Bertrand Russell: Misticismo y Lógica
19 de noviembre de 2018
La Metafísica, o el intento de concebir el mundo como un todo por medio del pensamiento, se ha desarrollado desde el principio gracias a la unión y el conflicto entre dos impulsos humanos muy diferentes; uno que llevaba a los hombres hacia el misticismo, otro que los llevaba hacia la ciencia. Algunos hombres alcanzaron la grandeza mediante uno solo de estos impulsos; otros, mediante el otro nada más: en Hume, por ejemplo, predomina el impulso científico casi sin trabas, mientras que en Blake una gran hostilidad hacia la ciencia coexiste con una profunda lucidez mística. Pero los hombres más eminentes que han sido filósofos han sentido la necesidad tanto de la ciencia como del misticismo: el intento de armonizar los dos fue lo que constituyó y siempre deberá constituir su vida, ya que su ardua incertidumbre hace de la filosofía, para algunos espíritus, algo más grande que la ciencia o la religión.
Antes de intentar caracterizar explícitamente los impulsos científicos y místicos, los ilustraré con el ejemplo de dos filósofos cuya grandeza reside en la íntima combinación que consiguieron de ambos. Los dos filósofos a los que me refiero son Heráclito y Platón.
Heráclito, como todo el mundo sabe, creía en el flujo universal: el tiempo construye y destruye todas las cosas. De los pocos fragmentos que quedan no resulta fácil deducir cómo formó sus opiniones, pero algunas sentencias sugieren que su origen fue la observación científica.
«Las cosas que pueden verse, oírse y aprenderse —dice,— son las que más aprecio». Éste es el lenguaje del empírico, para quien la observación es la única garantía de la verdad. «El sol es nuevo cada día», dice otro fragmento; y esta opinión, a pesar de su carácter paradójico, está obviamente inspirada en la reflexión científica, y sin duda le parecía obviar la dificultad de comprender cómo el sol puede abrirse camino por debajo de tierra de oeste a este durante la noche. La observación real debe haberle sugerido también su doctrina central: el fuego es la única substancia permanente, de la cual todas las cosas visibles son frases pasajeras. Vemos a las cosas transformarse profundamente en la combustión, mientras que su llama y su calor suben al aire y se desvanecen.
Este mundo, que es el mismo para todos —dice—, no lo ha hecho ningún dios u hombre; sino que fue siempre, es ahora y siempre será, un fuego eternamente viviente, que se inflama con medida y se extingue con medida. Las transformaciones del fuego son, ante todo, el mar; y la mitad del mar es tierra; la otra, torbellino.
Esta teoría, aunque la ciencia no pueda seguir aceptándola, es sin embargo científica en espíritu. La ciencia también podría haber inspirado la famosa sentencia a la que alude Platón: «No podemos sumergirnos dos veces en el mismo río; distintas aguas fluyen siempre sobre nosotros». Pero también encontramos otra afirmación entre los fragmentos existentes: «Nos sumergimos y no nos sumergimos en el mismo río; somos y no somos».
La comparación de este enunciado, que es místico, con el que cita Platón, que es científico, muestra cuán íntimamente se combinan las dos tendencias en el sistema de Heráclito. El misticismo es poco más, en esencia, que cierta intensidad y profundidad de sentimiento en relación con lo que se cree acerca del universo; y este tipo de sentimiento conduce a Heráclito, sobre la base de su ciencia, a decir cosas oscuramente conmovedoras con respecto a la vida y el mundo, como: «El tiempo es un niño jugando a las damas, el poder real es el de un niño».
Es la imaginación poética, y no la ciencia, lo que presenta al tiempo como un amo despótico del mundo, con toda la frivolidad irresponsable de un niño. Es también el misticismo lo que lleva a Heráclito a declarar la identidad de los contrarios: «Bien y mal son una sola cosa», dice, y otra vez: «Para Dios todas las cosas son buenas y bellas y justas, pero los hombres sostienen cosas falsas y cosas ciertas». Una gran dosis de misticismo subyace en la ética de Heráclito. Es cierto que sólo un determinismo científico podría haber inspirado el enunciado: «El carácter del hombre es un destino»; pero sólo un místico habría dicho: «Todos los animales son conducidos con silbidos a los pastos», y también: «Es difícil luchar contra el deseo de nuestro corazón. Todo lo que quiere conseguir lo compra al precio del alma», y: «La sabiduría es una cosa: conocer con juicio certero de qué modo las cosas se encaminan a través de todo [2]»
Podrían multiplicarse los ejemplos, pero los que se han dado son suficientes para mostrar el carácter del hombre: los hechos de la ciencia, tal como se le presentaban, encendían una llama en su alma, y a su luz veía las profundidades del mundo gracias al reflejo de los rápidos movimientos de su propio fuego penetrante. En una naturaleza así vemos la auténtica unión del místico y del hombre de ciencia (la más alta cumbre que puede alcanzarse, en mi opinión, en el mundo del pensamiento).
En Platón existe el mismo impulso ambivalente, aunque el impulso místico es claramente el más fuerte de los dos, y asegura la victoria última cada vez que se agudiza el conflicto. Su descripción de la caverna es el enunciado clásico de la creencia en un conocimiento y una realidad más verdaderos y veraces que los que proporcionan los sentidos:
Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo largo de toda la caverna, y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello, de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en un plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto, a lo largo del cual suponte que ha sido construido un tabiquillo, parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquéllos sus maravillas.
—Ya lo veo —contestó.
—Pues bien, ve ahora, a lo largo de esa paredilla, a unos hombres que transportan toda clase de objetos, cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados.
—¡Qué extraña escena describes, y qué extraños prisioneros!
—Se parecen a nosotros —contesté.
—Examina qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su ignorancia, y si, conforme a la naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a levantarse súbitamente, a volver el cuello, a andar y a mirar la luz, y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por culpa de las chiribitas, no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que contestaría si alguien le dijera que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora cuando, hallándose más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si fuera mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo que entonces se le mostraba?
—Sí, mucho más…
—Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que vería más fácilmente sería, ante todo, las sombras; luego, las imágenes de hombres y de otras cosas reflejadas en las aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es propio.
—¿Cómo no?
—Y por último, creo yo, estaría en condiciones de mirar y contemplar la naturaleza del sol, no como aparece reflejado en las aguas ni en otro lugar ajeno a él, sino tal y cual es en sí mismo y en su propio dominio.
—Necesariamente.
—Y después de esto colegiría con respecto al sol que es él quien produce las estaciones y los años y gobierna todo lo de la región visible, y que es, en cierto modo, el autor de todas aquellas cosas que ellos veían.
