Pascal Quignard: El libro de Heidelbeermann
11 de diciembre de 2017
1. Historia de los caballos
Antiguamente
los caballos eran libres. Galopaban por la tierra sin que los hombres los
desearan, los encerraran, los reunieran en los desfiladeros, los enlazaran, los
apresaran, los uncieran a carros de guerra, los enjaezaran, los ensillaran, los
herraran, los montaran, los sacrificaran, los comieran. A veces los hombres y
los animales cantaban juntos. Los largos gemidos de unos provocaban los
singulares relinchos de los otros. Los pájaros bajaban del cielo y acudían a
picotear los restos entre las piernas de los caballos que sacudían sus
magníficas crines, entre los muslos de los hombres que echaban hacia atrás sus
cabezas, sentados en el suelo, alrededor del fuego, que comían ávidamente,
ruidosamente, excesivamente, que golpeaban súbitamente sus manos en cadencia.
Cuando el fuego se había apagado, cuando habían terminado de cantar, los
hombres se levantaban. Porque los hombres no dormían de pie como lo hacían los
caballos. Entonces limpiaban en el suelo las huellas de sus escrotos y de sus
sexos que se habían depositado allí. Volvían a subir a sus caballos y
cabalgaban sobre toda la superficie de la tierra, en las orillas húmedas de los
mares, en los bosques bajos y primarios, en los páramos ventosos, en las
estepas. Un día, un hombre joven compuso este canto: “Salí de una mujer y me
encontré frente a la muerte. ¿Dónde se pierde mi alma por la noche? ¿En qué
mundo reside? Resulta pues que hay un rostro que nunca vi, que me persigue.
¿Por qué vuelvo a ver ese rostro que no conozco?”
Solo,
partió a caballo.
De
repente, cuando estaba galopando a pleno día, se hizo de noche.
Se
inclinó. Con espanto acarició la crin que cubría el cuello de su caballo y su
piel tibia y temblorosa.
Pero el
cielo se volvió absolutamente negro.
El
jinete tiró de la cadenita de bronce de las riendas. Bajó del caballo.
Desenrolló en el suelo una manta constituida por tres pieles de reno
sólidamente anudadas entre sí. Ató los cuatro extremos de la manta para
proteger, lo más completamente posible, tanto a él mismo como la cara de su
caballo. Volvieron a partir.
El aire
estaba inmóvil.
Súbitamente
la lluvia se abatió sobre ellos.
Avanzaban
lentamente buscando con la vista, los dos, su camino entre el estrépito y el
agua atronadora.
Llegaron
a una colina. Ya no llovía más. Tres hombres estaban atados a unas ramas en la
oscuridad.
En el
medio, un hombre completamente desnudo, con una corona de espinas en la frente,
aullaba.
De
manera misteriosa, otro hombre, con la punta de una caña, le alcanzaba una
esponja a los labios. A su lado, al mismo tiempo, un soldado hundía su lanza en
su corazón.
2. Historia que le sucedió a
Hagus
Un día,
mucho después, siglos después, cuando caía la tarde, mientras estaba solo, a
pie, llevaba detrás de sí a su caballo de la brida en la ribera del Somme, en
la penumbra que empezaba a llegar sobre el río, y se detuvo.
El
hombre había divisado a un arrendajo muerto sobre un montón de pizarras.
Estaba
casi a diez metros del río que corría en silencio.
Había
un aliso.
Sobre
el montón de lozas de pizarra despegadas, grisáceas, que estaban expuestas al
sol poniente, un arrendajo estaba tendido de espaldas, con las alas bien
abiertas, el pico abierto.
El
caballo resopló. Pero el hombre acarició la larga y pesada cabellera que cubría
su espinazo.
Hagus,
que era el barquero del río, ató su barca al tronco del gran aliso. Fue a
ubicarse junto al jinete intrigado y el caballo inmóvil. Con su pértiga apoyada
en el hombro, cruzó su mirada con las miradas de ellos.
Porque
había algo extraño en ese arrendajo muerto.
Entonces
Hagus sacó fuerzas de flaqueza y se acercó al pájaro de alas azules.
Pero se
paralizó casi de inmediato porque el arrendajo levantaba regularmente sus
plumas negras y azul intenso. Se daba vuelta un poco al respirar. Actuaba del
siguiente modo: un golpe hacia la costa y la barca y el follaje del aliso y el
río; un golpe hacia los cardos y el jinete paralizado por su visión y el
caballo inmóvil y ansioso.
En
verdad, el arrendajo ofrecía sus plumas coloridas al calor del último sol.
Las
secaba.
