Bertrand Russell: El culto de un hombre libre *

19 de octubre de 2015

Mefistófeles le contó al doctor Fausto en su estudio la historia de la creación, diciendo:

Las alabanzas sin fin de los coros de ángeles habían empezado a hacerse pesadas; pues, después de todo, ¿no merecía Él sus alabanzas? ¿No les había dado alegría eterna? ¿No sería más divertido recibir alabanzas inmerecidas, ser adorado por aquellos a quienes torturaba? Él se sonrió para sus adentros, y decidió que se representara el gran drama.
Durante incontables eras la nebulosa caliente giró sin rumbo por el espacio. Poco a poco empezó a tomar forma, la masa central arrojó planetas, los planetas se enfriaron, los hirvientes mares y las ardientes montañas se irguieron y sacudieron; precipitándose desde negros nubarrones, cálidas cortinas de lluvia inundaron la corteza apenas solidificada. Y entonces creció el primer germen de vida en las profundidades del océano, y se desarrolló rápidamente en el calor fecundo, dando lugar a grandes bosques de árboles; inmensos helechos surgían del suelo húmedo, los monstruos marinos se multiplicaban, luchaban, se devoraban y desaparecían.
Y de los monstruos, a medida que avanzaba la representación, nació el hombre, con el poder de pensar, el conocimiento del bien y del mal y la sed cruel de adoración. Y el hombre vio que todo pasa en este loco, monstruoso mundo, que todo está luchando por arrebatar, a cualquier precio, unos escasos y fugaces momentos de vida antes del decreto inexorable de la muerte. Y el hombre dijo: «Hay un designio oculto, si lo pudiéramos desentrañar… y es bueno; debemos venerar algo, y en el mundo visible no hay nada que merezca veneración». Y el hombre permaneció al margen de la lucha, decidiendo que Dios tenía la intención de que del caos surgiera la armonía gracias a los esfuerzos humanos. Y cuando siguió los instintos que Dios le había transmitido de su ascendencia de animales de presa, lo llamó pecado, y pidió a Dios que lo perdonara. Pero dudaba de que el perdón fuera justo, hasta que inventó un plan divino por el que podía aplacarse la ira de Dios. Y, al ver que el presente era malo, lo hizo aún peor, para que de esta forma el futuro pudiera ser mejor.
Y dio gracias a Dios por la fuerza que le permitía renunciar incluso a las alegrías que estaban a su alcance. Y Dios sonrió; y cuando vio que el hombre se había vuelto perfecto en renuncia y adoración, mandó a otro sol por el cielo, que chocó con el sol del hombre; y todo volvió de nuevo a ser una nebulosa.
«Sí —murmuró—, fue una buena representación; la volveré a ver otra vez».
Éste, a grandes rasgos, pero aún menos intencionado, más vacío de significado, es el mundo que la ciencia propone a nuestra creencia. En un mundo así, si es que han de hacerlo en algún lado, nuestros ideales deben buscar acomodo de ahora en adelante. Que el hombre es el producto de causas que no preveían el fin hacia el que se dirigían; que su origen, su crecimiento, sus esperanzas y temores, sus amores y creencias sólo son producto de colocaciones accidentales de átomos; que ninguna pasión, ni heroísmo, ni intensidad de pensamiento y sentimiento puede hacer perdurar la vida de un individuo más allá de la tumba; que todos los trabajos de las edades, todos los esfuerzos, toda la inspiración, todo el brillo meridiano del genio humano están destinados a la extinción en la vasta muerte del sistema solar, y que el templo entero de los logros del hombre debe quedar inevitablemente enterrado bajo los escombros de un universo en ruinas; todas estas cosas, aunque no sean del todo indiscutibles, son con todo casi tan seguras que ninguna filosofía que las rechace puede aspirar a sostenerse. Sólo dentro del armazón de estas verdades, sólo sobre la firme base de la inexorable desesperación, puede edificarse en adelante la morada del alma con seguridad.
¿Cómo, en un mundo tan ajeno e inhumano, puede una criatura tan débil como el hombre mantener intactas sus aspiraciones? Extraño misterio es que la naturaleza, onmipotente pero ciega, en las revoluciones de sus carreras seculares por los abismos del espacio, haya engendrado por fin a un hijo sujeto todavía a su poder, pero dotado de vista, con capacidad de discernimiento del bien y del mal, de juzgar todas las obras de su irreflexiva madre. A pesar de la muerte, marca y sello del control materno, el hombre todavía es libre, durante sus breves años, de examinar, criticar, saber y, en su imaginación, crear. Sólo él, en el mundo que ha conocido, tiene esta libertad; y en ello reside su superioridad frente a las fuerzas irresistibles que controlan su vida exterior.
