Elías Canetti por Mario Muchnik
13 de octubre de 2010
El 15 de octubre de 1981, Canetti obtuvo el premio Nobel. Escribir acerca de Elias Canetti, por comprometido que resulte, a mí me resulta irresistible. Aunque no puedo alardear de mis conocimientos literarios, además de haber leído todo lo que de Canetti he publicado y buena parte de lo que han publicado otros editores, he tenido el privilegio de conversar mucho con él. Y si bien me aclaró que lo que conversamos no era tema de entrevista —entrevistas a las que él se negó toda la vida— y que me pedía que lo conservara como confidencia, estoy convencido de que lo que referiré aquí, por confidencial que él lo considerase, no habría violado en nada su proverbial reserva y me habría perdonado hacerlo público.
La conversación con Canetti no tenía estructura aparente. Como cualquier conversación entre seres humanos, se desarrollaba según los dictados de la espontaneidad, del entusiasmo con que se abordaban los distintos temas, sin la menor idea preconcebida acerca de lo que se diría o dejaría de decir, ni sobre el orden en que se lo diría. Lo curioso es que, una vez terminada la conversación, lo conversado iba ensamblándose en el recuerdo y una especie de deliberada intencionalidad iba apareciendo que había pasado hasta este instante desapercibida. Conocí a Canetti en el Grand Hotel de Estocolmo, en diciembre de 1981, cuando se le entregó el premio Nobel. Nicole y yo esperábamos el ascensor y de pronto lo vi bajar la gran escalinata central, de prisa, con el abrigo puesto y una fina gorra de astracán. Un hombre pequeño pero vigoroso, de mirada más fuerte que sus párpados entrecerrados, con el bigote tupido pero bien recortado como para coronar una sonrisa tal vez irónica (aunque, ¿quién sabe a qué obedece la sonrisa de un hombre como Canetti?).
—Nicole, Canetti —susurré. Me acerqué, como cortándole el paso.
—Doctor Canetti, yo soy Mario Muchnik —dije algo azorado, en inglés, la lengua en que nos habíamos escrito.
—Oh, es claro, cómo está, mucho gusto, quiero hablar con usted pero los del Ministerio de Exteriores me están esperando —me espetó, dándome un estrechón de manos.
—Ésta es mi señora, Nicole.
La miró, sonrió y, con un gran gesto, se quitó la gorra y le dio la mano. Al quitarse la gorra liberó (es la palabra exacta, no cabe otra) su blanca melena leonina, que ardió como una llamarada de hielo (es la expresión exacta, quienes lo conocieron me lo han confirmado repetidamente).
—¿Vienen ustedes a la recepción en la Fundación , esta tarde? Allí nos veremos.
Esa tarde, en la suntuosa Fundación Nobel, en un aparte le pregunté en castellano:
—¿Cuándo vendrá usted a España?
—No, por ahora no —me respondió en inglés—. Tengo mucho trabajo. Quiero trabajar, y esto —hizo un gesto amplio con la mano, indicando la multitud de gente engalanada, las copas de champagne y las imponentes estanterías de esa biblioteca de galardonados— me significará un gran retraso. Más adelante. Más adelante veremos. Me tiene que perdonar. Mi castellano es muy antiguo, arcaico, prefiero el inglés si no le importa. No, no puedo ir a España, no tengo tiempo. Tengo mucho trabajo, ¿comprende? La gente de Cañete ha sido muy simpática. Cañete es el pueblecito de donde venimos los Canetti. Me han enviado una invitación, el alcalde, buena gente, no sé cómo decirles que no puedo. ¿Me haría usted el favor?
—Cómo no, dígame qué quiere que les diga.
—Que estoy muy viejo. Y que tengo mucho que hacer, pero por favor, sea amable con ellos, no permita que se enfaden conmigo. Le daré la carta que me mandaron, pero por favor, haga una fotocopia y devuélvamela, porque me gustaría conservarla, el pueblecito de Cañete...
Al día siguiente lo encontré en la conserjería del hotel.
—Buenos días —me dijo—. Nunca contesté a su carta, debe perdonarme, era una carta conmovedora, ahora puedo decir que sé algo de su vida.
En mi carta yo le había contado que mi primera mujer se apellidaba exactamente como la madre de él, Arditti. Y que nuestro hijo se le parecía bastante.
—No tiene importancia –agregué—. Pero doctor Canetti, ¿cuándo tendrá cinco minutos para conversar conmigo? Le traigo la poesía de Ibn Gabirol de regalo. Me dije que de España no podía traerle unas castañuelas, puro folclore.
—Gabirol también es folclore, ¿no le parece? ¿Qué hace ahora? ¿Quiere que subamos a mi habitación?
A los cinco minutos estábamos en su vasta suite, sentados frente a frente ante un pequeño escritorio recubierto de piel color burdeos, encima del que coloqué la pila de sus obras editadas por mí. Su aspecto era pulcro. En mangas de camisa pero con una corbata severa y un chaleco abotonado, del mismo burdeos del escritorio. Su blanquísima melena lacia se balanceaba hacia arriba, curiosamente elástica, como bajo el influjo de una fuerza telúrica —en este caso, lo telúrico debía provenir de su propio cráneo.
—¿Cómo conoció mi obra? —me preguntó.
Le conté lo de Steve Lacy. Había conocido su obra en París gracias a Steve Lacy, mi amigo tenor saxo que, con los años, se convertiría en una estrella del free jazz. Un día Steve me entregó un libro y me dijo:
—Toma, léete esto.
Era Auto de fe , en inglés. Cuando lo acabé y al devolvérselo, me dio otro libro y me dijo:
—Ahora léete esto.
Era Masa y poder , también en inglés. No me cupieron dudas: eran clásicos, en el sentido en que define a los clásicos Italo Calvino: libros que nunca acaban de decir todo lo que tienen que decir.
—¿Quiere usted decir que la gente normal también me lee? —exclamó Canetti atónito.
Habría sido difícil explicarle lo que tenía Steve de normal. Mientras lo intentaba, él cogió mi edición de El otro proceso de Kafka y, con un bolígrafo fino y suave, garrapateó una dedicatoria:
Para Mario Muchnik, que tuvo el coraje de comenzar a editar a C. en castellano. Elias Canetti.
Me sorprendió su puntería: ése era precisamente el primer libro que había editado de él. Se puso a hablarme de mi vida, a partir de los escasísimos datos que yo le había dado en mi carta de felicitación. Le dije:
—No es sino lógico que, habiendo leído su autobiografía y sabiendo mucho de su vida, yo haya pretendido que usted supiera algo de la mía —y mientras le estaba diciendo esto, él cogió Masa y poder , puso su índice sobre la cubierta con gesto categórico y dijo:
—No, en realidad éste es el libro de mi vida —y, acto seguido, garrapateó una segunda dedicatoria:
Para Mario Muchnik, este libro de mi vida. Elias Canetti.
Y nuevamente me sorprendió su puntería, pues Masa y poder no sólo era el libro de su vida sino que era precisamente el segundo que yo había editado de él. Abordamos el problema de las traducciones; dijo estar disgustado con la traducción francesa de La lengua absuelta, que consideraba un verdadero escándalo; sabía que su alemán era muy difícil de traducir, porque era casi imposible añadirle ni quitarle nada; y dijo que algún traductor suyo creyó alguna vez volverse loco, y mientras me lo decía cogió Auto de fe, precisamente el tercer libro que edité de él, e inscribió:
Para Mario Muchnik, éste, el más loco de los libros de E. C.
Finalmente hablamos de él, de su mujer y de su hija Johanna, que entonces tenía nueve años, y mientras conversábamos me dedicó el cuarto libro que había editado de él, La lengua absuelta :
Para Mario Muchnik, que ahora lo sabe todo de mi vida. Elias Canetti.
—Doctor Canetti, ¿qué está escribiendo ahora? Usted nos prometió una segunda parte de Masa y poder , ¿no será eso?
Se puso muy serio, miró hacia la ventana y luego me clavó los ojos:
—Ese libro quizá nunca llegue a publicarse.
Preferí no insistir. Nos pusimos de pie y le dije:
—Quiero pedirle algo muy especial.
—No me pida que vaya a España.
—No. Quiero pedirle que me permita visitarlo en su casa de Zurich.
—Sí, pero estoy muy ocupado, tendrá que ser por no más de... dos horas. Ningún inconveniente.
Nuestro piso es pequeñito, tomaremos café...
—¿Y podría ser con su traductor al español, Juan del Solar?
—A condición de que no se hable de trabajo, sí.
Lo dijo con una firmeza que me hizo suponer algún episodio desagradable en el marco de una vida, ya lo iba viendo, extremadamente regulada.
—Otra cosa, doctor Canetti. ¿Por qué razón no quiere venir a la tierra de sus antepasados?
Aquello de «Manzanicas coloradas... las que vienen de Stambol» —completó sonriendo, pero volviéndose a poner serio enseguida.
—La cancioncilla de mi infancia, en ladino, allá en Bulgaria. No, por favor, no me hable en ladino. La verdad es que me avergüenzo de hablar ladino.
—¿Se avergüenza?
—Es que el ladino era la lengua de mi infancia, la que se hablaba en la cocina. La lengua de las ideas, de la mente, para mí es el alemán. Pero con la gente hablo en inglés.
Vamos hasta la puerta.
