Italo Calvino: Exploración de lo fantástico

23 de diciembre de 2011






Las aventuras de tres relojeros y de tres autómatas 


Muchas veces el empeño que los hombres ponen en actividades que parecen absolutamente gratuitas, sin otro fin que el entretenimiento o la satisfacción de resolver un problema difícil, resulta ser esencial en un ámbito que nadie había previsto, con consecuencias de largo alcance. Esto es tan cierto para la poesía y el arte, como lo es para la ciencia y la tecnología. El juego ha sido siempre el gran motor de la cultura. La construcción de los autómatas en el Setecientos anticipa la revolución industrial que sacará partido de las soluciones mecánicas pensadas para aquellos complicados juguetes. Es cierto que la construcción de autómatas no fue sólo un juego, aunque se presentara como tal; era una obsesión, un sueño demiúrgico, un desafío filosófico en cuanto equiparación del hombre a la máquina. La fortuna del autómata como tema literario, de Pushkin a Poe y Villiers de l'Ile‑Adam, confirma la fuerza de esta fascinación, sus componentes tanto hiperracionales como inconscientes. Reflexiones estas suscitadas por un insólito volumen iconográfico publicado por R. M. Ricci sobre los «Androides» de Neuchâtel. (Androidi, le meraviglie meccaniche dei celebri Jaquet‑Droz, con textos de Roland Carrera y Dominique Liseau, Franco Maria Ricci, editor.) En el Setecientos, Neuchâtel era la capital de la relojería no sólo como artesanía sino también como ciencia (los seis volúmenes de los Essais sur l'horlogerie, de Ferdinand Berthurd). Recientemente el museo de Neuchâtel, con un minucioso trabajo de restauración mecánica, ha restituido nueva vida a tres famosos autómatas, el «escribiente», el «dibujante» y la «clavecinista», construidos hace más de doscientos años por maestros de esa tradición, los Jaquet‑Droz, padre e hijo, y J. L. Leshot. El volumen de Ricci documenta detalladamente con sus láminas en colores el aspecto exterior y el mecanismo interno de los tres «Androides»: con las láminas en negro sus prestaciones gráficas y las partituras musicales tocadas con clavicémbalo, mientras que los textos refieren la historia de los constructores y de sus criaturas, las características técnicas y las últimas operaciones de restauración. (Además, en el estuche viene un disco con el repertorio de la «clavecinista» antes y después de la restauración.)

¿Cómo es que un libro tan técnico y fáctico transmite esa turbación? Nada hacen estos tres «Androides» para atenuar su aspecto de muñecos o para ocultar su sustancia mecánica. Habría que recorrer tal vez las páginas de Baudelaire sobre los juguetes y las de Kleist sobre las marionetas para entender las razones de esta perdurable fascinación. Además aquí el Setecientos gracioso y galante, de los encajes en puños y cuellos, y el Setecientos, frío y analítico, coexisten y están subrayados al máximo, y el nombre de «androide» funde estas sugestiones en una evocación de ciencia ficción avant la lettre, como de una especie viviente intermedia entre el hombre y la máquina, o de un pueblo de posibles invasores en los cuales terminaremos por reconocer a nuestros dobles.

El «escribiente» o «escritor» es el que tiene la cara menos inteligente pero el mecanismo más complicado: el muñeco se mueve en tres direcciones, la pluma de ganso traza las letras con los llenos y los vacíos de las normas caligráficas, se moja en el tintero, cambia de línea como una máquina de escribir y un dispositivo la bloquea cuando pone punto final. Un sistema de juegos de piñones le permite trazar las letras del alfabeto, minúsculas y mayúsculas, y componer las frases establecidas en el programa. Las performances del «dibujante» son aparentemente de menos efecto, pero el mecanismo es mucho menos complicado que el del «escritor».

Su repertorio es de cuatro dibujos, programados en la época de la construcción, entre ellos un perrito y el perfil del rey Luis XV. La anécdota quiere que, con motivo de una exhibición delante de Luis XVI y María Antonieta, el operador emocionado, después de haber anunciado el retrato del rey muerto hacía poco, equivocara la maniobra de puesta en marcha: bajo el lápiz del autómata apareció el perrito, «lo cual creó cierta incomodidad». Mientras las caras de los dos virtuosos de la gráfica son dos muñequitos infantiles, la clavecinista es una muñeca‑mujer con una expresión y un misterio, a la que se pueden imaginar encantos perversos como los que cuentan Tommaso Landolfi y Felisberto Hernández. El autor del comentario explica que es «la única muñeca del mundo que respira, participando así de nuestra vida, como si la fuente de su propia existencia fuera el mismo aire del que depende también la nuestra», y se pregunta si no se «ofrecería, a través de su tenue música, a un enamorado perdido en delicias irreales, o si no reviviría para Pierre Jaquet‑Droz el recuerdo inmortal de la joven esposa perdida para siempre...»

La historia de Pierre Jaquet‑Droz es la de una vida del Setecientos plenamente realizada. Para dedicarse a la relojería abandona los estudios de teología. Su arte se perfecciona en sus frecuentes estancias en París (donde ya desde la generación anterior algunos maestros de Neuchâtel se habían establecido como relojeros de la corte) encuentra fundamento en la Universidad de Basilea con la frecuentación de Jean Bernouilli y otros miembros de la célebre familia de matemáticos. Desde las montañas del Jura la fama de Jaquet‑Droz se extiende en seguida a Europa. En aquella época Neuchâtel, aunque formaba parte de la confederación suiza, era un principado sometido al Rey de Prusia, y las relaciones con las cortes extranjeras eran más estrechas que en otros lugares. Con un carro cargado de sus relojes de péndulo, Jaquet‑Droz llega hasta Madrid y obtiene en la corte de España la consagración de su maestría.

