Herman Melville: «La blancura de la ballena»

4 de junio de 2020




Ya se ha sugerido lo que la Ballena Blanca era para Ahab; queda por decir lo que significaba, a veces, para mí.

  Además de esas consideraciones más obvias acerca de Moby Dick que no podían sino suscitar cierta alarma en el ánimo de cualquier hombre, fluctuaba en torno a ella otro pensamiento, o más bien un horror vago, indecible, que a veces dominaba todo lo demás por su intensidad misma. Sin embargo, era tan místico e inexpresable que casi desespero de poder comunicarlo en forma comprensible. Era, sobre todo, la blancura de la ballena lo que me aterraba. ¿Pero cómo puedo esperar que seré capaz de explicarme en estas páginas? Mas debo explicarme, siquiera de un modo oscuro y aproximativo; de lo contrario, estos capítulos no servirían de nada.

  Si bien en muchos objetos naturales la blancura destaca con refinamiento la belleza, como si le impartiese una virtud especial —así ocurre con los mármoles, las camelias o las perlas—; si bien varias naciones han admitido, de algún modo, cierta supremacía real de este color, ya que hasta los fastuosos y bárbaros reyes antiguos de Pegu ponían el título de «Señor de los Elefantes Blancos» por encima de todas las demás grandilocuentes atribuciones de dominio, y los modernos reyes de Siam despliegan el mismo cuadrúpedo blanco en su pendón real, y la bandera de Hannover tiene la figura de un corcel níveo y el grande, cesáreo imperio austríaco, heredero de la omnipotente Roma, tiene como color imperial ese mismo color; si bien esta supremacía se verifica en la raza humana misma, que atribuye al hombre blanco un dominio ideal sobre cualquier tribu oscura; y si bien la blancura, además de todo esto, ha sido el símbolo de la alegría, ya que entre los romanos una piedra blanca rememoraba un día dichoso; si bien en otras simpatías y símbolos humanos este mismo color es emblema de muchas cosas conmovedoras y nobles —la inocencia de las novias, la benignidad de la vejez—; si bien, entre los Pieles Rojas de Norteamérica, dar un cinturón de conchillas blancas era la muestra de honor más elevada; si bien en varios climas la blancura representa la majestad de la Justicia en el armiño del juez y contribuye a la pompa cotidiana de los reyes y las reinas, conducidos por corceles níveos; si bien en los más altos misterios de las religiones más augustas el blanco es el símbolo de la pureza y el poder divinos (de allí que la blanca llama bifurcada de los persas adoradores del fuego fuera considerada la más santa en los altares, y que en los mitos de Grecia el gran Jove en Persona se encarnara en un toro níveo); si bien para los nobles iroqueses el sacrificio invernal del sagrado Perro Blanco era la solemnidad más santa de su teología —puesto que esa inmaculada y fiel criatura se consideraba como el mensajero más puro que pudieran enviar al Gran Espíritu con sus anuales protestas de fidelidad—; si bien todos los sacerdotes cristianos derivan directamente de la palabra latina que significa blanco el nombre de una parte de su sagrada vestidura, el alba o túnica, llevada sobre la sotana; si bien entre las sacras ceremonias de la fe romana el blanco se emplea especialmente en la celebración de la Pasión de Nuestro Señor; si bien en el Apocalipsis de San Juan las túnicas blancas son atributo de los redimidos y los veinticuatro ancianos están vestidos de blanco ante el gran trono blanco y el Único que allí se sienta, blanco como la lana; a pesar de todas estas acumuladas asociaciones con todo lo que es dulce, venerable y sublime, siempre se esconde algo elusivo en la íntima idea de este color, algo que infunde más pánico al alma que el rojo que nos aterroriza en la sangre.

  Esta cualidad elusiva hace que el pensamiento de la blancura, cuando se aparta de asociaciones más gratas y se vincula con algún objeto terrible en sí mismo, exacerbe el terror hasta su máximo grado. Lo atestiguan el oso polar blanco y el tiburón blanco de los trópicos: ¿no es, acaso, su leve blancura de copo lo que hace de ellos un supremo horror? Y esa espectral blancura es la que da una benignidad abominable, aún más repugnante que temible, a la muda fijeza de su aspecto. Así, ni el tigre de feroces colmillos puede, con su manto heráldico, matar el coraje como el oso o el tiburón de blanco sudario[29].

  ¿Recuerdan ustedes el albatros, del cual provienen esas nubes de espiritual asombro y pálido terror en las cuales ese blanco fantasma vuela en todas las imaginaciones? No fue Coleridge el primero en revelar este hechizo: fue la grande e insobornable laureada de Dios, la Naturaleza[30].