—Debe usted estar muy cansado, temo haberle robado demasiado tiempo.
—Oh no, pero es verdad que me canso, siento los años sólo por el cansancio. Cada día es como si me muriera dos veces, y es entonces cuando descanso. Si sobrevivo a todo esto —volvió a decir, haciendo un amplio gesto con la mano que indicaba esta vez el lujo de esa enorme habitación de hotel y el trajín de las ceremonias del premio Nobel—, me esconderé. Usted no se imagina cómo me cansa todo esto. ¿Cuándo nos volveremos a ver? —me preguntó ya dándome la mano y con la puerta abierta.
—Supongo —respondí— que en la comida que ofrece la editorial Forum, mañana.
—Bien, bien. Hasta mañana entonces. Y gracias, gracias.
El almuerzo en Forum —tres mesas de ocho comensales cada una; comida muy sueca, muy marina, muy sabrosa; y numerosos brindis— fue un momento bastante singular. Me tocó estar en la mesa de Canetti. Recuerdo además la presencia de un gran crítico literario sueco, muy conocedor de la obra de Canetti, del director de Forum y de algún escritor de la casa. Fue mi bautismo de fuego por lo que respecta al peligroso skol escandinavo. Un camarero llena de aqvavit glacial las respectivas copitas y los comensales las alzan, primero todos a la vez, tal vez en honor del agasajado. El camarero vuelve a llenar las copitas y ahora le toca a cada uno escoger otro comensal con quien brindar. Ocho comensales significa que uno debe tomar la iniciativa siete veces, y responder a siete iniciativas, un total de catorce brindis (más el primero, general, quince) con exquisito aqvavit glacial de alta gradación, y cada vez el ritual es el mismo: con la máxima seriedad, se alza la copita mirando al otro fijamente en los ojos; el otro responde alzando su copita y mirándolo a uno fijamente a los ojos; ambos se dicen skol y apuran las sendas copitas, sin dejar de mirarse a los ojos; luego se depositan las copitas en la mesa y, siempre sin dejar de mirarse a los ojos y sin haber esbozado la mínima sonrisa, ambos asienten con la cabeza, en un amén alcohólico más decisivo que un acta notarial.
Al final de ese delicioso y espirituoso almuerzo, Canetti se me acercó y volvió a hablarme de Cañete.
—No le importa hacerme de embajador, ¿no es cierto?
—¡Al contrario! Puede contar conmigo.
—Estoy seguro de que no le importa —añadió. Y, achicando aun más sus ya pequeños y tan agudos ojitos, esbozó una sonrisa irónica, maliciosa, y dijo:
—Estoy seguro de que a usted le encanta hacer esto por mí.
Solté la carcajada y le dije que sí, que me encantaba. La conversación está fotografiada por Nicole, que con apenas la luz de una cálida lámpara de mesa hizo prodigios con mi Leica.
La casa de los Canetti, en Zurich, cuando los visité en enero de 1982, era el mismo pisito de tres habitaciones, baño y cocina en que murió Elias en agosto de 1994. En uno de esos barrios periféricos generalmente situados en el cruce de dos arterias rápidas, con sus semáforos, estancos, cafés, todo muy limpio y suizo y un tanto tristón, nadie habría dicho que era la morada de un premio Nobel ni, mucho menos, de semejante premio Nobel. Él mismo abrió la puerta, como siempre cuando estaba solo, y con una cordialidad cargada de severidad y buenos modales, sorteando cantidad de libros y periódicos apilados en el suelo del pasillo, recogió con cuidado el gran ramo de rosas rojas que yo traía para su señora y me invitó a pasar a su estudio, una de las tres habitaciones. Se trataba de un recinto pequeño, amueblado con una cama, una mesa y dos sillas, y con las paredes cruelmente sobrecargadas de libros. La mesa, desnuda salvo una serie de lápices afilados, ordenados de mayor a menor sobre la tabla, y de una lámpara de escritorio, articulada, parecía un terreno de tenis ante el que Canetti se ubicó ofreciéndome el campo opuesto.
Una larga y silenciosa mirada, una mirada dirigida directamente a los ojos y subrayada por una sonrisa un pelín pícara, o irónica, sí, maliciosa, pero siempre cordial, severa y cortés, anunció un saque que no se sabía a quién tocaba.
Quizá comenzara uno, con alguna pregunta intrascendente, como la mía, que formulé azorado, acerca de quiénes eran sus amigos durante su estancia en Londres, pregunta a la que, con el antebrazo izquierdo apoyado en la mesa y cogiendo el borde de la misma con la mano derecha, haciéndola vibrar con una sorprendente energía interior, Canetti respondió sentando las reglas del juego:
—Esto no es una entrevista, señor Muchnik. Yo no doy entrevistas, de otra manera me resultaría imposible escribir.
No lo es, no. Es una simple conversación entre Canetti y un devoto de su obra, hoy un tanto sobrecogido al hallarse no sólo ante un gran escritor del siglo, premio Nobel por añadidura, sino ante un sobreviviente de la milagrosa era creativa del primer tercio de siglo en Europa Central, la rica generación de Kafka, Musil, Schöenberg, Kokoschka, Freud... Pero todavía no es posible entrar en materia, y sigue otra pregunta banal:
—¿Cómo recibió la noticia del Nobel?
Canetti estaba casado entonces, en segundas nupcias, con Hera (que moriría unos años antes que él, hija de un gran helenista alemán fallecido). El 15 de octubre de 1981, Canetti estaba almorzando en el castillo de su suegra, en Baviera, cuando alguien trajo la noticia al comedor.
—A Hera se le cayó el cucharón con que estaba sirviendo la sopa y salpicó el inmaculado mantel. A mí, que masticaba un trozo de pan, se me aflojaron los músculos de la cara, como nos sucede cuando nos quedamos atónitos, y se me cayó el bocado en el plato.
Nuestra suspicacia no tiene límites, y nos resulta muy difícil creer que a un escritor le llegue la noticia del todo inesperadamente. Pero para quien conoce a Canetti y ha leído su obra, el hecho resulta perfectamente creíble, diría que del todo normal: Canetti no esperaba el Nobel. Yo ya sabía, porque algunos amigos con inside information (como Susan Sontag) me lo habían comunicado, que Canetti era candidato. Así que supongo que también él sabía de su candidatura. Pero esa mañana del 15 de octubre de 1981, la radio no lo mencionaba. Se hablaba de Sábato, de García Márquez, de Doris Lessing y hasta de Camilo José Cela. Cuando supe, a la una de la tarde, por una llamada de mi primo Pablo, que acababa de oírlo por radio, que a Canetti le habían concedido el Nobel, sentí a la vez disiparse como por encanto la horrible migraña con que me había alzado, y una fuerte punzada en los riñones, al parecer producto de una violenta secreción de adrenalina.
Nadie lo esperaba. Casi nadie sabía quién era Elias Canetti. Pocos habían leído algo de él.
Yo, que era su editor en castellano desde hacía cinco años, no lo esperaba. Y él mismo no debía esperarlo.
De pregunta intrascendente en pregunta intrascendente, le pedí algún detalle más. Me habló de su hijita, Johanna, de nueve años. Al parecer, sus compañeras de escuela solían decirle que tenía un padre muy viejo, que parecía más bien su abuelo. En cambio, ahora decían que tenía un padre premio Nobel.
—Es mejor eso, ¿no es verdad? —opinó.
Pero la intrascendencia no dura, con Canetti. De pronto estábamos hablando del poder que otorga el recibir el premio Nobel.
—Muchas cosas se hacen posibles, cuando se es premio Nobel, y los poderosos de la tierra suelen impresionarse ante un premiado —afirmó.
Canetti me lo decía con una leve sonrisita cargada de picardía, mirándome con unos ojitos brillantes que, claro está, no podían menos que pertenecer al autor de Masa y poder, a un hombre que había pasado un par de décadas pensando en la singular dialéctica a la que obedece el enfrentamiento entre poderosos y sometidos.
—Mi conocimiento del poder que otorga el Nobel viene de la física —le dije—, una disciplina que cultivé durante quince años.
Eso le interesó mucho. Largo rato estuvimos hablando de las diferencias entre el Nobel científico y el literario. Le expliqué:
—Hay, evidentemente, muchísimos más candidatos físicos que escritores, y eso también marca el proceso por el que un Nobel es otorgado a una determinada persona. Un premio Nobel de física, además de ser buen físico ha de preocuparse por que ello se sepa, debe descollar no sólo por su obra sino por su capacidad de tramitar su candidatura, mediante influencias, amistades, cargos, etcétera.
—También muchos escritores han obtenido el codiciado premio inclinándose ante lo que hiciera falta —objetó Canetti.
—Sí, pero el mero hecho de que haya tan pocos escritores objetivamente «nobelables» hace que la lucha por imponerse dentro del comité sueco sea menos furibunda que en la física, ¿no lo cree?
Canetti me dijo que él ignoraba qué había que hacer para ganar el Nobel. Tampoco vale aquí nuestra arraigada suspicacia. Hay que creerle, porque tanto el hombre como su obra están tajantemente reñidos con todo trámite burocrático y con todas las instancias del poder. Hay que creerle, y hay que creer que, cuando se enteró de que se lo habían dado, se le aflojaron los músculos faciales y se le cayó el bocado en el plato.