De regreso a su patria, funda con su hijo Henri‑Louis (1752‑1791) y su hijo adoptivo Jean‑Frédéric Leschot (1746‑1824) un taller en La‑Chaux‑des‑Fonds. Desde ese momento estará al frente de una firma de prestigio y, en el colmo de su fortuna, decide construir los «androides». ¿De quién habrá sido el impulso decisivo? ¿De los Bernouilli? ¿De un doctor del lugar a quien las crónicas atribuyen algo de inventor, de naturalista, de mago? ¿De Leschot, cuyo retrato (mientras los de los Jaquet‑Droz, padre e hijo son más bien inexpresivos) revela una cara de gnomo sabio?

El hecho es que después de 1773‑1774, fecha de la construcción de los tres autómatas, la vida de los tres relojeros cambia; viven en función de sus tres criaturas, mostrándolas a visitantes ilustres y llevándolas en tournée por las capitales europeas. Pero al mismo tiempo la empresa se agranda; fundan una sucursal en Londres para exportar a China y la India preciosos relojes, carillones, pájaros canoros y otras maravillas mecánicas.

Comienza, sin embargo, a crearse cierta confusión: cuando se dice «Los Droz», ¿se habla de los tres relojeros o de los tres autómatas? Los «tres Droz» son ahora estos últimos: así los vemos designados en una estampa de la época; los tres muñecos mecánicos han adoptado nombres y apellidos de miembros de la familia. No conozco la fecha exacta de la estampa: ¿estamos antes o después de la toma de la Bastilla? Se diría que los autómatas sublevados han reivindicado su autonomía y usurpado la identidad de sus inventores.
¿Empezó ahí la crisis de la gran empresa Jaquet‑Droz, que quebró rápidamente? Es cierto que la Revolución Francesa asestó un duro golpe al mercado de artículos suntuarios y que las guerras napoleónicas trastornaron las exportaciones; pero la crisis, que afectó a toda la relojería suiza, parece haber sido anterior.
El hecho es que en 1789 los «androides» no figuran ya en los inventarios de la sociedad. Pasan de mano en mano y se exhiben al público como atracciones espectaculares. (¿O son ellos los que, después de haber proclamado los «derechos del autómata», se desplazan libremente por Europa?) Sus tournées terminan en Zaragoza, asediada por las tropas napoleónicas; con el botín de guerra son captutados y llevados a Francia. Reanudan entonces las peregrinaciones y las exhibiciones internacionales, que duran todo el siglo pasado. Prueba singular de fidelidad: durante todo el siglo los ciudadanos de Neuchâtel no olvidaron nunca la existencia de estos tres hijos perdidos en el mundo; de vez en cuando publicaban en los periódicos locales anuncios pidiendo noticias de ellos para recuperarlos. Cosa que ocurre en 1905, mediante suscripción pública. (¿O fueron ellos, los autómatas, los que quisieron volver a la patria? Habían emprendido sus peregrinaciones siguiendo las huellas de los grandes aventureros del siglo, optimistas imperturbables como Cagliostro, Casanova, Candide. Pero al despuntar el XIX comprendieron a tiempo que el mundo estaba por volverse impracticable para quien se movía por mecanismos vitales tan sencillos y transparentes. Convenía recordar que eran ciudadanos suizos, antes de que fuese demasiado tarde.)

En el programa del «escribiente» está inscrita esta frase que todavía traza con su letra del Setecientos: «No dejaremos nunca más nuestro país.»

(1980)



La geografía de las hadas

El primer atributo es la liviandad. Pequeños de estatura con cuerpos de «naturaleza análoga a la de una nube condensada» o «de aire coagulado», en una palabra, de una materia tan sutil y tenue que para nutrirse les basta cualquier líquido que penetre por sus poros como en las esponjas, o bien semillas que disputan a las cornejas y a los ratones. Viven bajo tierra, en montículos perforados de galerías y grietas, pero a veces se elevan y vuelan a media altura. Su apariencia y quizá su presencia misma es discontinua: sólo quien esté dotado de visión segunda puede percibirlos, y siempre por breves instantes porque aparecen y desaparecen. Sus moradas subterráneas están iluminadas por lámparas perpetuas, que brillan sin combustible alguno; hay quien dice que de sus propias personas emana una luz verdosa. Tienen vidas mucho más largas que las humanas, pero son también mortales: en cierto momento, sin enfermarse ni sufrir, se enrarecen y se esfuman...

El trabajo no les es desconocido, si es cierto que cerca de sus moradas se oye martillar y se siente «hornear». Sus mujeres tejen y cosen, según unos, «extrañas telarañas», según otros, «arco iris impalpables», y otros, vestidos semejantes a los nuestros. Pero aun en nuestras cocinas, a veces, mientras dormimos, reordenan serviciales los platos y ponen todo en su lugar. Las relaciones con los seres humanos consisten en estos pequeños servicios pero también en trastadas y pequeños hurtos, o arrojan piedras a veces grandes, pero que no hacen daño. Más grave es el rapto de niños o de nodrizas (adoran la leche) que permanecen con ellos cierto tiempo bajo tierra mientras arriba sus personas son sustituidas por dobles o apariencias larvales.

Tienen inclusive relaciones sexuales con los humanos, especialmente sus hembras, pero en el plano de un juego lascivo y ligero, como en los sueños, sin pasión ni drama.