—Es evidente que ése sería su siguiente paso…
—Pues bien, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh amigo Glaucón!, a lo que se ha dicho antes; hay que comparar la región revelada por medio de la vista con la vivienda-prisión, y la luz del fuego que hay en ella, con el poder del sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la contemplación de las cosas de éste, si las comparas con la ascensión del alma hasta la región inteligible no errarás con respecto a mi vislumbre, que es lo que tú deseas conocer, y que sólo la divinidad sabe si por casualidad está en lo cierto. En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible, lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas; que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene que verla por fuerza quien quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública [3].
En este pasaje, como en la mayoría de las enseñanzas de Platón, hay una identificación de lo bueno con lo auténticamente real, que se materializó en tradición filosófica y aún es en gran medida operativa hoy día. Concediendo así una función legislativa al bien, Platón originó un divorcio entre la filosofía y la ciencia, del cual, en mi opinión, ambas han resultado perjudicadas desde entonces y siguen estándolo. El hombre de ciencia, cualesquiera que sean sus esperanzas, debe dejarlas de lado cuando estudia la naturaleza; y el filósofo, si quiere alcanzar la verdad, tiene que hacer otro tanto. Las consideraciones éticas sólo pueden aparecer legítimamente cuando se ha comprobado la verdad: pueden y deberían aparecer como determinantes de nuestra inclinación hacia la verdad, pero no dictando qué debe ser la verdad.
Hay párrafos en Platón —entre los que ilustran la vertiente científica de su espíritu— en que parece darse cuenta de ello. El más notable es aquél en que Sócrates, de joven, explica la teoría de las ideas a Parménides.
Después de explicar Sócrates que hay una idea del bien, pero no de cosas como el pelo, el barro y la suciedad, Parménides le aconseja «no despreciar ni siquiera las cosas más pequeñas», y esta advertencia revela el verdadero temperamento científico. Con este temperamento imparcial es con el que debe combinarse la aparente incursión de la mística en una realidad superior y en un bien oculto si la filosofía quiere realizar sus mayores posibilidades. Y es el fracaso en esto lo que ha convertido a tanta filosofía idealista en poco consistente, mortecina e insustancial. Sólo mediante la unión con el mundo pueden fructificar nuestros ideales: divorciados de él, permanecen yermos. Pero la unión con el mundo no puede realizarla un ideal que se aparta de los hechos, o que exige por adelantado que el mundo cuadre con sus deseos.
El propio Parménides constituye el origen de una corriente particularmente interesante de misticismo, que impregna el pensamiento de Platón (el misticismo que se puede llamar «lógico» porque se materializa en teorías de lógica). Esta forma de misticismo, que parece tener sus orígenes, por lo que respecta a Occidente, en Parménides, preside los razonamientos de todos los grandes metafísicos místicos desde su época hasta la de Hegel y sus discípulos modernos. La realidad, dice, es increada, indestructible, indivisible, no cambia; es «inseparable de las ataduras de poderosas cadenas, sin principio ni fin; desde el momento en que el nacer a la vida y el morir se nos han quitado de la cabeza y el credo verdadero los ha descartado». El principio fundamental de su investigación queda recogido en una frase que no estaría fuera de lugar en Hegel: «No se puede conocer lo que no es —es imposible— ni expresarlo, puesto que lo que puede pensarse y lo que puede ser son una misma cosa». Y también: «Es necesario que lo que puede pensarse y de lo que se puede hablar sea, puesto que es posible que sea, y no es posible que lo que nada es sea». De este principio se sigue la imposibilidad del cambio, porque puede hablarse de lo que es pasado y, por lo tanto, según el principio, aún es.
La filosofía mística, en todas las épocas y en todas las partes del mundo, se caracteriza por ciertas creencias que ilustran las doctrinas que hemos tratado.
Está, primero, la creencia en la lucidez frente al conocimiento analítico discursivo: la creencia en una forma de sabiduría súbita, penetrante, coactiva, que contrasta con el estudio lento y falible de las apariencias exteriores por una ciencia que se basa por completo en los sentidos. Todos los que son capaces de absorberse en una pasión interna deben haber experimentado de vez en cuando una pequeña sensación de irrealidad en objetos comunes, la pérdida de contacto con las cosas cotidianas, en la que desaparece la solidez del mundo exterior, y el alma, en una profunda soledad, parece sacar, de sus propias profundidades, una loca danza de fantásticos fantasmas que hasta entonces habían parecido tener realidad y vida independientes. Éste es el lado negativo de la iniciación mística: la duda relativa al conocimiento corriente, que prepara el camino a la recepción de lo que parece una sabiduría superior. Muchos hombres a quienes esta experiencia negativa les resulta familiar no van más allá, pero para los místicos sólo es la puerta a un mundo más amplio.
La lucidez mística empieza por una sensación de misterio desvelado, de sabiduría oculta repentinamente hecha certeza más allá de cualquier posibilidad de duda. La sensación de certeza y revelación llega antes que cualquier creencia definida. Las creencias definidas a las que llegan los místicos son resultado de la reflexión acerca de la experiencia inefable obtenida en un momento de lucidez. A menudo, las creencias que no tienen conexión real con ese momento son atraídas más tarde por el núcleo central; así, además de las convicciones que comparten todos los místicos, encontramos en muchos de ellos otras convicciones de carácter más local y temporal, que se amalgaman indudablemente a lo que era esencialmente místico en virtud de su certeza subjetiva. Podemos desdeñar estos añadidos no esenciales y limitarnos a las creencias que comparten todos los místicos.
El primero y más directo de los resultados del momento de la iluminación es la creencia en la posibilidad de una forma de conocimiento que puede llamarse revelación, lucidez o intuición, en contraste con el sentido, razón y análisis, que se consideran guías ciegos que conducen al pantano de la ilusión. La idea de que hay una realidad detrás del mundo de las apariencias, profundamente diferente de él, está estrechamente relacionada con esta creencia. Esta realidad es vista con una admiración que a menudo llega hasta la adoración; se piensa que está a mano siempre y en todas partes, ligeramente velada por lo que indican los sentidos, presta, para el espíritu receptivo, a brillar en su gloria, incluso a pesar de la aparente locura y maldad del hombre. El poeta, el artista y el amante buscan esta gloria: la belleza encantada que persiguen es el pálido reflejo de su sol. Pero el místico vive iluminado por esa visión: lo que otros buscan confusamente lo conoce él, con un conocimiento al lado del cual cualquier otro es ignorancia.
La segunda característica del misticismo es su creencia en la unidad y su rechazo a admitir la oposición o división en ninguna parte. Vimos que Heráclito decía: «el bien y el mal son una cosa»; y vuelve a decir: «el camino hacia arriba y hacia abajo es una sola e idéntica cosa». La misma actitud se da en el enunciado simultáneo de proposiciones contradictorias, como «nos sumergimos y no nos sumergimos en el mismo río; somos y no somos». El enunciado de Parménides según el cual la realidad es una e indivisible procede de la misma inclinación hacia la unidad. En Platón esta inclinación es menos fuerte, pues su teoría de las ideas la mantiene a raya; pero vuelve a aparecer, en la medida en que lo permite su lógica, en la doctrina de la primacía del bien.