La ceremonia de entrega de los premios, otro de los temas que tocamos, es de una solemnidad casi risible. Asisten, desde luego, los reyes de Suecia, y tiene lugar en la gran sala de conciertos de Estocolmo. Nunca he visto tantas medallas juntas. Orquesta sinfónica, flores, fraques (de rigor), discursos, fanfarrias, y es el rey Gustavo mismo quien entrega a cada candidato su diploma y su medalla. Al hacerlo le dice algo, confidencialmente, casi en el oído, y el candidato responde, confidencialmente; pero no hay micrófono y no es posible saber qué se dicen. Le pregunté a Canetti:
—¿Qué le dijo el rey?
—¿Quiere saberlo, realmente?
—Sí, por supuesto.
Entonces, alzándose solemnemente, movió los labios como si hablara, pero sin pronunciar palabra. Ante mi carcajada, me preguntó:
—¿Quiere saber qué le contesté?
—Desde luego, desde luego.
Y nuevamente movió los labios sin emitir sonido alguno. Quizá sea poco cortés agregar que, imitando al rey, Canetti henchía el pecho, fruncía gravemente el ceño y entrecerraba los ojos, en una caricatura que lo agrandaba y ridiculizaba a la vez.
—El rey es un tanto machista —me dijo—; quien es inteligente es la reina, bellísima, que rompió los corazones de todos los premiados y tiene una enorme facilidad para entablar conversaciones interesantes con todos. Es claro que ella no nació para reina —aclaró.
Más tarde, durante la recepción, el rey se le acercó buscando conversación, sin lograr encontrarla. Le ofreció un cigarrillo que Canetti, que no fuma, rechazó cortésmente. El rey le preguntó por qué no fumaba y Canetti no encontró mentira más piadosa que decirle que lo tenía prohibido por su médico, pues solía fumar hasta cien cigarrillos diarios. Eso maravilló al rey, que durante el resto de la velada, cada vez que se encontraba con Canetti sólo atinaba a decir, muy solemnemente y entrecerrando sus regios ojos:
—Cien cigarrillos... Humm... Cien cigarrillos... Humm...
Me mostró, accediendo a mi pedido, el diploma y la medalla de oro, que guardaba detrás de unas portezuelas sin llave debajo de las estanterías de libros, junto con sus manuscritos. Llegados a este punto se había establecido una relación de confianza y de total espontaneidad en la que uno de los ingredientes más importantes era el humor. Fue así que me contó que los bancos le habían aconsejado que pusiera la medalla en una caja fuerte, junto con los manuscritos de las obras ya editadas. A cambio de ello le proporcionarían una réplica exacta, en imitación oro, para que pudiera exhibirla en su casa. A Canetti le brillaban los ojitos y sus labios se fruncían en una risa contenida.
Me preguntó cuál era mi opinión. Siguiéndole el tren, le dije que debía hacerlo.
—¿Usted me autoriza a ello?
—Por supuesto, lo autorizo —le respondí antes de que ambos estalláramos en una carcajada.
Hablamos de ediciones. Le conté que mi padre había sido editor en Buenos Aires y que su primer libro había sido la Carta al padre , de Kafka. Se mostró sumamente interesado.
—Usted sabe —me dijo— que para mí este premio tiene una importancia que va mucho más lejos que el reconocimiento de mi propia obra. Soy el único sobreviviente de una generación de escritores muy importante y, como dije en mi discurso de aceptación, lo recibí en nombre de Kafka, Musil, Broch y Karl Kraus, a quienes nunca se había premiado. Pero usted es un hombre normal, ¿verdad? Kafka era un pequeño empleado, bastante enfermo, pero usted es hombre de mundo, ¿verdad?
Lo tranquilicé en cuanto a mi salud mental y en cuanto a mis relaciones con mi padre, y pareció aliviado.
Hablamos de otros escritores que habrían podido ganar el Nobel. Con un guiño, me preguntó si era cierto que García Márquez estaba furioso porque no se lo habían dado.
—Al fin y al cabo —dijo—, él no tiene aún sesenta años, y yo ya tengo setenta y seis...
Le dije que no sabía si García Márquez estaba furioso, pero que sí sabía, como todos sabíamos, que lo pretendía. Mi asombro no conocía límites: un escritor que es ya un clásico, representante de toda una gloriosa generación —el custodio de la metamorfosis, como se lo da en llamar—, de alguna manera se estaba justificando por haber obtenido el Nobel.
—¿Y Vargas Llosa?
Sólo había leído La ciudad y los perros.
—No es mal libro —dijo.
—¿Y Borges?
—Borges ya se sabe que es el eterno candidato. Pero yo no le concedería el premio. Y no por razones políticas, que no son pocas, incluso el haber aceptado una medalla de las manos de Pino...
Pino... ¿Pino qué?
—Pinochet —le dije, sonriendo.
—No, yo no se lo concedería porque su literatura es trivial, bien escrita pero superficial como el ajedrez.
Un escritor merecía sin dudas el Nobel, según Canetti: Jorge Guillén, entonces todavía en vida.
Canetti y sus bibliotecas. Quienes hayan leído Auto de fe habrán intuido hasta qué punto los libros, la colección de libros, la muy gran colección de libros jugó un papel fundamental en la vida de Canetti. Nadie ha escrito como él acerca de este asunto. Y si bien la novela termina con el incendio de la biblioteca y de su bibliotecario en una hoguera purificadora, lo cierto es que Canetti era hombre de libros, que su vida estuvo siempre condicionada por los libros, que de pequeño lo atormentaba la idea de que un día hubiera leído todo lo que hay por leer y ya no hubiera más lectura posible. En sus varias casas Canetti vivió siempre rodeado en primer término por los libros. Cuando le pregunté qué tenía por publicar, me miró con un dejo de sorna y abrió las portezuelas bajas de su biblioteca, detrás de las cuales aparecían pilas y pilas de manuscritos cuidadosamente ordenados.
—Lo que hay aquí, en su mayor parte aforismos como los de La provincia del hombre , llenaría fácilmente diez volúmenes de « La Pléiade ». Debo tener inédito más de cuatro veces lo que he publicado.
Entonces me habló de los cuadernos de Paul Valéry, y de su inmensa longitud y riqueza —y, extendiendo la mano hacia atrás, sin dejar de mirarme, tanteó en las estanterías buscando el libro en cuestión. No dio con él y se interrumpió. Me dijo:
—Cosas de la vejez...
Giró la cabeza y lo vi perplejo: el libro no estaba en donde debía estar. Al cabo de un rato se dio una palmada en la frente y cruzó la habitación en su busca. Al regresar, me contó:
—Cuando era más joven mis amigos me vendaban los ojos, como una gallina ciega, me hacían girar varias veces sobre mí mismo y luego me decían: «¡Madame Bovary!», y yo iba directamente al estante de Flaubert y ponía el dedo en Madame Bovary . «¡Odisea!», y sin titubear, siempre vendado, iba a la estantería correspondiente y sacaba la Odisea .
Hizo una pausa meditativa y prosiguió.
—La longitud de los cuadernos de Paul Valéry no es nada comparada con la de los cuadernos de Thomas Mann. Y lo más cómico es que en California han organizado un curso, puede que bajo los auspicios del propio Mann, cuyas cuatro primeras lecciones versan... ¡sobre el primer pensamiento de los cuadernos!
Pero también Canetti era de mucho escribir, si bien de menos publicar. Le pregunté si escribía a máquina —pregunta de editor— y me contestó que jamás había tocado una máquina de escribir.
De reojo miré la hilera ordenada de afilados lápices y recordé lo que me había contado su editor alemán. Canetti no escribía a máquina ni con bolígrafo. Escribía a lápiz, con una letra finísima y poco legible; y borraba, y volvía a escribir, hasta lograr el manuscrito que consideraba definitivo.
Sólo entonces lo repasaba íntegramente a pluma, o lo copiaba, y ése era el manuscrito que enviaba al editor. Éste, a quien Canetti sólo le daba una semana, ponía un plantel de dactilógrafas a pasarlo a máquina y devolvía a Canetti el original. Canetti no corregía pruebas: una vez entregado su original, se desentendía, confiando plenamente en su editor. Sólo intervenía si habían quedado dudas, especialmente a causa de su caligrafía difícil de descifrar.
Como es sabido, Canetti escribió sólo en alemán. La explicación ideológica se desprende de sus propios escritos —«los alemanes podrán quitármelo todo, menos la lengua, la lengua no me la quitarán nunca».
El resto de nuestra conversación fue un mosaico de muchos temas. Me dijo, por ejemplo, que nunca había trabajado por dinero. En eso quien lo apoyó toda la vida fue su primera esposa, Veza, a quien está dedicado La antorcha al oído , la segunda entrega de su autobiografía, así como Auto de fe . Veza murió en 1963, y quien quiera tener una idea de la personalidad de esta mujer fuera de lo común no tiene más que leer La antorcha al oído y El juego de ojos . Para Canetti, Veza reemplazó a su madre —por la influencia que ejerció sobre él, por el aliento que le dio, por la permanente polémica y la rigurosa exigencia que significó su presencia espiritual.
—Yo jamás he cobrado un salario —me dijo—. Jamás he trabajado. Veza me lo prohibió. Me convenció de que no debía perder tiempo ganándome la vida, que debía escribir y nada más. Siempre fui pobre, en todo caso modesto. Pero nunca lo lamenté.
