Salman Rushdie: Dos años, ocho meses y veintiocho noches (frag.)
6 de octubre de 2015
La Historia nunca es amable con aquellos a quienes
abandona, pero puede tratar igual de mal a quienes la escriben.
Ibn Rushd murió (convencionalmente, a la vejez,
o eso creemos) durante un viaje a Marrakech apenas un
año después de que lo rehabilitaran, y nunca vio crecer su
fama, nunca la vio propagarse más allá de las fronteras de
su mundo hasta llegar al mundo de los infieles que había
más allá, donde sus comentarios a Aristóteles se convertirían
en los cimientos de la popularidad de su magnífico
precursor, en las piedras angulares de la filosofía sin dios
de los infieles, llamada saecularis, que quiere decir la clase
de idea que sólo aparecía una vez en cada saeculum o
era del mundo, o tal vez una idea para las eras; la imagen
misma o eco de las ideas que él únicamente había pronunciado
en sueños. De haber sido creyente, tal vez no le habría
entusiasmado precisamente el lugar que le acabó concediendo
la Historia, puesto que para un creyente es un
destino extraño convertirse en inspiración de ideas que no
necesitan de fe, y es un destino todavía más extraño para
la filosofía de un hombre triunfar más allá de las fronteras
de su mundo pero caer derrotada dentro de esas fronteras,
porque en el mundo que él conocía fueron los hijos de su
adversario muerto, Al-Ghazali, quienes se multiplicaron
y heredaron el reino, mientras sus propios vástagos bastardos
se desperdigaban, abandonando tras de sí su apellido
prohibido, para poblar la Tierra. Un gran número de
los que sobrevivieron terminaron en el enorme continente
de América del Norte, y otros muchos en el enorme
subcontinente de Asia del Sur, gracias al fenómeno de la
«agrupación», que forma parte de la misteriosa falta de
lógica de la distribución al azar; y muchos de ellos se propagaron
después hacia el oeste y hacia el sur de las Américas,
y hacia el norte y el oeste desde aquel diamante enorme que había a los pies de Asia, y así llegaron a todos los
países del mundo, porque se puede decir con justicia de la
Duniazada que, además de tener unas orejas peculiares,
todos sentían un hormigueo en los pies. E Ibn Rushd
estaba muerto, pero tal como se verá, su adversario y él mantuvieron
su disputa más allá de la tumba, porque las controversias
de los grandes pensadores no tienen fin, y la
idea misma de la disputa es una herramienta para mejorar
la mente; la más afilada de todas las herramientas, nacida
del amor al conocimiento, es decir, de la filosofía.
Traducción del inglés
por Javier Calvo
Barcelona, Seix Barral, octubre 2015
Foto: Salman Rushdie © Beowulf Sheehan