Luego,
en menos de un segundo, hizo una pirueta, se volvió a parar sobre sus patas y
de un salto salió volando y se encontró encaramado en la punta de la pértiga
del barquero de río.
Entonces
Hagus oyó, sobre su hombro, que tenía que dejar este mundo.
Giró la
cabeza hacia el pájaro que lo miraba y que lanzaba su grito horrible, después
se dio vuelta hacia el jinete pero ya no había nada a su lado. El jinete y el
caballo se habían ido sin que los hubiese visto desaparecer.
Súbitamente
el pájaro desplegó de nuevo sus alas negras y azules, dejó su palo –que era la
pértiga de Hagus apoyada en su hombro– y se voló.
El
pájaro se internó en el cielo.
De
manera progresiva, el carácter de Hagus se ensombreció. Empezó descuidando su
servicio en la costa del río. Abandonó su barca entre los juncos. Dejó que la
lluvia la invadiera con el agua de las tormentas. Al cabo de dos estaciones su
mujer y su hijo se cansaron de su tristeza, hablaron juntos febrilmente,
agarraron sus cosas, partieron. Entonces Hagus, que renunciaba a la compañía de
los suyos, se apartó de sus prójimos. O más bien no se dirigió más a los seres
humanos. Evitaba la luz demasiado intensa. Todo lo que era visible le daba
miedo. Incluso los rostros de los animales, que le parecían reprobatorios, y
los rehuía. Tomaba desvíos para no cruzar la mirada con un cernícalo de pico
completamente amarillo o con los ojos de una rana que trataba de atraerlo por
medio de su canto en la noche cálida sobre la pradera.
3. La caja de concierto
Antiguamente
había un hombre un poco rengo que llevaba una caja de madera con compartimentos
sobre su espalda. Iba de aldea en aldea. Apoyaba la caja sobre una piedra o
sobre el tronco de un árbol, o sobre un baúl, o sobre un banco, y entonces
desplegaba cuidadosamente la tapa. Se contaban doce agujeros. Cada uno contenía
una rana. A la noche, levantaba la cabeza y nombraba a Van Sissou. Era como una
plegaria que el hombre del pie estropeado lanzaba hacia el cielo. “¡Habla, Van
Sissou!”, exclamaba y le pedía a un niño que se encontraba allí que tomase una
jarra y derramara el agua sobre cada cabeza. Ellas cantaban.
–Si
hacen silencio –les decía a los niños y a las diversas poblaciones que se
aglomeraban entonces provenientes de los campos y las sendas del bosque, que lo
rodeaban y se apretaban unos y otros contra él para examinar el interior de su
caja–, escucharán un carillón oscuro.
Entonces,
incluso los niños se callaban, escuchaban el canto que poco a poco se elevaba y
sus ojos se humedecían porque todos habían conocido a alguien en el otro mundo.
Algunos murmuraban “¡Mamá!” y se desplomaban dentro de sus rodillas. Y decían
en voz baja: “¡Mamá! ¡Mamá!”
4. Nacimiento de Nithard
Antiguamente,
el día en que Nithard nació, el conde Angilbert –que era el padre del niño, que
también era el padre abad de la abadía consagrada a San Riquier de la bahía de
Somme– agarró al niño cuando salía chorreando del vientre de Berthe y dijo:
“Párpados que levantas por primera vez, plegando tu piel tan frágil mientras
desnudas tus dos grandes ojos mojados a la luz, te bendigo en nombre del padre,
del hijo, del espíritu”. Fue entonces cuando surgió un nuevo grito. Había un
gemelo en el vientre de Berthe: se podía ver la frente amarilla que empujaba
contra la pared del vientre y que ya aparecía entre los grandes labios
violáceos de Berthe, justo por debajo de la mata de pelos rubios que cubría su
piel tensada al máximo hasta el ombligo. El conde abad Angilbert trató de
agarrarlo. Pero el recién nacido estaba particularmente empapado. El cuerpito
viscoso se debatía en todos los sentidos y resbalaba como una anguila entre sus
manos. El abad gritó: “Oye tú que empiezas a buscar asideros por todas partes
en la naturaleza, dedos minúsculos que despliegas y que aprietas con tanta
tenacidad y fervor la gran mano de quien te concibió hace ya varias estaciones,
te bendigo también. Es un signo que nos envía Dios al repetir el nacimiento de
Nithard en este rostro que se le parece mucho más de lo que podría hacerlo una
sombra: ¡lo reitera casi como un reflejo! ¡Dios quiso un compañero para sus
días tal como él mismo tenía a Juan que dormía sobre su hombro!”
Tras
haber pronunciado estas palabras, procedió al segundo bautismo y lo llamó
Hartnid.
