Luis Buñuel sobre Tristana y sobre el surrealismo

11 de junio de 2012







Aunque esta novela, novela epistolar, no sea de las mejores de Galdós, me sentía atraído desde hacía tiempo por el personaje de Don Lope. Me atraía también la idea de trasladar la acción de Madrid a Toledo y rendir, así, homenaje a la ciudad tan querida.

Había pensado primeramente en rodarla con Silvia Pinal y Ernesto Alonso. Más tarde, se puso en marcha en España otra producción. Pensé en Fernando Rey, excelente en Viridiana, y en una joven actriz italiana que me gustaba mucho, Stefania Sandrelli. El escándalo de Viridiana originó la prohibición del proyecto. La prohibición fue levantada en 1969, y di mi conformidad a los dos productores, Eduardo Ducay y Gurruchaga.

Aunque no me parecía que perteneciese en absoluto al universo de Galdós, me reuní con placer con Catherine Deneuve, que me había escrito varias veces para hablarme del papel. El rodaje se desarrolló casi exclusivamente en Toledo —ciudad para mí llena de resonancias, de recuerdos de los años veinte— y en un estudio de Madrid, donde el decorador Alarcón reconstituyó fielmente un café de Zocodover.

Aunque, como en Nazarín, el personaje principal (encuentro a Fernando Rey magnífico en este papel) se mantiene fiel al modelo novelesco de Galdós, introduje considerables cambios en la estructura y el clima de la obra, que situé también, como había hecho con el Diario de una camarera, en una época que yo había conocido, en la que se manifiesta ya una clara agitación social. Con la ayuda de Julio Alejandro, puse en Tristana muchas cosas a las que toda mi vida he sido sensible, como el campanario de Toledo y la estatua mortuoria del cardenal Tavera, sobre la que se inclina Tristana. Como no he vuelto a ver la película, me resulta difícil hablar de ella hoy, pero recuerdo que me gustó la segunda parte, tras el regreso de la joven, a la que acaban de cortar una pierna. Me parece oír todavía sus pasos por el corredor, el ruido de sus muletas y la friolera conversación de los curas en torno a sus tazas de chocolate.

No puedo recordar el rodaje sin pensar en una broma que le gasté a Fernando Rey. Amigo mío muy querido, me perdonará que la cuente. Como muchos actores, Fernando aprecia su popularidad. Le gusta, y es normal, que le reconozcan en la calle, que la gente se vuelva a su paso.

Un día, le dije al director de producción que se pusiera en contacto con todos los alumnos de una clase de un colegio próximo, a fin de que, eligiendo un momento en que yo estuviera con Fernando, vinieran de uno en uno a pedir un autógrafo, pero solamente a mí. Así se hizo.

Fernando y yo nos encontramos sentados, uno al lado del otro, en la terraza de un café. Se acerca un muchacho que me pide una firma. Se la doy gustosamente, y se va, sin dirigir una mirada a Fernando, sentado a mi lado. Apenas se ha alejado, cuando llega un segundo colegial, que hace exactamente lo mismo.

Al tercero, Fernando suelta la carcajada. Ha comprendido la broma, y ello por una razón muy sencilla: que me pidan a mí un autógrafo y le ignoren a él le parece rigurosamente imposible. En lo cual tenía razón.






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A menudo me preguntan qué ha sido del surrealismo. No sé qué respuesta dar. A veces digo que el surrealismo triunfó en lo accesorio y fracasó en lo esencial. André Breton, Éluard y Aragon figuran entre los mejores escritores franceses del siglo XX, y están en buen lugar en todas las bibliotecas. Max Ernst, Magritte y Dalí se encuentran entre los pintores más caros y reconocidos y están en buen lugar en todos los museos. Reconocimiento artístico y éxito cultural que eran precisamente las cosas que menos nos importaban a la mayoría. Al movimiento surrealista le tenía sin cuidado entrar gloriosamente en los anales de la literatura y la pintura. Lo que deseaba más que nada, deseo imperioso e irrealizable, era transformar el mundo y cambiar la vida. En este punto —el esencial— basta echar un vistazo alrededor para percatarnos de nuestro fracaso.

