Italo Calvino: La otra Eurídice
1 de agosto de 2019
Habéis vencido, hombres del afuera, y habéis rehecho las historias como os gusta para condenarnos a nosotros, los del adentro, al papel que os gusta atribuirnos de potencias de las tinieblas y de la muerte, y el nombre que nos habéis dado, los Inferi, lo cargáis de acentos funestos. Sí, si todos olvidan qué ocurrió verdaderamente entre nosotros, entre Eurídice y Orfeo y yo, Plutón, esa historia totalmente al revés de como la contáis vosotros, si verdaderamente nadie recuerda que Eurídice era una de nosotros y que jamás había habitado la superficie de la Tierra antes de que Orfeo me la arrebatara con sus músicas engañosas, entonces nuestro antiguo sueño de hacer de la Tierra una esfera viviente quedará definitivamente perdido.
Ya casi nadie recuerda qué quería decir vivir la Tierra: no lo que creéis vosotros, orgullosos de la polvareda de vida que se ha posado en el límite entre la tierra el agua el aire. Yo quería que la vida se expandiera desde el centro de la Tierra, se propagara en las esferas concéntricas que la componen, circulara entre los metales fluidos y compactos. Ése era el sueño de Plutón. Sólo así la Tierra se convertiría en un enorme organismo viviente, sólo así se habría evitado esa condición de precario exilio al que la vida tuvo que reducirse, con el peso opaco de una bola de piedra inanimada debajo de sí y sobre el vacío. Vosotros ya ni siquiera imagináis que la vida podía ser algo distinto de lo que sucede allí fuera, o mejor, casi fuera, dado que sobre vosotros y la corteza terrestre siempre existe la otra tenue corteza del aire, pero no hay comparación con la sucesión de esferas en cuyos intersticios las criaturas de la profundidad siempre hemos vivido, y de las que todavía volvemos a subir para poblar vuestros sueños. La Tierra, por dentro, no es compacta: es discontinua, hecha de capas superpuestas de distintas densidades, hasta el núcleo de hierro y níquel, que también es un sistema de núcleos uno dentro del otro y cada uno gira separado del otro según la mayor o menor fluidez del elemento.
Os hacéis llamar terrestres, no se sabe con qué derecho: porque vuestro verdadero nombre sería el de extraterrestres, gente que está fuera: terrestre es quien vive dentro, como Eurídice y como yo hasta el día en que me la arrebatasteis, engañándola, a ese vuestro afuera desolado.
El reino de Plutón es éste porque es aquí dentro donde siempre viví, junto con Eurídice antes, y luego solo, en una de estas tierras interiores. Un cielo de piedra giraba sobre nuestras cabezas, más límpido que el vuestro, y atravesado, como el vuestro, por nubes, allí donde se condensan suspensiones de cromo y magnesio. Sombras aladas se alzan en vuelo: los cielos interiores tienen sus aves, concreciones de roca ligera que describen espirales discurriendo hacia arriba hasta que desaparecen de la vista. El tiempo cambia de improviso: cuando descargas de lluvia plúmbea se abaten o cuando granizan cristales de zinc, no hay otra salida que infiltrarse en las porosidades de la roca esponjosa. A veces la oscuridad es surcada por un zigzag llameante: no es un rayo, es metal incandescente que serpentea veta abajo.
Considerábamos tierra la esfera interior en la que solíamos posarnos, y cielo la esfera que rodea esa esfera: tal como hacéis vosotros, resumiendo; pero entre nosotros estas distinciones eran siempre provisionales, arbitrarias, dado que la consistencia de los elementos cambiaba continuamente, y en determinado momento nos dábamos cuenta de que nuestro cielo era duro y compacto, una rueda de molino que nos trituraba, mientras la tierra era una cola viscosa agitada por remolinos, pululante de burbujas gaseosas. Yo intentaba aprovechar las coladas de elementos más pesados para acercarme al verdadero centro de la Tierra, al núcleo que hace de núcleo de todo núcleo, y llevaba de la mano a Eurídice guiándola en el descenso. Pero toda infiltración que abría su camino hacia el interior hacía saltar otro material y lo obligaba a subir hacia la superficie. A veces, en nuestro hundimiento, nos veíamos envueltos por la oleada que surgía hacia los estratos superiores y nos enredaba en su bucle. Así recorríamos en sentido contrario el radio terrestre; en los estratos minerales se abrían conductos que nos aspiraban y debajo de nosotros la roca volvía a solidificarse. Hasta que nos volvíamos a hallar sostenidos por otro suelo y cubiertos por otro cielo de piedra sin saber si estábamos más arriba o más abajo del punto del que habíamos partido.