5. La concepción de Nithard
Antaño,
nueve meses antes de que Nithard naciera, una tarde en que estaban ocultos de
las miradas atrás de las madreselvas amarillas y blancas y las grandes glicinas
azules, la hija del emperador que se llamaba Berehta o Berthe tomó la mano del
conde Angilbert y le dijo:
–Entra
en mí.
Y
repitió:
–Entra
en mí. Te amo tanto.
Levantó
su túnica. Entonces él entró en ella.
Ella
gozó.
Él
también obtuvo tanto placer que la penetró por segunda vez.
Ella
gozó.
Esto
pasó antes del nacimiento de Nithard y de Hartnid. Sar, la chamán de la bahía
de Somme, improvisó en aquellos tiempos este poema:
–Porque
si a los pájaros les gusta cantar, también les gusta oír los cantos.
Les
gusta oír el mar del Norte que rompe bajo el acantilado de caliza y se callan
poco a poco ante las olas que se elevan y que se desploman sobre la arena que
hacen rodar y que producen al corroer la pared vertical y blanca.
Incluso
los atrae tan sólo el estremecimiento de las cañas en el agua estancada de las
lagunas que bordean la bahía.
Los
pájaros se acercan a los prados salados y a los cañaverales. Penetran en ellos.
Se complacen en acompañar los cantos que allí produce el viento profiriendo sus
trinos.
Ahora
bien –dijo Sar–, la lluvia,
cuando
cae sobre las hojas del bosque,
en
cambio intimida sus picos.
Disminuye
sus variaciones y baja la altura de los sonidos que vociferan.
A veces
los chubascos y los chaparrones los suspenden.
Los
gorjeos ceden por completo su lugar a los estrépitos y a los estruendos.
Todos
los pájaros responden –e incluso su sorprendente silencio responde cuando
llegan a callarse.
Todos
los pájaros modulan según el acompañamiento que ofrece el lugar a los
movimientos y a la resonancia particular que organizan sus extraños mandatos.
Casi no
tintinean arpegios cuando el sitio está en la niebla.
Ningún
desgranamiento de llamados se lanza dos veces bajo las nubes.
Los
graves se difunden más lejos que los agudos en el mundo de los pájaros –como el
dolor en el nuestro.
Los
lentos se distinguen más fácilmente que los rápidos.
Yo,
Sar, lo digo:
Los
signos de los pájaros son más dulces que la pena que ustedes sienten.
Son más
comprensibles para mi oído que las lenguas que articulan los hombres a los
cuales les doy mi asistencia cuando están poseídos y giran sobre sí mismos sin
saber qué hacer con su sufrimiento en el sufrimiento.
6. Hartnid enamorado
Un día,
Mateo el Evangelista escribió en Evangelio
XIII, 1: “In illo die, Iesu, exiens de domo, sedebat secus mare”. (Un día,
Jesús, tras haber salido de su casa, se sentó a la orilla del mar.) Un día,
Hartnid, tras haber salido de su casa, se sentó a la orilla del mar. De pronto
se alzó el viento y levantó la arena. Tenía trece años. Una barca se encontraba
allí. Subió a la barca. Izó la vela en el mástil. Navegó en dirección al oeste,
después giró hacia el norte y soltó el timón. Se durmió. Entonces derivó largo
tiempo. Cruzó el mar. Desembarcó en Arklow. En la bahía de Arklow, Hartnid
encontró a un santo que vivía bajo una piedra.
Hartnid
dibujó en la arena un rostro y le preguntó al santo:
–¿Conoce
este rostro?
Pero el
ermitaño le respondió:
–No
conozco ese rostro. ¿Por qué me lo pregunta? Tampoco lo conocía a usted ni a su
cuerpo ni a su rostro cuando lo vi hace un rato, desde la puerta de mi cabaña
de piedras, anclando su barco, bajando su bote por medio de una soga, remando,
remolcando su pequeño bote sobre el barro salobre y los fragmentos de
caparazones rotos de la costa.
–Porque
busco a la mujer que tiene este rostro sobre sus hombros. Esa es la razón de mi
viaje. Mi propio rostro no importa. Porque mi rostro ya existía en este mundo
cuando aparecí en este mundo.