No son ajenos a la guerra y a la credulidad, pero todo queda entre ellos y poco es lo que nos hacen saber. Hablan las lenguas humanas de los lugares donde viven, pero «como en un silbido fino». «Se diría que poseen muchos libros de cuentos encantadores, pero el efecto de tales lecturas se manifiesta solamente con accesos de alegría extraña.» Tienen momentos de exaltación y de desasosiego, pero su estado más frecuente es la melancolía, debido quizá a su naturaleza incierta. Este es el «pueblo menudo» de los Siths, al que está dedicado un libro publicado por Adelphi (Robert Kirk, Il regazo segreto; edición cuidada por Mario M. Rossi, cuyo ensayo Il cappellano delle fate completa el volumen). Siths es el nombre que se daba en Escocia a los que en Inglaterra se denominan fairies (no existe en italiano una palabra equivalente porque «las hadas» son sólo femeninas, mientras que fairy es tanto femenina como masculina) y en el mundo germánico «elfos» o, con ciertas diferencias específicas, duendes o gobelins, y toda variedad de enanos y gnomos (a menudo relacionados con las minas y los tesoros escondidos), incluidos aquí los hobbits de Tolkien.

El mundo sobrenatural de los pueblos celtas es hormigueante e intrincado y multiforme, difícil de ordenar. O tal vez vemos más ordenado el mundo mediterráneo de faunos, ninfas, dríadas y amadríadas solamente porque las profusas mitologías locales han sido pasadas por el tamiz de la sistematicidad jerárquica y homologadora de la cultura griega y latina. El poder de transfiguración poética del imaginario nórdico nos ha dado Titania, Oberón, Puck, así como el poema de Spenser. Pero aun a través de la palabra de los poetas el reinado de las hadas célticas comunica la fuerza virgen de un mundo irreductiblemente «otro», que la literatura no consigue domar a fondo.

También en la Francia céltica (Bretaña y Normandía sobre todo) el «pueblo menudo» tiene antiguas raíces, y en literatura ha dejado huellas en los cuentos fantásticos de Nodier y en una novela de Barbey d'Aurevilly, L'ensorcelée, donde las apariciones mágico‑telúricas que afloran en el mundo moderno transmiten un sentimiento muy inquietante. Pero en los verdes prados de Irlanda y en los brezales de Escocia es donde esta genia impalpable ha alcanzado la máxima densidad de población. Si no un censo, por lo menos una clasificación de especies y familias han intentado para Escocia Walter Scott (en Demonology and Witchcraft) y para Irlanda W. B. Yeats (en Irish Folktales): dos ingenios que aplicaron al culto de las tradiciones un espíritu sistemático.

Es diferente el caso de Robert Kirk, que a finales del Setecientos era párroco de la iglesia presbiteriana en una aldea de los confines de los Highlands, Aberfoyle, en Escocia, sometida poco antes a la corona inglesa, devastada por las guerras civiles y de religión, con poblaciones misérrimas en situación de zozobra existencial, de crisis de identidad cultural y religiosa. Estamos en lugares y tiempos en que la supervivencia de las antiguas creencias era fortísima, la topografía misma estaba saturada por la presencia de las hadas, la «visión segunda» era una experiencia común, pero también lugares y tiempos en que el anglicanismo y el presbiterianismo libraban sus batallas con implicaciones tanto teológicas como políticas.

El Seiscientos es el siglo de los procesos de brujas, de los inquisidores (tanto católícos como protestantes) que en la variedad de formas de la supervivencia sobrenatural precristiana no ven sino la uniforme presencia de Satán, que hay que extirpar con la hoguera. El reverendo Kirk, con la fuerza de una profunda inocencia interior, tiene la certeza de que es capaz de reconocer la inocencia del prójimo. Sabe que sus feligreses que creen en las hadas y las Ven, no son ni brujas ni brujos; ama a los pobres campesinos escoceses, conoce sus alucinaciones y la precariedad de sus existencias; ama a las hadas, otro pueblo pobre, quizá a punto de disolverse sin un ubi consistam ni físico ni metafísico; sin duda él también cree en las hadas y probablemente las ve, aunque se limite a transmitir testimonios ajenos. Con el coraje de la inocencia, escribe un breve tratado sobre el reino de las fairies, The Secret Commonwealth, para decir todo lo que sabe de ellas, que no es mucho, y sobre todo para alejar toda sospecha de colusión diabólica entre las pequeñas hadas subterráneas y quienes las ven. (Aquí al problema de la existencia de las hadas se superpone el de la visión segunda, la telepatía, las premoniciones, fenómenos no necesariamente ‑más aún, rara vez‑ ligados a la mediación de seres sobrenaturales.) Las citas de las Sagradas Escrituras en las que Kirk apoya su razonamiento son aproximativas y nunca del todo pertinentes, pero su propósito es claro. Quiere establecer que el «pueblo menudo» no tiene nada que ver con el cristianismo ni tampoco con el diablo: su estatuto jurídico es el de Adán antes de la caída, por lo tanto no se salvará ni se condenará; un limbo neutral, ajeno a todo juicio, rodea sus pecados siempre leves, casi infantiles, y su melancolía. El volumen publicado por Adelphi contiene el tratadillo de Kirk, descubierto y traducido por Mario Manlio Rossi, más un amplio ensayo de este último, que con erudición y pasión lo sitúa en la cultura de su tiempo y explica exhaustivamente que Kirk creía verdaderamente en la existencia de las hadas y cómo no había en ello nada de extraño. Tres son, pues, las razones de interés del libro: las hadas en sí, la personalidad del «capellán de las hadas» y la personalidad de su descubridor y exégeta.

Mario Manlio Rossi (1885‑1971), anglicista italiano que vivió muchos años en Edimburgo, es una figura de erudito marginal y siempre a contrapelo. Poco sé de él, pero me merece gratitud porque a través de un libro suyo comprendí en mi juventud la grandeza de Swift. Rossi sostiene aquí eficazmente que los procesos por brujería no eran un residuo medieval sino un típico producto de la cultura moderna. Su ensayo es fascinante por la riqueza del cuadro de historia de la cultura que evoca y documenta, pero se hace leer también por el humor o el malhumor polémicos que irrumpen en cada página, prueba de un temperamento quisquilloso en el que se combinan la meticulosidad erudita y los prejuicios. Las blancos de su polémica son muchos: la intolerancia tanto presbiteriana como anglicana, la cacería de brujas y las opiniones de todos los historiadores que se han ocupado de ellas, los cuentos infantiles que censuran el elemento sexual siempre presente en las narraciones populares; pero se las toma también con el empirismo, el irrealismo, el ocultismo, el folklore y sobre todo con la ciencia, que es su bestia negra. Salva (y aquí no dudo en concordar con él) a la poesía, en la que «el hombre de carne y hueso y el hada tienen la misma idéntica posición gnoseológica, la misma realidad».

