Fernando Sorrentino: El albatros

22 de julio de 2018





El 8 de noviembre de 1982 cumplí cuatro décadas de vida. Los lúgubres acontecimientos de aquel año habían infundido en mi espíritu una suerte de tristeza generalizada y casi crónica. No pude menos que pensar en las tantas cosas que nunca había hecho; y, peor aún, en las muchas que jamás haría.
Entonces, no sé por qué, salté a otra idea, que me permitiría satisfacer cierta afición histriónica que me domina a veces: arrebatado de pronto por una brusca ráfaga de actividad febril, puse manos a la obra.
En primer lugar, busqué la caracterización adecuada. Aquí debo puntualizar que, en mi aspecto exterior, nada hay de enfermizo ni de pesimista: todo lo contrario, y no faltan quienes —acaso erróneamente— admiran y hasta envidian mi salud física, mi optimismo vital.
De manera que me hice rapar el cabello, me quité el bigote y decidí no rasurarme durante tres o cuatro días. Después me vestí. La indumentaria constaba de un saco gris y unos pantalones marrones; una camisa celestosa; una corbata triste; unas medias blancuzcas; un par de zapatos negros. Todo muy viejo, raído y agrietado, pero también muy limpio y desteñido: una pobreza decente y digna.
Luego me entrené con tenacidad, hasta que aprendí a caminar un poco encorvado hacia la izquierda; como consecuencia directa, esta anomalía me llevó a inclinar la cabeza, poniéndola casi horizontal, con la mejilla derecha arriba y la izquierda abajo; los ojos y la boca adoptaron una actitud huidiza, temerosa, sufriente. Perfeccioné tales desdichas con una sutil cojera y una leve contracción de ambas manos.
A estas características extrínsecas les agregué un estado de ánimo fundamental, del que dependería el éxito o el fracaso de mi empresa. Levantando los extremos interiores de las cejas, logré un aspecto compungido, sí, pero, al mismo tiempo, decoroso. La voz y su tono me demandaron bastantes esfuerzos: por fin logré modular una voz algo átona, una voz con el cansancio de siglos y con un dejo de sollozo contenido, que se encrespaba por momentos en matices plañideros y dolientes.
Lo declaro con orgullo: había plasmado una pequeña obra de arte. Mi aspecto general era ahora el de un cadáver que hubiera huido del cementerio o, al menos, el de un moribundo que hubiese abandonado prematuramente el hospital donde agonizaba.
El 15 de noviembre mi sueño del 8 se hacía realidad. En ese entonces yo vivía en Matienzo 1639, más lejos de la esquina de la calle Soldado de la Independencia que de la esquina de la calle Migueletes.
Con lógico nerviosismo salí, a eso de las once de la mañana, a la calle. Encorvado, rengueando, con el rostro casi horizontal, con las manos contrahechas, caminé —vacilante y muy lento— por Migueletes hasta la esquina de Jorge Newbery. Arrastraba una vieja bolsa grisácea. En la parada de la vereda de la farmacia había unas cuantas personas esperando el colectivo 64.
Cuando éste llegó, esas personas me exhortaron a subir primero, prefiriéndome inclusive a una viejecita casi centenaria. Acepté la gentileza con el rostro sufriente de quien lamenta causar molestias al prójimo y en seguida provoqué una breve escena dolorosa cuando fingí tropezar y caer en la escalerilla. Se extendieron sobre mí solidarios brazos y manos, que me alzaron como lo harían con un bebé hiperdesarrollado.
Rechacé con amabilidad los muchos asientos que me cedían y, respaldándome contra el del chofer, exclamé:
—¡La gente marinera, con crueldad salvaje, suele cazar albatros, grandes aves marinas!
El significado trágico de estos versos incomprensibles —o, por lo menos, fuera de contexto— despertó cierta expectativa en los viajeros. Muchos me miraban con atención. Tras una pausa de algunos segundos, continué:
—Agraciadas damas, simpáticos caballeros, felices, en suma, pasajeros de este maravilloso medio de transporte ciudadano que es el vehículo llamado colectivo…