Desde luego, no podía ser de otro modo. Hoy medimos el ínfimo lugar que ocupaba el surrealismo en el mundo en relación con las fuerzas incalculables y en constante renovación de la realidad histórica. Devorados por unos sueños tan grandes como la Tierra, no éramos nada, nada más que un grupito de intelectuales insolentes que peroraban en un café y publicaban una revista. Un puñado de idealistas que se dividían en cuanto había que tomar parte, directa y violentamente, en la acción.

De todos modos, durante toda mi vida he conservado algo de mi paso — poco más de tres años— por las filas exaltadas y desordenadas del surrealismo. Lo que me queda es, ante todo, el libre acceso a las profundidades del ser, reconocido y deseado, este llamamiento a lo irracional, a la oscuridad, a todos los impulsos que vienen de nuestro yo profundo. Llamamiento que sonaba por primera vez con tal fuerza, con tal vigor, en medio de una singular insolencia, de una afición al juego, de una decidida perseverancia en el combate contra todo lo que nos parecía nefasto. De nada de esto he renegado yo.

Añadiré que la mayor parte de las intuiciones surrealistas han resultado justas. No pondré más que un ejemplo, el del trabajo, valor sacrosanto de la sociedad burguesa, palabra intocable. Los surrealistas fueron los primeros que lo atacaron sistemáticamente, que sacaron a la luz su falacia, que proclamaron que el trabajo asalariado es una vergüenza. Se encuentra un eco de esta diatriba en Tristana, cuando «don Lope» le dice al mudo:

—Pobres trabajadores. ¡Cornudos y apaleados! El trabajo es una maldición, Saturno. ¡Abajo el trabajo que se hace para ganarse la vida! Ese trabajo no dignifica, como dicen, no sirve más que para llenarles la panza a los cerdos que nos explotan. Por el contrario, el trabajo que se hace por gusto, por vocación, ennoblece al hombre. Todo el mundo tendría que poder trabajar así. Mírame a mí: yo no trabajo. Y, ya lo ves, vivo, vivo mal, pero vivo sin trabajar. Algunos elementos de esta réplica se encontraban ya en la obra de Galdós, pero tenían otro sentido. El novelista culpaba al personaje por su ociosidad. La consideraba una tara.

Los surrealistas fueron los primeros en intuir que el valor «trabajo» empezaba a tambalearse sobre una base frágil. Hoy, al cabo de cincuenta años, en todas partes se habla de esa decadencia de un valor que se creía eterno. Se plantea la pregunta de si el hombre ha nacido para trabajar y se empieza a pensar en las civilizaciones del ocio. En Francia incluso existe un Ministerio del Tiempo Libre.

Otra cosa que me queda del surrealismo es el descubrimiento en mí de un muy duro conflicto entre los principios de toda moral adquirida y mi moral personal, nacida de mi instinto y de mi experiencia activa. Hasta mi entrada en el grupo, yo nunca imaginé que tal conflicto pudiera alcanzarme. Y es un conflicto que me parece indispensable para la vida de todo ser humano.

Por consiguiente, lo que conservo de aquellos años, más allá de todo descubrimiento artístico, de todo afinamiento de mis gustos y pensamientos, es una exigencia moral clara e irreductible a la que he tratado de mantenerme fiel contra viento y marea. Y no es tan fácil guardar fidelidad a una moral precisa. Constantemente, tropieza con el egoísmo, la vanidad, la codicia, el exhibicionismo, la ramplonería y el olvido. Algunas veces, he sucumbido a una de estas tentaciones y he quebrantado mis propias reglas por cosas que yo considero de poca importancia. En la mayor parte de los casos, mi paso por el surrealismo me ha ayudado a resistir. En el fondo, acaso sea esto lo esencial.




En Mi último suspiro
Título original: Mon dernier soupir
© 1982, Éditions Robert Laffont, S. A., París
© de la traducción: Ana María de la Fuente
© 1982, Random House Mondadori
Ficha técnica IMDb
Imágenes: Luis Buñuel en el rodaje de Tristana
Capturas Catherine Deneuve



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