Eurídice, apenas veía sobre nosotros el metal de un nuevo cielo volverse fluido, era presa de la fantasía de volar. Se zambullía hacia lo alto, atravesaba a nado la cúpula de un primer cielo, de otro, de un tercero, se sujetaba en las estalactitas que pendían de las bóvedas más altas. Yo la seguía, un poco para acompañar su juego, un poco para recordarle que teníamos que reanudar nuestro camino en sentido contrario. Sí, Eurídice también estaba convencida como yo de que el punto hacia el que debíamos dirigirnos era el centro de la Tierra. Sólo habiendo alcanzado el centro podríamos llamar nuestro todo el planeta. Éramos las cabezas de estirpe de la vida terrestre y por ello debíamos empezar a hacer la Tierra viva desde su núcleo, irradiando poco a poco nuestra condición a todo el globo. Tendíamos a la vida terrestre, es decir, de la Tierra y en la Tierra; no a lo que sobresale de la superficie y que vosotros creéis poder llamar vida terrestre cuando sólo es un moho que dilata sus manchas en la corteza rugosa de la manzana.
Bajo los cielos de basalto ya veíamos surgir las ciudades plutónicas que habríamos fundado, rodeadas de murallas de jaspe, ciudades esféricas y concéntricas, navegando en océanos de mercurio, atravesadas por ríos de lava incandescente. Era un cuerpo viviente-ciudad-máquina que queríamos que creciera y ocupara todo el globo, una máquina telúrica que empleaba su energía desmesurada para construirse continuamente, para combinar y permutar todas las sustancias y las formas, realizando con la velocidad de una sacudida sísmica el trabajo que vosotros allí fuera habéis debido pagar con el sudor de siglos. Y esta ciudad-máquina-cuerpo viviente habría sido habitada por seres como nosotros, gigantes que desde los cielos rodantes habrían tendido su membrudo abrazo sobre gigantas que en las rotaciones de las tierras concéntricas se habrían mostrado en posturas cada vez más nuevas haciendo posible acoplamientos cada vez más nuevos.
Era el reino de la diversidad que debía tener su origen en esas mescolanzas y vibraciones: era el reino del silencio y de la música. Vibraciones continuas, que se propagaban con distinta lentitud según las profundidades y la discontinuidad de los materiales, habrían encrespado nuestro gran silencio, lo habrían transformado en la música incesante del mundo, en la cual se habrían armonizado las voces profundas de los elementos.
Esto es para deciros lo equivocada que es vuestra vía, vuestra vida en que trabajo y goce están en oposición, en que la música y el ruido están separados; esto es para deciros cómo desde entonces las cosas estaban claras, y el canto de Orfeo no era más que un signo de ese mundo vuestro parcial y dividido. ¿Por qué Eurídice cayó en la trampa? Eurídice pertenecía por entero a nuestro mundo, pero su índole encantada la llevaba a preferir todo estado de suspensión, y en cuanto podía alzar el vuelo, en saltos, en escaladas de las chimeneas volcánicas, se veía cómo adaptaba su persona en torsiones y curvas y cabriolas y contorsiones.
Los lugares de frontera, los pasos de un estrato terrestre a otro, le procuraban un sutil vértigo. He dicho que la Tierra está hecha de techos superpuestos, como capas de un cebollón inmenso, y que cada techo remite a un techo superior, y todos juntos preanuncian el techo extremo, allí donde la Tierra deja de ser Tierra, donde todo el adentro se queda aquí y allá sólo hay afuera. Vosotros identificáis esa frontera de la Tierra con la Tierra misma; creéis que la esfera es la superficie que la envuelve, no el volumen; siempre habéis vivido en esa dimensión plana plana y ni siquiera podéis imaginar que se pueda existir en otro lugar y de otro modo; para nosotros entonces esa frontera era algo que se sabía que estaba, pero que no imaginábamos poder ver, a menos que saliéramos de la Tierra, perspectiva que nos parecía, más que pavorosa, absurda. Era allí donde era proyectado en erupciones y surtidores bituminosos y fumarolas todo lo que la Tierra expelía, materiales de poca monta, residuos de todo tipo. Era el negativo del mundo, algo que no podíamos representar ni siquiera con el pensamiento, y cuya abstracta idea bastaba para provocar un escalofrío de disgusto, no: de angustia, o mejor, un aturdimiento, un —precisamente— vértigo (sí, nuestras reacciones eran más complicadas de lo que se pueda creer, especialmente las de Eurídice), y en él se insinuaba una parte de fascinación, como una atracción del vacío, de lo bifronte, de lo último.
