Salman Rushdie: La encantadora de Florencia, Cap. I
14 de julio de 2009
En la postrera luz del día, el lago resplandeciente
En la postrera luz del día, el lago resplandeciente al pie de la ciudad—palacio parecía un mar de oro fundido. Un viajero que pasara por allí al ponerse el sol —ese viajero, que pasaba por allí, ahora, por el camino a orillas del lago— acaso creyera estar acercándose al trono de un monarca tan fabulosamente rico que podía permitirse verter parte de sus tesoros en una gigantesca hondonada para encandilar y sobrecoger a sus invitados. Y a pesar de su gran tamaño, el lago de oro debía de ser solo una gota extraída del mar de una fortuna mayor... ¡la imaginación del viajero no empezaba siquiera a abarcar la magnitud de ese océano madre! Y no había guardián alguno en la orilla del agua dorada. ¿Tan generoso era, pues, el rey que permitía a todos sus súbditos, y quizá incluso a los forasteros y visitantes como el propio viajero, extraer del lago esa merced líquida sin impedimento alguno? Ese sería ciertamente un príncipe entre los hombres, un verdadero Preste Juan, cuyo reino perdido de cantares y fábulas contenía prodigios imposibles. ¿Quizá (infería el viajero) la fuente de la eterna juventud se hallaba dentro de las murallas de la ciudad, o quizá incluso estaba a un paso de allí la legendaria puerta del Paraíso en la Tierra? Pero entonces el sol se escondió tras el horizonte, y el oro se sumergió bajo la superficie del agua y se perdió. Sirenas y serpientes lo guardarían hasta que despuntase el alba. Entretanto, el agua sería el único tesoro al alcance de la mano, dádiva que el viajero sediento aceptó agradecido. El forastero viajaba en una carreta tirada por un buey, pero en lugar de ir sentado en los bastos almohadones del interior permanecía de pie como un dios, sujeto, tan campante, al adral de rejilla. La marcha de una carreta de dos ruedas distaba mucho de la estabilidad, sumándose a las veleidades del camino las sacudidas y el continuo zarandeo al ritmo de las pezuñas del animal. Un hombre de pie podía fácilmente caerse y partirse el cuello. Así y todo, el viajero iba de pie, en apariencia despreocupado y contento. Hacía ya rato que el carretero había desistido de darle voces, al principio tomando al forastero por necio: si quería morir en el camino, allá él; en este reino, nadie se compadecería. Con todo y con eso, el desdén del carretero no tardó en dar paso a una remisa admiración. Aquel hombre bien podía ser un necio, cabía decir incluso, si a eso fuéramos, que tenía la cara en exceso hermosa de un necio y, como un necio, vestía de manera poco apropiada —un ropón de cuero hecho de rombos multicolores, ¡con semejante calor!—, pero mantenía un equilibrio impecable, muy digno de verse. El buey avanzaba con paso cansino, las ruedas de la carreta tropezaban en baches y piedras, y aun así aquel hombre, allí de pie, apenas oscilaba y, de algún modo, conseguía lucir un porte airoso. Un necio airoso, pensó el carretero, o acaso no fuera necio en absoluto. Quizá fuera un hombre a quien tomar en cuenta. Si algún defecto tenía, era el de la ostentación, el de pretender no ser solo él mismo, sino también una interpretación de sí mismo, y, pensó el carretero, por estos pagos todo el mundo es un poco así, o sea que tal vez este hombre no nos sea tan ajeno después de todo. Cuando el pasajero mencionó su sed, el carretero, sin más ni más, fue a la orilla del lago a recoger agua en una vasija, una calabaza vaciada y barnizada, con la que dar de beber a aquel individuo, y se la acercó para que la cogiese, como si fuera un aristócrata merecedor del servicio. —Os quedáis ahí como un gran señor y yo salto y vuelo a vuestras órdenes —dijo el carretero con expresión ceñuda—. No sé por qué os trato tan bien. ¿Quién os da derecho a mandarme? Es más, ¿qué sois? Un noble no, eso se cae de su peso, o no iríais en esta carreta. Así y todo, os dais aires. Debéis de ser, pues, un tunante. El otro echó un largo trago de la calabaza. El agua le resbaló por las comisuras de los labios y quedó suspendida de su mentón afeitado como una barba líquida. Al final, devolvió la calabaza vacía, exhaló un suspiro de satisfacción y se enjugó la barba. —¿Qué soy? —preguntó como si hablara para sí pero empleando la lengua del propio carretero—. Soy un hombre con un secreto, eso soy: un secreto reservado para los oídos del emperador. El carretero salió de dudas: el individuo sí era, al fin y a la postre, un necio. No había