Mientras leía continuaba zumbándome en la cabeza el nombre de la aldea de Kirk: Aberfoyle. ¿Por qué me suena familiar? Pero claro, si en ella se desarrolla la novela de Jules Verne que prefiero: Las Indias Negras, una historia subterránea en una vieja mina de carbón abandonada, donde se esconden seres que parecen salidos de las págínas del reverendo Kirk: una niña‑hada que nunca ha visto la luz del sol, un anciano que parece un espectro, un pajarraco del abismo... Aquí el visionario mundo céltico se infiltra en la apología de la ciencia del positivista Verne para demostrar, en polémica con Mario Manlio Rossi, que la misma linfa mitológica circula y se mezcla en la maraña inextricable de las ideologías aparentemente contrapuestas... Para demostrar que las hadas conocen, bajo tierra o en el cielo, más caminos de los que supone cualquiera de nuestras filosofías...

(1980)


El archipiélago de los lugares imaginarios

En Frívola, isla del Pacífico, la vida es fácil y frustrante: los árboles son elásticos, como de goma, y sus ramas inclinadas tienden frutos que se disuelven en la boca como espuma; los habitantes crían caballos frágiles e inútiles, que se aplastan bajo el peso más leve; para arar los campos basta que las mujeres silben y en el polvo sutil se abren surcos, y para sembrar, los hombres se limitan a esparcir las semillas al viento; en los bosques las fieras tienen zarpas y garras suaves y su rugido es como un crujido de seda; la moneda local es la agatina, poco apreciada en el mercado de cambio.

Las Islas de los Diamantes tienen la propiedad de tragar a los viajeros imprevisores, capturados por diamantes carnívoros. Para apoderarse de las gemas, astutos mercaderes las cubren con trozos sanguinolentos de carne de cerdo que los diamantes empiezan a sorber en seguida; al caer la noche bajan los buitres, desgarran la carne y la transportan volando a sus nidos, con las piedras preciosas que han quedado pegadas. Los mercaderes se encaraman a los nidos, espantan a los rapaces, separan los diamantes de la carne y después los venden a joyeros ignorantes. Así es como un anillo devora un dedo, o un collar un cuello.

Capilaria, región submarina, está habitada exclusivamente por mujeres autorreproductoras, llamadas Ohias, bellas y majestuosas, de dos metros de altura, rasgos angelicales, cuerpos suaves, largas cabelleras como nubes rubias. La piel de las Ohias es cérea, translúcida, como alabastro: por transparencia deja ver los huesos del esqueleto, los pulmones azules, el corazón rosado, el calmo pulsar de las venas. Los hombres son desconocidos o, mejor dicho, sobreviven como parásitos exteriores, llamados Bullpops, formados por un cuerpo cilíndrico de unos quince centímetros, cabeza calva y con protuberancias, cara humana, brazos y manos filiformes, pero pies dotados de grandes pulgares, espinas e inclusive alas. Los inermes Bullpops nadan verticalmente como hipocampos, y las Ohias se los comen porque adoran la médula de Bullpop, a la que además atribuyen virtudes en cierto modo estimulantes para la reproducción.

En la isla de Odes las calles son seres vivientes y se mueven libremente por propia voluntad. Para viajar a través de la isla los visitantes no tienen más que ubicarse en la calle, después de averiguar adónde va, y dejarse transportar. Las calles más famosas del mundo van en las vacaciones a Odes a hacer turismo.

London‑on‑Thames, que no debe confundirse con su homónima más famosa, es una ciudad excavada en lo alto de una roca, habitada por una tribu de gorilas cuyo jefe se cree la reencarnación de Enrique VIII y tiene cinco hembras llamadas Catalina de Aragón, Ana Bolena y así sucesivamente. La sexta es una mujer blanca capturada por los gorilas, que permanece en funciones mientras no es sustituida por otra.

En la isla de Dionisio crece una viña cuyas vides son mujeres de la cintura para arriba; de sus dedos cuelgan pámpanos y racimos, su cabellera es de zarcillos. ¡Ay del viajero que se deja abrazar por estas criaturas!: Se embriaga en seguida, olvida patria, familia, honores, echa raíces, se convierte él también en vid.

Malacovia es una ciudad fortaleza toda de hierro, construida en la embocadura del Danubio; tiene forma de huevo, está toda llena de tártaros ciclistas que pedaleando hacen bajar y subir el huevo de hierro, escondiéndolo en las marismas; la ciudad vive a la espera del momento en que las hordas de tártaros ciclistas desencadenados invadirán el imperio de los zares.

Las fuentes de estas informaciones geográficas son, en su orden: Abbé François Coyer, The Frivolous Island, London, 1750; Las mil y una noches; Frigyes Karinthy, Capillaria, Budapest, 1921; Rabelais, Quinto libro; Edgar Rice Burroughs, Tarzán y el hombre león, Nueva York, 1934; Luciano de Samosata, Una historia verdadera, Amedeo Tosetti, Pedali sul Mar Nero, Milán, 1884.