Una tercera característica de casi todos los metafísicos místicos es la negación de la realidad del tiempo. Esto es resultado de su negación de la división; si todo es uno, la distinción entre pasado y futuro debe ser ilusoria. Hemos visto que esta doctrina predominaba en Parménides; y, entre los modernos, es fundamental en los sistemas de Spinoza y Hegel.
La última de las doctrinas del misticismo que debemos considerar es su creencia en que todo el mal es mera apariencia, una ilusión producida por las divisiones y oposiciones del intelecto analítico. El misticismo no sostiene que cosas como la crueldad, por ejemplo, sean buenas, sino que niega que sean reales: pertenecen a ese mundo inferior de fantasmas de los que nos liberará la lucidez de la visión. Algunas veces (por ejemplo, en Hegel y, por lo menos verbalmente, en Spinoza) se considera ilusorio no sólo el mal, sino también el bien, aunque a pesar de ello la actitud emocional hacia lo que se mantiene que es la realidad es tal que normalmente la asociaríamos con la creencia de que la realidad es buena. Lo que siempre es éticamente característico del misticismo es la ausencia de indignación o protesta, la aceptación alegre, la incredulidad en la verdad última de la división en dos bandos hostiles, el bueno y el malo.
Esta actitud es consecuencia directa de la naturaleza de la experiencia mística: a su sentido de la unidad se asocia una sensación de paz infinita. Desde luego, puede sospecharse que la sensación de paz produce, como las sensaciones en los sueños, todo el sistema de creencias asociadas que constituyen el cuerpo de la doctrina mística. Pero éste es un problema difícil, y sobre el que no podemos esperar que la humanidad se ponga de acuerdo.
Así pues, se plantean cuatro preguntas al considerar la verdad o falsedad del misticismo, a saber:
I. ¿Hay dos formas de conocimiento, que podemos llamar respectivamente razón o intuición? Y, si es así, ¿hay que preferir una a la otra?
II. ¿Es toda pluralidad y división ilusoria?
III. ¿Es el tiempo irreal?
IV. ¿Qué tipo de realidad le corresponde al bien y al mal?
Sobre estas cuatro preguntas, aunque me parece erróneo un misticismo completamente desarrollado, creo sin embargo que, con la debida moderación, se puede derivar un elemento de sabiduría de la forma mística de sentir, que no parece alcanzable de ninguna otra manera. Si esto es cierto, hay que ensalzar el misticismo como actitud ante la vida, no como credo acerca del mundo. Mantendré que el credo metafísico es una consecuencia equivocada de la emoción, aunque esta emoción, por embellecer e informar a todos los demás pensamientos y sensaciones, inspira todo lo mejor del hombre. Hasta la cauta y paciente investigación de la verdad por la ciencia, que parece la antítesis absoluta de la rápida certeza mística, puede ser favorecida y alimentada por el mismo espíritu de reverencia en que vive y se desenvuelve el misticismo.
I. Razón e intuición [4]
Nada sé de la realidad o irrealidad del mundo místico. No tengo intención de refutarlo, ni siquiera de declarar que la lucidez que lo revela no es genuina. Lo que sí quiero sostener (y es aquí donde la actitud científica se hace imperativa) es que la lucidez, no comprobada ni respaldada, es una garantía insuficiente de la verdad, a pesar del hecho de que sea ella la que sugiera gran parte de la verdad más importante. Es habitual hablar de una oposición entre instinto y razón; en el siglo XVIII, la oposición se resolvió del lado de la razón, pero bajo la influencia de Rousseau y del movimiento romántico le dieron preferencia al instinto, primero los que se rebelaron contra las formas artificiales de gobierno y pensamiento, y luego, a medida que la defensa puramente racionalista de la teología tradicional se hacía cada vez más difícil, los que veían en la ciencia una amenaza a los credos con los que asociaban una concepción espiritual de la vida y el mundo. Bergson, bajo el nombre de «intuición», ha elevado el instinto a la posición de único árbitro de la verdad metafísica. Pero, de hecho, la oposición de instinto y razón es más que nada ilusoria. El instinto, la intuición o la lucidez, es lo que primero conduce a las creencias que la razón subsiguiente confirma o refuta; pero la confirmación, cuando es posible, consiste en último término en la conformidad con otras creencias igualmente instintivas. La razón es una fuerza armonizadora, controladora, más que creativa. Hasta en el reino más puramente lógico es la lucidez la primera en llegar a lo nuevo.
Donde el instinto y la razón entran a veces en conflicto es en la relación con las creencias individuales, mantenidas instintivamente, y con tanta determinación que ningún grado de incoherencia con otras creencias provoca su abandono. El instinto, como todas las facultades humanas, está sujeto a error. Aquéllos cuya capacidad de razonamiento es débil no están a menudo dispuestos a admitirlo de sí mismos, aunque todos lo admiten de los demás. Donde el instinto está menos sujeto a error es en asuntos prácticos en los que un juicio acertado supone una ayuda para la supervivencia: la amistad y la hostilidad en los demás, por ejemplo, se sienten a menudo con una extraordinaria capacidad de discriminación por debajo de disfraces muy cuidados. Pero hasta en estos asuntos la reserva o la adulación pueden provocar una impresión equivocada; y en cuestiones menos prácticas, como las que trata la filosofía, creencias instintivas muy fuertes son a veces completamente falsas, como podemos descubrir al apreciar su incoherencia con otras creencias igual de fuertes. Este tipo de consideraciones requieren la mediación armonizadora de la razón, que pone a prueba la compatibilidad mutua de nuestras creencias y examina, en los casos dudosos, las posibles fuentes de error en uno y otro lado. En ello no hay oposición al instinto en su totalidad, sino sólo a la confianza ciega en algún aspecto interesante de ese instinto, con la exclusión de otros aspectos más trillados pero no menos dignos de crédito. Es esta parcialidad, y no el propio instinto, lo que la razón trata de corregir.
Podemos ilustrar estas máximas más o menos triviales remitiéndonos a la defensa bergsoniana de la «intuición» frente al «intelecto». Hay, dice:
dos maneras profundamente diferentes de conocer una cosa. La primera implica que nos movemos alrededor del objeto; la segunda, que entramos en él. La primera depende del punto de vista que adoptemos y de los símbolos con los que nos expresemos. La segunda no depende de un punto de vista ni se basa en ningún símbolo. Puede decirse del primer tipo de conocimiento que se detiene en lo relativo; el segundo, en los casos en que es posible, que alcanza lo absoluto [5].El segundo, que es la intuición, es, dice: «el tipo de simpatía intelectual con la que uno se introduce en un objeto para apresar lo que es único en él y por lo tanto inexpresable» (p. 6). Como ilustración menciona el conocimiento de sí mismo:
Hay, por lo menos, una realidad que todos captamos desde dentro, por la intuición y no por simple análisis. Es nuestra propia personalidad en su discurrir por el tiempo: lo que perdura de nuestra personalidad (p. 8).