El salvaje, como nosotros, siente la opresión de su impotencia frente a las fuerzas de la naturaleza; pero, al no tener en su interior nada que respete más que el poder, se postra ante sus dioses, sin preguntarse si son dignos de su adoración. La larga historia de la crueldad y la tortura, de la degradación y el sacrificio humano, soportados con la esperanza de aplacar a los celosos dioses, es patética y muy terrible: seguramente, el creyente tembloroso piensa que, cuando ha dado lo más precioso gratuitamente, la sed de sangre se saciará y no le exigirán nada más. La religión de Moloch (como pueden llamarse genéricamente esos credos) es en esencia la servil sumisión del esclavo, que no osa, ni siquiera en su corazón, permitirse la idea de que su señor no merece adulación. Dado que todavía no se reconoce la independencia de ideales, el poder puede adorarse libremente y recibir un respeto ilimitado, a pesar de su gratuita imposición de dolor.
Pero gradualmente, a medida que la moral se vuelve más atrevida, la llamada del mundo ideal empieza a oírse; y el culto, si bien hay que proseguir ofreciéndolo todavía, debe ir ahora dirigido a dioses distintos de los creados por el salvaje. Algunos, aunque sientan las exigencias del ideal, seguirán rechazándolas conscientemente, empeñándose aún en que el poder desnudo merece adoración. Ésa es la actitud inculcada en la respuesta de Dios a Job desde el torbellino: se hace gala del poder y la sabiduría divinos, pero no hay huella de la bondad divina. Ésa es también la actitud de aquellos que, en nuestros días, basan su moral en la lucha por la supervivencia, sosteniendo que los sobrevivientes son necesariamente los mejor dotados. Pero otros, insatisfechos por una respuesta tan repugnante al sentido moral, adoptarán la postura que nos hemos acostumbrado a considerar típicamente religiosa, sosteniendo que, de alguna forma oculta, el mundo de los hechos está en armonía con el mundo de los ideales. Así crea el hombre a Dios, omnipotente e infinitamente bondadoso, la unidad mística de lo que es y de lo que debería ser.
Pero el mundo de los hechos, después de todo, no es bueno; y, al someter a él nuestro juicio, hay un elemento de servilismo que deberíamos eliminar de nuestros pensamientos. Es bueno exaltar en todas las cosas la dignidad del hombre, liberándolo en lo posible de la tiranía del poder no humano. Cuando nos hemos dado cuenta de que el poder es malo en general, de que el hombre, con su conocimiento del bien y del mal, no es más que un átomo indefenso en un mundo que no tiene ese conocimiento, se nos presenta de nuevo la disyuntiva: ¿rendiremos culto a la fuerza, o rendiremos culto a la bondad? ¿Existirá nuestro Dios y será malo, o será reconocido como creación de nuestra conciencia?
La respuesta a esta pregunta es muy importante, y afecta profundamente a toda nuestra moral. El culto de la fuerza, al que nos han acostumbrado Carlyle, Nietzsche y el credo del militarismo, es el resultado de nuestro fracaso en mantener nuestros ideales contra un universo hostil: es en sí mismo una sumisión postrada ante el mal, un sacrificio de lo mejor de nosotros a Moloch.
Si hay que respetar la fuerza, respetemos mejor la de quienes rechazan ese falso «reconocimiento de los hechos» que no consigue reconocer que los hechos son frecuentemente malos. Admitamos que, en el mundo que conocemos, hay muchas cosas que serían mejor de otra manera, y que los ideales con los que deseamos y debemos comulgar no se realizan en el reino de lo material. Conservemos nuestro respeto por la verdad, por la belleza, por el ideal de perfección que la vida no nos permite alcanzar, aunque ninguna de estas cosas reciba la aprobación del universo inconsciente. Si el poder es malo, como parece, expulsémoslo de nuestros corazones. En eso reside la auténtica libertad del hombre: en adorar sólo al Dios creado por nuestro propio amor al bien, en respetar sólo al cielo que inspira la lucidez de nuestros mejores momentos. En la acción, en el deseo, debemos someternos perpetuamente a la tiranía de fuerzas exteriores; pero en el pensamiento, en la aspiración, somos libres, libres con respecto a nuestros prójimos, libres con respecto al mezquino planeta en que se arrastran impotentes nuestros cuerpos, libres incluso, mientras vivimos, de la tiranía de la muerte. Hagamos nuestro entonces ese poder de la fe que nos capacita para vivir constantemente en la visión del bien; y descendamos, en la acción, al mundo de los hechos, siempre con esta visión delante de nosotros.