Así al menos se indican (declino toda responsabilidad al respecto) en el libro de donde las he tomado: The Dictionary of Imaginary Places, de Alberto Mangel y Gianni Guadalupi, ed. Lester Orpen Dennys, Toronto, 1980. Es un volumen que se presenta como un diccionario geográfico, con las palabras en orden alfabético (desde Abatón, ciudad de ubicacion variable, hasta Zuy, centro comercial de los Elfos), acompañado de mapas y de grabados que imitan los de una vieja enciclopedia. Un libro publicado en Canadá y fruto de la colaboración de un argentino y un italiano, tiene todo lo necesario para representar el extrañamiento geográfico. En la Biblioteca de lo Superfluo, que me gustaría que encontrase siempre lugar en nuestros anaqueles, un «Diccionario de los lugares imaginarios» es, creo, una obra de consulta indispensable. A cada ciudad, isla o región se le dedica una palabra como en una enciclopedia, y cada palabra se abre con datos sobre la posición geográfica, la población y posiblemente los recursos económicos, el clima, la fauna, la flora. El Diccionario se basa en el principio de presentar cada localidad como si realmente existiera. Los datos proceden de las fuentes citadas al pie de cada palabra: así para la Atlántida se enumeran el Critias y el Timeo, de Platón, la novela de Pierre Benoit y hasta un Conan Doyle menos conocido. Otra regla es la exclusión de los nombres imaginarios utilizados por los novelistas para representar lugares reales o por lo menos verosímiles; por lo tanto no está la Balbec de Proust ni la Yoknapatawpha de Faulkner. Y como la geografía considera el presente con su pasado pero no el futuro, toda ciencia ficción futurista, tanto extraterrestre como de política ficción o sociología ficción, queda excluida.

No es un libro que cautive de inmediato; más aún, la primera impresión al hojearlo es que la geografía imaginaria es mucho menos atrayente que la real: una grisalla metódica se extiende sobre las ciudades utópicas, desde la Bensalem de Francis Bacon hasta la Icaria de Cabet, como sobre innumerables viajes satírico‑filosóficos del siglo XVIII, para no hablar de las edificantes etapas alegórico‑religiosas del Pilgrim's Progress de Bunyan. Y una sensación de saturación, cuando no de falta de aire, acompaña las atestadas topografías del Mago de Oz, de Tolkien o de C. S. Lewis.

Pero al internarnos en cada una de las palabras no tardamos en tropezarnos con mundos regidos por una sugestiva lógica fantástica de la cual he tratado de dar algunos ejemplos; no he citado (por ser conocida para nosotros gracias a Masolino d'Amico y a Manganelli) la invención que sigue siendo la más elegante e ingeniosa: la geométrica Flatlandia de Abbott.

La narrativa menor es sobre todo la que revela recursos mitopoiéticos sin fin; atlas enteros de comarcas visionarias salen de la pluma de hábiles profesionales de la literatura de entretenimiento. El autor más citado en el Diccionario es Edgar Rice Burroughs, no sólo por el ciclo de Tarzán, sino por una cantidad de libros que describen países de fantasía. De novelas que fueron consideradas de consumo y cuyos autores no son recordados en las historias de la literatura, pasaron a ser mitos cinematográficos la Shangri‑lá de Horizontes perdidos, la Ruritania del Prisionero de Zenda y la Isla del Conde Zaroff con sus cacerías trágicas. El Diccionario recoge también países que nacieron directamente en la pantalla, como la Freedonia de los Marx Brothers en Duck Soup y la Pepperland de los Beatles en Yellow Submarine; no encuentro, sin embargo, las ciudades de los films de sátira política de René Clair.

La literatura italiana está bien representada, desde la Albraca de Boiardo hasta la Zavattinia de Totó il buono, aun cuando no sea de las más ricas en este campo; no faltan la fortaleza Bastiani de Buzzati, el Maradragal de Gadda, ni el País de Jauja de Collodi. Entre las curiosidades dignas de ser recordadas señalaré dos túneles: uno que va de Grecia a Nápoles, para uso exclusivo de los amantes infelices, explorado en la Arcadia de Sannazaro el otro que une el Adriático (a través del valle del Brenta) con el Tirreno (desembocando en el Golfo de la Spezia); construido en el Trescientos por los genoveses para invadir la República de Venecia, fue buscado y explorado en la novela I naviganti della Meloria (1903), de Salgari, que encontró en él una fauna fosforescente de medusas y moluscos gigantescos.

(1981)


El correo y los estados de ánimo

Durante toda su vida Donald Evans hizo sellos postales. Sellos imaginarios de países imaginarios, dibujados con lápiz o tintas de colores o pintados con acuarela, pero escrupulosamente fieles a todo lo que nos esperamos de un sello, al punto de parecer, a primera vista, verdaderos. Inventaba el nombre de un país, el nombre de una moneda, un repertorio de imágenes características, y comenzaba a llenar minuciosamente cuadraditos o pequeños rectángulos (algunas veces triángulos) enmarcados por un borde blanco dentado, en series completas, cada serie con su año de emisión y el estilo de la época, cada valor con su colorcito tenue, elegido en la gama de tintas habituales del franqueo postal.

Nada de ficción científica ni de utópico ni de extravagante: los Estados de su atlas imaginario se asemejan a los estados que existen en la realidad, sólo que éstos se han vuelto más familiares y adueñables, identificándose enteramente con un número limitado de emblemas tranquilizadores. Inventaba inclusive el nombre de la capital y ponía un matasellos circular para anularlos, con le cual el efecto de realidad era cada vez más convincente. A veces la composición comprendía también el sobre con todos sus sellos y matasellos, la dirección escrita a mano con una caligrafía inventada, nombres de personas y de lugares inventados pero siempre casi verosímiles.

La fascinación de los sellos postales nace siempre en la infancia; la mueve al mismo tiempo la pasión por el exotismo y por lo sistemático de la serie. Desde pequeño Donald Evans, norteamericano de New Jersey, además de coleccionar sellos postales, empieza a inventar otros nuevos, lo que quiere decir inventar una geografía y una Historia paralelas a las del mundo reconocido por los demás. Evans crece pero no abandona nunca del todo esta pasión infantil aunque, si bien ha practicado la primera al margen de sus estudios de arquitectura, la esconde, avergonzándose casi.