Su segunda mujer, Hera, a quien Canetti en ese momento llevaba unos treinta años, tenía varias profesiones, entre otras la de sinóloga, una circunstancia significativa y feliz. Cuando, durante nuestra conversación, hizo su entrada Hera, acompañada de Johanna, Canetti me hizo su elogio como experta en la lengua china, elogio que Hera rechazó con vehemencia, a lo que Canetti, con fingido enfado, protestó diciendo:
—¡Hera! ¡Me haces pasar por tonto!
Y mientras Hera nos preparaba un té, Canetti me dijo:
—Comprenda usted la felicidad de tener en casa a mi propia traductora del chino. Yo había leído varias traducciones de El libro secreto de los mongoles , pero ahora tengo la mía propia, cada vez que la necesito. Es fantástico, ¿no le parece?
El libro secreto de los mongoles , un clásico de las literaturas arcaicas, es uno de los libros de cabecera de Canetti, del que habla repetidamente en su obra, especialmente en La provincia del hombre , y que yo he tenido la honra —y la audacia, si no la temeridad— de editarlo en castellano en la versión de José Manuel Álvarez Flórez, un libro verdaderamente excepcional.
Luego pasamos al comedor, donde Hera nos sirvió té y una tarta de zanahorias. Permanecimos los tres alrededor de la mesa cuando Johanna se ausentó para practicar la flauta dulce. La música nos llegaba, dulce, sí, desde otra parte del piso.
Afuera iba cayendo el crepúsculo, pero nadie encendió la luz. Poco a poco nos fuimos quedando a oscuras y, por la ventana detrás de Canetti, yo iba viendo cómo se iban iluminando las ventanas vecinas. El cielo pasaba del rosa al azul, luego al violeta y finalmente al negro. La conversación, animada pero en voz baja, continuaba sin que ya nos viéramos las caras. Nos habíamos convertido en esas «máscaras acústicas» de las que habla Canetti en su obra, enfrascados en una singular magia comunicativa por la que nuestras mentes, unidas por el interés del discurso, habían interrumpido todo contacto sensorial que no fuera el de nuestros oídos. Una luz interior iluminaba con inusitada acuidad lo que decíamos y hacía resaltar los detalles más insignificantes, como un permanente relámpago en medio de la noche.
Le pregunté si había vuelto alguna vez a Rustschuk, su pueblecito natal en Bulgaria. Nunca, pero hacía un tiempo Hera lo había visitado. Quienes han leído La lengua absuelta se regocijarán sabiendo que aún existe ese patio con las tres casas, la de los Canetti y las de los dos abuelos, el abuelo Canetti y el abuelo Arditti, y que todavía existe la tienda de ramos generales del abuelo Arditti, si bien ya no pertenece a la familia —aunque, desvencijado y descascarado, todavía luce el cartel sobre la puerta con el nombre Arditti.
En cuanto a la Villa Yalta , el colegio de niñas, en Zurich, en el que Canetti estuvo internado, como cuenta en la última parte de La lengua absuelta , me dijo que existe siempre, pero que ya no es escuela. Para los canettófilos de corazón llegará como una bomba la noticia de que la habitación de los ratones —¿os acordáis? Página 277 de mi edición— es hoy nada menos que el consultorio de un psicoanalista... Y Canetti se ríe de la ironía, esa habitación tan cargada de sus propios sueños…
Y, a medida que iba anocheciendo, Canetti me habló de la arrogancia de los sefardíes. Al principio de La lengua absuelta Canetti dice textualmente:
Con ingenua arrogancia miraban por encima del hombro a los demás judíos, y utilizaban la palabra «todesco», cargada de sarcasmo, para designar a un judío alemán o ashkenazi.
Habría sido imposible casarse con una «todesca» y entre las muchas familias de las que oí hablar o conocí en Rustschuk, de niño, no recuerdo ni un solo caso de matrimonio mixto.
No tenía seis años de edad cuando ya mi abuelo me previno contra este tipo de alianza.
—¿A qué se debe esta arrogancia? —me preguntó, mirándome a los ojos pero atravesándome con la mirada, como sintiendo un viejo dolor y una vieja vergüenza.
Aventuré un germen de teoría sugiriéndole que los judíos españoles fueron expulsados en una época en que la hidalguía era una condición social, es cierto que mal definida pero que, en cualquier caso, implicaba el orgullo de ser superior y, tal vez, de ser superior por no trabajar. Le mencioné algo que había leído en Quevedo sobre el hidalgo que preferirá morirse de hambre de brazos cruzados en la puerta de su casa antes que rebajarse a ganarse la vida de alguna manera. Permaneció un rato pensativo. Evidentemente era un tema que lo preocupaba. El comedor estaba totalmente a oscuras, hablábamos en voz muy baja, yo me sentía electrizado por un flujo de simpatía sin trabas.
Recordaba otras relaciones de ese tipo que había tenido muchos años atrás, con gente de Europa central no menos inteligente, no menos atenta a mis palabras, no menos exigente en su ilimitada curiosidad. Y sentía una comodidad mental incomparable, un delicioso descanso espiritual, como el que experimenta el cuerpo exhausto al arrellanarse en un sillón muelle al cabo de una carrera desesperada. Un puerto de calma, protegido de la tormenta banal.
Más adelante, en la misma página de la cita anterior, dice Canetti:
No puedo tomar en serio a nadie que ostente cualquier tipo de presunción por sus orígenes, lo contemplo como si se tratara de un animal exótico pero un tanto risible. Sorprendo en mí el inamovible prejuicio contra las personas que se vanaglorian de su elevada alcurnia.
Las pocas veces en que hice amistad con aristócratas tuve que pasar por alto que hablaran de esto; si hubieran imaginado el esfuerzo que ello me costaba habrían tenido que renunciar a mi amistad. Todo prejuicio se configura a partir de otro prejuicio, y los prejuicios más frecuentes son los que emanan de sus opuestos.
Canetti no me habló, y quizás lo ignorara, de que también los ashkenazim ostentan cierta vanagloria por sus orígenes, si bien de tipo distinto: la de pertenecer al pueblo mártir por excelencia, el pueblo exterminado en el Holocausto. Se lo dije, dejándolo otra vez pensativo. Y me sentí reconfortado, en la oscuridad que ya nos rodeaba, de sentir en mí el mismo prejuicio inamovible contra quienes se vanaglorian de su elevada alcurnia. Nada más escandaloso, conociendo este aspecto del pensamiento de Canetti, que pretender que lo que este gran escritor escribe tiene «rasgos» judíos, ni nada más ridículo que hallar, en estos supuestos rasgos, «claros componentes sefardíes», como nos instruyen ciertos exegetas sefardíes. Canetti, para quien lo haya leído en serio, es perfectamente universal. Y si alguien hay que jamás se haya vanagloriado de orígenes o de su alcurnia y cuyo orgullo haya nacido única y exclusivamente de su propio esfuerzo, de su propia formación, de su propia contribución al pensamiento y la cultura universales, ése fue Elias Canetti.
Hubo una larga pausa en la semioscuridad. Nuevamente nos llegaba la música de Johanna, interrumpida de vez en cuando por algún lejano motor. En nuestras cabezas, imbuidas de la magia de la noche en ciernes, giraban silenciosas y veloces las reminiscencias de la tarde y del pasado, como intentando alcanzarse de una a otra mente, salvar el abismo que media aun entre seres en perfecto acuerdo. Intenté mirar mi reloj —tenía un avión a las ocho y media— y eso rompió el hechizo. Canetti se puso de pie y sin titubear, sorteando a ciegas la mesa y las sillas, accionó un interruptor y se hizo la luz.
—Mister Muchnik, hasta ahora usted se podía quedar; a partir de ahora, no tiene por qué marcharse.
Ambos, Hera y Elias, me sonreían con ojos pícaros. Les agradecí la hospitalidad, recogí mis cosas y les rogué que me llamaran un taxi, cosa que hizo Hera con una eficiencia que debía deslumbrar a su marido. Me acompañaron hasta la puerta, donde nos dimos la mano. Pero Hera dijo que ella bajaría conmigo hasta el taxi, cosa que Elias encontró perfectamente normal. Acepté.
En el ascensor Hera me miró y me dijo:
—Usted no sabe de nuestro martirio.
—¿Martirio?
—Desde el Nobel, el 15 de octubre pasado, hace casi tres meses, hemos estado asediados por los periodistas de todo el mundo —me dijo, con los ojos al borde de las lágrimas—. Día y noche, apostados en la acera de enfrente, con sus cámaras, gente vulgar, incapaces de comprender que perturban el trabajo de un hombre de edad...
—Bueno, pero con decirles no, ¿no bastaba?
—Yo salía por la puerta de atrás, de servicio, para ir al supermercado. Elias no salió a la calle durante semanas y semanas. ¡Quisieron sonsacarle cosas a mi Johanna!
Mi silencio subrayó, en el vestíbulo de la planta baja, mi solidaridad.
—Usted debe hacerse muy fuerte, ahora— le dije.
—Sí, pero cuánto me canso...
Nos miramos, le di besos en ambas mejillas y ella, apretándome la mano, me dijo la última palabra:
—Gracias.
Cogí mi avión de las ocho y media y ya no volví a verlos.