necesidad de tratarlo con respeto. —Guardaos vuestro secreto —dijo—. Los secretos son para los niños, y para los espías. El forastero se apeó de la carreta frente al caravasar, donde concluían y se iniciaban todos los viajes. Era de una estatura sorprendente y cargaba un maletín. —Y para los brujos —dijo al carretero—. Y también para los amantes. Y los reyes. En el caravasar todo era trasiego y bullicio. Unos animales recibían atención —los caballos, los camellos, los bueyes, los asnos, las cabras—, mientras que otros, los animales indómitos, corrían a sus anchas: monos chillones, perros que no hacían compañía a ser humano alguno. Estridentes cotorras estallaban en el cielo corno fuegos de artificio verdes. Los herreros se ocupaban de lo suyo, y también los carpinteros, y en las cererías de las cuatro esquinas de la enorme plaza había hombres planeando sus viajes, aprovisionándose de víveres, velas, aceite, jabón y cuerda. Culíes con turbante, camisola roja y dhoti corrían sin cesar de acá para allá con fardos en la cabeza de tamaño y peso inconcebibles. Se veía, en conjunto, mucha carga y descarga de género. Allí encontraba uno cama para la noche a buen precio; eran camas de cuerdas y armazón de madera, con colchones de erizado pelo de caballo, dispuestas en filas marciales sobre las azoteas de los edificios de una sola planta que circundaban el enorme patio del caravasar, camas donde un hombre podía yacer y alzar la vista al firmamento y creerse divino. Más allá, al oeste, se extendían los rumorosos campamentos de los tercios del emperador, que aca-baban de regresar de las guerras. El ejército no estaba autorizado a entrar en el recinto palaciego, sino que debía quedarse allí, al pie del cerro real. Un ejército ocioso, recién llegado de la batalla, tenía que tratarse con cautela. El forastero pensó en la antigua Roma. Un emperador no confiaba en más soldados que los de su guardia pretoriana. El viajero sabía que para la cuestión de la confianza debía buscar una razón convincente. Si no, su muerte sería rápida. No lejos del caravasar, una torre tachonada de colmillos de elefante señalaba el camino hacia la puerta de acceso a los palacios. Todos los elefantes eran propiedad del emperador, y este, engastando los dientes en una torre, demostraba su poder. ¡Andaos con cuidado!, anunciaba la torre. Estáis entrando en los dominios del Rey de los Elefantes, un soberano tan rico en pa-quidermos que puede despilfarrar las protuberancias dentales de un millar de bestias solo para decorarme. En la exhibición de poderío de la torre, el viajero reconoció la misma ostentosidad que ardía sobre su propia frente como una llama, o una señal del Demonio; pero el artífice de la torre había transformado en fuerza esa cualidad que, en el viajero, se veía a menudo como flaqueza. ¿Es el poder la única justificación para una personalidad extrovertida?, se preguntó el viajero, y no supo qué contestarse, pero no pudo menos de esperar que la belleza proporcionase otro pretexto equivalente, ya que él era sin duda hermoso, y sabía que su buena presencia tenía poder por sí misma. Más allá de la torre de los dientes se alzaba un gran pozo y, por encima de este, una amalgama de maquinaria hidráulica de una complejidad incomprensible que suministraba agua al palacio de múltiples cúpulas sito en lo alto del cerro. «Sin agua, nada somos —pensó el viajero—. Hasta un emperador, privado de agua, se vería pronto reducido a polvo. El agua es el auténtico monarca y todos somos sus esclavos.» En su ciudad, Florencia, conoció una vez a un hombre capaz de hacer desaparecer el agua. El sortílego llenaba una jarra hasta el borde, musitaba un conjuro, daba la vuelta a la jarra, y esta, en lugar de líquido, derramaba telas, una lluvia de pañuelos de seda de colores. Era un truco, naturalmente, y el viajero, antes de concluir el día, le sonsacó el secreto a aquel individuo y lo ocultó entre sus propios misterios. Era un hombre con muchos secretos, pero solo uno digno de un rey. El camino hacia la muralla de la ciudad ascendía rápidamente por la ladera, y el viajero, al ascender con él, vio las dimensiones del lugar al que había llegado. Era a todas luces una de las grandes urbes del mundo, mayor, se le antojó, que Florencia o Venecia o Roma, mayor que cualquiera de las ciudades que había visto. Una vez visitó Londres, y también era una metrópoli menor que esta. Al declinar la luz, la ciudad parecía crecer. Densos barrios se acurrucaban en torno a las