  Harto famosa en nuestros anales del oeste y entre las tradiciones indias es la del Caballo Blanco de las Praderas: un magnífico corcel, blanco como la leche, de ojos grandes, cabeza pequeña, ancho pecho y con la dignidad de mil reyes en su porte altivo y desdeñoso. Era el Jerjes elegido por vastas tropas de caballos salvajes, cuyas praderas, en aquellos tiempos, sólo tenían por límite las Montañas Rocosas y los Alleghanies. Lleno de ímpetu iba a su vanguardia, conduciéndolos hacia el oeste, como esa estrella elegida que todas las noches guía en el cielo a las huestes de la luz. La llameante cascada de sus crines, el curvo cometa de su cola lo investían de ornamentos más resplandecientes que los que hubiesen podido hacerle los orfebres del oro y de la plata. Una imperial, angélica visión de ese mundo del oeste aún en pie que ante los ojos de aquellos cazadores revivía las glorias de los tiempos primordiales, cuando Adán caminaba majestuoso como un Dios, con la frente altiva y sin miedo, como este magnífico corcel. Ya marchara entre sus ayudantes y mariscales a la vanguardia de innumerables cohortes que se esparcían incesantemente sobre las llanuras, como un Ohio, ya pasara revista a sus súbditos al galope, mientras éstos ramoneaban en torno al horizonte entero, bajo cualquiera de esos aspectos el Caballo Blanco era para los indígenas más valientes un objeto de adoración y temor que los hacía temblar. Y por lo que nos transmite la leyenda acerca de este noble caballo no puede dudarse que era sobre todo su espiritual blancura el rasgo que le confería tal divinidad y que esta divinidad tenía algo que, aun obligando a la adoración, imponía al mismo tiempo una especie de terror sin nombre.

  Pero hay otros ejemplos en que esta blancura pierde toda la accesoria y extraña sublimidad que adquiere en el Caballo Blanco y en el Albatros.

  ¿Qué es lo que en el albino nos repele de modo tan peculiar que hasta repugna y a veces lo hace aborrecible hasta para sus amigos y parientes? Es la blancura que lo reviste, expresa en el nombre que lleva. El albino está tan bien conformado como los demás hombres, no tiene deformidades esenciales y, sin embargo, su simple aspecto de blancura total lo hace más extrañamente horrible que el peor aborto. ¿Por qué ocurre esto?

  Tampoco en otros aspectos muy diferentes la Naturaleza, en sus actividades menos palpables pero no menos malvadas, deja de alistar entre sus fuerzas a este soberano atributo de lo terrible. Por su níveo aspecto, el despiadado espectro de los Mares del Sur ha sido llamado la Ráfaga Blanca. Tampoco el arte humano del mal ha omitido una ayuda tan eficaz en algún caso histórico. ¡Cómo se refuerza el efecto de aquel pasaje de Froissart cuando, enmascarados con el símbolo níveo de su facción, los desesperados Caperuzas Blancas de Gantes asesinan a su alguacil en el mercado!

  Asimismo, la experiencia común, hereditaria, de toda la especie humana no deja de testimoniar la índole sobrenatural del blanco. No puede dudarse que el rasgo visible en el aspecto visible de los muertos que espanta más a quien los mira es su marmórea palidez como si en verdad esa palidez fuera tanto el signo de la consternación en el otro mundo cuanto el de la vacilación mortal en éste. Esa palidez de los muertos nos ha sugerido el significativo color del sudario en que los envolvemos. Ni siquiera en nuestras supersticiones dejamos de cubrir con el mismo manto níveo a los espectros, a los fantasmas que surgen en una bruma lechosa. Sí, mientras estos terrores nos dominan, el rey mismo de los terrores, tal como el evangelista lo personifica, monta en su pálido caballo.

  Por consiguiente, aunque el hombre, con estado de ánimo menos lúgubre, simbolice con el blanco todas las cosas grandiosas o bellas, nadie podrá negar que este color, en su más profundo significado espiritual, evoca en el alma una espectralidad particular.

  Pero si bien este punto queda establecido sin disentimientos, ¿cómo podrá explicarlo el hombre mortal? Analizarlo parece imposible. ¿Acaso tenemos derecho a esperar que obtendremos algún indicio que nos lleve a la causa oculta que buscamos si citamos algunos casos en que esta blancura ejerce sobre nosotros, algo modificada, la misma hechicería (aunque, dadas las circunstancias, despojada del todo o en gran parte de toda asociación directa que le comunique algo terrible)?