El resto de la filosofía de Bergson consiste en recoger, con el medio imperfecto de las palabras, el conocimiento adquirido mediante la intuición, y en la consiguiente condena absoluta de todo el pretendido conocimiento que se deriva de la ciencia y del sentido común.
Este procedimiento, desde el momento en que toma partido en un conflicto entre creencias instintivas, requiere una justificación que demuestre la mayor exactitud de las creencias de un tipo frente a las de otro tipo. Bergson intenta dar esta justificación de dos formas; primero explicando que el intelecto es una facultad puramente práctica destinada a garantizar el éxito biológico, y mencionando en segundo lugar proezas notables del instinto en los animales y señalando características del mundo que, aunque pueden ser aprehendidas por la intuición, le resultan desconcertantes al intelecto cuando las interpreta.
Acerca de la teoría de Bergson de que el intelecto es una facultad puramente práctica, desarrollada en la lucha por la supervivencia, y no el origen de creencias verdaderas, podemos decir, primero, que sólo conocemos la lucha por la supervivencia y la ascendencia biológica del hombre gracias al intelecto: si es engañoso, entonces el conjunto de esta historia meramente deducida es falso. Si, por otra parte, coincidimos con él en pensar que la evolución tuvo lugar como creía Darwin, resulta entonces que no sólo la inteligencia sino todas nuestras facultades se han desarrollado por la necesidad de una utilidad práctica. Cuando la intuición es mejor considerada es cuando es directamente útil, por ejemplo en relación al carácter y disposición de los demás. Bergson sostiene, aparentemente, que la lucha por la existencia no puede explicar tanto la capacidad para este tipo de conocimiento como, por ejemplo, la capacidad para las matemáticas puras. Sin embargo, el salvaje engañado por una falsa amistad es susceptible de pagar ese error con su vida; mientras que hasta en las sociedades más civilizadas no se ejecuta a los hombres por su incompetencia en matemáticas. Todos sus ejemplos más llamativos de la intuición en los animales tienen un sentido de supervivencia muy claro. El hecho es que, naturalmente, tanto la inteligencia como la intuición se han desarrollado porque son útiles, y que, hablando de forma general, son útiles cuando dan lugar a la verdad y se vuelven perjudiciales cuando dan lugar a la falsedad. El intelecto, como la capacidad artística, se ha desarrollado a veces en el hombre civilizado más de lo que resultaba útil para el individuo; la intuición, en cambio, parece disminuir en conjunto a medida que avanza la civilización. Por regla general es mayor en los niños que en los adultos, en los ignorantes que en los educados. Probablemente supera en los perros a todo lo que se puede encontrar en los seres humanos. Pero todos los que ven en estos hechos una recomendación de la intuición deberían volver a vivir en estado salvaje en los bosques, tiñéndose con pastel y alimentándose de escaramujos y bayas.
Examinemos a continuación si la intuición tiene algo de la infalibilidad que pretende Bergson. Su mejor ejemplo, de acuerdo con él, es nuestro conocimiento de nosotros mismos; aunque el conocimiento de sí mismo es proverbialmente raro y difícil. La mayoría de los hombres, por ejemplo, tienen mezquindades, vanidades y envidias en su forma de ser, de las que son bastante inconscientes, aunque hasta sus mejores amigos pueden apreciarlas sin dificultad. Es cierto que la intuición tiene una capacidad de convicción de la que carece la inteligencia: mientras está presente es casi imposible dudar de su veracidad. Pero cuando resulta, después de examen, ser tan falible por lo menos como el intelecto, su mayor seguridad subjetiva se vuelve un defecto, convirtiéndola sólo en insoportablemente engañosa. Aparte del conocimiento de sí mismo, uno de los ejemplos más notables de la intuición es el conocimiento que la gente cree tener de aquellos de quienes está enamorada: la pared entre personalidades diferentes parece volverse transparente, y la gente cree que ve en el alma ajena como en la propia. Sin embargo, en esos casos se practica constantemente el engaño con éxito; e incluso cuando no hay engaño intencionado, la experiencia, poco a poco, demuestra, por regla general, que la supuesta perspicacia era ilusoria, y que los métodos más lentos e inseguros del intelecto son más fiables a largo plazo.
Bergson mantiene que la inteligencia sólo puede tratar con cosas en la medida en que se parecen a lo que se ha experimentado en el pasado, mientras que la intuición tiene la capacidad de aprehender la unicidad y novedad que siempre caracterizan a cada momento nuevo. Es sin duda cierto que cada momento tiene algo único y nuevo; también es cierto que no se puede expresar íntegramente por medio de conceptos intelectuales. Sólo la experiencia directa puede permitirnos conocer lo que es único y nuevo. Pero una experiencia directa de este tipo viene dada completamente en la sensación, y no requiere, por lo que puedo ver, ninguna facultad especial de intuición para su aprehensión. No es la inteligencia o la intuición lo que proporciona datos nuevos, sino la sensación; pero cuando los datos son notablemente nuevos, el intelecto es mucho más capaz de enfrentarse a ellos de lo que lo sería la intuición. La gallina con una cría de patitos tiene sin duda una intuición que parece permitirle colocarse dentro de ellos, y no conocerlos de forma meramente analítica; pero cuando los patitos entran en el agua, se ve que toda esa aparente intuición es ilusoria, y la gallina se queda impotente en la orilla. La intuición, de hecho, es un aspecto y un desarrollo del instinto, y, como todo instinto, es admirable en los entornos habituales que han moldeado los hábitos del animal en cuestión, pero totalmente incompetente en cuanto cambian los entornos de una manera que exige alguna forma inhabitual de actuar.
La comprensión teórica del mundo, que constituye el objeto de la filosofía, no es un asunto de gran importancia práctica para los animales o para los salvajes, o incluso para la mayoría de los hombres civilizados. Difícilmente puede suponerse, por lo tanto, que los métodos expeditivos toscos y a punto del instinto o la intuición encuentren en este ámbito un terreno favorable para su aplicación. Son los tipos más antiguos de actividad, que sacan a relucir nuestro parentesco con remotas generaciones de antepasados animales y semihumanos, los que revelan lo mejor de la intuición. En cuestiones como el instinto de conservación y el amor, la intuición actuará a veces (aunque no siempre) con una rapidez y una precisión sorprendente para la inteligencia crítica. Pero la filosofía no es una de las ocupaciones que ilustran nuestra afinidad con el pasado: es una ocupación muy refinada; muy civilizada, que requiere, para tener éxito, cierta liberación de la vida del instinto, e incluso, a veces, cierta reserva ante todas las esperanzas y temores mundanos. No es en la filosofía, por consiguiente, donde podemos esperar encontrar lo mejor de la intuición. Por el contrario, dado que los verdaderos objetos de la filosofía y el hábito de pensamiento necesario para su aprehensión son extraños, inusuales y ajenos, es aquí, más casi que en cualquier otro lugar, donde la inteligencia se revela superior a la intuición, y donde las rápidas convicciones que no se analizan merecen menos una aceptación sin reservas.