Estamos en Nueva York a fines de los años cincuenta, en la época del dominio indiscutido del expresionismo abstracto. Pero poco después el advenimiento del pop‑art convence a Evans de que sus primeras preferencias figurativas corresponden a las orientaciones artísticas más actuales. Se le abre el camino para lanzarse como pintor de éxito, pero a él lo único que le interesa es la tranquilidad de vivir haciendo lo que más le gusta. En los años setenta no hace más que pintar sellos, cerca de 4.000, distribuidos en 42 países imaginarios; presenta una exposición todos los años pero se queda en Nueva York lo menos posible. Vive casi siempre en Europa, sobre todo en Holanda, hasta el incendio en el que pierde la vida, en Amsterdam, a los treinta y un años apenas. El libro que me lo dio a conocer es la prueba de que un círculo de amigos y de conocedores tributa a su figura y a su obra un culto como a la memoria de un santo (The World of Donald Evans, text by Willy Eisenhart, New York). La breve vida de Donald Evans (1945‑1977) es minuciosamente reconstruida y su obra minuciosamente comentada por Willy Eisenhart como introducción a las ochenta y cinco láminas en colores presentadas como un álbum de colección en orden alfabético de países imaginarios. La colección de sellos es al mismo tiempo colección de gallinas, molinos de viento, dirigibles, sillas, palmeras, mariposas y cualquier otro ejemplar de la fauna y de la flora (más aún, «Fauna and Flora» es el nombre de un reino federado que figura no se sabe dónde en la geografía evansiana, seguramente en comarcas nórdicas). En realidad Evans adora las clasificaciones, las nomenclaturas, los catálogos, los muestrarios y ¿qué mejor para expresar esta pasión serial que las series filatélicas? «Catálogo del mundo» es el título que se proponía dar a la totalidad de su obra.

Otras páginas representan la hoja de sellos todos iguales, que todavía no han sido separados a lo largo de las líneas perforadas. Otras en cambio representan las colecciones que tratan de reconstruir esa hoja originaria alineando sellos todos idénticos, pero diferenciados por la sombra negra del matasellos y por las irregularidades del contorno. (Evans ponía particular cuidado en imitar el borde dentado o su falta en las series que pretendían ser más antiguas, anteriores a la invención de la perforadora.) No faltan las combinaciones más abstractas, como las piezas de dominó en los elegantísímos sellos del «Etat Domino» o los tartan escoceses de «Antiqua», pintados en honor de una amiga cuya familia era originaria de Escocia.

En el carácter introvertido de Evans ve Eisenhart el origen de esta fijación filatélica. Para mí la necesidad que lo mueve es la de llevar un diario de estados de ánimo, sentimientos, experiencias positivas, valores sintetizados en objetos emblemáticos; pero la visión nostálgica del álbum de sellos permite cultivar una interioridad objetivada, dominada por la conciencia. Prevalece el orden de la disposición serial, la ironía de la invención y de la atribución de los nombres, y también la sutil melancolía de los paisajes esfumados, repetidos en todos los colores. Crear sellos postales es para Donald Evans sobre todo un modo de apropiarse de los países visitados, los lugares donde se vive: su tierra de adopción, Holanda, le inspira los sellos de «Achterdijk» (Detrás del dique inspirado en su primera dirección holandesa) y de «Nadorp» (Pasando la aldea, inspirado en la dirección de un amigo) en los que expresa su amor por los paisajes llanos, por los molinos de viento de varias aspas, e incluso por la lengua holandesa. De colores más vivos son los sellos de «Barcentrum», por el nombre del bar que Evans frecuentaba en Amsterdam: una bella serie que es también una lista de bebidas por orden de precios, en vasos todos diferentes. Vamos comprendiendo poco a poco que muchos de estos nombres no son inventados, sino que designan lugares modestos o mínimos por los cuales Evans pasó y a los que atribuye las prerrogativas propias de los Estados soberanos. Así, después de un verano en la Costa Brava, dibuja los sellos de Cadaqués, con una alegre serie de hortalizas. Otros nombres pertenecen a una geografía de los sentimientos: «Lichaam» y «Geest» (cuerpo y alma, en holandés) son dos reinos gemelos del extremo Norte que tienen en común la moneda (el «ijs», es decir, el hielo) y los sellos (con focas y narvales). Dos islas africanas se llaman «Amis et Amants» y forman uno de los Estados nacidos de la descolonización de un antiguo protectorado francés, el «Royaume de Caluda». Al principio los nuevos Estados independientes usan todavía los tristes sellos de la vieja colonia corregidos con inscripciones superpuestas; después «Postes des Iles Amis et Amants» emite una nueva serie con paisajes de localidades que se llaman «Coup de Foudre», «Premiers amours», «La Passade». Pero Evans establece su relación con los países sobre todo a través de la comida, recogiendo durante sus viajes los sabores y los aromas más característicos. Después de un viaje a Italia inventa un nuevo pais, «Mangiare», cuya moneda se calcula en gramos y cuyos refinadísimos sellos son un museo de hortalizas, frutas y hierbas: desde el guisante, la alcaparra, el piñón, la aceituna (imágenes puntiformes que aparecen enmarcadas con elegancia), hasta la flor del calabacín, el romero, el apio, el brócoli. «Lo Stato di Mangiare» dedica una emisión especial al pesto a la genovesa, con los ingredientes fundamentales (albahaca, piñones, queso de oveja, ajo). Otra serie (fechada en 1927) exalta el pepino bajo forma de dirigible. Durante la Segunda Guerra Mundial el Estado de Mangiare es invadido por el ejército de Antipasto: una inscripción superpuesta indica los sellos de la zona ocupada. Después de la guerra, una región de Mangiare, llamada Pasta, se proclama autónoma; el «Poste Paste» emite una serie que es un esplendoroso muestrario de variedades de fideos. También la nostalgia por la madre patria del norteamericano en Europa se concentra en visiones comestibles: la fruta. Las sugestivas láminas dcdicadas a un país llamado «My Bonnie» («My Bonnie lies over the ocean», dice la canción) están punteadas de cerezas aparentemente todas iguales, pero cada una con una gradación de rojo diferente y un nombre, tomados de catálogos de establecimientos agrícolas.

