Thomas Bernhard: Tala (final)
14 de enero de 2015
Para salvarnos de una situación apurada, pienso, somos igual de mentirosos que aquéllos a los que reprochamos continuamente esa mendacidad y por cuya causa arrastramos a esa gente continuamente por el barro y la despreciamos, ésa es la verdad; en general, no somos en nada mejores que esa gente que continuamente consideramos sólo como gente insoportable y impulsiva, como personas repelentes, con las que, en lo posible, queremos tener poco que ver, mientras que, sin embargo, si somos sinceros, hemos de reconocer que tenemos que ver continuamente con ellas y somos exactamente igual que ellas. Reprochamos a esas gentes todas las cosas insoportables y repugnantes imaginables y nosotros mismos no somos menos insoportables y repugnantes que ellas, pienso. Le he dicho a la Auersberger que me alegraba de haber renovado mi relación con ellos, el matrimonio Auersberger, de haber estado otra vez en su casa de la Gentzgasse después de veinte años, y mientras le decía eso pensaba qué ser más bajo y mentiroso soy, que realmente no retrocede ante nada, ante absolutamente nada, ni la mentira más baja. Que el actor del Burg me había gustado, que Anna Schreker me había gustado, que incluso los dos jóvenes escritores y los dos aspirantes a ingeniero me habían gustado, le dije a la Auersberger en el vestíbulo de arriba, de pie, mientras los otros invitados bajaban la escalera, así, pues, los encontraba repelentes mientras bajaba la escalera mientras al mismo tiempo le decía a la Auersberger que me habían gustado mucho. Que sea capaz de semejante mendacidad, totalmente baja, pensaba mientras hablaba aún con la Auersberger, que sea capaz de mentirle abiertamente a la cara, que esté en condiciones de decirle a la cara exactamente lo contrario de lo que precisamente siento, sólo porque me hacía más soportable ese momento, y le dije aún a la cara que sentía no haber escuchado aquella velada su voz, ninguna de sus arias de Purcell tan hermosa, realmente tan espléndida, tan incomparablemente cantadas, y que, en general, sentía en fin de cuentas haber interrumpido durante veinte años el contacto con ella y con su marido, Auersberger, lo que no era otra vez más que falso y realmente una de mis mentiras más bajas y abyectas. Que me parecía especialmente lamentable que Joana no hubiese podido estar presente aquella velada, había dicho aún, y que probablemente Joana hubiera querido que nosotros, es decir, los Auersberger y yo, ahora que había vuelto de Londres más o menos para mucho tiempo, si es que no para siempre, volviésemos a establecer contacto y en el futuro, probablemente, cultivásemos ese contacto, le mentí a la Auersberger directamente a la cara, mientras los otros dejaban precisamente la casa, como podía oír, de pie en el vestíbulo con la Auersberger, desde arriba. Ha tenido que morir Joana, ha tenido que matarse para que volviéramos a reunimos, le dije aún a la Auersberger, abrazándola luego brevemente y dándole, como queda dicho, un beso en la frente, y bajé la escalera y salí a la calle, y a partir de entonces, por todas las calles que anduve, me atormentó el no haber hecho más que mentir a la Auersberger en todo lo que le había dicho y el haberle mentido de forma totalmente deliberada en todas y cada una de las cosas que le había dicho. Porque en verdad odiaba a la Auersberger después de esa cena artística exactamente igual que la había odiado antes y a Auersberger, el Novalis de los sonidos y seguidor de Webern, que se había quedado estancado ya en los años cincuenta, con un odio quizá más intenso aún, con ese odio auersbergeriano con el que odio quizá a los Auersberger ya desde hace veinte años, según pienso, porque entonces, hace veinte años, me engañaron y trataron de una forma tan abyecta, me denigraron en toda ocasión ante todo el mundo, y hablaron tan mal de mí, después de haberlos dejado yo sólo para salvarme, sólo para no ser devorado por ellos, después de haberles vuelto yo la espalda, no ellos a mí, como siempre pretendían y siguen pretendiendo igual que antes, como han pretendido siempre estos veinte años hasta hoy, y pretenden que yo me aproveché de ellos, que ellos me mantuvieron vivo durante años, mientras que la verdad es y fue que yo los mantuve vivos, que yo los salvé, que yo, si no con dinero, sí con mis facultades en general, los mantuve, y no a la inversa, y corría por las calles, como si escapara de una pesadilla, cada vez más deprisa, hacia el centro de la ciudad, y mientras corría no sabía por qué lo hacía hacia el centro de la ciudad, cuando, sin embargo, hubiera tenido que correr exactamente en la dirección opuesta al centro de la ciudad si quería ir a casa, pero probablemente ahora no quería ir a casa en absoluto, y me decía: si me hubiera quedado también este invierno en Londres, y eran las cuatro de la mañana y corría hacia el centro de la ciudad, aunque hubiera debido correr hacia casa y me decía que, a toda costa, hubiera debido quedarme en Londres y corría hacia el centro de la ciudad sin saber por qué hacia el centro de la ciudad y no hacia casa, y me decía que Londres siempre me había traído suerte, pero Viena, siempre, sólo mala suerte, y corría y corría y corría, como si ahora, en los años ochenta, me escapara otra vez de los años cincuenta hacia los años ochenta, hacia estos años ochenta peligrosos y torpes y estúpidos y pensaba otra vez que, en lugar de ir a aquella insulsa cena artística, hubiera sido mejor leer mi Gogol o mi Pascal o mi Montaigne y pensaba, mientras corría, que escapaba de la pesadilla auersbergeriana, y corría realmente y con energía cada vez mayor huyendo de aquella pesadilla auersbergeriana hacia el centro de la ciudad y pensaba mientras corría que aquella ciudad por la que corría, por espantosa que la encuentre siempre, que la haya encontrado siempre, es para mi, sin embargo, la mejor de las ciudades, esa Viena odiada, siempre odiada por mí, era otra vez de repente para mi querida, mi querida Viena, y que aquellas gentes que siempre he odiado y que odio y que siempre odiaré son, sin embargo, las mejores gentes, que las odio, pero son conmovedoras, que odio a Viena y, sin embargo, es conmovedora, que maldigo a esas gentes y, sin embargo, tengo que quererlas y que odio a esa Viena y, sin embargo, tengo que quererla, y pensaba, mientras corría ya por el centro de la ciudad, que esa ciudad es, sin embargo, mi ciudad y siempre será mi ciudad y que esas gentes son mis gentes y siempre serán mis gentes y corría y corría y pensaba que, como a todo lo horrible, había escapado también a aquella horrible, así llamada, cena artística de la Gentzgasse y que escribiría sobre aquella, así llamada, cena artística de la Gentzgasse, sin saber qué, sencillamente escribiría algo sobre ella, y corría y corría y pensaba: escribiré inmediatamente sobre esa, así llamada, cena artística de la Gentzgasse, lo que sea, sólo escribir en seguida e inmediatamente sobre esa cena artística de la Gentzgasse, inmediatamente, pensaba, en seguida una y otra vez, corriendo por el centro de la ciudad, en seguida e inmediatamente y en seguida y en seguida, antes de que sea demasiado tarde.
Título original: Tala
Thomas Bernhard, 1984
Traducción: Miguel Sáenz
Madrid, Alianza Editorial, 2007
Foto: © Sepp Dreissinger, 1982, Obernathal, Austria
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