Al defender la moderación y el equilibrio científicos frente a la presunción de una tranquila confianza en la intuición, sólo estamos exhortando, en la esfera del conocimiento, a esa amplitud en la contemplación, a ese desinterés personal y a esa liberación de las preocupaciones prácticas que han inculcado todas las grandes religiones del mundo. De ahí que nuestra conclusión, aunque pueda entrar en conflicto con las creencias explícitas de muchos místicos, no sea, en esencia, contraria al espíritu que inspira esas creencias, sino más bien a los resultados de ese mismo espíritu cuando se aplica al reino del pensamiento.
II. Unidad y pluralidad
Uno de los aspectos más convincentes de la iluminación mística es la aparente revelación de la unidad de todas las cosas, que da origen al panteísmo en religión y al monismo en filosofía. Una lógica elaborada, empezando con Parménides y culminando en Hegel y sus seguidores, se ha desarrollado gradualmente para demostrar que el universo es un Todo indivisible, y que lo que parecen ser sus partes, si se consideran substanciales y eternas, son mera ilusión. La concepción de una realidad muy distinta del mundo de las apariencias, una realidad una, indivisible e invariable, fue introducida en la filosofía occidental por Parménides, no por razones místicas o religiosas, por lo menos no nominalmente, sino sobre la base de una teoría lógica acerca de la imposibilidad de no ser, y la mayoría de los sistemas metafísicos posteriores son consecuencia de esta idea fundamental.
La lógica usada en defensa del misticismo parece ser defectuosa en tanto que lógica, y estar abierta a críticas técnicas, que he expuesto en otro lugar. No repetiré aquí estas críticas, porque son largas y difíciles, pero intentaré analizar en cambio el estado de espíritu del que ha surgido la lógica mística.
La creencia en una realidad muy diferente de la que se presenta a los sentidos surge con una fuerza irresistible en ciertos estados de ánimo, que son el origen de la mayor parte del misticismo y de la mayor parte de la metafísica. Mientras predomina ese estado de ánimo no se siente la necesidad de lógica, y por consiguiente los místicos más integrales no la utilizan, sino que recurren a la declaración inmediata de su revelación. Pero un misticismo tan completamente desarrollado es raro en Occidente. Cuando remite la intensidad de la convicción emocional, un hombre que está acostumbrado a razonar buscará fundamentos lógicos que abonen la creencia que encuentra dentro de sí mismo. Pero desde el momento en que ya existe creencia, será muy receptivo a cualquier fundamento que la confirme. Las paradojas aparentemente demostradas por su lógica son en realidad las paradojas del misticismo, y son el objetivo que piensa que su lógica debe alcanzar para que concuerde con su idea. La lógica resultante ha hecho a muchos filósofos incapaces de dar una explicación al mundo de la ciencia y a la vida diaria. Si hubieran estado ansiosos por dar esa explicación, habrían descubierto probablemente los errores de su lógica; pero la mayoría de ellos estaban menos ansiosos por comprender el mundo de la ciencia y la vida diaria que por declararlo convicto de irrealidad en favor de los intereses de un mundo «real» suprasensible.
De esta forma utilizaron la lógica los grandes filósofos que fueron místicos. Pero como, por lo general, dieron por sentada la supuesta lucidez de la emoción mística, presentaron sus doctrinas lógicas con cierta sequedad, y sus discípulos creyeron que éstas eran independientes de la súbita iluminación que las originó. Sin embargo, no perdieron de vista su origen, y siguieron siendo «malévolos» (para utilizar una palabra útil de Santayana) con respecto al mundo de la ciencia y al sentido común. Sólo así podemos justificar la complacencia con la que los filósofos han aceptado la incoherencia de sus doctrinas con todos los hechos comunes y científicos que parecen muy comprobados y muy dignos de crédito.
La lógica del misticismo muestra, como es natural, los defectos inherentes a todo lo malévolo. La inclinación hacia la lógica, que no se siente mientras predomina el estado de ánimo místico, se reafirma al desvanecerse ese estado, pero con un deseo de retener esa lucidez que desaparece, o por lo menos de demostrar que era y que lo que parece contradecirla es ilusión. La lógica que nace así no es demasiado desinteresada o cándida, y la inspira cierto odio del mundo cotidiano al que debe aplicarse. Una actitud semejante no está encaminada, naturalmente, a los mejores resultados. Todo el mundo sabe que leer a un autor sólo para refutarlo no es la manera de comprenderlo; y leer el libro de la naturaleza con la convicción de que todo es ilusión es igualmente improbable que conduzca a su comprensión. Si nuestra lógica debe encontrar inteligible el mundo ordinario, no debe serle hostil, sino estar inspirada por una auténtica aprobación que no se encuentra habitualmente entre los metafísicos.
III. Tiempo
La irrealidad del tiempo es una doctrina cardinal de muchos sistemas metafísicos, con frecuencia basados nominalmente, como ya lo hizo Parménides, en argumentos lógicos pero derivados originalmente, por lo menos en los fundadores de nuevos sistemas, de la certeza que nace en el momento de la iluminación mística. Como dice un poeta sufí persa:
El pasado y el futuro son lo que Dios oculta
a nuestra vista.
¡Quémalos a ambos con fuego! ¿Hasta cuándo
seguirás dividido como un rastrojo
por estos segmentos?
La creencia de que lo que es auténticamente real debe ser inmutable es muy común: dio origen a la noción metafísica de sustancia, y encuentra aún hoy una satisfacción totalmente ilegítima en doctrinas científicas como las de la conservación de la energía y la masa.
Resulta difícil desenredar la verdad del error en este punto de vista. Los argumentos a favor de la opinión de que el tiempo es irreal y de que el mundo de los sentidos es ilusorio pienso que deben considerarse falaces. Sin embargo, el tiempo sí es en cierto sentido (más fácil de apreciar que de precisar) una característica irrelevante y superficial de la realidad. Debe reconocerse que el pasado y el futuro son tan reales como el presente, y al pensamiento filosófico le resulta esencial cierta emancipación de la esclavitud del tiempo. La importancia del tiempo es más práctica que teórica, y tiene más relación con nuestros deseos que con la verdad. Creo que se obtiene una imagen más verdadera del mundo considerando que las cosas entran en el discurrir del tiempo desde un mundo eterno exterior que con un punto de vista que ve en el tiempo al tirano devorador de todo lo que es. Tomar conciencia de la irrelevancia del tiempo, aunque éste sea real, es la puerta de la sabiduría tanto del pensamiento como del sentimiento.