Canetti murió en agosto de 1994. Su obra completa será incompleta. Murió antes de ponerle punto final.
Canetti no sabía qué era un punto final.
"Elias Canetti y la férrea pureza de un premio Nobel" integra el libro de Mario Muchnik, Lo peor no son los autores. Autobiografía editorial 1966-1997, Madrid, Taller de Mario Muchnik, 1999
La conversación con Canetti no tenía estructura aparente. Como cualquier conversación entre seres humanos, se desarrollaba según los dictados de la espontaneidad, del entusiasmo con que se abordaban los distintos temas, sin la menor idea preconcebida acerca de lo que se diría o dejaría de decir, ni sobre el orden en que se lo diría. Lo curioso es que, una vez terminada la conversación, lo conversado iba ensamblándose en el recuerdo y una especie de deliberada intencionalidad iba apareciendo que había pasado hasta este instante desapercibida. Conocí a Canetti en el Grand Hotel de Estocolmo, en diciembre de 1981, cuando se le entregó el premio Nobel. Nicole y yo esperábamos el ascensor y de pronto lo vi bajar la gran escalinata central, de prisa, con el abrigo puesto y una fina gorra de astracán. Un hombre pequeño pero vigoroso, de mirada más fuerte que sus párpados entrecerrados, con el bigote tupido pero bien recortado como para coronar una sonrisa tal vez irónica (aunque, ¿quién sabe a qué obedece la sonrisa de un hombre como Canetti?).
—Nicole, Canetti —susurré. Me acerqué, como cortándole el paso.
—Doctor Canetti, yo soy Mario Muchnik —dije algo azorado, en inglés, la lengua en que nos habíamos escrito.
—Oh, es claro, cómo está, mucho gusto, quiero hablar con usted pero los del Ministerio de Exteriores me están esperando —me espetó, dándome un estrechón de manos.
—Ésta es mi señora, Nicole.
La miró, sonrió y, con un gran gesto, se quitó la gorra y le dio la mano. Al quitarse la gorra liberó (es la palabra exacta, no cabe otra) su blanca melena leonina, que ardió como una llamarada de hielo (es la expresión exacta, quienes lo conocieron me lo han confirmado repetidamente).
—¿Vienen ustedes a la recepción en la Fundación , esta tarde? Allí nos veremos.
Esa tarde, en la suntuosa Fundación Nobel, en un aparte le pregunté en castellano:
—¿Cuándo vendrá usted a España?
—No, por ahora no —me respondió en inglés—. Tengo mucho trabajo. Quiero trabajar, y esto —hizo un gesto amplio con la mano, indicando la multitud de gente engalanada, las copas de champagne y las imponentes estanterías de esa biblioteca de galardonados— me significará un gran retraso. Más adelante. Más adelante veremos. Me tiene que perdonar. Mi castellano es muy antiguo, arcaico, prefiero el inglés si no le importa. No, no puedo ir a España, no tengo tiempo. Tengo mucho trabajo, ¿comprende? La gente de Cañete ha sido muy simpática. Cañete es el pueblecito de donde venimos los Canetti. Me han enviado una invitación, el alcalde, buena gente, no sé cómo decirles que no puedo. ¿Me haría usted el favor?
—Cómo no, dígame qué quiere que les diga.
—Que estoy muy viejo. Y que tengo mucho que hacer, pero por favor, sea amable con ellos, no permita que se enfaden conmigo. Le daré la carta que me mandaron, pero por favor, haga una fotocopia y devuélvamela, porque me gustaría conservarla, el pueblecito de Cañete...
Al día siguiente lo encontré en la conserjería del hotel.
—Buenos días —me dijo—. Nunca contesté a su carta, debe perdonarme, era una carta conmovedora, ahora puedo decir que sé algo de su vida.
En mi carta yo le había contado que mi primera mujer se apellidaba exactamente como la madre de él, Arditti. Y que nuestro hijo se le parecía bastante.
—No tiene importancia –agregué—. Pero doctor Canetti, ¿cuándo tendrá cinco minutos para conversar conmigo? Le traigo la poesía de Ibn Gabirol de regalo. Me dije que de España no podía traerle unas castañuelas, puro folclore.
—Gabirol también es folclore, ¿no le parece? ¿Qué hace ahora? ¿Quiere que subamos a mi habitación?
A los cinco minutos estábamos en su vasta suite, sentados frente a frente ante un pequeño escritorio recubierto de piel color burdeos, encima del que coloqué la pila de sus obras editadas por mí. Su aspecto era pulcro. En mangas de camisa pero con una corbata severa y un chaleco abotonado, del mismo burdeos del escritorio. Su blanquísima melena lacia se balanceaba hacia arriba, curiosamente elástica, como bajo el influjo de una fuerza telúrica —en este caso, lo telúrico debía provenir de su propio cráneo.
—¿Cómo conoció mi obra? —me preguntó.
Le conté lo de Steve Lacy. Había conocido su obra en París gracias a Steve Lacy, mi amigo tenor saxo que, con los años, se convertiría en una estrella del free jazz. Un día Steve me entregó un libro y me dijo:
—Toma, léete esto.
Era Auto de fe , en inglés. Cuando lo acabé y al devolvérselo, me dio otro libro y me dijo:
—Ahora léete esto.
Era Masa y poder , también en inglés. No me cupieron dudas: eran clásicos, en el sentido en que define a los clásicos Italo Calvino: libros que nunca acaban de decir todo lo que tienen que decir.
—¿Quiere usted decir que la gente normal también me lee? —exclamó Canetti atónito.
Habría sido difícil explicarle lo que tenía Steve de normal. Mientras lo intentaba, él cogió mi edición de El otro proceso de Kafka y, con un bolígrafo fino y suave, garrapateó una dedicatoria:
Para Mario Muchnik, que tuvo el coraje de comenzar a editar a C. en castellano. Elias Canetti.
Me sorprendió su puntería: ése era precisamente el primer libro que había editado de él. Se puso a hablarme de mi vida, a partir de los escasísimos datos que yo le había dado en mi carta de felicitación. Le dije:
—No es sino lógico que, habiendo leído su autobiografía y sabiendo mucho de su vida, yo haya pretendido que usted supiera algo de la mía —y mientras le estaba diciendo esto, él cogió Masa y poder , puso su índice sobre la cubierta con gesto categórico y dijo:
—No, en realidad éste es el libro de mi vida —y, acto seguido, garrapateó una segunda dedicatoria:
Para Mario Muchnik, este libro de mi vida. Elias Canetti.
Y nuevamente me sorprendió su puntería, pues Masa y poder no sólo era el libro de su vida sino que era precisamente el segundo que yo había editado de él. Abordamos el problema de las traducciones; dijo estar disgustado con la traducción francesa de La lengua absuelta, que consideraba un verdadero escándalo; sabía que su alemán era muy difícil de traducir, porque era casi imposible añadirle ni quitarle nada; y dijo que algún traductor suyo creyó alguna vez volverse loco, y mientras me lo decía cogió Auto de fe, precisamente el tercer libro que edité de él, e inscribió:
Para Mario Muchnik, éste, el más loco de los libros de E. C.
Finalmente hablamos de él, de su mujer y de su hija Johanna, que entonces tenía nueve años, y mientras conversábamos me dedicó el cuarto libro que había editado de él, La lengua absuelta :
Para Mario Muchnik, que ahora lo sabe todo de mi vida. Elias Canetti.
—Doctor Canetti, ¿qué está escribiendo ahora? Usted nos prometió una segunda parte de Masa y poder , ¿no será eso?
Se puso muy serio, miró hacia la ventana y luego me clavó los ojos:
—Ese libro quizá nunca llegue a publicarse.
Preferí no insistir. Nos pusimos de pie y le dije:
—Quiero pedirle algo muy especial.
—No me pida que vaya a España.
—No. Quiero pedirle que me permita visitarlo en su casa de Zurich.
—Sí, pero estoy muy ocupado, tendrá que ser por no más de... dos horas. Ningún inconveniente.
Nuestro piso es pequeñito, tomaremos café...
—¿Y podría ser con su traductor al español, Juan del Solar?
—A condición de que no se hable de trabajo, sí.
Lo dijo con una firmeza que me hizo suponer algún episodio desagradable en el marco de una vida, ya lo iba viendo, extremadamente regulada.
—Otra cosa, doctor Canetti. ¿Por qué razón no quiere venir a la tierra de sus antepasados?
Aquello de «Manzanicas coloradas... las que vienen de Stambol» —completó sonriendo, pero volviéndose a poner serio enseguida.
—La cancioncilla de mi infancia, en ladino, allá en Bulgaria. No, por favor, no me hable en ladino. La verdad es que me avergüenzo de hablar ladino.
—¿Se avergüenza?
—Es que el ladino era la lengua de mi infancia, la que se hablaba en la cocina. La lengua de las ideas, de la mente, para mí es el alemán. Pero con la gente hablo en inglés.
Vamos hasta la puerta.
—Debe usted estar muy cansado, temo haberle robado demasiado tiempo.
—Oh no, pero es verdad que me canso, siento los años sólo por el cansancio. Cada día es como si me muriera dos veces, y es entonces cuando descanso. Si sobrevivo a todo esto —volvió a decir, haciendo un amplio gesto con la mano que indicaba esta vez el lujo de esa enorme habitación de hotel y el trajín de las ceremonias del premio Nobel—, me esconderé. Usted no se imagina cómo me cansa todo esto. ¿Cuándo nos volveremos a ver? —me preguntó ya dándome la mano y con la puerta abierta.
