Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: La enseñanza ("En diálogo", II, 62)

15 de julio de 2020




Osvaldo Ferrari: Una paradoja, Borges, en la que pensé muchas veces, es la que consiste en que usted, habiendo sido muchos años profesor, tiene siempre mayor vocación de discípulo que de profesor; o mayor vocación por aprender que por enseñar.

Jorge Luis Borges: Tengo la impresión de que mis estudiantes me han enseñado mucho. Mi padre decía que los hijos educan a los padres; es la misma idea. Ahora, claro, yo hubiera preferido siempre un seminario; no sé cómo hay profesores a quienes les agrada tener muchos alumnos, porque, bueno, muchos alumnos son de muy difícil manejo.

—Y la clase se dispersa.

—Sí, precisamente. Yo fui profesor durante un año en la Universidad Católica de la calle Córdoba, y luego renuncié porque tenía, digamos, ochenta estudiantes de literatura inglesa, y exactamente cuarenta minutos de tiempo; y no podía hacer absolutamente nada: mientras entran, mientras salen, han pasado los cuarenta minutos, y nadie ha hecho nada. En cambio, el ideal sería un seminario con una cifra máxima de seis personas —si fueran cinco sería mejor, si fueran cuatro aún mejor— y un par de horas. Así puede hacerse algo. Y así yo creo haber hecho mucho cuando estudiábamos inglés antiguo —anglosajón— en la Biblioteca Nacional, que yo dirigía entonces. Creo que seríamos cinco, alguna vez seis, pero nada más; y disponíamos de un tiempo que no era necesario medir, porque iba fluyendo generosamente, y nosotros lo aprovechábamos. Después tuve una cátedra en Filosofía y Letras, primero en Viamonte, luego en Independencia.

—Y a continuación siguieron, creo, cuatro cuatrimestres de literatura argentina en los Estados Unidos, y una serie de conferencias.

—Sí, en las cuatro universidades; y las conferencias sobre escritores argentinos en diversos estados de la Unión. Y me gustaba mucho hacerlo, pero ahora he descubierto —ya el resto del universo lo había descubierto— que yo no sé dar clases, que no sé dar conferencias; y prefiero el diálogo. Y anteanoche estuve en casa de una señora que tiene un taller literario en Villa Crespo, y contesté a preguntas —preguntas muy benévolas y muy interesantes— sobre temas literarios. Aquello me dicen que duró dos horas y cinco minutos, y yo hubiera computado ese tiempo en media hora, ya que fluyó tan generosamente.

—Con las preguntas que le hacían.

—Con las preguntas, sí; y ahora me doy cuenta, bueno, de que el diálogo es la mejor forma para mí. Espero que lo sea para nuestros oyentes y nuestros lectores también (ríe).

—Usted ha tenido, me parece, un permanente rechazo a lo largo del tiempo hacia la clase magistral.

—Ah, sí, «magistral» en el sentido más abrumador de la palabra, sí. Bueno, un amigo mío, Emilio Oribe, el poeta uruguayo, enseñaba filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Montevideo. Era un hombre monumental, era sordo —lo cual lo hacía de algún modo invulnerable, ya que no oía lo que no quería oír—, y me dijeron que él había logrado fijar este curioso rito: unos diez minutos antes de que sonara la campanilla, ese hombre monumental —bastante parecido a Almafuerte o a Sarmiento— cerraba los ojos. Entonces, los estudiantes sabían que tenían que irse, que la clase duraba diez minutos menos. Ya se había establecido ese rito, los estudiantes lo sabían, y respetaban a ese hombre monumental que se había quedado, bueno, falsamente dormido. Eso me lo contaron estudiantes de él, que no lo malquerían por eso; se daban cuenta de que era natural que después de hablar, no sé, cuarenta minutos, él estuviera un poco cansado, ¿no?

—Claro, en cuanto a las conferencias, yo no sé si mi cronología está acertada: primero usted pronunció algunas, creo, en el Colegio Libre de Estudios Superiores.