En una palabra, este presunto introvertido era un hombre para nada replegado sobre sí mismo, sino proyectado hacia afuera, hacia las cosas del mundo, escogidas, reconocidas y nombradas una por una con delicadeza y precisión amorosa. Tal vez lo que le interesaba más en los sellos era justamente la función celebratoria: quería contraponer a las celebraciones oficiales, programadas, burocráticas de los ministerios de correos de todo el mundo, un ritual de celebraciones privadas, conmemoraciones de encuentros mínimos, consagraciones de las cosas únicas e insustituibles: la albahaca, una mariposa, una aceituna. Sin la ilusión de arrancarlas al fluir del tiempo que rápidamente transforma la serie de sellos postales en vestigios del pasado.

(1981)


La enciclopedia de un visionario

En el principio fue el lenguaje. En el universo que Luigi Serafini habita y describe, creo que la palabra escrita ha precedido las imágenes: letra cursiva minuciosa y ágil y (hemos de admitirlo) clarísima, que siempre nos sentimos a un pelo de poder leer y que sin embargo se nos escapa en cada una de sus palabras y cada uno de sus caracteres. La angustia que ese Otro Universo nos transmite no viene tanto de su diferencia con el nuestro como de su semejanza: lo mismo la escritura que verosímilmente podría haberse elaborado en un área lingüística extraña para nosotros, pero no impracticable. Reflexionando se nos ocurre que la peculiaridad de la lengua de Serafini no debe de ser solamente alfabética sino sintáctica: las cosas del universo que este lenguaje evoca, como las vemos ilustradas en las láminas de su enciclopedia (Codex Seraphinianus, ed. Franco María Ricci) son casi siempre reconocibles, pero la conexión entre ellas es lo que nos parece trastocado, con acercamientos y relaciones inseperados. (Si he dicho «casi siempre» es porque hay también formas irreconocibles, y tienen una función muy importante, como trataré de explicar más adelante.) El punto decisivo es éste: la escritura serafiniana, sí tiene el poder de evocar un mundo en el que la sintaxis de las cosas está trastocada, debe contener, oculto bajo el misterio de su superficie indescifrable, un misterio más profundo que corresponde a la lógica interna del lenguaje y del pensamiento. Las imágenes de la existente contornean y superponen sus nexos, el desorden de los atributos visuales genera monstruos, el universo de Serafini es teratológico. Pero también en la teratología hay una lógica cuyos lineamentos nos parece ver aflorar y desvanecerse de un momento a otro, como los significados de esas palabras diligentemente trazadas con la pluma.

Como el Ovidio de las Metamorfosis, Serafini cree en la contigüidad y la permeabilidad de todo territorio del existir. Lo anatómico y lo mecánico intercambian sus morfologías: brazos humanos que en vez de terminar en una mano, terminan en un martillo o una tenaza; piernas que se apoyan no en pies sino en ruedas. Lo humano y lo vegetal se completan: véase la lámina del cultivo del cuerpo humano: bosque en la cabeza, trepadoras que suben por las piernas, prados en la palma de la mano, claveles que florecen saliendo de las orejas. Lo vegetal se acopla a lo merceológico (hay plantas de tallo caramelo envuelto, espigas‑lápiz, hojas‑tijeras, frutas‑fósforos), lo zoológico a lo mineral (perros y caballos a medias petrificados), y del mismo modo el cemento a lo geológico, lo heráldico a lo tecnológico, lo selvático a lo metropolitano, lo escrito a lo viviente. Así como ciertos animales asumen la forma de otras especies que viven en el mismo hábitat, así los seres vivientes se contagian de las formas de los objetos que los circundan.

El traspaso de una forma a la otra es seguido fase por fase en la pareja humana abrazada que gradualmente se transforma en un caimán. Es una de las más felices invenciones visuales de Serafini, a cuyo lado pondría, en mi selección ideal, los peces que al aflorar del agua semejan grandes ojos de estrellas de la pantalla; y las plantas que crecen en forma de silla, que basta cortarlas y desbastarlas para tener la silla de paja completa; y añadiré además todas las figuras en las que aparece el motivo del arco iris.

Para mí las imágenes que más desencadenan el trance visionario de Serafini son tres: el esqueleto, el huevo, el arco iris. El esqueleto parecería el único núcleo de realidad que resiste tal cual es en este mundo de formas intercambiables: vemos esqueletos a la espera de ponerse la envoltura de piel y carne (que cuelga de ganchos flojos como ropa vacía) y después de la operación de vestirse se miran perplejos al espejo. Otra lámina evoca una ciudad de esqueletos, con las antenas de televisión hechas de huesos, un camarero que sirve un hueso en un plato.

El huevo es el elemento originario que aparece en todas sus formas, con cáscara o sin ella. Huevos sin cáscara caen de un tubo sobre un prado que cruzan arrastrándose como organismos dotados de perfecta autonomía locomotriz, para treparse luego a un árbol y dejarse caer de nuevo asumiendo los contornos característicos de los huevos fritos.