—Supongo —respondí— que en la comida que ofrece la editorial Forum, mañana.
—Bien, bien. Hasta mañana entonces. Y gracias, gracias.
El almuerzo en Forum —tres mesas de ocho comensales cada una; comida muy sueca, muy marina, muy sabrosa; y numerosos brindis— fue un momento bastante singular. Me tocó estar en la mesa de Canetti. Recuerdo además la presencia de un gran crítico literario sueco, muy conocedor de la obra de Canetti, del director de Forum y de algún escritor de la casa. Fue mi bautismo de fuego por lo que respecta al peligroso skol escandinavo. Un camarero llena de aqvavit glacial las respectivas copitas y los comensales las alzan, primero todos a la vez, tal vez en honor del agasajado. El camarero vuelve a llenar las copitas y ahora le toca a cada uno escoger otro comensal con quien brindar. Ocho comensales significa que uno debe tomar la iniciativa siete veces, y responder a siete iniciativas, un total de catorce brindis (más el primero, general, quince) con exquisito aqvavit glacial de alta gradación, y cada vez el ritual es el mismo: con la máxima seriedad, se alza la copita mirando al otro fijamente en los ojos; el otro responde alzando su copita y mirándolo a uno fijamente a los ojos; ambos se dicen skol y apuran las sendas copitas, sin dejar de mirarse a los ojos; luego se depositan las copitas en la mesa y, siempre sin dejar de mirarse a los ojos y sin haber esbozado la mínima sonrisa, ambos asienten con la cabeza, en un amén alcohólico más decisivo que un acta notarial.
Al final de ese delicioso y espirituoso almuerzo, Canetti se me acercó y volvió a hablarme de Cañete.
—No le importa hacerme de embajador, ¿no es cierto?
—¡Al contrario! Puede contar conmigo.
—Estoy seguro de que no le importa —añadió. Y, achicando aun más sus ya pequeños y tan agudos ojitos, esbozó una sonrisa irónica, maliciosa, y dijo:
—Estoy seguro de que a usted le encanta hacer esto por mí.
Solté la carcajada y le dije que sí, que me encantaba. La conversación está fotografiada por Nicole, que con apenas la luz de una cálida lámpara de mesa hizo prodigios con mi Leica.
La casa de los Canetti, en Zurich, cuando los visité en enero de 1982, era el mismo pisito de tres habitaciones, baño y cocina en que murió Elias en agosto de 1994. En uno de esos barrios periféricos generalmente situados en el cruce de dos arterias rápidas, con sus semáforos, estancos, cafés, todo muy limpio y suizo y un tanto tristón, nadie habría dicho que era la morada de un premio Nobel ni, mucho menos, de semejante premio Nobel. Él mismo abrió la puerta, como siempre cuando estaba solo, y con una cordialidad cargada de severidad y buenos modales, sorteando cantidad de libros y periódicos apilados en el suelo del pasillo, recogió con cuidado el gran ramo de rosas rojas que yo traía para su señora y me invitó a pasar a su estudio, una de las tres habitaciones. Se trataba de un recinto pequeño, amueblado con una cama, una mesa y dos sillas, y con las paredes cruelmente sobrecargadas de libros. La mesa, desnuda salvo una serie de lápices afilados, ordenados de mayor a menor sobre la tabla, y de una lámpara de escritorio, articulada, parecía un terreno de tenis ante el que Canetti se ubicó ofreciéndome el campo opuesto.
Una larga y silenciosa mirada, una mirada dirigida directamente a los ojos y subrayada por una sonrisa un pelín pícara, o irónica, sí, maliciosa, pero siempre cordial, severa y cortés, anunció un saque que no se sabía a quién tocaba.
Quizá comenzara uno, con alguna pregunta intrascendente, como la mía, que formulé azorado, acerca de quiénes eran sus amigos durante su estancia en Londres, pregunta a la que, con el antebrazo izquierdo apoyado en la mesa y cogiendo el borde de la misma con la mano derecha, haciéndola vibrar con una sorprendente energía interior, Canetti respondió sentando las reglas del juego:
—Esto no es una entrevista, señor Muchnik. Yo no doy entrevistas, de otra manera me resultaría imposible escribir.
No lo es, no. Es una simple conversación entre Canetti y un devoto de su obra, hoy un tanto sobrecogido al hallarse no sólo ante un gran escritor del siglo, premio Nobel por añadidura, sino ante un sobreviviente de la milagrosa era creativa del primer tercio de siglo en Europa Central, la rica generación de Kafka, Musil, Schöenberg, Kokoschka, Freud... Pero todavía no es posible entrar en materia, y sigue otra pregunta banal:
—¿Cómo recibió la noticia del Nobel?
Canetti estaba casado entonces, en segundas nupcias, con Hera (que moriría unos años antes que él, hija de un gran helenista alemán fallecido). El 15 de octubre de 1981, Canetti estaba almorzando en el castillo de su suegra, en Baviera, cuando alguien trajo la noticia al comedor.
—A Hera se le cayó el cucharón con que estaba sirviendo la sopa y salpicó el inmaculado mantel. A mí, que masticaba un trozo de pan, se me aflojaron los músculos de la cara, como nos sucede cuando nos quedamos atónitos, y se me cayó el bocado en el plato.
Nuestra suspicacia no tiene límites, y nos resulta muy difícil creer que a un escritor le llegue la noticia del todo inesperadamente. Pero para quien conoce a Canetti y ha leído su obra, el hecho resulta perfectamente creíble, diría que del todo normal: Canetti no esperaba el Nobel. Yo ya sabía, porque algunos amigos con inside information (como Susan Sontag) me lo habían comunicado, que Canetti era candidato. Así que supongo que también él sabía de su candidatura. Pero esa mañana del 15 de octubre de 1981, la radio no lo mencionaba. Se hablaba de Sábato, de García Márquez, de Doris Lessing y hasta de Camilo José Cela. Cuando supe, a la una de la tarde, por una llamada de mi primo Pablo, que acababa de oírlo por radio, que a Canetti le habían concedido el Nobel, sentí a la vez disiparse como por encanto la horrible migraña con que me había alzado, y una fuerte punzada en los riñones, al parecer producto de una violenta secreción de adrenalina.
Nadie lo esperaba. Casi nadie sabía quién era Elias Canetti. Pocos habían leído algo de él.
Yo, que era su editor en castellano desde hacía cinco años, no lo esperaba. Y él mismo no debía esperarlo.
De pregunta intrascendente en pregunta intrascendente, le pedí algún detalle más. Me habló de su hijita, Johanna, de nueve años. Al parecer, sus compañeras de escuela solían decirle que tenía un padre muy viejo, que parecía más bien su abuelo. En cambio, ahora decían que tenía un padre premio Nobel.
—Es mejor eso, ¿no es verdad? —opinó.
Pero la intrascendencia no dura, con Canetti. De pronto estábamos hablando del poder que otorga el recibir el premio Nobel.
—Muchas cosas se hacen posibles, cuando se es premio Nobel, y los poderosos de la tierra suelen impresionarse ante un premiado —afirmó.
Canetti me lo decía con una leve sonrisita cargada de picardía, mirándome con unos ojitos brillantes que, claro está, no podían menos que pertenecer al autor de Masa y poder, a un hombre que había pasado un par de décadas pensando en la singular dialéctica a la que obedece el enfrentamiento entre poderosos y sometidos.
—Mi conocimiento del poder que otorga el Nobel viene de la física —le dije—, una disciplina que cultivé durante quince años.
Eso le interesó mucho. Largo rato estuvimos hablando de las diferencias entre el Nobel científico y el literario. Le expliqué:
—Hay, evidentemente, muchísimos más candidatos físicos que escritores, y eso también marca el proceso por el que un Nobel es otorgado a una determinada persona. Un premio Nobel de física, además de ser buen físico ha de preocuparse por que ello se sepa, debe descollar no sólo por su obra sino por su capacidad de tramitar su candidatura, mediante influencias, amistades, cargos, etcétera.
—También muchos escritores han obtenido el codiciado premio inclinándose ante lo que hiciera falta —objetó Canetti.
—Sí, pero el mero hecho de que haya tan pocos escritores objetivamente «nobelables» hace que la lucha por imponerse dentro del comité sueco sea menos furibunda que en la física, ¿no lo cree?
Canetti me dijo que él ignoraba qué había que hacer para ganar el Nobel. Tampoco vale aquí nuestra arraigada suspicacia. Hay que creerle, porque tanto el hombre como su obra están tajantemente reñidos con todo trámite burocrático y con todas las instancias del poder. Hay que creerle, y hay que creer que, cuando se enteró de que se lo habían dado, se le aflojaron los músculos faciales y se le cayó el bocado en el plato.
La ceremonia de entrega de los premios, otro de los temas que tocamos, es de una solemnidad casi risible. Asisten, desde luego, los reyes de Suecia, y tiene lugar en la gran sala de conciertos de Estocolmo. Nunca he visto tantas medallas juntas. Orquesta sinfónica, flores, fraques (de rigor), discursos, fanfarrias, y es el rey Gustavo mismo quien entrega a cada candidato su diploma y su medalla. Al hacerlo le dice algo, confidencialmente, casi en el oído, y el candidato responde, confidencialmente; pero no hay micrófono y no es posible saber qué se dicen. Le pregunté a Canetti:
—¿Qué le dijo el rey?