Puede comprobarse inmediatamente que esto es cierto preguntándonos por qué nuestros sentimientos con respecto al pasado son tan diferentes de nuestros sentimientos con respecto al futuro. La razón de esta diferencia es completamente práctica: nuestros deseos pueden afectar al futuro pero no al pasado, el futuro está sujeto hasta cierto punto a nuestro poder, mientras que el pasado está inalterablemente fijo. Pero todo futuro será algún día pasado: si ahora vemos el pasado tal como es, debe haber sido, cuando aún era futuro, lo mismo que pensamos ahora que es, y lo que ahora es futuro debe ser igual a lo que veremos cuando se haya vuelto pasado. La diferencia percibida de cualidad entre pasado y futuro no es, por lo tanto, intrínseca, sino una simple diferencia en relación con nosotros: para una consideración imparcial deja de existir. Y la imparcialidad en la consideración es, en la esfera intelectual, exactamente la misma virtud del desinterés que, en la esfera de la acción, se presenta como justicia y generosidad. Quien desee ver el mundo verdaderamente, elevarse con el pensamiento por encima de la tiranía de los deseos prácticos, tiene que aprender a desprenderse de la diferencia de actitud con respecto al pasado y al futuro, y a contemplar todo el fluir del tiempo con un punto de vista globalizador.
La manera en que, me parece, el tiempo no debería entrar en nuestro pensamiento filosófico teórico, puede ilustrarla la filosofía que se ha asociado a la idea de evolución, y que ejemplifican Nietzsche, el pragmatismo y Bergson. Esta filosofía, sobre la base del desarrollo que ha conducido desde las formas más elementales de vida hasta el hombre, considera en progreso la ley fundamental del universo, y admite por consiguiente la diferencia entre antes y después dentro del núcleo mismo de su punto de vista contemplativo. No quiero discutir su historia del pasado y el futuro del mundo, por conjetural que sea. Pero pienso que, debido a la intoxicación de un éxito rápido, se ha omitido mucho de lo que requiere una comprensión certera del universo. Hay que combinar su precipitada presunción occidental con algo de helenismo y también con algo de resignación oriental antes de que pueda pasar del ardor de la juventud a la madura sabiduría del adulto. A pesar de sus recursos a la ciencia, la auténtica filosofía científica es, creo, algo más arduo y más reservado, que apela a esperanzas menos mundanas, y que requiere una disciplina más severa para que su práctica tenga éxito.
El Origen de las especies de Darwin convenció al mundo de que la diferencia entre distintas especies de animales y plantas no es tan fija e inmutable como parece. La doctrina de los tipos naturales, que había hecho sencilla y clara la clasificación, que encerraba la tradición aristotélica y protegía su supuesta necesidad de un dogma ortodoxo, fue eliminada para siempre del mundo biológico. Se mostró que la diferencia entre el hombre y los animales inferiores, que a nuestra vanidad humana le parece enorme, era una realización gradual, que pasaba por seres intermedios que no se podían colocar con seguridad dentro o fuera de la familia humana. Laplace ya había demostrado que el sol y los planetas derivaban probablemente de una nebulosa primitiva más o menos indiferenciada. De esta forma las demarcaciones fijadas antaño se volvieron vacilantes e indistintas, y los contornos claros se hicieron borrosos. Las cosas y las especies perdieron sus límites, y nadie podía precisar dónde empezaban o dónde acababan.
Pero si la vanidad humana se tambaleó un momento por su parentesco con el mono, encontró pronto una forma de reafirmarse; la «filosofía» de la evolución. Un proceso que conducía desde la ameba hasta el hombre les pareció a los filósofos un progreso obvio (aunque no sabemos si la ameba estaría de acuerdo con esta opinión). De ahí que el ciclo de cambios que la ciencia había demostrado que era la historia probable del pasado se interpretara como reveladora de una ley de evolución hacia el bien en el universo (desarrollo o desdoblamiento de una idea que se materializa lentamente en la actual). Pero este punto de vista, aunque podría satisfacer a Spencer y a los que podemos llamar evolucionistas hegelianos, no podían considerarlo adecuado los partidarios más incondicionales del cambio. Un ideal al que se acerca continuamente el mundo está, en opinión de estas personas, demasiado muerto y es demasiado estático para resultar inspirador. Con el curso de la evolución debe cambiar y desarrollarse no sólo la aspiración, sino también el ideal: no debe haber objetivo fijo, sino un remodelamiento continuo de necesidades nuevas por ese impulso que es la vida y que es el único en dar unidad al proceso.
La vida, dentro de esta filosofía, es una corriente continua, en la que todas las divisiones son artificiales e irreales. Las cosas sueltas, los principios y finales son meras ficciones cómodas: sólo hay una suave transición ininterrumpida. Las creencias de hoy pueden ser válidas hoy, si nos llevan por la corriente; pero mañana serán falsas, y deberán ser sustituidas por nuevas creencias que den cuenta de la nueva situación. Todos nuestros pensamientos consisten en cómodas ficciones, congelaciones imaginarias de la corriente: la realidad sigue fluyendo a pesar de todas nuestras ficciones y, aunque puede vivirse, el pensamiento no la puede concebir. De alguna forma, sin afirmación explícita, se introduce la convicción de que el futuro, aunque no podamos predecirlo, será mejor que el pasado o el presente: el lector es como un niño que espera un dulce porque le han dicho que abriera la boca y cerrara los ojos. La lógica, las matemáticas y la física desaparecen de esta filosofía porque son demasiado «estáticas»; lo real no es un impulso ni un acercamiento a un objetivo que, como el arco iris, se aleja a medida que avanzamos y hace que, al llegar a él, cada lugar sea distinto a lo que parecía a lo lejos.
No me propongo entrar en un examen técnico de esta filosofía. Sólo quiero demostrar que los motivos e intereses que la inspiran son tan exclusivamente prácticos, y los problemas a los que se enfrenta son tan especiales, que resulta dudoso considerar que aborde ninguno de los problemas que, en mi opinión, constituyen la auténtica filosofía.
El principal interés del evolucionismo reside en su pregunta acerca del destino humano, o por lo menos acerca del destino de la vida. Está más interesado por la moralidad y la felicidad que por el conocimiento como tal. Hay que admitir que lo mismo se puede decir de muchas otras filosofías, y que es muy raro el deseo de un conocimiento del tipo que la filosofía puede proporcionar. Pero si la filosofía quiere alcanzar la verdad, es necesario antes que nada que los filósofos adquieran la desinteresada curiosidad intelectual que caracteriza al auténtico hombre de ciencia. El conocimiento relativo al futuro (que es el tipo de conocimiento que debe buscarse si queremos conocer el destino humano) es posible dentro de ciertos límites estrechos. Es imposible decir cuánto pueden ampliarse estos límites con el progreso de la ciencia. Pero lo que es evidente es que cualquier proposición acerca del futuro pertenece, por su contenido, a una ciencia especial, y debe comprobarse, si es necesario, mediante los métodos de esa ciencia. La filosofía no es un atajo al mismo tipo de resultados que los de otras ciencias: si quiere ser una disciplina genuina, debe tener un terreno propio, y buscar resultados que las otras ciencias no puedan probar o desmentir.
