Jorge Luis Borges: Pascal
5 de enero de 2013
Mis amigos me dicen que los pensamientos de Pascal les sirven para pensar. Ciertamente no hay nada en el Universo que no sirva de estímulo al pensamiento; en cuanto a mí, jamás he visto en esas memorables fracciones una contribución a los problemas, ilusorios o verdaderos, que encaran. Las he visto más bien como predicados del sujeto a Pascal, como rasgos o epítetos de Pascal. Así, como la definición quintessence of dust no nos ayuda a comprender a los hombres sino al príncipe Hamlet, la definición roseau pensant no nos ayuda a comprender a los hombres pero sí a un hombre, Pascal.
Valery, creo, acusa a Pascal de una dramatización voluntaria; el hecho es que su libro no proyecta la imagen de una doctrina o de un procedimiento dialéctico, sino de un poeta perdido en el tiempo y en el espacio. En el tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habría realmente un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habría un dónde. Pascal menciona con desdén “la opinión de Copérnico”, pero su obra refleja para nosotros el vértigo de un teólogo, desterrado del orbe del Almagesto y extraviado en el universo copernicano de Kepler y de Bruno. El mundo de Pascal es el de Lucrecio (y también el de Spencer), pero la infinitud que embriagó al romano acobarda al francés. Bien es verdad que éste busca a Dios y que aquél se propone libertarnos del temor de los dioses.
Pascal, nos dicen, halló a Dios, pero su manifestación de esa dicha es menos elocuente que su manifestación de la soledad. Fue incomparable en ésta; básteme recordar, aquí, el famoso fragmento 207 de la edición de Brunschvieg (Combien de royaumes nous ignorent!) y aquel otro, inmediato, en que habla de “la infinita inmensidad de espacios que ignoro y que me ignoran”. En el primero, la vasta palabra royaumes y el desdeñoso verbo final impresionan físicamente; alguna vez pensé que esa exclamación es de origen bíblico. Recorrí, lo recuerdo, las Escrituras; no di con el lugar que buscaba, y que tal vez no existe, pero sí con su perfecto reverso, con las palabras temblorosas de un hombre que se sabe desnudo hasta la entraña bajo la vigilancia de Dios. Dice el Apóstol (I Corintios, XIII:12): “Vemos ahora por espejo, en oscuridad; después veremos cara a cara: ahora conozco en parte; pero después conoceré como ahora soy conocido.”
No menos ejemplar es el caso del fragmento 72. En el segundo párrafo, Pascal afirma que la naturaleza (el espacio) es “una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”. Pascal pudo encontrar esa esfera en Rabelais (III, 13), que la atribuye a Hermes Trimegisto, o en el simbólico Roman de la Rose, que la da como de Platón. Ello no importa; lo significativo es que la metáfora que usa Pascal para definir el espacio es empleada por quienes lo precedieron (y por Sir Thomas Browne en Religio Medici) para definir la divinidad. [29] No la grandeza del Creador sino la grandeza de la Creación afecta a Pascal.
Éste, declarando en palabras incorruptibles el desorden y la miseria (on mourra seul), es uno de los hombres más patéticos de la historia de Europa; aplicando a las artes apologéticas el cálculo de probabilidades, uno de los más vanos y frívolos. No es un místico; pertenece a aquellos cristianos denunciados por Swedenborg, que suponen que el cielo es un galardón y el infierno un castigo y que, habituados a la meditación melancólica, no saben hablar con los ángeles. [30] Menos le importa Dios que la refutación de quienes lo niegan.
Esta edición, [31] quiere reproducir, mediante un complejo sistema de signos tipográficos, el aspecto “inacabado, hirsuto y confuso” del manuscrito; es evidente que ha logrado ese fin. Las notas, en cambio, son pobres. Así, en la página 71 del primer tomo, se publica un fragmento que desarrolla en siete renglones la conocida prueba cosmográfica de Santo Tomás y de Leibniz; el editor no la reconoce y observa: “Tal vez Pascal hace hablar aquí a un incrédulo”.
Al pie de algunos textos, el editor cita pasajes congéneres de Montaigne o de la Sagrada Escritura; ese trabajo podría ampliarse. Para ilustración del Pari, cabría citar los textos de Arnobio, de Sirmond y de Algazel que indicó Asín Palacios (Huellas del Islam, Madrid, 1941); para ilustración del fragmento contra la pintura, aquel pasaje del décimo libro de La República, donde se nos dice que Dios crea el Arquetipo de la mesa, el carpintero, un simulacro del arquetipo, y el pintor, un simulacro del simulacro; para ilustración del fragmento 72 (Je lui veux peindre l’immensité... dans l’enceinte de ce raccourci d’atome...), su prefiguración en el concepto del microcosmo, su reaparición en Leibniz (Monadología, 67), y en Hugo (La chauve-souris):
Traînant comme la terre une lugubre foule
Qui s’abhorre et s’acharme
Demócrito pensó que en el infinito se dan mundos iguales, en los que hombres iguales cumplen sin variación destinos iguales; Pascal (en que también pudieron influir las antiguas palabras de Anaxágoras de que todo está en cada cosa) incluyó a esos mundos parejos unos adentro de otros, de suerte que no hay átomo en el espacio que no encierre universo ni universo que no sea también un átomo. Es lógico pensar (aunque no lo dijo) que se vio multiplicado en ellos sin fin.
Notas
[29] Que yo recuerde, la historia no registra dioses cónicos, cúbicos o piramidales, aunque si ídolos. En cambio, la forma de la esfera es perfecta y conviene a la divinidad (Cicerón: De natura deorum, II, 17). Esférico fue Dios para Jenófanes y para el poeta Parménides. En opinión de algunos historiadores, Empédocles (fragmento 28) y Meloso lo concibieron como esfera infinita. Orígenes entendió que los muertos resucitarán en forma de esfera; Fechner (Vergleichende Anatomie der Engel) atribuyó esa forma, que es la del órgano visual, a los ángeles.
Antes que Pascal, el insigne panteísta Giordano Bruno (De la causa, V) aplicó al universo material la sentencia de Trismegisto.
[30] De coelo et inferno, 535. Para Swedenborg, como para Boehme (Sex puncta theosophica, 9, 34), el cielo y el infierno son estados que con libertad busca el hombre, no un establecimiento penal y un establecimiento piadoso. Cf. También Bernard Shaw: Man and Superman, III
[31] La de Zacharie Tourneur (París, 1942)
En Otras inquisiciones (1952)
Imagen: Blaise Pascal Engraving by Henry Hoppner Meyer. Foto © Michael Nicholson/Corbis