mi Montaigne, a quien quiero más que a nada! Me senté en el rincón más apartado de la torre y leí y leí, y habría podido llorar de felicidad si no hubiera aniquilado hace tiempo esa monstruosidad de ese maravilloso abandono con este pensamiento: si dejamos escapar sollozos sin freno y no nos vemos al hacerlo ni pensamos en nosotros mismos en esa ocasión, seremos todavía mucho más ridículos de lo que nos habíamos hecho ya, de manera que me vi, mientras dejaba escapar sollozos y pensaba en ese hecho, sin dejar escapar real y verdaderamente esos sollozos.

Leí mi Montaigne con los postigos cerrados de la forma más absurda, porque con luz artificial era difícil, hasta llegar a la frase: ¡Ojalá no le haya pasado nada! La frase no era de Montaigne sino de los míos, que, debajo de la torre, me buscaban yendo de un lado a otro.





En Goethe se muere (relatos)
Título original: Goethe schtirbt
Thomas Bernhard, 2010
Alianza Editorial, 2012
Traducción: Miguel Sáenz

Foto: Thomas Bernhard by Joseph Gallus Rittenberg


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