La
princesa Berehta (Berthe, que era la madre de Hartnid) decía en el nuevo
palacio de su padre, en Aix-la-Chapelle, en el año 813:
–Creo
que su cabeza se quedó vacía. El amor lo trastornó apenas le crecieron los
pelos a lo largo de las piernas y cubrieron sus mejillas. Otro cuerpo distinto
del suyo se le subió al cerebro aunque yo no sepa dónde obtuvo esa visión. Por
lo menos, cuando tenía doce o trece años, una imagen se montó en su cabeza y se
aferró a ella. No se extinguió cuando llegó el amanecer y él se levantó de su
lecho. A partir de ese instante ya no quiso ver más a su hermano. Esa imagen se
convirtió en un furor tal que ya no oye más nada de lo que le dicen. Quiere
recobrar ese rostro. Nadie puede permanecer frente a mi hijo sin quedar estupefacto
por lo que le ha pasado. Ama a alguien.
Así es
como la princesa Berthe justificaba la partida de su hijo ante el más joven de
sus gemelos, que se llamaba Nithard. Porque entre los gemelos, el concebido
antes es el último que sale. Y fue así que Hartnid, que era otra manera de
escribir Nithard, a quien había concebido y nombrado Angilbert, a quien había
cargado y alimentado Berthe, dejó la Francia marítima.
7. Frater Lucius
Uno de
los monjes del monasterio de Saint-Riquier, el que les enseñó sus letras, tanto
griegas como latinas, a Nithard al igual que a Hartnid, que era un excelente
copista, que era incluso la mejor mano del monasterio para ornar las letras
bizantinas, para simplificar de la manera más pura las letras carolingias,
tenía el nombre de Frater Lucius. Se había enamorado de un gato totalmente
negro. El gato era tan bello y pequeño como una linda corneja chica de los
bosques. Tenía ojos adorables. A decir verdad, se parecía más bien a un grajo
de los sembrados porque su hocico estaba manchado de blanco. El Hermano Lucius
se apuraba en haber terminado su jornada, en haber acabado su copia, en dejar
el scriptorium cuyas sedes sin embargo estaban calefaccionadas con pequeños
hornillos de brasas donde los monjes apoyaban sus pies y donde el calor se
acumulaba bajo sus ropas. Pero poco importa el calor: Frater Lucius estaba
apurado por volver a su celda y abrir el batiente de madera de su ventana para
que apareciera y saltara y hundiera su hocico helado en el hueco de su cuello.
No tenía en la cabeza nada más que a su gato. Sólo soñaba con sus caricias,
caricias a su vez tan ávidas de caricias, y con sus murmullos tibios,
ronquidos, gritos atenuados, ronroneos, siseos, pequeñas lamida rasposas, ojos
que se guiñan en el consentimiento y que se cierran a medias en el reposo y en
la ternura.
Frater
Lucius no tenía en la mente más que su miradita seductora y su naricita
conmovedora.
Apenas
cerraba detrás de sí la puerta de su celda, se sacaba su capucha. Una vez
quitada la capucha, tiraba el postigo de madera y ya el gato estaba saltando
sobre su hombro y tocaba con su pata su mejilla como si lo acariciara.
Ni
siquiera era necesario que susurrara su nombre en la noche sobre todos los
techos del monasterio. El gato saltaba sobre su hombro y ya ronroneaba.
Se
acostaban los dos sobre su jergón de paja cubierto de pieles y dormían juntos.
El
hermano hundía la cara en su pelaje. Respiraba con dificultad pero le parecía
que revivía. Hablaban juntos. Eran felices. Se amaban.
8. La abadía que restauró
Angilbert
Cuando
el emperador le ofreció la fuente de San Marcoul, el capitel de piedras secas y
reunidas sin junturas que la remataba, la vieja ermita de San Riquier, el rey
chamán, que había sido erigida a su lado, y por último las construcciones más
recientes de la abadía que los rodeaban, al conde y abad (abbas et comes)
Angilbert, le otorgó unas dependencias hasta la orilla del mar antes de
Quentovic. Era en los años 790. Harun al-Rachid ya era el califa de la gran
ciudad de Bagdad. Carlomagno todavía no era emperador. Nadie en el mundo lo
llamaba aún Carolus Magnus, ni Carlos el Magno, ni Karel der Grosse. El joven
rey de los francos no quiso como yerno al conde que tenía en sus manos el
ducado de la Francia marítima. Deseó enseguida reintegrar a Berthe a su corte.