—Sí, claro, cuando yo tuve que renunciar a ese pequeño cargo de inspector para la venta de aves de corral y de huevos, me mandaron a buscar del Colegio Libre de Estudios Superiores, y yo di una serie de conferencias. Las primeras sobre literatura clásica americana; y hablé, evidentemente, de Emerson, de Melville, de Hawthorne, de Emily Dickinson, de Thoreau, de Henry James, de Walt Whitman, de Poe. Y la segunda serie fue de clases sobre el budismo.

—Después creo que siguió en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa.

—Sí, ahí también yo di clase, y muchas conferencias. Y después he dado en diversas universidades. En La Plata he dado muchas, en la Universidad Católica de La Plata también. Y eso aunque nadie ignora que no soy católico, pero, en fin, durante cuarenta y cinco minutos se me perdona no ser católico (ríe), y poder hablar con toda libertad. Y trato de hacerlo respetuosamente, desde luego.

—Luego, la Facultad de Filosofía y Letras.

—Sí, allí fueron exclusivamente clases sobre literatura inglesa y americana. Y mi adjunto era Jaime Rest, que ha muerto, y él se encargaba de la literatura americana y yo de la inglesa. Se hacía en cuatrimestres, y fuera de algunos nombres inevitables, digamos, bueno, Chaucer, el doctor Johnson, Shakespeare, Bernard Shaw, yo trataba de cambiar de autores. Es decir, si mis estudiantes sabían algo de Chesterton, no sabían nada de Shaw, por ejemplo; o si sabían algo de Stevenson, no sabían nada de George Meredith. Y yo trataba de variar los autores. Por ejemplo, vacilaba entre Tennyson y Browning; pero luego me di cuenta de que a los estudiantes no les interesaba Tennyson, y les interesaba mucho Browning; lo cual es natural, ya que el valor de Tennyson es ante todo auditivo, ¿no?; digo, son versos muy gratos para el oído. En cambio, en el caso de Browning no, cada poema es una sorpresa técnica, además de la invención de personajes, y personajes muy creíbles, muy vívidos. Y luego, eso que él inventó, y que se imitó después: la misma historia contada por los diversos protagonistas. Bueno, ya lo había hecho Wilkie Collins antes, en «La piedra lunar», en que los diversos personajes de la historia van contando el cuento, y así podemos saber lo que un personaje piensa de otro. Claro, todo eso tiene que haber surgido de la novela epistolar, tal vez; la novela epistolar, que ahora es ilegible para nosotros; sin embargo, engendró ese tipo de literatura. Es decir, la idea de una ficción en la cual uno puede apreciar el punto de vista de cada uno de los personajes, y puede participar de sus «simpatías y diferencias», como diría Alfonso Reyes. Sí, yo siento nostalgia de aquellos años de enseñanza, aunque me dicen que he sido un pésimo profesor. Pero no importa, si yo he logrado convertir a algún alumno al amor —no diría a una literatura, que es demasiado vasto—, pero sí al amor de un autor, o al de cierto libro de un autor…

—Le basta.

—Ya no habré vivido en vano, no habré enseñado en vano.

—Y respecto de los dieciocho años como director de la Biblioteca, Borges, ¿habría una manera de sintetizar la experiencia de esos dieciocho años en el recuerdo?

—Y… tiene que ser un recuerdo muy vívido, porque en cualquier parte del mundo en que yo esté, sueño con el barrio de Monserrat; y más concretamente con la Biblioteca Nacional, en la calle México, entre Perú y Bolívar. Sí, es raro, en mis sueños yo siempre estoy allí. De modo que habrá algo que se ha quedado de ese viejo edificio. Aunque no tengo derecho a llamarlo viejo; el edificio data de 1901, y yo desgraciadamente dato de 1899. De manera que para mí es un joven edificio, en todo caso es un hermano menor con novecientos mil volúmenes. Y yo, que no sé si he leído novecientos volúmenes en toda mi vida (ríe), posiblemente no. Pero he interrogado muchos libros… Ya que estamos usted y yo solos, puedo decirle que creo no haber leído ningún libro desde el principio hasta el fin, salvo ciertas novelas, y salvo la Historia de la filosofía occidental de Bertrand Russell, no creo haber leído ningún libro íntegro.

