Gerardo Gambolini - Finisterre
11 de marzo de 2011
Finisterre I
I - El río, los cambios de luz y de estación,
las casas que sugieren un pasado decoroso.
Sólo un opaco fragor
de los asuntos humanos.
Es cierto, las noches son más frías
y el tiempo se demora entre los bancos de niebla.
La ira parece innecesaria; persiste apenas
la ausencia del mar,
la impresión de vidas y de muertes que se hilvanan
a un mismo nacimiento.
II - Un plato, un vaso, una silla;
un cielo insulso y leve, blanquecino.
Pasado el verano —la vulgaridad del verano—
el invierno reduce el mundo a dos o tres
emociones esenciales. Papeles, libros,
recuerdos de palabras.
Y luego los sueños; las formas imprecisas
de claridad y dominio.
Finisterre II
Hicieron falta dos muertes y el azar
para llegar aquí, 800 kilómetros al norte de nada.
Un valle cruzado por un río.
Acá trabajo, traduzco, leo.
Odin cae el Ragnarök, en la planicie de Vigrid...
Acá están la música y los libros, el tiempo,
las imágenes que no podrán evitar la dilución.
El invierno empieza a bajar al valle;
la luz se va haciendo aceptación, misericordia.
En estos sitios,
en estos casos de montañas e ignorancia,
se invoca el pasado:
un frío particular, un cuerpo preciso,
una extraña ciudad a orillas del Mar Dulce.
Y sin embargo, nada hay fuera de las cadenas. Ni los muertos,
ni el mar apagado, ni el este ni el oeste,
o la sombra, la esfinge,
el beso definitivo, la víspera helada.