Siguiendo a Eurídice en estas sus fantasías vagantes, tomamos la garganta de un volcán apagado. Sobre nosotros, al atravesar una especie de estrechamiento de clepsidra, se abrió la cavidad del cráter, grumosa y gris, un paisaje no muy distinto en forma y sustancia a los habituales de nuestras profundidades; pero lo que nos dejó atónitos fue el hecho de que allí la Tierra se detenía, no volvía a gravitar sobre sí misma bajo otro aspecto, y de allí en adelante comenzaba el vacío o, en cualquier caso, una sustancia incomparablemente más tenue que las que hasta entonces habíamos atravesado, una sustancia transparente y vibrante, el aire azul.
Fueron esas vibraciones las que perdieron a Eurídice, tan distintas a las que se propagan lentas a través del granito y el basalto, distintas a todos los estallidos, los clangores, los sombríos truenos que recorrían torpemente la masa de los metales fundidos o las murallas cristalinas. Ahí salía a su encuentro un chorro de centellas sonoras menudas y puntiformes que se sucedían a una velocidad insostenible para nosotros desde cada punto del espacio: era una especie de cosquilleo que provocaba una desazón agitada. Se apoderó de nosotros —o al menos se apoderó de mí: de aquí en adelante me veo obligado a distinguir mis estados de ánimo de los de Eurídice— el deseo de retirarnos al negro fondo de silencio sobre el que el eco de los terremotos pasa suavemente y se pierde en la lejanía. Pero Eurídice, atraída como siempre por lo raro y lo insólito, sentía la impaciencia de apropiarse de algo único, por bueno o malo que fuera.
Fue en ese momento cuando se hizo evidente la insidia: más allá del borde del cráter el aire vibró de forma continua, mejor dicho, de una manera continua que contenía muchos modos discontinuos de vibrar. Era un sonido que se alzaba lleno, se amortiguaba, recuperaba volumen, y en esta modulación seguía un diseño invisible extendido en el tiempo como una sucesión de llenos y vacíos. Otras vibraciones se superponían a él, y eran agudas y bien diferenciadas la una de la otra, pero se apretaban en un halo ora dulce, ora amargo, y contraponiéndose o acompañando el curso del sonido más profundo, imponían como un círculo o campo o dominio sonoro.
Enseguida mi impulso fue sustraerme a ese círculo, regresar a la densidad enguatada, y me deslicé dentro del cráter. Pero en ese mismo momento Eurídice había empezado a subir por las rocas en la dirección de la que procedía el sonido, y antes de que pudiera retenerla había superado el borde del cráter. O fue un brazo, algo que yo pude pensar que fuera un brazo, lo que la arrebató, serpentino, y la arrastró afuera; conseguí oír un grito, el grito de ella, que se unía al sonido de antes, en armonía con él, en un único canto que ella y el desconocido cantor entonaban, escandido en las cuerdas de un instrumento, descendiendo las pendientes exteriores del volcán.
No sé si esta imagen se corresponde con lo que vi o con lo que imaginé: estaba ya hundiéndome en mi oscuridad, los cielos interiores se cerraban uno a uno sobre mí: bóvedas silíceas, techos de aluminio, atmósferas de azufre viscoso; y el abigarrado silencio subterráneo hacía eco a mi alrededor con sus estruendos contenidos, con sus truenos en sordina. El alivio de encontrarme lejos del nauseabundo margen del aire y del suplicio de las ondas sonoras se apoderó de mí al mismo tiempo que la desesperación por haber perdido a Eurídice. Sí, estaba solo: no había sabido salvarla del desgarro de ser arrancada de la Tierra, expuesta a la continua percusión de cuerdas tensas en el aire con que el mundo del vacío se defiende del vacío. Mi sueño de hacer viva la Tierra alcanzando con Eurídice su último centro había fracasado. Eurídice era prisionera, exiliada en las landas descubiertas del afuera.
Siguió un tiempo de espera. Mis ojos contemplaban los paisajes estrechamente apretados uno encima del otro que llenan el volumen del globo: cavernas filiformes, cadenas montañosas apoyadas en esquirlas y láminas, océanos estrujados como esponjas: cuanto más reconocía conmovido nuestro mundo atestado, concentrado, compacto, más sufría que Eurídice no estuviera en él para habitarlo.