  Intentémoslo. Pero en asuntos como éste, la sutileza apela a la sutileza y sin imaginación nadie podrá seguir a otro ser en estos dominios. Y aunque, sin duda, la mayoría de los hombres habrá experimentado siquiera algunas de las impresiones fantásticas que presentaremos, quizá muy pocos habrán sido conscientes de ellas en su momento y, por lo tanto, tal vez sean incapaces de recordarlas ahora.

  ¿Por qué en la fantasía del hombre de libre idealización, apenas informado acerca del carácter especial de la festividad, la mención pura y simple de la Pascua de Pentecostés[31] introduce tan largas, lúgubres y silenciosas procesiones de peregrinos lentos, abatidos y encapuchados con nieve recién caída? ¿Y por qué el protestante de los estados del centro de Norteamérica, que no ha estudiado y no está habituado a ninguna sofisticación, ante la fugaz mención de un Fraile Blanco o de una Monja Blanca evoca en su alma una estatua ciega?

  ¿Cómo se explica que, sin contar las tradiciones de guerreros y reyes aprisionados (que nada tienen que ver con esto) la Torre Blanca de Londres avive la imaginación de un norteamericano que nunca ha viajado mucho más que otras construcciones históricas muy cercanas: la Torre Byward y aun la Sangrienta? ¿Y esas torres más sublimes, los Montes Blancos de Nueva Hampshire, cuyo solo nombre infunde en el alma esa gigantesca espectralidad, mientras el pensamiento de la Cadena Azul de Virginia está lleno de una suave, brumosa y lejana ensoñación? ¿Y por qué, sin relación con las latitudes y longitudes, el nombre del Mar Blanco ejerce sobre la fantasía un dominio tan espectral, mientras que el del Mar Amarillo nos mece con terrenales pensamientos de largas, apacibles tardes brillantes como laca sobre las olas, seguidas de los ocasos más pomposos y a la vez soñolientos? O bien, para elegir un ejemplo enteramente irreal que sólo se propone a la fantasía, ¿por qué, al leer las antiguas leyendas de Europa Central, «el hombre pálido y alto» de las selvas del Hartz, cuya inmutable palidez se desliza silenciosa sobre los verdes bosques, por qué este fantasma es más terrible que los demonios aullantes del Blocksburg?

  Y no es el recuerdo de sus terremotos destructores de catedrales, ni el desborde de su mar enloquecido, ni la crueldad de sus áridos cielos que nunca llueven, ni la vista de su inmenso campo de chapiteles inclinados, cúpulas torcidas, cruces en ángulo (como los mástiles oblicuos de las flotas ancladas), ni sus calles suburbanas, donde las paredes se precipitan unas sobre otras como un mazo de cartas desparramado, no es nada de esto lo que hace de Lima, la ciudad sin lágrimas, la más triste, la más extraña que pueda verse. Porque Lima se ha cubierto con el velo blanco y hay en esta blancura de su dolor un horror más grande. Antigua como Pizarro, esta blancura mantiene eternamente nuevas las ruinas de Lima: no deja que penetre en ellas el verde alegre de la ruina absoluta y esparce sobre sus rotos bastiones la rígida palidez de un cuerpo apoplético que inmoviliza sus propias distorsiones.

  Sé que la comprensión común no confiesa que este fenómeno de la blancura sea la primera causa por la cual exageramos el terror producido por objetos que son terribles también por otros motivos, y que la mente de escasa imaginación no siente ningún terror ante aquellos espectáculos cuyo espanto, para otras mentes, consiste casi sólo en este único fenómeno, especialmente cuando se presenta bajo una forma cualquiera que se acerque al mutismo o a la universalidad. Lo que quiero decir con estas dos afirmaciones podrá aclararse con los ejemplos que siguen.

  Primero: el marinero, cuando se acerca a costas de tierras extranjeras, si es de noche y oye el rugido de la rompiente, se pone a vigilar y siente tal azoramiento que sus facultades se agudizan; pero si en circunstancias exactamente iguales, lo llaman desde su hamaca para que mire a la nave deslizarse sobre un mar nocturno de latiginosa blancura, como si desde los promontorios que lo rodean nadaran en torno a él tropeles de peinados osos blancos, entonces sentirá un mudo, supersticioso terror y el sudario espectral de las aguas blanquecinas le parecerá tan espantoso como un verdadero fantasma; en vano la sonda le asegurará que los bajíos están aún lejos: el corazón y el gobernalle se le caerán y no tendrá paz hasta que vuelva al agua azul. Sin embargo, cuál es el marinero que quiera decirte, lector: «Señor, no era tanto el miedo de chocar contra rocas ocultas, cuanto el miedo de aquella horrible blancura lo que me ha agitado tanto».