Cuando se hace completamente visible por primera vez la oposición entre hechos e ideal, un espíritu vehemente de rebelión, de fiero odio a los dioses, parece necesario para la afirmación de la libertad. Desafiar con constancia prometeica a un universo hostil, mantener su maldad siempre ante los ojos, siempre odiada activamente, no evitar ningún dolor que pueda inventar la malicia del poder, resulta ser la tarea de todos los que no se inclinan ante lo inevitable. Pero la indignación es todavía una servidumbre, pues obliga a nuestros pensamientos a ocuparse de un mundo malo; y en la ferocidad del deseo de la que surge la rebelión hay una especie de autoafirmación que es necesario que los sabios superen. La indignación es una sumisión de nuestros pensamientos, pero no de nuestros deseos; la libertad estoica en que consiste la sabiduría se encuentra en el sometimiento de nuestros deseos, pero no de nuestros pensamientos. Del sometimiento de nuestros deseos surge la virtud de la resignación; de la libertad de nuestros pensamientos surge todo el mundo del arte y la filosofía y la visión de la belleza mediante la cual, por fin, reconquistamos a medias el mundo renuente. Pero la visión de la belleza sólo es posible para una contemplación liberada, para unos pensamientos no lastrados por el peso de deseos vehementes; y así la libertad sólo les llega a aquellos que dejan de pedirle a la vida que les proporcione alguno de los bienes personales que están sujetos a las mudanzas del tiempo.
Aunque la necesidad de renuncia es una prueba de la existencia del mal, el cristianismo, al predicarla, ha demostrado una sabiduría superior a la filosofía prometeica de la rebelión. Hay que admitir que, entre las cosas que deseamos, algunas, aunque resultan imposibles, son con todo bienes verdaderos; otras, sin embargo, siendo ardientemente deseadas, no forman parte de un ideal completamente depurado. La creencia de que aquello a lo que hay que renunciar es malo, aunque a veces falsa, suele ser con todo menos falsa de lo que la pasión desbocada supone; y el credo de la religión, al proporcionar una razón para demostrar que nunca es falsa, ha sido el medio de purificar nuestras esperanzas por el descubrimiento de muchas verdades austeras.
Pero hay otro elemento positivo en la resignación: ni siquiera los bienes reales, cuando son inalcanzables, deberían ser deseados con impaciencia. A todo hombre le llega, tarde o temprano, la gran renuncia. Para los jóvenes no hay nada inalcanzable; un objeto bueno deseado con toda la fuerza de una voluntad apasionada, y sin embargo imposible, no les resulta verosímil. Con todo, a través de la muerte, la enfermedad, la pobreza o la llamada del deber, debemos aprender todos que el mundo no se hizo para nosotros y que, por hermosas que sean las cosas que anhelamos, el destino puede vedárnoslas. Es cuestión de valor, cuando llega la mala suerte, soportar sin desconsuelo la ruina de nuestras esperanzas, apartar nuestros pensamientos de vanos lamentos. Este grado de sumisión al poder no sólo es justo y necesario: es la puerta misma de la sabiduría.
Pero la renuncia pasiva no es la sabiduría completa, ya que no podemos construir mediante la sola renuncia un templo para el culto de nuestros propios ideales. Se nos aparecen prefiguraciones tentadoras del templo en el reino de la imaginación, en la música, en la arquitectura, en el tranquilo dominio de la razón, y en el dorado ocaso mágico de la lírica, donde la belleza brilla y refulge, alejada del contacto con la pena, alejada del miedo al cambio, alejada de los fracasos y desencantos del mundo de los hechos. Mediante la contemplación de estas cosas la visión del cielo tomará forma en nuestros corazones, sirviendo como piedra de toque para juzgar el mundo que nos rodea, y de inspiración por la cual adaptar a nuestras necesidades cualquier cosa que pueda servir de piedra en el templo sagrado.
