Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Apología de la amistad ("En diálogo", II, 104)

3 de diciembre de 2019




Osvaldo Ferrari: Nadie ha hecho, que yo sepa, Borges, una apología de la amistad en el país, como la que usted ha hecho a lo largo del tiempo.

Jorge Luis Borges: No sabía eso, sin embargo, es posible. Yo le conté que cuando leí el título del libro de Mallea, Historia de una pasión argentina, pensé: esa pasión tiene que ser la amistad, ya que no hay otra pasión aquí. Luego resultó que no. Y luego, sin duda habremos hablado más de una vez del tema de la amistad a lo largo de nuestra breve literatura. No sé si se ha observado muchas veces que el verdadero tema del Fausto, de Estanislao del Campo, no es la parodia de la ópera; el verdadero tema es la amistad de los dos aparceros, ¿no?

Sí, en el Fausto, usted nos dice que hay «un alegre sentimiento de la amistad».

—Ah, creo que sí. Y luego, el tema de Don Segundo Sombra es el mismo. Y quizás el tema esencial del Martín Fierro sería esa extraña amistad entre un policía y un desertor, ¿no?, de Cruz y de Fierro.

—Estaba seguro de que usted lo iba a ver así.

—Sí, y luego hay un libro que no he leído, de Eduardo Gutiérrez: Una amistad hasta la muerte, bueno, y ese título a uno le suena más o menos natural, al lado de libros como Hormiga negra o Los hermanos Barrientos, que se relacionan con el tema de la amistad.

—Dentro de la literatura, encontramos también la amistad de Don Segundo y Faino.
    
—Es cierto. ¿Se llama Fabio?; claro, Fabio Cáceres. 

—Justamente.

—Sí, qué raro esas cosas que uno no sabe que sabe, ¿no?

—Uno no sabe que sabe. Pero usted le atribuyó antecedentes ilustres a esa amistad.

—Sí, creo que pensé en Huckleberry Finn y en Kim.

—En Twain y en Kipling.

—Sí, ahora yo no sé si Güiraldes leyó a Mark Twain, posiblemente no, pero sin duda leyó a Kipling, porque cuando me lo presentaron, él me dijo: me han dicho que usted sabe inglés. El saber inglés por aquellos años era algo, bueno, más raro que ahora. Yo le dije que sí, y me dijo: qué suertudo, puede leer a Kipling en el original. Sí, él me habló de Kipling. Y lo habría leído en alguna versión francesa, sin duda.

—Sospecho que Güiraldes, en su vida personal, también hacía una especie de culto de la amistad.

—Ah sí, desde luego. Sin duda yo le habré hablado de aquella oportunidad en que ellos vinieron a almorzar a casa —Ricardo y Adelina del Carril—, y luego de una larga sobremesa él se levantó, se fueron; mi madre los llamó porque él había dejado la guitarra olvidada, no se llevaba la guitarra. Entonces él le dijo que la había dejado a propósito, ya que se iba a Europa, y quería que algo suyo quedara en la casa; y dejó la guitarra. Y mucha gente que venía a casa tocó la guitarra de Ricardo Güiraldes.

—Un gesto muy lindo de parte de él.

—Un gesto muy lindo, sí y yo recuerdo, cuando él estaba escribiendo Don Segundo Sombra, fuimos a verlo a su casa, que era cerca de la plaza del Congreso. Era un departamento bastante raro, porque los muebles estaban empotrados en las paredes. Y entonces se tocaba un botón, y caía un sillón, o una cama. En la calle Solís era; yo creo que era Solís y Alsina, pero no estoy muy seguro. No sé si la casa existe todavía.

Esa casa ellos la tomaron en vísperas de un viaje a Europa. Era una casa bastante sencilla, y creo que fue la única vez que él vivió en el sur. Bueno, un sur modesto, digamos, ya que era a dos cuadras de la plaza del Congreso. Entonces, él estaba escribiendo en el gran libro, en el libro mayor de la Estancia, su novela Don Segundo Sombra. Pero como era muy haragán, él dejaba enseguida el texto y conversaba con nosotros, o tocaba la guitarra. Y luego Adelina nos pidió que nos fuéramos, porque cualquier pretexto era bueno para que él dejara de escribir, ¿no?

—Su mujer ayudó a que él se concentrara y escribiera el libro.

—Sí, exactamente. Claro que si yo fuera Néstor Ibarra, diría que ella tenía un fino sentido literario, y que quería impedir que él escribiera Don Segundo Sombra, ¿no? (ríe). Pero a mí no se me ocurre eso, se le ocurre a Ibarra, tal como yo lo imagino, no a mí. Hubiera sido una lástima que él no escribiera el libro.

—Realmente. En cuanto al valor de la amistad entre los argentinos, usted dice que es una, o quizá nuestra única virtud.

—Sí, pero es una virtud peligrosa, porque eso nos puede llevar fácilmente al caudillismo; que viene a ser como una forma de amistad, ¿no?

—¿Obligada?

—Sí, que la gente sea leal no a la ética, o a ciertas opiniones, sino a un hombre, a un amigo. De modo que esa hermosa pasión, se presta a abusos, digamos.

—Entiendo.

—Como sucede con todas las cosas, sí y eso de algún modo explicaría una de las malas costumbres de la historia sudamericana: las dictaduras, que bien pueden estar apoyadas por amigos, y por amigos quizá no siempre interesados.