  Segundo: la continua vista de los Andes cubiertos de nieve no produce al indígena nativo de Perú el menor espanto, salvo quizá la mera fantasía de la eterna desolación helada que reina a semejantes alturas y el pensamiento natural de que sería terrible perderse en tan inhumana soledad. Muy semejante es lo que ocurre con el explorador del oeste, que observa con relativa indiferencia una pradera ilimitada, cubierta de nieve, sin que la sombra de un árbol o de una rama rompa el inmóvil éxtasis de tanta blancura. Otro tanto ocurre con el marinero que contempla el panorama de los mares antárticos, donde a veces, por un ardid infernal de las fuerzas del cielo y el aire, ve, estremeciéndose y casi naufragando, en lugar de los arco iris que hablan de esperanza y de auxilio a su desdicha, imágenes que parecen un ilimitado cementerio que le sonríe de manera horrible con sus delgados monumentos de hielo y sus cruces hendidas.

 Pero tú, lector, me dices: Creo que este enjalbegado capítulo acerca de la blancura es sólo una pusilánime bandera blanca: ¡te abandonas a la hipocresía, Ismael!

  Dime: ¿por qué un fuerte potro, nacido en un pacífico valle de Vermont, lejos de cualquier animal de presa, se sobresalta si alguien agita tras él, en un hermoso día de sol, una piel fresca de búfalo que ni siquiera puede ver y de la cual apenas le llega el salvaje hedor ferino? ¿Por qué resopla y patea el suelo, presa del terror, con los ojos desorbitados? No conserva ningún recuerdo de ninguna bestia feroz que haya habitado esas verdes praderas del norte, de modo que ese extraño hedor no puede evocarle nada asociado a la experiencia de peligros anteriores: ¿qué sabe este potro de Nueva Inglaterra de los negros bisontes del lejano Oregón? Nada: así, lector, puedes ver hasta en un animal desprovisto de palabra el conocimiento instintivo del demonismo en el mundo. Aunque a miles de millas de Oregón, cuando huele ese hedor salvaje las crueles y desgarradoras manadas de bisontes se le vuelven tan presentes como los caballos de las praderas que en ese mismo instante marchan en el polvo.

  Así pues, los rugidos sofocados de un mar latiginoso, los crujidos del hielo que festonea las montañas, los desolados prados cubiertos de nieve agitada por el viento, todas estas cosas son, para Ismael, lo mismo que una piel de búfalo para el potro aterrorizado. Aunque nadie sepa dónde están las innominadas cosas a que alude el místico signo, para mí, como para el potro, esas cosas existen en algún lugar. Y si bien en muchos de sus aspectos este mundo visible parece hecho en el amor, las esferas invisibles fueron creadas en el terror.

  Pero aún no hemos explicado el encantamiento de esta blancura ni hemos descubierto por qué ejerce tan poderoso influjo sobre el alma: cosa extraña y portentosa, puesto que, como hemos visto, la blancura es el símbolo más significativo de lo espiritual —más aún, el velo mismo de la Divinidad Cristiana— y al mismo tiempo el factor que intensifica las cosas más terribles para el hombre.

  ¿Será acaso que la blancura ensombrece con su vaguedad el vacío, las despiadadas inmensidades del universo, y nos apuñala por la espalda con el pensamiento de la nada, cuando contemplamos las albas profundidades de la vía láctea? ¿O acaso ocurre que en su esencia la blancura no es tanto un color cuanto la ausencia visible de color y, a la vez, la fusión de todos los colores, lo cual explica que exista tal vacuidad —muda y a la vez plena de significado— en un panorama nevado, y ateísmo de todos los colores tal que nos estremece? Y cuando consideramos esa otra teoría de los filósofos naturalistas, según la cual todos los demás colores terrenos, toda ornamentación majestuosa o encantadora —los dulces matices del cielo crepuscular y los bosques, el dorado terciopelo de las mariposas, esas otras mariposas que son las mejillas de las muchachas— serían tan sólo astutos embelecos no inherentes a las sustancias reales, mas superpuestos a ellas desde el exterior, de manera que la divina Naturaleza estaría pintada como una prostituta cuyos incentivos sólo cubren el sepulcro interior; y cuando vamos aún más lejos y pensamos que el cosmético místico que produce cada uno de sus matices, el gran principio de la luz, es blanco o incoloro y si no obrara sobre las cosas a través de un medio lo revestiría todo, hasta las rosas y los tulipanes, de su tinte neutro: cuando meditamos acerca de todo esto, el universo paralizado surge ante nosotros como un leproso; y a semejanza de esos resueltos exploradores en Laponia que se niegan a llevar anteojos coloreados, el desventurado incrédulo contempla hasta enceguecerse el monumental sudario blanco que envuelve la perspectiva tendida a su alrededor. La ballena era el símbolo de todas estas cosas. ¿Cómo puede asombrarte, lector, la ferocidad de la caza?