Salvo en el caso de esos raros espíritus que nacen sin pecado, hay que atravesar una cueva de oscuridad antes de poder entrar en este templo. La puerta de la cueva es la desesperación, y su suelo está pavimentado con las lápidas de esperanzas abandonadas. Ahí debe morir el ego; ahí deben destruirse las ansias, la codicia del deseo desbocado, pues sólo así puede liberarse el alma del imperio del destino. Pero, fuera de la cueva, la puerta de la renuncia lleva otra vez a la clara luz de la sabiduría, cuyo resplandor irradia un nuevo conocimiento, una alegría nueva, una ternura nueva para iluminar el corazón del peregrino.
Cuando, despojados de la amargura de la rebelión impotente, hemos aprendido tanto a resignarnos ante la regla exterior del destino como a reconocer que el mundo no humano no merece nuestra adoración, se hace por fin posible transformar y remodelar el universo inconsciente, reformarlo en el crisol de la imaginación, de manera que una nueva imagen de oro brillante sustituya al viejo ídolo de barro. En todos los multiformes hechos del mundo (en los relieves visuales de los árboles, montañas y nubes, en los acontecimientos de la vida del hombre, hasta en la misma omnipotencia de la muerte) la lucidez del idealismo creativo puede encontrar el reflejo de una belleza que sus propios pensamientos crearon primero. De esta forma la mente afirma su dominio sutil sobre las fuerzas irreflexivas de la naturaleza.
Cuanto peor es el material al que se enfrenta, cuanto más frustra el deseo inexperto, mayor es su logro al inducir a la reticente piedra a descubrir sus tesoros ocultos, más orgullosa es su victoria al obligar a las fuerzas adversas a reconocer su triunfo. Entre todas las artes, la tragedia es la más orgullosa, la más triunfante, pues edifica su brillante ciudadela en el centro mismo del país enemigo, en la misma cima de su montaña más alta; desde sus inexpugnables torres de vigía, sus campamentos y arsenales, sus columnas y fuertes, todo es revelado; dentro de sus muros continúa la vida libre, mientras que la muerte, el dolor y la desesperación, y todos los serviles capitanes del tirano destino proporcionan a los vecinos de esta impávida ciudad nuevos espectáculos de belleza. Felices esos sagrados baluartes, tres veces felices los que moran sobre esta eminencia desde donde todo se ve. Honor a esos bravos guerreros que, a lo largo de incontables años de lucha, han conservado para nosotros la herencia inapreciable de la libertad y han mantenido inmaculada por los sacrílegos invasores la mansión de los insumisos.
Sin embargo, la belleza de la tragedia sólo hace visible una cualidad que, bajo formas más o menos obvias, está presente siempre y en todas partes en la vida. En el espectáculo de la muerte, en el padecimiento del dolor insoportable, y en la irrevocabilidad de un pasado fenecido, hay algo sagrado, un temor sobrecogedor, una sensación de la vastedad, la profundidad, el misterio inagotable de la existencia, en los que, como por un extraño matrimonio del dolor, el sufriente queda atado al mundo por lazos de tristeza. En estos momentos de lucidez abandonamos toda ansiedad de deseo temporal, toda lucha y todo esfuerzo por fines insignificantes, toda preocupación por las pequeñas cosas triviales que, desde un punto de vista superficial, constituyen la vida de todos los días; vemos, rodeando el estrecho dique iluminado por la luz intermitente de la camaradería humana, el oscuro océano en cuyas agitadas olas nos zambullimos unas breves horas; desde la gran noche, una fría ráfaga entra en nuestro refugio; toda la soledad de la humanidad entre fuerzas hostiles está concentrada sobre el alma de un individuo, que debe luchar solo, con todo el coraje que pueda reunir, contra el peso de un universo al que no le interesan nada sus esperanzas y temores. La victoria, en esta lucha con las fuerzas de las tinieblas, es el verdadero bautismo en el glorioso batallón de los héroes, la verdadera iniciación a la belleza irresistible de la existencia humana. De este terrible encuentro del alma con el mundo exterior nacen el verbo, la sabiduría y la caridad; y con su nacimiento empieza una vida nueva. Llevar al íntimo santuario del alma las fuerzas irresistibles cuyos títeres parecemos ser (la muerte y la mudanza, la irrevocabilidad del pasado y la impotencia del hombre ante el apresuramiento ciego del universo de vanidad a vanidad), sentir estas cosas y saberlas es conquistarlas.