Amaba a Berthe más que a ninguna de las otras princesas y aun más que a sus
esposas. Lo que al conde Angilbert se le ocurrió decirle a la princesa Berthe
cuando, al transmitir el pedido que le había hecho su padre, lo rechazó para
siempre, fue lo siguiente:
–Es
posible que las mujeres y los hombres no conozcan dos veces el deseo. No estoy
convencido de ello, ni para las mujeres, ni para los hombres, pero es algo
posible. Los peces a los que llamamos salmones mueren justo en el instante en
que experimentan el goce cuando es la primera vez de sus vidas en que lo
encuentran. En el instante en que sus cuerpos y sus aletas se mezclan con la
fuente de los montes donde fueron concebidos, sus viejos cuerpos impregnados de
semen, todavía temblando en la voluptuosidad, mueren. Usted señaló que me pasó
algo comparable entre las madreselvas, cuando nos encontramos a la sombra de
los densos racimos de glicinas azules que nos ocultaban de la vista de los
otros miembros de la corte. Nuestros cuerpos temblaban en la felicidad
exactamente como lo hacen los animales cuando tienen miedo. A veces se grita en
el último instante, cuando el alma se escapa, como se grita cuando se nace,
mientras el cuerpo descubre la luz del sol. Y sucede que gritemos en el placer,
cuando el agua que contenemos de pronto se derrama. Es posible, en efecto, que
no aprendamos demasiadas cosas al vivir. Por el momento, su padre solicitó que
no nos tocásemos más. En lo que me concierne, ese príncipe es un amigo y yo soy
un compañero leal. En cuanto a usted, es su padre y usted es una hija dichosa y
amorosa. Él tiene bastante con sus hijos y los hijos de sus hijos y teme por la
sucesión del inmenso reino que tiene impacientemente la voluntad de aumentar.
Usted va a unirse a la corte palatina de sus mujeres en Aix. Nuestros cuerpos
ya no temblarán ni de felicidad ni de temor. Cuidaré de nuestros hijos y los
trescientos monjes que he reunido en mi abadía los instruirán con tanta
solicitud e incluso con más diligencia que todos los otros duques de la tierra.
Las mujeres que trabajan en los hornos, que lavan, que secan la ropa blanca,
que cultivan, que plantan, que cosechan en el terreno rectangular, los querrán.
La
princesa Berehta le respondió al conde Angilbert convertido en padre abad de la
abadía de Saint-Riquier:
–Nosotras,
mujeres, nuestra vida no es feliz. El tiempo en que somos mujeres es demasiado breve.
Somos demasiado tiempo niñas, seguimos siendo mujeres tan pocas temporadas,
somos demasiado rápido madres, perdemos una extensión interminable de tiempo en
hacernos viejas y en quedar, con un pie en el aire, todas empolvadas, dudando
en naufragar en el océano de la muerte. Además, el ciclo de nuestra fecundidad
está desagradablemente medido si lo comparamos con la duración de nuestra
existencia. Los cuidados que requieren los pequeños que salen de nuestro sexo
son repetitivos y groseros. Por eso pienso esto: El tiempo de las madres y de
las abuelas es demasiado extenso a tal punto que se torna molesto y casi
repulsivo. En este sentido, no estoy descontenta de volver a la compañía de mi
padre, a la edad en la que estoy. Amigo mío, consérveme su servicio puesto que
ya no quiere acostarse cerca de mi carne, puesto que ya no quiere llevar su
boca a mi pecho y chuparlo un poco, vaciado, al caer la noche, puesto que ya no
quiere entonar su gemido en el hueco de mi hombro. Pero ahora voy a decir lo
que creo que es lo peor. Lo más terrible que hay en la existencia que tienen
las mujeres es que amamos a los hombres mientras nos desean. Cada una de
nosotras se entrega por completo a uno de ellos mientras que ellos olvidan que
están en nuestros brazos inmediatamente después de que nos penetraron y corren
a comunicar por todas partes lo que no saben nunca.
9. La escena del baño en el
gran salón
Hartnid
tomaba su baño en su bañera de madera en el gran salón colmado de penumbra. Oyó
una voz de mujer a sus espaldas.
–¡Cierra
los ojos cuando te toque!
Hartnid
cerró los ojos y respondió a la voz:
–Hice
lo que me pediste. Tengo mis dos párpados bajos. Haz lo que te dispones a
hacer.
Entonces
la mujer que se llamaba Wicklow lo agarró de los hombros y entró en la bañera.
Él
abrió los ojos. La miró. Ella era muy hermosa. Le dijo:
–Ya no
tendré que cerrar los ojos cuando te acerques a mí.
–Por
desgracia.
–Serás
mi única mujer. Eres tan hermosa. Eres la primera mujer que descubro desnuda.
Aun de aquella cuyo rostro busco, no imagino su desnudez. Serás la única de la
que tendré la plena e indecente apariencia y la colocaré cerca del retrato que
se fijó no sé por qué, antes, en mi corazón.
La
mujer pareció triste.
Ella
dijo:
–Ya no
habrá más que los sueños que puedan darle su auxilio a la vida.
Después
la mujer mostró con el dedo el borde de la bañera.
–¿Qué
es este pájaro sobre el círculo de cobre?
