Salman Rushdie – Los versos satánicos (un fragmento más)

18 de junio de 2009




salman rushdie por carlos miralles


Se ve a sí mismo en el sueño: no un ángel impresionante, sino un hombre con su ropa de calle, las prendas heredadas de Henry Diamond: gabardina y sombrero gris sobre unos pantalones excesivamente grandes sujetos por tirantes, un jersey de pescador y una camisa blanca holgada. Este Gibreel del sueño, tan parecido al de la vigilia, está temblando en el retiro del Imán, cuyos ojos están blancos como las nubes. Gibreel habla en tono quejumbroso, para disimular el miedo. «¿Por qué insistir con los arcángeles? Deberías saber que esos días ya pasaron.»

El Imán cierra los ojos, suspira. La alfombra tiende largos tentáculos peludos que se enredan en torno a Gibreel sujetándolo con fuerza.

«Tú no me necesitas —insiste Gibreel—. La revelación está completa. Déjame marchar.»

El otro mueve la cabeza y habla, pero sus labios no se mueven, y es la voz de Bilal la que llena los oídos de Gibreel, a pesar de que no se ve el altavoz, ésta es la noche, dice la voz, y tú tienes que llevarme volando a Jerusalén.

Entonces el apartamento se esfuma y ellos están de pie en el tejado, al lado del depósito del agua, porque el Imán, cuando desea moverse, puede permanecer quieto y hacer que el mundo se mueva alrededor de él. Su barba ondea al viento. Ahora es más larga; si no fuera por el viento que la hace tremolar como pañuelo de gasa, le llegaría hasta los pies; tiene los ojos rojos, y su voz pende del cielo. Llévame. Gibreel arguye: Por lo visto, no me necesitas para nada; pero el Imán, con un solo movimiento de asombrosa rapidez, se echa la barba sobre el hombro, se sube la falda enseñando dos piernas flacas con una capa de vello casi monstruosa, da un gran salto en el aire de la noche, hace una voltereta y se instala sobre los hombros de Gibreel, agarrándose a él con uñas convertidas en largas y curvadas garras. Gibreel siente que se eleva hacia el cielo, portando al viejo del mar, el Imán cuyo cabello crece a ojos vista flotando en todas las direcciones y cuyas cejas son como gallardetes al viento.

Jerusalén, ¿por dónde cae?, se pregunta. Pero es que, además, es una palabra muy resbaladiza, Jerusalén, tanto puede ser una idea que un lugar: una meta, una ilusión. ¿Dónde está el Jerusalén del Imán? «La caída de la meretriz —le dice al oído la voz incorpórea—. Su ruina, la ramera de Babilonia.»

Vuelan en la noche. La luna se calienta, empieza a hacer burbujas como el queso arrimado a la lumbre; él, Gibreel, ve caer los pedazos de vez en cuando, gotas de luna que chisporrotean en la sartén del cielo. Abajo aparece tierra. El calor se hace intenso.

Es un paisaje inmenso, rojizo, con árboles de copa aplastada. Vuelan por encima de montañas que también tienen las cumbres aplastadas; aquí hasta las piedras están aplastadas por el calor. Llegan a una montaña alta, de forma cónica casi perfecta, una montaña que también se ve en una postal que está en una repisa, muy lejos; y, a la sombra de la montaña, una ciudad se extiende a los pies de los viajeros, implorando, y en la falda de la montaña, un palacio, el palacio, su palacio: la Emperatriz difamada por mensajes radiados. Es una revolución de radioaficionados.

Gibreel, al que el Imán utiliza de alfombra mágica, desciende un poco, y en la noche sofocante, las calles parecen estar vivas, retorcerse como serpientes; mientras, delante del palacio de la derrota de la Emperatriz, está levantándose una montaña nueva, delante de nuestros propios ojos, baba, ¿qué pasa ahí abajo? La voz del Imán pende del cielo: «Baja. Yo te enseñaré lo que es Amor.»