El evolucionismo, al basarse en la noción de progreso, que es un cambio de peor a mejor, permite, me parece, que la noción de tiempo se vuelva su tirano en lugar de su sirviente, y pierde por ello esa imparcialidad de perspectiva que es el origen de lo mejor del pensamiento y del sentimiento filosóficos. Los metafísicos, como vimos, han rechazado frecuentemente la realidad del tiempo en conjunto. Yo no quiero hacer eso; sólo pretendo salvaguardar el punto de vista mental que inspiró ese rechazo, la actitud que, en pensamiento, considera que el pasado tiene la misma realidad que el presente y la misma importancia que el futuro. «En la medida —dice Spinoza—[6] en que la inteligencia concibe una cosa de acuerdo con el dictado de la razón, resultará afectada por igual tanto si es idea de una cosa futura como pasada o presente». Es este «concebir de acuerdo con el dictado de la razón» lo que encuentro que falta en la filosofía que se basa en la evolución.
IV. El bien y el mal
El misticismo sostiene que todo mal es ilusorio, y a veces opina lo mismo del bien, pero mantiene más a menudo que toda realidad es buena. Pueden encontrarse ambos puntos de vista en Heráclito: «Bien y mal son una sola cosa», dice, pero, en otro lugar: «Para Dios todas las cosas son buenas, bellas y justas, pero los hombres mantienen cosas ciertas y cosas falsas». Una postura ambivalente similar se encuentra en Spinoza, pero utiliza la palabra «perfección» cuando quiere hablar del bien que no es meramente humano. «Por realidad y perfección entiendo lo mismo», dice [7]; pero en otra parte encontramos la definición: «Por bien entenderé lo que sabemos con seguridad que nos es útil [8]».
De forma que la perfección pertenece a la realidad por su propia naturaleza, pero la bondad es relativa a nosotros y a nuestras necesidades, y desaparece tras un estudio imparcial. Creo que es necesaria una distinción semejante para comprender el concepto ético del misticismo: hay un tipo mundano inferior de bien y de mal, que divide el mundo de las apariencias en partes aparentemente enfrentadas; pero también hay un tipo de bien más elevado, místico, que pertenece a la realidad y al que no se opone ningún tipo correlativo de mal.
Es difícil dar una justificación sostenible desde el punto de vista lógico de esta postura sin reconocer que el bien y el mal son subjetivos, que simplemente es bueno aquello hacia lo que tenemos un tipo de sentimiento y es malo simplemente aquello hacia lo que tenemos otro tipo de sentimiento. En nuestra vida activa, cuando tenemos que escoger y preferir entre dos actos posibles, uno y otro, es necesario que distingamos el bien del mal, o por lo menos lo que es mejor de lo que es peor. Pero esta distinción, como todo lo que se refiere a la acción, pertenece a lo que el misticismo considera el mundo de la ilusión, aunque sólo sea porque involucra por esencia al tiempo. En nuestra vida contemplativa, cuando no se requiere acción resulta posible ser imparcial, y superar el dualismo ético que exige la acción. En tanto seamos meramente imparciales, podemos contentarnos con decir que tanto el bien como el mal de una acción son ilusorios. Pero si el mundo entero nos parece merecedor de amor y adoración, como debe ser si tenemos clarividencia mística, si vemos
La Tierra y todo lo comúnmente visible…
Revestidos de luz celeste,
diremos que hay un bien más elevado que el de la acción, y que este bien superior pertenece al mundo entero tal como es en realidad. En este sentido se explican y justifican la actitud ambivalente y la aparente vacilación del misticismo.
La posibilidad de este amor y alegría universales en todo lo que existe tiene una importancia suprema para el gobierno y la felicidad de la vida, y proporciona un valor inestimable a la emoción mística, al margen de cualquier credo que pueda construirse sobre ella. Pero si no queremos dejarnos llevar hacia falsas creencias, es necesario que nos demos cuenta de qué es lo que revela exactamente la emoción mística. Revela una posibilidad de la naturaleza humana: posibilidad de una vida más noble, más feliz y más libre que cualquiera que pueda realizarse de otra manera. Pero no revela nada acerca de lo no humano, o acerca de la naturaleza del universo en general. Lo bueno y lo malo, o incluso el bien superior que el misticismo encuentra en todas partes, son el reflejo de nuestras propias emociones acerca de cosas distintas, y no parte de la sustancia de las cosas tal como son en sí mismas. Y, por consiguiente, una perspectiva imparcial, liberada de toda preocupación por su persona, no juzgará que las cosas son buenas o malas, aunque pueda combinarse muy fácilmente con ese sentimiento de amor universal que lleva al místico a decir que todo el mundo es bueno.
La filosofía de la evolución, a través de la noción de progreso, está ligada al dualismo ético de lo peor y lo mejor, y está cerrada por lo tanto no sólo al tipo de estudio que descarta a la vez el bien y el mal de su consideración, sino también a la creencia mística en la bondad de todo. De esta forma la distinción del bien y del mal, como el tiempo, se vuelve un tirano en esta filosofía e introduce dentro del pensamiento la incansable selectividad de la acción. El bien y el mal, como el tiempo, no serían, parece, generales o fundamentales en el mundo del pensamiento, sino miembros tardíos y muy especializados de la jerarquía intelectual.
Aunque, como hemos visto, puede interpretarse el misticismo de forma que coincida con la idea de que el bien y el mal no son fundamentales intelectualmente, hay que admitir que en esto dejamos de coincidir verbalmente con la mayoría de los grandes filósofos y maestros religiosos del pasado. Creo, de cualquier manera, que la eliminación de consideraciones éticas de que la filosofía es tanto científicamente necesaria como —aunque esto pueda parecer una paradoja— una ventaja ética. Ambas opiniones serán defendidas brevemente.
Una filosofía científica no puede hacer nada por satisfacer nuestras más humanas esperanzas de demostrar que el mundo tiene ésta o aquella característica deseable. La diferencia entre un mundo bueno y uno malo estriba en las características particulares de las cosas particulares que existen en esos mundos: no es lo suficientemente abstracta para entrar en el dominio de la filosofía. El amor y el odio, por ejemplo, son contrarios éticos, pero para la filosofía son actitudes muy parecidas con respecto a los objetos. La forma general y la estructura de las actitudes con respecto a los objetos que constituyen fenómenos mentales es un problema de filosofía, pero la diferencia entre el amor y el odio no es de forma y estructura, y por consiguiente pertenece más a la ciencia especial de la psicología que a la filosofía. De ahí que los intereses éticos que han inspirado frecuentemente a los filósofos deban quedar en segundo plano: algún interés ético puede inspirar todo el estudio, pero no puede concedérsele atención detallada o esperarse que figure entre los resultados específicos que se buscan.