–Es mi
arrendajo.
10. La derrota de Abd ar Rahman
el Ghafiki
¿A qué
llamamos horror? Una sensación de espanto que causa el miedo súbitamente en
todo el cuerpo, de los pies a la cabeza, que eriza la piel o para los pelos,
que incluso quita el sueño. O bien que llega a interrumpirlo y es como un
arrebato que captura, que aprieta la garganta como un lazo, cubre de sudor el
vientre, empapa el surco que separa las nalgas. Ninguna lágrima se vierte en el
horror. Provoca el deseo irresistible de escapar lo más rápido posible en la mayoría
de los animales salvajes que están todos dotados de una extraordinaria
presciencia. En el mismo momento dos ataques se asociaron y estrangularon a
Europa como colmillos. Una invasión progresiva, sabia, sutil, piadosa al sur,
una invasión brutal, bárbara, codiciosa, violenta al norte. Una, que se volvió
punzante y que cantaba admirablemente acompañándose de violas, la otra, que era
esporádica y que incendiaba todo, apresaron al continente en su morsa, sin que
ni una ni la otra se hubiesen concertado. En 698, únicamente Cartago, que
resultaba ser el más bello puerto que reinaba entonces en el mar Mediterráneo,
no había caído en manos de los árabes. En 711, el mar fue completamente
conquistado. En todo el contorno del mar interior se edificaron torres sarracenas
a lo largo de las costas y se “erizaron” como otras tantas lanzas. El Imperio
oriental bizantino, replegado en el mar de Mármara, ya no tuvo relación directa
con la parte occidental del antiguo imperio. Los puertos de Provenza se
vaciaron. Las barcas de pesca, los botes, las redes sustituyeron a los navíos
que achicaron, a las galeras que acortaron, a las largas barcazas de
comerciantes que miniaturizaron hasta el punto de convertirlas en ferrys o
incluso en góndolas. Las sedas y las especias provenientes del Extremo Oriente
transitaron a lomo de burro por las rutas de Italia. Daban vueltas en los
desfiladeros de los Alpes. Les resultaba difícil llegar de la India, de las
mesetas de Mongolia, de los picos del Himalaya, de los inmensos ríos de China.
Después
de que el mar cayera íntegramente en su poder, los árabes penetraron en el
interior de los territorios.
Tras
haberse convertido en los amos del valle del Ródano, sometieron la Borgoña.
Sitiaron la ciudad de Autun en 725. En 731 asediaron la antigua ciudad de Sens,
donde finalmente fueron rechazados por el arzobispo que se había refugiado en
su isla y que los atacó a través del gueto de los judíos que daba al puerto, en
el brazo oriental del río navegable. En 732, Carlos Martel logró reunirse con
el duque Eudes y juntaron sus tropas.
Fue
entonces cuando Abd ar Rahman el Ghafiki perdió la gran batalla que tuvo lugar
en las puertas de Poitiers.
En 733
las tropas de los árabes de España perdieron Lyon.
Sólo la
aristocracia marsellesa, que se había aliado a los sarracenos contra los
francos, permaneció decididamente mahometana.
11. El concilio de
Verneuil-sur-Avre
De
pronto, un día, en 755, en Verneuil-sur-Avre, el rey de los francos Pipino
decidió posponer la guerra de marzo a mayo.
Se
reunió un concilio, que transformó la guerra por mil años en el territorio de
Europa.
Entre
los antiguos romanos, las dos puertas de la guerra se abrían en marzo y se
volvían a cerrar con los aguaceros y los barriales y las hojas secas y rojas
del otoño. Los dos batientes de la puerta se decían, en la lengua que hablaban
los antiguos guerreros de Etruria, “janua”.
Januarius
deus patuleius et clusius. (Enero dios de la puerta que se abre y que se
cierra.)
Las
Puertas de Enero mostraban el enigmático y doble rostro de un viejo (senex)
mirando hacia el oeste y de un niño (puer) mirando hacia el este, que remataba
la piedra del año Bifrons, cuando se ejecutaba al rey del año anterior, de
largos cabellos blancos, colgado de la rama de un roble, y se lo despojaba de su
piel.
Súbitamente
nacía, maravillosamente, el año nuevo con las primeras flores.
“Ia” en
la palabra romana “iannus” expresaba lo que se va, el ejército que se levanta,
la partida de los caballos, los tintineos de las armas en la primera luz del
año.