Me ha gustado hojear; eso quiere decir que siempre tuve la idea de ser un lector hedónico, nunca he leído por sentimiento del deber. Recuerdo lo que decía Carlyle: que un europeo sólo podía leer el Corán desde el principio hasta el fin, movido por el sentimiento del deber.

—Quizá usted volviera siempre a los índices de los libros que le eran familiares, y que no hubiera recorrido en todo su contenido.

—No sé si tanto, eh (ríen ambos), no quiero jactarme; pero como siempre hay un placer en releer que no hay en leer… Sí, por ejemplo, yo siempre digo que mi escritor preferido es Thomas De Quincey. Pues ahí tengo los catorce volúmenes que adquirí hace tiempo, y seguramente cuando yo muera se descubrirá que hay tantas páginas sin cortar en ese libro preferido. Pero eso no quiere decir que el libro no sea preferido, quiere decir que mi memoria vuelve a él, y que yo lo he releído muchas veces.

—O que lo ha leído fragmentariamente para reservarse otras páginas.

—Posiblemente, pero quizá sin haber merecido esas páginas; quizá las que me hubieran gustado más. Ayer me leyeron una página que me gustó mucho, y que se llama creo El hacedor, y al cabo de unas líneas recordé que yo lo había escrito. Habían pasado tantos años, y yo lo recibí ahora con sorpresa, con gratitud, y con cierta envidia también, pensando: caramba, qué bien escribía Borges en aquel tiempo, ahora ha declinado notablemente, ya no podría escribir esos párrafos. Claro, yo podía escribirlo —de algún modo yo tenía vista, yo escribía, corregía los borradores, releía—, y eso hacía que fuera capaz de largas frases no cacofónicas. Y ahora no, ahora yo tengo que ir reteniendo todo en la memoria, y he tratado de salvar lo que puedo.

—Sin embargo, la opinión de sus lectores no coincide con la suya.

—Y, los lectores son muy inventivos; Stevenson dijo que el lector es siempre mucho más inteligente que nosotros, eh (ríe), y es verdad eso.

—No se puede prescindir de ellos.

—No, pero si uno guarda un manuscrito, lo olvida en un cajón, y lo vuelve a examinar al cabo de tres meses; de algún modo uno es ese lector más inteligente que el autor. Recuerdo haber leído en la autobiografía de Kipling, que él escribía un cuento y luego lo dejaba guardado. Luego lo releía, y encontraba invariablemente errores primarios, errores muy, muy groseros. Y que antes de publicar algo, siempre dejaba que transcurriera por lo menos un año para que aquello fuera madurando. Y a veces yo escribo algo, cometo una torpeza, me parece imposible corregirla; y luego, de pronto, caminando por la calle me llega la solución, que siempre es sencillísima: es tan evidente que es invisible, como «La carta robada» del famoso cuento de Poe.

De manera que ayer usted fue el lector de El hacedor.

—Sí, fue una buena sorpresa para mí, ya que yo lo había olvidado. Ese libro está hecho de piezas cortas, y ha de ser bueno ya que ninguna de ellas fue escrita para formar parte de un libro; cada una de ellas respondió a una necesidad que sentí en un momento de escribirla. En ese caso, es imposible que sea demasiado malo el libro; aunque sin duda habrá errores y momentos erróneos.

—Fue escrito por necesidad.

—Sí.














Título original: En diálogo (edición definitiva 1998), II, 62
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)



Foto: Borges en Hotel del Parque

Mexico ca.1973
© Rogelio Cuéllar








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