En cuanto al arco iris, tiene una importancia central en la cosmología serafiniana. Puente sólido, puede sostener una ciudad entera; pero es preciso decir que esta ciudad cambia de color y de consistencia al mismo tiempo que lo que la sostiene. Del arco iris, por agujeros circulares del tubo iridiscente, salen ciertos animalitos bidimensionales y multicolores, de formas irregulares y nunca vistas, que podrían ser el verdadero principio vital de este universo, corpúsculos generadores de la incontenible metamorfosis general. En otras láminas vemos que en el cielo, para tender los arco iris, hay una especie de helicóptero que puede dibujarlos en la forma clásica del semicírculo, pero también en nudo, en zigzag, en espiral, en gotas. Del fuselaje de nube de este aparato penden, colgados de hilos, muchos de esos corpúsculos policromos. ¿Un equivalente mecánico del polvillo iridiscente suspendido en el aire? ¿O anzuelos para pescar los colores? Son estas las únicas formas indefinibles en el cosmorama serafiniano, como dije antes. Seres de forma afín aparecen como corpúsculos luminosos (¿fotones?) en un enjambre que sale volando de un fanal, o como microorganismos atentamente catalogados al abrirse la sección botánica y la zoológica de esta enciclopedia. Quizá tengan la misma consisteneia de los signos gráficos: constituyen otro alfabeto, más misterioso y más arcaico. (Formas análogas aparecen esculpidas en una especie de Piedra de Rosetta, junto a la «traducción»). Tal vez todo lo que Serafini nos muestra es escritura: sólo el código varía. En el universo‑escritura de Serafini, raíces casi iguales son catalogadas con nombres diferentes, porque cada barba de raíz es un signo diferencial. Las plantas retuercen sus tiernos tallos como las líneas trazadas por la pluma, penetran en la tierra de la que apenas han brotado para aparecer de nuevo o para hacer nacer flores subterráneas.

Las formas vegetales prolongan la clasificación de las plantas imaginarias iniciada por la amable Nonsense Botany de Edward Lear, y continuada por la sideral Botanica Parallela de Leo Lionni. En el vivero de Serafini hay hojas‑nube que asperjan las flores, hojas‑telaraña que capturan insectos. Los árboles se desarraigan solos y caminan, van a la orilla del mar de donde zarpan batiendo las raíces como hélices de motoscafo.

La zoología de Serafini es siempre inquietante, teratomórfica, de pesadilla. Una zoología cuyas leyes evolutivas son la metáfora (una serpiente‑salchicha, una vibora‑lazo con zapatillas de tenis), la metonimia (un pájaro que es una sola pluma que culmina en una cabeza de pájaro), la condensación de imágenes (un palomo que es también un huevo).

A los monstruos zoológicos siguen los monstruos antropomórficos, tal vez tentativas fallidas en el camino de la hominización. Que el hombre se haya convertido en hombre empezando por los pies lo había explicado un gran antropólogo como Leroi‑Gourhan. En las láminas de Serafini vemos una serie de piernas humanas que tratan de encontrar un complemento no en un torso sino en un objeto como un ovillo o un paraguas, o bien en una luminosidad de estrella que se enciende y se apaga. De esta última especie vemos una multitud de seres de pie sobre barcas a la deriva que descienden un río pasando bajo los arcos de un puente, en una de las figuras más misteriosas del libro.

La física, la química, la mineralogía inspiran a Serafini las páginas más calmas por ser más abstractas. Pero la pesadilla se reanuda con la mecánica y la tecnología, donde el teratomorfismo de las máquinas resulta no menos inquietante que el de los hombres. (Aquí las comparaciones remiten a Bruno Munari y a toda una genealogía de inventores de máquinas locas.)

Si pasamos a las ciencias humanas (que incluyen la etnografía, la gastronomía, los juegos, los deportes, la vestimenta, la lingüística, el urbanismo) debemos tener en cuenta que es difícil separar el sujeto hombre de los objetos, pegados ahora a él en una continuidad anatómica. Hay también una máquina perfecta que satisface todas las necesidades del hombre y a su muerte se transforma en ataúd. La etnografía no es menos caprichosa que las otras disciplinas: entre los diversos tipos de salvajes catalogados con sus trajes característicos, sus instrumentos y sus habitaciones, está el hombre de las basuras y el hombre de la desratización, pero el más dramático es el hombre de la calle o el hombre‑calle, con traje de asfalto adornado con la franja blanca de la siñalética.

Hay una angustia en la imaginación de Serafini que quizá alcance su culminación en la gastronomía. Y, sin embargo, también aquí se revela su particular alegría, expresada sobre todo en las invenciones tecnológicas: un plato provisto de dientes que mastican los alimentos, de modo que puedan ser absorbidos por una pajita; un mecanismo de suministro de peces como si fueran agua corriente, a través de cañerías y grifos, de manera de tener pescado fresco a domicilio. Me parece que la verdadera «gaia scienza» es para Serafini la lingüística. (Sobre todo por lo que concierne a la palabra escrita; la palabra hablada, que vemos colgar de los labios como una papilla negruzca, o bien extraída con caña de pescar de la boca abierta, despierta todavía cierta angustia.)

La palabra escrita es también viviente (basta pincharla con un alfiler para verla sangrar), pero goza de autonomía y corporeidad, puede llegar a ser tridimensional, policroma, levantarse colgando de globitos desde la página, o bajar a ella con paracaídas. Hay palabras que para tenerlas sujetas a la página hay que coserlas, haciendo pasar el hilo a través de los ojales de las letras anilladas. Y si se mira la escritura con lupa, el sutil hilo de tinta resulta recorrido por una espesa corriente de significado: como una autopista, como una multitud hormigueante, como un río bullente de peces. Al final (es la última lámina del Codex) el destino de toda escritura es deshacerse en polvo y también de la mano que escribe sólo queda el esqueleto. Líneas y palabras se despegan de la página, se desmenuzan, y de los montoncitos de polvo asoman los pequeños seres color arco iris y se ponen a saltar. El principio vital de todas las metamorfosis y de todos los alfabetos reanuda su ciclo.

(1982)

En Colección de arena  
Trad.: Aurora Bernárdez


Foto: Carlo Gajani, Ritratto di Italo Calvino, 1975


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