Así, en
755, los obispos se reunieron en la corte de Pipino, en la antigua ciudad
construida en la orilla del Iton y rodeada por el Avre. Promulgaron que, en ese
caso, dado que se adherían de buen grado a la opinión del soberano de los jefes
(duques) de las tribus francas, en adelante habría dos asambleas (concilia)
todos los “años” en la inmensa extensión donde los francos cabalgaban. Una en
mayo, en presencia del rey y de las tropas de sus guerreros para la revista
antes de la guerra y la reunión de todos ante todos. Otra en octubre, que
estaría consagrada a la administración del reino, en presencia de la casa del
rey, de los jefes que comandaban las tribus francas, de los padres que regían
las abadías, de los obispos que gobernaban las diócesis.
Resulta
pues que en primavera la solidaridad de los vassi
se concentraría en torno al rey. Resulta pues que en otoño serían dispersados
los missi. De tal modo, las grandes
circunscripciones eclesiásticas serían inspeccionadas unas tras otras y el
impuesto sería recaudado anualmente. Fue así que el vasallaje dentro de cada
provincia y las misiones en todo el territorio del imperio se equilibraron.
Pero los pasos, las riberas, las playas, las provincias del imperio eran cada
vez más perturbados, saqueados, incendiados, extorsionados. Las incursiones
terribles e imprevisibles de los normandos venían a reemplazar los pillajes de
los árabes y amplificaban la devastación de todas las costas, en todos los
ríos, en todos los mares, en todos los confines, incluso en las montañas.
12. Lo que llamaban el Día del
Oso
Un día,
antiguamente, un pequeño pueblo encaramado en el Alto Vallespir organizó un
“Dia de l’Ós”. Era un rito que tenía lugar al terminar el invierno, entre los
desfiladeros y los picos de las montañas escarpadas de los Pirineos. En la
época se llamaba “Día del Oso” a una “fiesta al revés” que se remontaba a los
primeros hombres que habían vivido allí mucho tiempo antes de que los vascos
–que venían de Siberia– los persiguieran y trataran de aniquilarlos. A esos
hombres antiguos les gustaba embriagarse con caldo de hongos. Penetraban con
antorchas en las cuevas. Pintaban las paredes de las cavernas con las cenizas
que quedaban de sus fogatas. Los hombres jóvenes del pueblo, luego de haberse
desnudado por completo, se ennegrecían la piel, los cabellos y los vellos
púbicos con ese hollín que previamente habían mezclado con grasa. Se revestían
con despojos despedazados de corderos luego de haberlos dado vuelta y cubrirlos
de sangre. Armados de largos palos, los “osos” procuraban bajar de las alturas
de la montaña hacia las pasturas, los apriscos, los manantiales, los establos,
los caseríos, mientras que unos “cazadores” trataban de rechazarlos. Los “osos”
capturaban a las muchachas a las que embadurnaban con su sangre y con su hollín
negro y pugnaban por llevarlas contra su voluntad a sus cavernas donde las
violaban y las fecundaban. Una vez saciados y dormidos los “osos”, los
“barberos” disfrazados, vestidos de blanco, entraban en las cuevas donde los
animales habían realizado su “carnicería” y lograban capturarlos. Les ponían
cadenas y los llevaban abajo, con los tobillos y las muñecas atados, hasta el
pueblo. A partir de entonces, con una doble hacha de sílex, los afeitaban
íntegramente (cabellos, pelos de los brazos, vello del torso, matas bajo las
axilas, matojo de pelos que rodea el escroto y el pene). Después las mujeres
arrojaban sobre ellos grandes baldes de agua y las fieras volvían a ser
hombres. Aquel día Lucía fue concebida de Ansiera violada por el conde de
Vannes y el prefecto de Bretaña, que se llamaba Hruodlandus (Roland), en el año
777, en el mes de mayo, mientras cruzaban los pasos de montaña. Más adelante,
Lucía tuvo una hija y la niña tenía los ojos tan azules que la llamaron
Lucilla.
13. El origen del Somme
El
primer color que se forma en la retina de todos los hombres, en el ojo del
recién nacido, es el azul.
Ese
color es azul como el mar que antecede a la tierra.
Azul
como el mismo cielo, que los antecede a ambos.
Durante
un largo tiempo el Somme no era más que un arroyito tan pequeño como el arroyo
que brotaba de las fuentes revitalizantes de San Marcoul.
Sar era
la chamán que tenía en su poder la bahía que abría el Somme en el mar del
Norte. Y sus ojos de vidente eran tan azules como lo son los ojos de los niños
recién nacidos. Una noche, en el fondo de sí misma, oyó a lo lejos a los
islandeses que llegaban en su barco. Entre los francos, sólo las mujeres tenían
el don de la doble visión, porque sólo las mujeres, según decían, son en el origen
tanto hombres como mujeres, es decir, tanto niños como viejos, es decir, tanto
fantasías como fantasmas.