Liberarla se convirtió en mi único pensamiento: forzar las puertas del afuera, invadir con el interior el exterior, volver a unir a Eurídice a la materia terrestre, construir sobre ella una nueva bóveda, un nuevo cielo mineral, salvarla del infierno de aquel aire vibrante, de aquel sonido, de aquel canto; espiaba el recogerse de la lava en las cavernas volcánicas, su presión hacia arriba a través de los conductos verticales de la corteza terrestre: ése era el camino.
Llegó el día de la erupción, una torre de lapilli se alzó negra en el aire sobre el Vesubio decapitado, la lava galopaba sobre las viñas del fondo, forzaba las puertas de Herculano, aplastaba al mulero y a su animal contra la muralla, arrancaba al avaro de sus monedas, al esclavo de sus cadenas, el perro asfixiado por su collar descuajaba la cadena y buscaba salvación en el granero. Yo estaba allí en medio, avanzaba con la lava; el alud llameante se rompía en lenguas, en regueros, en serpientes, y en la punta más adelantada estaba yo que corría en busca de Eurídice. Sabía —algo me lo advertía— que todavía era prisionera del desconocido cantor: allí donde volviera a oír la música de aquel instrumento y el timbre de aquella voz, allí estaría ella.
Corría transportado por la colada de lava entre huertos apartados y templos de mármol: oí el canto y un arpegio: dos voces se alternaban; reconocí la de Eurídice —pero ¡qué cambiada!— que acompañaba a la voz ignota. Un escrito en la arquivolta en caracteres griegos: Orpheos. Derribé la puerta. Crucé el umbral. La vi sólo un instante junto al arpa. El lugar era cerrado y cóncavo, hecho aposta —se habría dicho— para que la música se recogiera en él como en una caracola. Una cortina pesada —me pareció de cuero, mejor dicho, acolchada como un edredón— cerraba una ventana para aislar su música del mundo circundante. Apenas entré, Eurídice corrió la cortina de un tirón abriendo la ventana: fuera se abría el golfo resplandeciente de reflejos y la ciudad y las calles; un rasgueo de guitarras se alzaba de todos los lugares y el ondeante bramido de cien altavoces, y se mezclaban con un quebrado petardeo de motores y bocinazos. La coraza de ruido se extendía de allí en adelante por la corteza del globo. La faja que delimita vuestra vida de superficie, con sus antenas enarboladas en los tejados para transformar en sonido las ondas que recorren invisibles e inaudibles el espacio, con los transistores pegados a los oídos para llenarlos a cada instante de la cola acústica sin la cual no sabéis si estáis vivos o muertos, con los jukebox que almacenan y derraman sonidos, y la ininterrumpida sirena de la ambulancia que recoge hora tras hora los heridos de vuestra carnicería ininterrumpida.
Contra ese muro sonoro la lava se detuvo. Atravesado por las espinas de la alambrada de vibraciones estrepitosas, seguí moviéndome hacia delante, hacia el punto donde por un instante había visto a Eurídice, pero ella había desaparecido, desaparecido su raptor: el canto para el cual y del cual vivían estaba sumergido por la irrupción de la avalancha del ruido, ya no podía distinguirla a ella ni a su canto.
Me retiré hacia atrás en la colada de lava, remonté las laderas del volcán, volví a habitar el silencio, a sepultarme.
Ahora, vosotros que vivís fuera, decidme, si por casualidad captáis en la densa masa de sonidos que os rodean el canto de Eurídice, el canto que la tiene prisionera y es a su vez prisionero del no-canto que engloba todos los cantos, si podéis reconocer la voz de Eurídice en la que todavía resuena el eco lejano de la música silenciosa de los elementos, decídmelo, dadme noticias de ella, extraterrestres provisionalmente vencedores, para que yo pueda seguir con mis planes de devolver a Eurídice al centro de la vida terrestre, para restablecer el reinado de los dioses del adentro, de los dioses que habitan el espesor denso de las cosas, ahora que los dioses del afuera, los dioses de los altos Olimpos y del aire enrarecido os dieron todo lo que pudieron dar, y está claro que no es bastante.
En Todas las cosmicómicas
[Una cosmicómica transformada]
Título original: Tutte le cosmicomiche
Italo Calvino, 1997 (recopilación póstuma)
Traducción: Ángel Sánchez-Gijón
Foto: Italo Calvino y Jorge Luis Borges
Roma, Cafe Excelsior, 1984
Vía Entre Gulistan y Bostan
Album Calvino - Ed. Luca Baranelli y Ernesto Ferrero
Milan, Arnoldo Mondadori Editore, 1995, pág. 119