murallas, los almuecines llamaban desde sus minaretes, y a lo lejos vio las luces de extensas haciendas. En el crepúsculo empezaban a arder las fogatas, como señales de alerta. En la bóveda negra del firmamento respondía el fuego de las estrellas. «Como si la tierra y el cielo fueran ejércitos aprestándose para la batalla —pensó—. Como si sus campamentos descansaran en silencio por la noche y esperaran la guerra del día venidero.» Y en todos aquellos laberintos de calles y en todas aquellas casas de los poderosos, más allá, en las llanuras, nadie había oído jamás su nombre, nadie prestaría fe a la historia que tenía que contar. Aun así, tenía que contarla. Había cruzado el mundo entero para hacerlo, y lo haría. Caminaba a grandes pasos y atraía muchas miradas de curiosidad, tanto por su estatura como por su cabello amarillo, flotando este, largo y sin duda sucio, en torno a su cara como el agua dorada del lago. Dejando atrás la torre de los dientes, la cuesta subía hacia una puerta de piedra coronada por dos elefantes en bajorrelieve encarados. Del otro lado de esa puerta, que estaba abierta, llegaban los sonidos de seres humanos que jugaban, comían, bebían, se embriagaban. Había soldados de guardia en la puerta de Hatyapul, pero mantenían una actitud relajada. Las auténticas barreras estaban más adelante. Aquel era un espacio público, un lugar para el encuentro, las adquisiciones y el placer. Los hombres pasaban apresuradamente junto al viajero, impulsados por su apetito y su sed. Entre las puertas exterior e interior, a ambos lados de la calle adoquinada, había hosterías, figones, tenderetes de comida y voceadores de toda índole. Se desarrollaba allí el eterno negocio de la compra y la venta. Telas, utensilios, adornos, armas, ron. El mercado principal se hallaba pasada la puerta sur, más pequeña. Los vecinos de la ciudad compraban allí y evitaban este lugar, concebido para los recién llegados ignorantes que desconocían el precio real de las cosas. Este era el mercado de los estafadores, el mercado de los ladrones, ruidoso, caro, vil. Pero los viajeros cansados, ajenos al trazado de la ciudad, y reacios en cualquier caso a rodear toda la muralla exterior hasta el bazar más grande y equitativo, sin mucho más donde elegir, tenían que tratar con los mercaderes junto a la puerta de los elefantes. Sus necesidades eran simples y perentorias. Pollos vivos, alborotados por el miedo, colgados cabeza abajo, aleteando, con las patas atadas, esperaban la cazuela. Para los vegetarianos había otros guisos más silenciosos; las hortalizas no chillaban. ¿Y aquello que el viajero oía en el viento eran voces femeninas, ululantes, provocadoras, tentadoras, riéndose de hombres invisibles? ¿Eran esas las mujeres cuyo aroma percibía en la brisa vespertina? Esa noche, en todo caso, era ya tarde para ir en busca del emperador. El viajero llevaba dinero en el bolsillo y había recorrido un camino largo y tortuoso. Esa era su táctica: avanzaba hacia el objetivo indirectamente, con muchos rodeos y desvíos. Desde el desembarco en Surat, había viajado hasta Agra vía Burhanpur, Handia, Sironj, Narwar, Gwalior y Dholpur, y de Agra hasta aquí, la nueva capital. Ahora deseaba la cama más cómoda posible, y una mujer, preferiblemente sin bigote, y por último cierta dosis de abandono, la huida de sí mismo, que nunca puede hallarse en los brazos de una mujer, sino solo mediante un buen trago de una bebida fuerte. Más tarde, una vez satisfechos sus deseos, durmió en un perfumado burdel, roncando sonoramente al lado de una ramera insomne, y soñó. Era capaz de soñar en siete lenguas: italiano, español, árabe, persa, ruso, inglés y portugués. Había adquirido las lenguas del mismo modo que los marineros adquirían las enfermedades; las lenguas eran su gonorrea, su sífilis, su escorbuto, su paludismo, su peste. Tan pronto como concilió el sueño, medio mundo empezó a balbucear en su cerebro, contando prodigiosos relatos de viajeros. En este mundo a medio descubrir, cada día traía consigo noticias de nuevos encantamientos. La ensoñadora poesía de lo cotidiano, visionaria y reveladora, aún no había sido aplastada por la estrecha y prosaica realidad. Siendo él mismo narrador de relatos, se había sentido impulsado a abandonar su casa por historias asombrosas, y por una en concreto, una historia que lo enriquecería o le costaría la vida.
Traducción de Carlos Milla Soler Barcelona, Mondadori, 2009
Foto Salman Rushdie en octubre 2010 por Rune Hellestad - Corbis