George Steiner: «Errata. El examen de una vida», in fine

27 de abril de 2019






Cuando tengo noticia a través de reportajes, fotografías o personalmente del dolor gratuito que se inflige a los niños y a los animales, una rabia feroz me invade. Hay gentes que arrancan los ojos a los niños vivos, que les disparan en los ojos, que maltratan a los animales en su presencia. Estos hechos me colman de un desprecio inconsolable. El odio, la desesperación que desatan en mí superan con mucho mis recursos mentales y nerviosos. La tórrida oscuridad en la que me siento sumido trasciende mi voluntad. Me encuentro poseído por la enormidad. Pero este odio y este dolor desesperados, esta náusea del alma, producen un extraño contraeco. No sé cómo expresarlo de otro modo. En el enloquecedor centro de la desesperación yace el insistente instinto —tampoco esta vez sé expresarlo de otro modo— de un contrato roto. De un cataclismo específico y atroz. En el fútil grito del niño, en la agonía muda del animal torturado, resuena el «ruido de fondo» de un horror posterior a la creación, posterior al momento de ser separados de la lógica y del reposo de la nada. Algo —cuán inútil es a veces el lenguaje— se ha torcido horriblemente. La realidad debería, podría haber sido de otro modo (el «Otro»). La fenomenalidad de la existencia orgánica consciente debería, podría haber hecho imposible el sadismo, el interminable dolor de nuestras vidas. La rabia impotente, la culpa que domina y supera mi identidad llevan implícita la hipótesis de trabajo, la «metáfora de trabajo», si se quiere, del «pecado original».

Soy incapaz de atribuir a esta expresión una sustancia razonada, y mucho menos histórica. En el plano pragmático-narrativo, los relatos de cierto delito inicial y de culpa heredada son fábulas universales, asombrosamente profundas y eternas. Nada más. Pero, ante el niño maltratado, violado, ante el caballo o la mula azotados, me siento poseído, como por una claridad en plena noche, por la intuición de la expulsión del Paraíso. Sólo un acontecimiento semejante, irreparable mediante la razón, puede hacernos entender, aunque casi nunca soportar, las realidades de nuestra historia en esta tierra arrasada. Estamos condenados a ser crueles, avariciosos, egoístas, mendaces. Cuando era, cuando debería haber sido lo contrario. Cuando la verdad y la compasión hasta el punto del sacrificio de hombres y mujeres excepcionales nos muestran de un modo tan sencillo cómo podría haber sido. Muchas veces me he preguntado, he fantaseado de manera infantil, si la historia de la humanidad no es la pesadilla transitoria de un dios durmiente. Si éste no acabará despertando para así tornar innecesario, de una vez por todas, el grito del niño, el silencio del animal apaleado.

El amor es la oposición dialéctica del odio, su reflejo contrario. El amor es, en diversos grados de intensidad, el milagro imperativo de lo irracional. No es negociable, como lo es la (condenada) búsqueda de Dios entre Sus enfermos. Temblar, en lo más hondo de nuestro espíritu, hasta el último nervio y el último hueso, ante la visión, ante la voz, ante el más leve roce del ser amado; luchar, trabajar, mentir sin tregua para alcanzar al hombre o a la mujer amados, para estar cerca de ellos; transformar la propia existencia —personal, pública, psicológica, material— en un instante imprevisto, en la causa y consecuencia del amor; experimentar un dolor y un vacío inefables en ausencia del ser amado, cuando el amor se marchita; identificar lo divino con la emanación del amor, como todo platonismo —lo que equivale a decir, el modelo de trascendencia occidental—, es participar del más común e inexplicable sacramento de la vida humana. Es, dentro de las posibilidades personales, sentir la madurez del espíritu. Equiparar este universo de experiencias con la libido, como hace Freud, expresarlo en términos de biogenética, de procreación, son reducciones casi despreciables. El amor puede ser el vínculo no elegido, hasta el punto de la autodestrucción, entre individuos ostensiblemente incompatibles. La sexualidad puede ser secundaria, fugaz o estar completamente ausente. El feo, el pérfido, el más malvado de los seres humanos puede ser objeto de un amor apasionado y desinteresado. El deseo de morir por el ser amado, por el amigo —l’ami, como se expresa en francés, de un modo tan exacto y luminoso—, la lúcida locura de los celos, son nocivos bajo cualquier concepto biológico (darwiniano) o socialmente concebible. La célebre máxima de Pascal («El corazón tiene razones que la razón desconoce») supone una defensa de la racionalidad. No son «razones» lo que colman nuestro corazón. Son necesidades de origen totalmente distinto. Más allá de la razón, más allá del bien y del mal, más allá de la sexualidad, que, incluso en la cumbre del éxtasis, es un acto tan insignificante y efímero. Me he pasado la noche bajo la lluvia, calándome hasta los huesos, para ver un instante a mi amada doblar una esquina. Puede que ni siquiera fuese ella. Dios se apiada de quienes nunca han conocido la alucinación de la luz que llena la oscuridad durante esta vigilia.

De la irrazonada, de la imposible de analizar, de la a menudo ruinosa y todopoderosa fuerza del amor surge el pensamiento —¿es, una vez más, una puerilidad?— de que «Dios» aún no está. De que llegará a ser o, más exactamente, se manifestará de manera asequible para la percepción humana, sólo cuando haya un inmenso exceso de amor sobre el odio. Todas y cada una de las crueldades, todas y cada una de las injusticias infligidas al hombre o a la bestia justifican el ateísmo en la medida en que impiden que Dios llegue por primera vez. Pero soy incapaz, incluso en los peores momentos, de renunciar a la creencia de que los dos milagros que validan la existencia mortal son el amor y la invención de los futuros verbales. Su conjunción, si es que alguna vez llega a darse, es lo mesiánico. «El que piensa grandemente debe equivocarse grandemente», dijo Martin Heidegger, el parodiador-teólogo de nuestra era (entendiendo «parodiador» en su sentido más grave). También los que «piensan pequeño» pueden equivocarse grandemente. Ésta es la democracia de la gracia o de la condenación.















George Steiner: Errata. El examen de una vida, in fine
Título original: Errata. An examined life
George Steiner, 1997
Traducción: Catalina Martínez Muñoz

Foto: George Steiner y su perro en su casa de Cambridge GB 2005 
© Peter Marlow/Magnum Photos






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