Notas

[29] Con respecto al oso polar, quien deseara profundizar en este tema podría argüir que no es la blancura misma la que aumenta el intolerable horror de la bestia; pues bien considerado, ese horror aumentado sólo proviene de la circunstancia de que la irresistible ferocidad del animal se reviste del velo de la inocencia y el amor celestiales; de allí que, suscitando en nuestro ánimo emociones tan opuestas, el oso polar nos aterrorice con un contraste sobrenatural. Pero aun suponiendo que todo esto sea cierto, nadie sentiría ese intensificado terror de no existir la blancura.

    En cuanto al tiburón blanco, la nívea, deslizante espectralidad de esta criatura cuando está en reposo y observa su comportamiento habitual, corresponde curiosamente a la misma cualidad en el cuadrúpedo polar. Este rasgo se advierte vívidamente en el nombre que los franceses dan a ese pez. La misa católica de difuntos empieza con el «Requiem aeternam» (descanso eterno), de donde el nombre de Requiem dado a esa misa y a cualquier otra música fúnebre. Por eso, aludiendo a la blanca, silenciosa quietud de muerte y a la moderada mortalidad de los hábitos del tiburón, los franceses lo llaman Requin.

[30] Recuerdo el primer albatros que vi. Fue durante una prolongada tempestad, en las aguas remotas de los mares antárticos. Después de mi guardia de la mañana, subí al puente cubierto de nubes y lo vi, posado sobre la escotilla: un ser real, emplumado, de inmaculada blancura y sublime, encorvado pico romano. A intervalos desplegaba las alas inmensas de arcángel como para abrazar un arca santa. Lo sacudían asombrosas palpitaciones y sobresaltos. Aunque materialmente indemne, lanzaba gritos como un rey presa de una desesperación sobrenatural. A través de sus ojos extraños, inexpresables, creí discernir secretos que llegaban a Dios. Como Abraham ante los ángeles, me incliné frente a él: esa criatura blanca era tan blanca, sus alas eran tan inmensas… además en esas aguas de perpetuo exilio yo había perdido los mezquinos recuerdos de tradiciones y de ciudades, que nos ofuscan. Durante largo tiempo contemplé el prodigio de plumas. No puedo decir, sino tan sólo hacer sentir las cosas que entonces pasaron por mi mente. Pero al fin me recobré y volviéndome pregunté a un marinero qué ave era ésa. Un goney, respondió. ¡Goney! Nunca había oído ese nombre. ¡Es concebible que este ser glorioso sea completamente desconocido por la gente de tierra! Pero poco tiempo después supe que goney es un nombre que los marineros dan al albatros. De manera que de ningún modo podía la mágica Balada de Coleridge haber tenido alguna relación con las místicas impresiones que tuve, al ver ese pájaro en cubierta. Porque entonces yo no había leído la Balada ni sabía que el pájaro fuese un albatros. Al decir esto no hago otra cosa que destacar el noble mérito de la poesía y el poeta.

    Afirmo, pues, que en la maravillosa blancura corporal del pájaro se oculta esencialmente el secreto del hechizo, verdad atestiguada por el hecho de que hay pájaros que un solecismo llama albatros grises: los he visto con frecuencia, pero nunca con la emoción con que he contemplado el ave antártica.

    Pero ¿cómo había sido capturado ese místico ser? No lo difundan y lo contaré: con un traidor anzuelo y una línea, mientras el ave flotaba en el mar. Al fin, el capitán hizo de él un cartero, atándole al cuello un rótulo de cuero escrito, con la fecha y la posición de la nave. Después lo dejó escapar. Pero no tengo la menor duda de que el mensaje dirigido al hombre fue llevado al Cielo, cuando el ave blanca voló hasta alcanzar los querubines alados, que invocan y adoran.

[31] En inglés, Whitsuntide (tiempo del día blanco). (N. del T.)















Herman Melville, Moby Dick (1851), XLII
Título original: Moby Dick or te white whale
Traducción de Enrique Pezzoni

Prólogo de Jaime Rest

Imagen (detalle): Herman Melville 1819-1891 






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