Si este punto de vista parece decepcionante a primera vista, recordemos que se ha visto la necesidad de un cambio similar en todas las demás ciencias. Ya no se le pide al físico o al químico que demuestre la importancia ética de sus iones o átomos; no se espera del biólogo que demuestre la utilidad de las plantas o animales que disecciona. En las épocas precientíficas éste no era el caso. Se estudiaba astronomía, por ejemplo, porque los hombres creían en la astrología: se pensaba que los movimientos de los planetas guardaban una relación muy directa e importante con las vidas de los seres humanos. Presumiblemente, cuando desapareció esta creencia y empezó el estudio desinteresado de la astronomía, muchos que habían encontrado la astrología absorbente e interesante decidieron que la astronomía ofrecía un interés humano demasiado escaso para que mereciera la pena estudiarla. La física, tal como aparece en el Timeo de Platón, por ejemplo, está llena de nociones éticas: es parte esencial de su objetivo demostrar que la Tierra merece ser admirada. Al físico moderno, por el contrario, aunque no pretende negar de ninguna manera que la Tierra es admirable, no le preocupan, como físico, sus características éticas: sólo le preocupa descubrir hechos, no considerar si son buenos o malos. En psicología la actitud científica es todavía más reciente y más difícil que en las ciencias físicas: resulta natural considerar que la naturaleza humana es buena o mala y suponer que la diferencia entre lo bueno y lo malo, de una importancia tan capital en la práctica, debe ser importante también en la teoría. Solamente ha sido durante el último siglo cuando se ha desarrollado una psicología éticamente neutral; y, también aquí, la neutralidad ética ha resultado esencial para el éxito científico.
En filosofía, hasta ahora, se ha buscado raramente y casi nunca se ha logrado la neutralidad ética. Los hombres han tenido presentes sus deseos, y han juzgado las filosofías de acuerdo con esos deseos. Rechazada por las ciencias particulares, la creencia de que las nociones de bien y de mal deben proporcionar una clave para la comprensión del mundo ha buscado refugio en la filosofía. Pero hay que sacar también a esta creencia de su último refugio si es que la filosofía no quiere seguir siendo un conjunto de plácidos sueños. Es un lugar común decir que la felicidad no la alcanzan mejor los que la buscan directamente; y podría parecer que lo mismo puede decirse del bien. Dentro del pensamiento, en cualquier caso, los que se olvidan del bien y del mal y sólo tratan de conocer los hechos son más susceptibles de alcanzar el bien que los que consideran el mundo a través del medio deformante de sus propios deseos.
Volvemos pues a nuestra paradoja aparente, que una filosofía que no trata de imponer su concepto del bien y del mal sobre el mundo, no sólo es más susceptible de alcanzar la verdad, sino también consecuencia de un punto de vista más ético que otra que, como el evolucionismo y la mayoría de los sistemas tradicionales, está evaluando constantemente el universo y tratando de encontrar en él una encarnación de sus ideales actuales. En religión, y en cualquier punto de vista profundamente serio acerca del mundo y del destino humano, hay un elemento de sumisión, una asunción de los límites del poder humano, del que carece de alguna forma el mundo moderno, con sus rápidos éxitos materiales y su creencia insolente en las posibilidades ilimitadas del progreso. «El que amó su vida la perderá»; y existe el peligro de que, por culpa de un amor demasiado confiado de la vida, la propia vida pierda mucho de lo que le da su máximo valor. La sumisión que la religión inculca en la acción es esencialmente la misma en espíritu que la que la ciencia enseña en pensamiento; y la neutralidad ética gracias a la que ha conseguido sus victorias es resultado de esa sumisión. El bien que nos atañe recordar es el bien que está en nuestro poder crear (el bien en nuestras propias vidas y en nuestra actitud hacia el mundo). Persistir en la creencia de una plasmación externa del bien es una forma de presunción que, si no puede garantizar el bien externo que desea, sí puede perjudicar seriamente el bien interno que reside en nuestro poder, y destruir ese respeto de los hechos que constituye tanto lo que la humildad tiene de valioso como lo que es fructífero en el temperamento científico.
Los seres humanos no pueden, por supuesto, trascender por completo la naturaleza humana; debe quedar algo subjetivo, aunque sólo sea el interés que determina la dirección de nuestra atención, en cualquiera de nuestros pensamientos. Pero la filosofía científica se acerca más a la objetividad que cualquier otra actividad humana, y nos da, por consiguiente, la constante más cercana y la relación más íntima con el mundo exterior que es posible alcanzar. Para la inteligencia primitiva, todo es amistoso u hostil; pero la experiencia ha demostrado que la amistad y la hostilidad no son conceptos a través de los cuales pueda comprenderse el mundo. La filosofía científica representa por tanto, aunque de momento sólo está naciendo, una forma de pensamiento superior a cualquier creencia o imaginación precientífica y, como toda tentativa de trascendencia, trae consigo la generosa recompensa del acrecentamiento del campo de acción, de la envergadura y de la comprensión. El evolucionismo, a pesar de sus invocaciones de hechos científicos particulares, no llega a ser una filosofía verdaderamente científica por su esclavitud con respecto al tiempo, sus preocupaciones éticas y su interés predominante por los asuntos humanos y por nuestro destino. Una filosofía verdaderamente científica será más humilde, más fragmentaria, más ardua, ofrecerá menos deslumbrantes espejismos externos para halagar esperanzas falaces, pero será más indiferente al destino y más capaz de aceptar el mundo sin la imposición tiránica de nuestras exigencias humanas y temporales.
Notas
[2] Todas las citas precedentes han sido tomadas de la obra de Burnet: Early Greek Philosophy, 1908, pp. 146-156
[3] República, 514. [He utilizado la traducción de J. M. Pabón y M. Fernández Galiano (N. del T.)]
[4] Esta sección, y también una o dos páginas de secciones posteriores, se editaron en un ciclo de conferencias en Lowell, On our knowledge of the external world, publicado por la Open Court Publishing Company. Pero las he dejado aquí porque se escribieron originalmente para este contexto.
[5] Introduction to Metaphysics, p. 1.
[6] Ethics, Bk. IV, Prop. LXII. [Hay trad. cast. de Ángel Rodríguez Bachiller, Madrid, Aguilar, 1961.]
[7] Ibidem, Pt. II, Df. VI.
[8] Ibidem, Pt. IV, Df. I.
* Reproducido de la Independent Review, diciembre de 1903
En Bertrand Russell, Misticismo y Lógica, Cap. II
Título original: A free Man's Worship and other essays
Bertrand Russell, 1917
Traducción: Santiago Jordan