Esta introducción cumplía simultáneamente dos funciones: ganarme ya la resuelta atención de todos y caracterizarme como disminuido mental, desgracia que venía a sumarse a las evidentes deficiencias de tipo físico.
—Señores, yo vendo chicles —y señalé la bolsa grisácea—. Cuesta diez pesos cada chicle. El otro día, una elegantísima señora, movida a piedad por esta vida horrible que padezco, quiso regalarme cien pesos. Pero yo le dije: “No, señora, no acepto limosnas. Si quiere darme los cien pesos, llévese diez chicles”. Así es, agraciadas damas, simpáticos caballeros, yo soy un hombre digno que desea trabajar para ser útil a la sociedad, y no inspirar lástima, a pesar de esta vida horrible que padezco. Siempre, desde mi más tierna infancia, enfrenté los infortunios y las desdichas que me hostigan implacables con esos dos factores tan nobles que todos poseemos y que se llaman ¡honradez y conducta!
Y, mientras repetía interminablemente estas frases y otras muy parecidas, iba dejando un chicle en las manos de cada pasajero. En un alarde de improvisación (que no dejé de festejar en mi interior), había añadido ahora a mis manos cierto temblor convulsivo y había logrado que un hilito de baba se cristalizase en mi comisura derecha.
Luego, sin dejar ni por un instante de lamentarme, volví a recorrer los asientos, recogiendo ya billetes, ya chicles, pero sobre todo billetes.
En el primer caso, les decía: “Muchas gracias por ayudarme: yo sólo quiero trabajar honestamente, a pesar de esta vida horrible que padezco”.
En el segundo, retomaba los chicles con un temblor especialmente intenso, como resignándome ante el espectáculo de la inextinguible maldad humana, y decía con voz gemebunda: “Está bien, bondadoso señor, está en todo su derecho si no desea ayudarme a trabajar honestamente y prefiere que yo siga arrastrándome en los dolores y tormentos de esta vida horrible que padezco”.
Una vez recogidos los pesos y los chicles, consideré que lo apropiado consistía en una despedida llena de gratitud, pero a la vez altiva y no por eso menos llorosa. Nuevamente respaldado en el asiento del conductor, grité afónicamente, como realizando un esfuerzo infinitamente superior al que me permitía mi estado de salud:
—Agraciadas damas, simpáticos caballeros, ¡yo, yo soy el albatros, grande ave marina a la que la gente marinera, con crueldad salvaje, suele cortar las alas! Pero, a pesar de esta vida horrible que padezco y a pesar del desprecio con que he sido humillado por algunos de ustedes, respondo siempre con dos conceptos sagrados: ¡conducta y honradez!
Cuando bajé del colectivo 64 me hallé a la altura de la plaza Italia. Crucé la avenida Santa Fe y me senté, durante un rato, a reflexionar en un banco de madera. Pero no lograba ceñirme al centro de la cavilación y me dispersaba en mil pensamientos pequeños. Entonces volví a casa, no en colectivo, sino caminando normalmente.
Lo cierto es que trabajé de albatros diez o doce días. Conocí el placer de formular reproches, de inspirar lástima, de infundir odio o repulsión, de dictar cátedra de moral, de tocar las fibras sensibleras del hombre, de ganar una pequeña fortuna.
Más tarde terminé por aburrirme y volví a pensar en las tantas cosas que nunca había hecho; y, peor aún, en las muchas que jamás haría.






Fernando Sorrentino (Capital Federal, 1942) es uno de los más prolíficos cuentistas contemporáneos argentinos. Sus últimos libros de cuentos son El crimen de san Alberto, El centro de la telaraña, Paraguas, supersticiones y cocodrilos y Los reyes de la fiesta. Le pertenecen dos volúmenes de entrevistas: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges y Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares. Sus textos han sido traducidos a más de diez idiomas. [+]

Foto: Fernando Sorrentino en su casa (2018)

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