—¿Quiere saberlo, realmente?
—Sí, por supuesto.
Entonces, alzándose solemnemente, movió los labios como si hablara, pero sin pronunciar palabra. Ante mi carcajada, me preguntó:
—¿Quiere saber qué le contesté?
—Desde luego, desde luego.
Y nuevamente movió los labios sin emitir sonido alguno. Quizá sea poco cortés agregar que, imitando al rey, Canetti henchía el pecho, fruncía gravemente el ceño y entrecerraba los ojos, en una caricatura que lo agrandaba y ridiculizaba a la vez.
—El rey es un tanto machista —me dijo—; quien es inteligente es la reina, bellísima, que rompió los corazones de todos los premiados y tiene una enorme facilidad para entablar conversaciones interesantes con todos. Es claro que ella no nació para reina —aclaró.
Más tarde, durante la recepción, el rey se le acercó buscando conversación, sin lograr encontrarla. Le ofreció un cigarrillo que Canetti, que no fuma, rechazó cortésmente. El rey le preguntó por qué no fumaba y Canetti no encontró mentira más piadosa que decirle que lo tenía prohibido por su médico, pues solía fumar hasta cien cigarrillos diarios. Eso maravilló al rey, que durante el resto de la velada, cada vez que se encontraba con Canetti sólo atinaba a decir, muy solemnemente y entrecerrando sus regios ojos:
—Cien cigarrillos... Humm... Cien cigarrillos... Humm...
Me mostró, accediendo a mi pedido, el diploma y la medalla de oro, que guardaba detrás de unas portezuelas sin llave debajo de las estanterías de libros, junto con sus manuscritos. Llegados a este punto se había establecido una relación de confianza y de total espontaneidad en la que uno de los ingredientes más importantes era el humor. Fue así que me contó que los bancos le habían aconsejado que pusiera la medalla en una caja fuerte, junto con los manuscritos de las obras ya editadas. A cambio de ello le proporcionarían una réplica exacta, en imitación oro, para que pudiera exhibirla en su casa. A Canetti le brillaban los ojitos y sus labios se fruncían en una risa contenida.
Me preguntó cuál era mi opinión. Siguiéndole el tren, le dije que debía hacerlo.
—¿Usted me autoriza a ello?
—Por supuesto, lo autorizo —le respondí antes de que ambos estalláramos en una carcajada.
Hablamos de ediciones. Le conté que mi padre había sido editor en Buenos Aires y que su primer libro había sido la Carta al padre , de Kafka. Se mostró sumamente interesado.
—Usted sabe —me dijo— que para mí este premio tiene una importancia que va mucho más lejos que el reconocimiento de mi propia obra. Soy el único sobreviviente de una generación de escritores muy importante y, como dije en mi discurso de aceptación, lo recibí en nombre de Kafka, Musil, Broch y Karl Kraus, a quienes nunca se había premiado. Pero usted es un hombre normal, ¿verdad? Kafka era un pequeño empleado, bastante enfermo, pero usted es hombre de mundo, ¿verdad?
Lo tranquilicé en cuanto a mi salud mental y en cuanto a mis relaciones con mi padre, y pareció aliviado.
Hablamos de otros escritores que habrían podido ganar el Nobel. Con un guiño, me preguntó si era cierto que García Márquez estaba furioso porque no se lo habían dado.
—Al fin y al cabo —dijo—, él no tiene aún sesenta años, y yo ya tengo setenta y seis...
Le dije que no sabía si García Márquez estaba furioso, pero que sí sabía, como todos sabíamos, que lo pretendía. Mi asombro no conocía límites: un escritor que es ya un clásico, representante de toda una gloriosa generación —el custodio de la metamorfosis, como se lo da en llamar—, de alguna manera se estaba justificando por haber obtenido el Nobel.
—¿Y Vargas Llosa?
Sólo había leído La ciudad y los perros.
—No es mal libro —dijo.
—¿Y Borges?
—Borges ya se sabe que es el eterno candidato. Pero yo no le concedería el premio. Y no por razones políticas, que no son pocas, incluso el haber aceptado una medalla de las manos de Pino...
Pino... ¿Pino qué?
—Pinochet —le dije, sonriendo.
—No, yo no se lo concedería porque su literatura es trivial, bien escrita pero superficial como el ajedrez.
Un escritor merecía sin dudas el Nobel, según Canetti: Jorge Guillén, entonces todavía en vida.
Canetti y sus bibliotecas. Quienes hayan leído Auto de fe habrán intuido hasta qué punto los libros, la colección de libros, la muy gran colección de libros jugó un papel fundamental en la vida de Canetti. Nadie ha escrito como él acerca de este asunto. Y si bien la novela termina con el incendio de la biblioteca y de su bibliotecario en una hoguera purificadora, lo cierto es que Canetti era hombre de libros, que su vida estuvo siempre condicionada por los libros, que de pequeño lo atormentaba la idea de que un día hubiera leído todo lo que hay por leer y ya no hubiera más lectura posible. En sus varias casas Canetti vivió siempre rodeado en primer término por los libros. Cuando le pregunté qué tenía por publicar, me miró con un dejo de sorna y abrió las portezuelas bajas de su biblioteca, detrás de las cuales aparecían pilas y pilas de manuscritos cuidadosamente ordenados.
—Lo que hay aquí, en su mayor parte aforismos como los de La provincia del hombre , llenaría fácilmente diez volúmenes de « La Pléiade ». Debo tener inédito más de cuatro veces lo que he publicado.
Entonces me habló de los cuadernos de Paul Valéry, y de su inmensa longitud y riqueza —y, extendiendo la mano hacia atrás, sin dejar de mirarme, tanteó en las estanterías buscando el libro en cuestión. No dio con él y se interrumpió. Me dijo:
—Cosas de la vejez...
Giró la cabeza y lo vi perplejo: el libro no estaba en donde debía estar. Al cabo de un rato se dio una palmada en la frente y cruzó la habitación en su busca. Al regresar, me contó:
—Cuando era más joven mis amigos me vendaban los ojos, como una gallina ciega, me hacían girar varias veces sobre mí mismo y luego me decían: «¡Madame Bovary!», y yo iba directamente al estante de Flaubert y ponía el dedo en Madame Bovary . «¡Odisea!», y sin titubear, siempre vendado, iba a la estantería correspondiente y sacaba la Odisea .
Hizo una pausa meditativa y prosiguió.
—La longitud de los cuadernos de Paul Valéry no es nada comparada con la de los cuadernos de Thomas Mann. Y lo más cómico es que en California han organizado un curso, puede que bajo los auspicios del propio Mann, cuyas cuatro primeras lecciones versan... ¡sobre el primer pensamiento de los cuadernos!
Pero también Canetti era de mucho escribir, si bien de menos publicar. Le pregunté si escribía a máquina —pregunta de editor— y me contestó que jamás había tocado una máquina de escribir.
De reojo miré la hilera ordenada de afilados lápices y recordé lo que me había contado su editor alemán. Canetti no escribía a máquina ni con bolígrafo. Escribía a lápiz, con una letra finísima y poco legible; y borraba, y volvía a escribir, hasta lograr el manuscrito que consideraba definitivo.
Sólo entonces lo repasaba íntegramente a pluma, o lo copiaba, y ése era el manuscrito que enviaba al editor. Éste, a quien Canetti sólo le daba una semana, ponía un plantel de dactilógrafas a pasarlo a máquina y devolvía a Canetti el original. Canetti no corregía pruebas: una vez entregado su original, se desentendía, confiando plenamente en su editor. Sólo intervenía si habían quedado dudas, especialmente a causa de su caligrafía difícil de descifrar.
Como es sabido, Canetti escribió sólo en alemán. La explicación ideológica se desprende de sus propios escritos —«los alemanes podrán quitármelo todo, menos la lengua, la lengua no me la quitarán nunca».
El resto de nuestra conversación fue un mosaico de muchos temas. Me dijo, por ejemplo, que nunca había trabajado por dinero. En eso quien lo apoyó toda la vida fue su primera esposa, Veza, a quien está dedicado La antorcha al oído , la segunda entrega de su autobiografía, así como Auto de fe . Veza murió en 1963, y quien quiera tener una idea de la personalidad de esta mujer fuera de lo común no tiene más que leer La antorcha al oído y El juego de ojos . Para Canetti, Veza reemplazó a su madre —por la influencia que ejerció sobre él, por el aliento que le dio, por la permanente polémica y la rigurosa exigencia que significó su presencia espiritual.
—Yo jamás he cobrado un salario —me dijo—. Jamás he trabajado. Veza me lo prohibió. Me convenció de que no debía perder tiempo ganándome la vida, que debía escribir y nada más. Siempre fui pobre, en todo caso modesto. Pero nunca lo lamenté.
Su segunda mujer, Hera, a quien Canetti en ese momento llevaba unos treinta años, tenía varias profesiones, entre otras la de sinóloga, una circunstancia significativa y feliz. Cuando, durante nuestra conversación, hizo su entrada Hera, acompañada de Johanna, Canetti me hizo su elogio como experta en la lengua china, elogio que Hera rechazó con vehemencia, a lo que Canetti, con fingido enfado, protestó diciendo:
—¡Hera! ¡Me haces pasar por tonto!