—En ese caso no se trata de amistad sino de «amiguismo».

—Y puede ser, sí.

—De «amiguismo» perjudicial.

—Sí, puede ser amiguismo, como usted dice, sí, es un buen neologismo ya que establece una diferencia entre las dos cosas.

—Ahora, ¿ha pensado Borges, que quizá nuestro aislamiento geográfico e histórico pudo haber contribuido al desarrollo del sentimiento de la amistad entre nosotros?

—Sí, y luego también el hecho de que una buena parte de los argentinos, sobre todo cuando este país era ganadero, se acostumbraron a vivir en la soledad, o simplemente con la compañía de los vecinos. Porque lo que habrá sido la vida en una estancia… bueno posiblemente los hacendados no fueran muy distintos de los peones, ¿no?; los patrones no serían muy distintos de los gauchos.

—La soledad los identificaba.

—Sí, yo creo que sí, y ahora parece que hemos perdido esa capacidad para la soledad, que sin duda tuvimos antes, y que los ingleses tienen, ya que a los ingleses les gusta mucho la soledad. Creo que Lawrence dice que los ingleses tienen «A hunger for lonely places» (El hambre de lugares solitarios). Yo comprobé eso cuando estuve en Escocia; me dijeron: «We lead you to the loneliest place in Scotland» (Lo llevamos al lugar más solitario de Escocia). Y era un lugar realmente muy solo; yo pensé: qué raro, a mí, que vengo de Sudamérica, me hablan de lugares solos como meritorios o admirables. Cosa que no sucede aquí, porque más bien la gente no se resigna a la soledad, ahora; todo el mundo… aun los que viven en Córdoba o en Rosario, están deseando vivir en Buenos Aires; y en Buenos Aires estamos deseando vivir en Europa, de modo que siempre parece que estamos condenados a no estar… (ríe).

—(Ríe). A no estar donde estamos.

—Donde estamos o donde querríamos estar, sí.

—Un aspecto extraño es que creo que somos capaces de amistades individuales…

—Ah, yo creo que sí.

—Pero no de esa amistad de conjunto que se llama comunidad, ¿no es cierto?

—Que es la más importante; para un país es la más importante.

—Naturalmente.

—Porque la otra, bueno vendría a ser de ésas… antes había rivalidades entre los barrios, ahora eso se ha derivado hacia el fútbol, curiosamente, ¿no?

—En todo caso, todo es un buen pretexto para dividirnos entre nosotros.

—Eso es cierto, la verdad es que hemos abusado de ese pretexto, de ese motivo. Sí, sentido de comunidad no hay.

—No hay, y quizás el país no ha progresado como debía, precisamente por ese aspecto.

—Claro, que es una forma de la falta de ética, porque se piensa en función de fulano de tal, y ese fulano de tal suele ser uno mismo… y no en función de la ética, que es demasiado abstracta y general.

—Claro, en función de uno, o de su grupo, o de su medio, pero no del país en conjunto. ¿Podríamos decir que el tipo de amistad que cultivamos es propia del tipo de individualismo que usted ha visto en el argentino? 

—Bueno, nuestro individualismo sería un buen rasgo, pero no sé si hemos sabido aprovechar ese rasgo; yo creo que no. Aunque la política no puede aprovecharlo, ya que consiste precisamente en lo contrario.






Título original: En diálogo (edición definitiva 1998), II, 104
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Foto: Borges en Hotel del Parque
Mexico ca.1973





1 comentarios:
Gastón M. 5 de diciembre de 2019, 1:36 a.m.  

La casualidad me salva de mi natural indiferencia. Invoco, como un espiritista, a mi -¿nuestro?- amigo, Esteban Echeverría: "¡Cuánto arcano que no es dado al Mundo ver!". La casualidad se oculta hasta que por fin prevalece.
Ayer terminé de leer "Chaves" de Eduardo Mallea, y hoy, después del oprobio diurno, entré al blog para recibir la damianidad nocturna. Me alegró encontrarme con Borges, la amistad, y una cita a Mallea. Agrego coincidencias: en "Chaves", como suele ocurrir con Eduardo Mallea, la historia no es digna de reseña, y el verdadero protagonista de la obra es el lenguaje (como suele ocurrir con la pluma barroca, siempre gárrula y a menudo absurda). De todos modos, Chaves, el protagonista formal, es un hombre tan tímido que es incapaz de establecer un diálogo. Pienso que un hombre incapaz de dialogar es un hombre que tiene vedado el don de la amistad.
¿Por qué no pensar en la lectura como una forma de la amistad? Reprodujiste un diálogo amistoso, sentimos la amistad de Borges, traje a Echeverría y a Mallea (supongo que no somos tan amigos de Eduardo, pero qué le vamos a hacer: todo no se puede), y finalmente incurrimos en el amistoso hábito de la conversación. Borges dirá que la lectura es conversar con muertos.
Supongo -tal vez sea un porteño desconfiado-, que la amistad entre hombres no es para tanto. Las pasiones argentinas no son para tanto. Creo que nuestra verdadera pasión, es exacerbar pasiones inútiles.
Te sigo leyendo (aunque pocas veces escribo). Nada peor que un lector silencioso.

Buenas noches, Patricia.

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