Ésta es la razón por la que el pasado tiene un poder tan mágico. La belleza de sus quietos y callados cuadros es como la pureza hechizada del otoño tardío, cuando las hojas, aunque un suspiro las haría caer, aún relucen contra el cielo en una gloria dorada. El pasado no cambia ni se altera; como Duncan, después de la agitada fiebre de la vida, duerme tranquilamente; lo que era ansiedad y codicia, lo que era vano y transitorio, se ha desvanecido, las cosas que eran hermosas y eternas brillan como estrellas en la noche. Su belleza, para un alma que no la merece, es insufrible; pero para un alma que ha conquistado el destino, es la clave de la religión.
La vida del hombre, vista desde fuera, es poca cosa en comparación con las fuerzas de la naturaleza. El esclavo está condenado a adorar el tiempo, el destino y la muerte, porque son mayores que cualquier cosa que pueda encontrar en sí mismo, y porque todos sus pensamientos se dirigen hacia cosas que aquéllos devoran. Pero, grandes como son, engrandecerlos, sentir su esplendor desapasionado, es todavía más grande. Y ese pensamiento nos hace hombres libres; no nos inclinamos ya ante lo inevitable con una sumisión oriental, sino que lo absorbemos y lo hacemos parte de nosotros. Abandonar la lucha por la felicidad privada, expulsar toda ansiedad de deseo temporal, arder con pasión por cosas eternas: eso es emancipación y ése es el culto de un hombre libre. Y esta liberación se consigue mediante la contemplación del destino; ya que el propio destino está sometido por la mente, que no deja al fuego purificador del tiempo nada por purgar.
Unido a su prójimo por el más estrecho de los vínculos, el de una condena común, al hombre libre le parece que siempre le acompaña una nueva visión, que proyecta sobre todas las tareas cotidianas la luz del amor. La vida del hombre es una larga marcha a través de la noche, rodeado de enemigos invisibles, torturado por el cansancio y el dolor, hacia un objetivo que pocos pueden esperar alcanzar, y donde nadie puede demorarse demasiado. Uno por uno, según avanzan, nuestros camaradas desaparecen de nuestra vista, apresados por las silenciosas órdenes de la muerte omnipotente. Muy breve es el momento en que podemos ayudarlos, en que se decide su felicidad o su miseria. Resolvamos arrojar luz del sol en su camino, iluminar sus penas con el bálsamo de la simpatía, darles la alegría pura de un cariño incansable, fortalecer su coraje desfallecido, infundir fe en los momentos de desesperanza. No sopesemos con balanzas envidiosas sus méritos y deméritos: pensemos tan sólo en sus necesidades, en las penas, las dificultades, tal vez las cegueras que constituyen la miseria de sus vidas; recordemos que son compañeros de penas en las mismas tinieblas, actores en la misma tragedia con nosotros.
Y así, cuando se acabe el día, cuando su bien y su mal se hayan vuelto eternos por la inmortalidad del pasado, haremos nuestro el sentimiento de que, cuando sufrieron, cuando fracasaron, ningún acto nuestro fue causa de ello; pero cuando quiera que una chispa del fuego divino prendió en sus corazones, estábamos prestos a animarlos, con simpatía, con valientes palabras en las que brillaba el coraje.
Breve e impotente es la vida del hombre; sobre él y toda su raza cae la lenta, segura condena, oscura y sin compasión. Ciega al bien y al mal, indiferente ante la destrucción, la materia omnipotente sigue su camino implacable; al hombre, condenado hoy a perder lo que más quiere, mañana a atravesar la puerta de las tinieblas, sólo le queda abrigar, antes de que caiga el revés, los elevados pensamientos que ennoblecen su breve día; desdeñando los terrores cobardes del esclavo del destino, rendir culto en el altar que sus propias manos han edificado; sin dejarse desalentar por la fuerza del azar, salvaguardar su mente de la caprichosa tiranía que rige su vida exterior; desafiando orgullosamente a las fuerzas irresistibles que toleran, por un momento, su conocimiento y su condena, sujetar solo, como cansado pero inflexible Atlas, el mundo que sus propios ideales han forjado pese a la marcha arrolladora del poder inconsciente.





Nota
[*]  Reproducido de la Independent Review, diciembre de 1903

Título original: A free Man's Worship and other essays, Cap. I
Bertrand Russell, 1917
Traducción: Santiago Jordan
Foto: Bertrand Russell (1872-1970) British philosopher; taken during his time at Trinity College, Cambridge ca. 1895 
© Bridgeman Art Library / Private Collection 



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