Y mientras Hera nos preparaba un té, Canetti me dijo:
—Comprenda usted la felicidad de tener en casa a mi propia traductora del chino. Yo había leído varias traducciones de El libro secreto de los mongoles , pero ahora tengo la mía propia, cada vez que la necesito. Es fantástico, ¿no le parece?
El libro secreto de los mongoles , un clásico de las literaturas arcaicas, es uno de los libros de cabecera de Canetti, del que habla repetidamente en su obra, especialmente en La provincia del hombre , y que yo he tenido la honra —y la audacia, si no la temeridad— de editarlo en castellano en la versión de José Manuel Álvarez Flórez, un libro verdaderamente excepcional.
Luego pasamos al comedor, donde Hera nos sirvió té y una tarta de zanahorias. Permanecimos los tres alrededor de la mesa cuando Johanna se ausentó para practicar la flauta dulce. La música nos llegaba, dulce, sí, desde otra parte del piso.
Afuera iba cayendo el crepúsculo, pero nadie encendió la luz. Poco a poco nos fuimos quedando a oscuras y, por la ventana detrás de Canetti, yo iba viendo cómo se iban iluminando las ventanas vecinas. El cielo pasaba del rosa al azul, luego al violeta y finalmente al negro. La conversación, animada pero en voz baja, continuaba sin que ya nos viéramos las caras. Nos habíamos convertido en esas «máscaras acústicas» de las que habla Canetti en su obra, enfrascados en una singular magia comunicativa por la que nuestras mentes, unidas por el interés del discurso, habían interrumpido todo contacto sensorial que no fuera el de nuestros oídos. Una luz interior iluminaba con inusitada acuidad lo que decíamos y hacía resaltar los detalles más insignificantes, como un permanente relámpago en medio de la noche.
Le pregunté si había vuelto alguna vez a Rustschuk, su pueblecito natal en Bulgaria. Nunca, pero hacía un tiempo Hera lo había visitado. Quienes han leído La lengua absuelta se regocijarán sabiendo que aún existe ese patio con las tres casas, la de los Canetti y las de los dos abuelos, el abuelo Canetti y el abuelo Arditti, y que todavía existe la tienda de ramos generales del abuelo Arditti, si bien ya no pertenece a la familia —aunque, desvencijado y descascarado, todavía luce el cartel sobre la puerta con el nombre Arditti.
En cuanto a la Villa Yalta , el colegio de niñas, en Zurich, en el que Canetti estuvo internado, como cuenta en la última parte de La lengua absuelta , me dijo que existe siempre, pero que ya no es escuela. Para los canettófilos de corazón llegará como una bomba la noticia de que la habitación de los ratones —¿os acordáis? Página 277 de mi edición— es hoy nada menos que el consultorio de un psicoanalista... Y Canetti se ríe de la ironía, esa habitación tan cargada de sus propios sueños…
Y, a medida que iba anocheciendo, Canetti me habló de la arrogancia de los sefardíes. Al principio de La lengua absuelta Canetti dice textualmente:
Con ingenua arrogancia miraban por encima del hombro a los demás judíos, y utilizaban la palabra «todesco», cargada de sarcasmo, para designar a un judío alemán o ashkenazi.
Habría sido imposible casarse con una «todesca» y entre las muchas familias de las que oí hablar o conocí en Rustschuk, de niño, no recuerdo ni un solo caso de matrimonio mixto.
No tenía seis años de edad cuando ya mi abuelo me previno contra este tipo de alianza.
—¿A qué se debe esta arrogancia? —me preguntó, mirándome a los ojos pero atravesándome con la mirada, como sintiendo un viejo dolor y una vieja vergüenza.
Aventuré un germen de teoría sugiriéndole que los judíos españoles fueron expulsados en una época en que la hidalguía era una condición social, es cierto que mal definida pero que, en cualquier caso, implicaba el orgullo de ser superior y, tal vez, de ser superior por no trabajar. Le mencioné algo que había leído en Quevedo sobre el hidalgo que preferirá morirse de hambre de brazos cruzados en la puerta de su casa antes que rebajarse a ganarse la vida de alguna manera. Permaneció un rato pensativo. Evidentemente era un tema que lo preocupaba. El comedor estaba totalmente a oscuras, hablábamos en voz muy baja, yo me sentía electrizado por un flujo de simpatía sin trabas.
Recordaba otras relaciones de ese tipo que había tenido muchos años atrás, con gente de Europa central no menos inteligente, no menos atenta a mis palabras, no menos exigente en su ilimitada curiosidad. Y sentía una comodidad mental incomparable, un delicioso descanso espiritual, como el que experimenta el cuerpo exhausto al arrellanarse en un sillón muelle al cabo de una carrera desesperada. Un puerto de calma, protegido de la tormenta banal.
Más adelante, en la misma página de la cita anterior, dice Canetti:
No puedo tomar en serio a nadie que ostente cualquier tipo de presunción por sus orígenes, lo contemplo como si se tratara de un animal exótico pero un tanto risible. Sorprendo en mí el inamovible prejuicio contra las personas que se vanaglorian de su elevada alcurnia.
Las pocas veces en que hice amistad con aristócratas tuve que pasar por alto que hablaran de esto; si hubieran imaginado el esfuerzo que ello me costaba habrían tenido que renunciar a mi amistad. Todo prejuicio se configura a partir de otro prejuicio, y los prejuicios más frecuentes son los que emanan de sus opuestos.
Canetti no me habló, y quizás lo ignorara, de que también los ashkenazim ostentan cierta vanagloria por sus orígenes, si bien de tipo distinto: la de pertenecer al pueblo mártir por excelencia, el pueblo exterminado en el Holocausto. Se lo dije, dejándolo otra vez pensativo. Y me sentí reconfortado, en la oscuridad que ya nos rodeaba, de sentir en mí el mismo prejuicio inamovible contra quienes se vanaglorian de su elevada alcurnia. Nada más escandaloso, conociendo este aspecto del pensamiento de Canetti, que pretender que lo que este gran escritor escribe tiene «rasgos» judíos, ni nada más ridículo que hallar, en estos supuestos rasgos, «claros componentes sefardíes», como nos instruyen ciertos exegetas sefardíes. Canetti, para quien lo haya leído en serio, es perfectamente universal. Y si alguien hay que jamás se haya vanagloriado de orígenes o de su alcurnia y cuyo orgullo haya nacido única y exclusivamente de su propio esfuerzo, de su propia formación, de su propia contribución al pensamiento y la cultura universales, ése fue Elias Canetti.
Hubo una larga pausa en la semioscuridad. Nuevamente nos llegaba la música de Johanna, interrumpida de vez en cuando por algún lejano motor. En nuestras cabezas, imbuidas de la magia de la noche en ciernes, giraban silenciosas y veloces las reminiscencias de la tarde y del pasado, como intentando alcanzarse de una a otra mente, salvar el abismo que media aun entre seres en perfecto acuerdo. Intenté mirar mi reloj —tenía un avión a las ocho y media— y eso rompió el hechizo. Canetti se puso de pie y sin titubear, sorteando a ciegas la mesa y las sillas, accionó un interruptor y se hizo la luz.
—Mister Muchnik, hasta ahora usted se podía quedar; a partir de ahora, no tiene por qué marcharse.
Ambos, Hera y Elias, me sonreían con ojos pícaros. Les agradecí la hospitalidad, recogí mis cosas y les rogué que me llamaran un taxi, cosa que hizo Hera con una eficiencia que debía deslumbrar a su marido. Me acompañaron hasta la puerta, donde nos dimos la mano. Pero Hera dijo que ella bajaría conmigo hasta el taxi, cosa que Elias encontró perfectamente normal. Acepté.
En el ascensor Hera me miró y me dijo:
—Usted no sabe de nuestro martirio.
—¿Martirio?
—Desde el Nobel, el 15 de octubre pasado, hace casi tres meses, hemos estado asediados por los periodistas de todo el mundo —me dijo, con los ojos al borde de las lágrimas—. Día y noche, apostados en la acera de enfrente, con sus cámaras, gente vulgar, incapaces de comprender que perturban el trabajo de un hombre de edad...
—Bueno, pero con decirles no, ¿no bastaba?
—Yo salía por la puerta de atrás, de servicio, para ir al supermercado. Elias no salió a la calle durante semanas y semanas. ¡Quisieron sonsacarle cosas a mi Johanna!
Mi silencio subrayó, en el vestíbulo de la planta baja, mi solidaridad.
—Usted debe hacerse muy fuerte, ahora— le dije.
—Sí, pero cuánto me canso...
Nos miramos, le di besos en ambas mejillas y ella, apretándome la mano, me dijo la última palabra:
—Gracias.
Cogí mi avión de las ocho y media y ya no volví a verlos.
Canetti murió en agosto de 1994. Su obra completa será incompleta. Murió antes de ponerle punto final.
Canetti no sabía qué era un punto final.
"Elias Canetti y la férrea pureza de un premio Nobel" integra el libro de Mario Muchnik, Lo peor no son los autores. Autobiografía editorial 1966-1997, Madrid, Taller de Mario Muchnik, 1999
Fuente: ddooss