Sar
veía todo lo que iba a pasar como si ya hubiera ocurrido. Era su don. Los
francos decían:
–Ella
lo ve todo. Ella puede distinguir un cabello blanco que cayó sobre el manto de
nieve. Y si lo toma entre sus dedos, puede distinguir uno de esos copos de
nieve una vez que ha sido depositado con el pelito dentro de un tazón de leche.
Sus
ojos eran azules exactamente como lo son las piedras de los corindones y los
zafiros.
Todo el
mundo los señalaba, los admiraba, y cada cual decía:
–¡Qué
azules son sus ojos!
Hartnid
decía:
–Son
los más bellos ojos del mundo. Son tan azules como el cielo después de la
tormenta, cuando es puro, y se refleja en el mar, cuando está en calma.
Los
ojos de la chamán lo embelesaban.
Aunque
bruscamente, en determinados momentos, sus ojos se volvían inmóviles y fríos y
grises como el granito y ella veía a las tropas enemigas a varios años de
distancia.
Ella
decía:
–Dentro
de tres años, el enemigo que viene del norte desembarcará. Lloverá. El río
estará crecido y ustedes se quedarán inmóviles, sentados en el dique
contemplando el agua que sube hasta sus rodillas y entonces, o bien caerán en
la muerte bajo sus golpes, o bien se convertirán en sus esclavos.
Sar la
Chamán provocaba la risa de los pescadores y los cazadores y los caldereros y
los guerreros del Somme al advertir con demasiado tiempo de anticipación lo que
iba a ocurrir. Nunca se sabía cuándo surgiría el futuro que ella adivinaba. Era
una profetisa que veía demasiado lejos. Entonces, cuando los acontecimientos
sobrevenían, los francos habían olvidado la profecía que antaño ella había
pronunciado.
Además,
suscitaba la protesta de los más ancianos porque los impulsaba a tomar
precauciones que siempre se mostraban completamente inútiles.
Un día
de lluvia, un día en que el pequeño río ante sus ojos, mientras estaban todos
sentados sobre el dique, se desbordaba, los nórdicos, que venían de la isla de
Islandia, los atacaron. Mataron a la mayoría de los hombres que trataron de
defenderse. Redujeron a la esclavitud a los niños, las mujeres, los hombres
mayores y gastados y amarillentos y seniles. Los vikings les preguntaron a los
francos:
–¿No
tienen entonces una chamán que les pronostique sus desgracias?
Fue
entonces cuando los vencidos les relataron la profecía de Sar. Ahora recordaban
que todo lo que había descripto tres años antes, con el más minucioso detalle,
era lo que había pasado: la lluvia, el río que desbordaba, las rodillas que se
empapaban, la sorpresa, etc. Entonces los nordmann preguntaron dónde vivía Sar.
Uno de los francos que habían sido hechos prisioneros les indicó, bajo la
tortura, a los jóvenes marinos islandeses dónde había escogido la chamán su
cueva en el acantilado. Los normandos treparon la ladera; espantaron a las
gaviotas; entraron en la caverna; espantaron a los murciélagos; la agarraron de
los brazos; le reventaron los ojos; sus pupilas muy azules fluyeron sin parar.
Fue así como se creó el Somme que desde entonces avanza su oleaje sin fin hacia
el mar del Norte y se remonta hasta el puerto de Londres.
14. El rostro
Una
tarde, un bote bajó por el río. El remero hizo atracar el casco negro en las
pequeñas hojas romboides y amarillas de los grandes sauces de Hagus el
barquero. Un joven muy esbelto, muy bello, que tenía los gestos de un ángel,
saltó sobre la orilla, le hizo una seña a alguien que no se vio.
El bote
volvió a partir en silencio.
Los dos
hombres siguieron la costa.
Pronto
el primero fue conocido por todo el mundo. Sabían que se llamaba Hartnid y que
estaba buscando algo. Buscaba un rostro. Tenía una cajita esmaltada dentro de
su camisa. La abría. Mostraba un rostro que había sido pintado en una isla de
Escocia y preguntaba: “¿Han visto este rostro?” Se trataba de la cara de una
mujer que no era especialmente bella pero que tenía un aspecto extremadamente
dulce. El hombre se llamaba Hartnid y a veces un arrendajo de grandes plumas
azules acudía a posarse sobre su hombro.
En Las lágrimas, I
Título original: Les Larmes
Traducción: Silvio Mattoni
Buenos Aires, El cuento de plata, 2017
Fotos: Pascal Quignard 1986 © Patrick Zachmann/Magnum Photos
Silvio Mattoni (foto original sin atribución vía)