Cuando llegan a la altura de los tejados, Gibreel advierte que las calles son un hervidero de gente. Los seres humanos están tan comprimidos en esos tortuosos caminos, que forman una entidad mayor, homogénea, implacable y serpenteante. La gente avanza despacio, a paso regular, de los callejones a las calles estrechas, de las calles estrechas a las calles más anchas, de las calles más anchas a los paseos y de los paseos a la gran avenida, de doce carriles de ancho, bordeada de eucaliptus gigantes que conduce a las puertas de palacio. La avenida está repleta de humanidad; es el órgano central del nuevo ser de muchas cabezas. De setenta en fondo, la gente camina gravemente hacia las verjas de la Emperatriz. Delante de las cuales los guardias de palacio esperan en tres filas, echados, rodilla en tierra y de pie, con las metralletas preparadas. La gente sube la pendiente hacia las metralletas; setenta en fondo, ya están a tiro; las metralletas barbotan y ellos mueren, y los setenta siguientes se encaraman sobre los cuerpos de los muertos, las metralletas vuelven a carcajearse y la montaña de muertos crece. Los que están detrás empiezan, a su vez, a trepar. En las oscuras puertas de las casas de la ciudad hay madres con el manto en la cabeza que empujan a sus adorados hijos al desfile, ve, sé mártir, haz lo necesario, muere. «Ya ves como me quieren —dice la voz sin cuerpo—. No hay en el mundo tiranía que pueda resistir el poder de este amor lento y en marcha.»

«Eso no es amor —responde Gibreel, llorando—. Es odio. Ella los ha arrojado en tus brazos.» La explicación suena endeble, superficial.

«Ellos me quieren —dice la voz del Imán— porque yo soy agua. Yo soy fertilidad y ella es podredumbre. Ellos me quieren por mi costumbre de destrozar relojes. Los seres humanos que se apartan de Dios pierden el amor, y la certidumbre, y también el sentido de su Tiempo infinito que abarca pasado, presente y futuro; el tiempo sin tiempo que no necesita moverse. Nosotros anhelamos lo eterno, y yo soy eternidad. Ella no es nada: un tic o un tac. Ella se mira al espejo todos los días y siente terror de la vejez y de la huida del tiempo. Por ello, es prisionera de su propia naturaleza; también ella está encadenada al Tiempo. Después de la revolución, no habrá relojes; nosotros los destruiremos todos. La palabra reloj será borrada de nuestros diccionarios. Después de la revolución no habrá cumpleaños. Todos volveremos a nacer, todos tendremos la misma edad invariable a los ojos de Dios Todopoderoso.»

Ahora calla porque debajo de nosotros llega el momento supremo en el que el pueblo se acerca a las metralletas. Las cuales son silenciadas a su vez, cuando la interminable serpiente de gente, la pitón gigantesca de las masas sublevadas, abraza a los guardias asfixiándolos y ahoga la risotada letal de sus armas. El Imán suspira. «Ya está hecho.»

Las luces del palacio se apagan mientras el pueblo camina hacia él, con el mismo paso mesurado de antes. Entonces, del interior del palacio oscurecido brota un sonido escalofriante que empieza como un lamento alto y penetrante y luego se hace profundo como un aullido, un ulular tan fuerte como para llenar con su rabia todas las hendiduras de la ciudad. La cúpula dorada del palacio estalla como un huevo y de ella se eleva, resplandeciente de negrura, una aparición mitológica con vastas alas negras y el cabello tan largo y tan negro como largo y blanco es el del Imán: Al-Lat, comprende Gibreel, que ha salido de la concha de Ayesha.

«Mátala», ordena el Imán.

Gibreel lo deposita en el balcón ceremonial de palacio, con los brazos abiertos para abarcar la alegría del pueblo, cuyo sonido ahoga los alaridos de la diosa y se eleva como un cántico. Y Gibreel es impulsado al aire, irresistiblemente, una marioneta que va a la guerra; y ella, al verlo venir, da la vuelta, se agacha en el aire y, gruñendo espantosamente, viene a él con todo su poder. Gibreel comprende que el Imán, peleando por delegación, como siempre, lo sacrificará tan prestamente como a la montaña de cadáveres que está en la puerta de palacio; que él es un soldado suicida al servicio de la causa del clérigo. Yo soy débil, piensa, no soy adversario para ella, pero ella ha sido debilitada por su derrota. La fuerza del Imán mueve a Gibreel, y pone rayos en sus manos. Se inicia el combate; él arroja lanzas de rayos a sus pies y ella le echa cometas al vientre; nos estamos matando el uno al otro, piensa él, los dos moriremos y habrá dos nuevas constelaciones en el espacio: Al-Lat y Gibreel. Se tambalean como dos guerreros exhaustos dando mandobles en un campo sembrado de cadáveres. Los dos caen rápidamente.

Ella cae.

Baja en picado, Al-Lat, reina de la noche; choca contra el suelo destrozándose la cabeza; y yace, inerte y rota, un ángel negro descabezado, con las alas arrancadas, junto a una puertecita lateral de los jardines de palacio. Y Gibreel, al apartar de ella la mirada horrorizado, ve que el Imán se ha hecho monstruoso, está tendido en el patio del palacio con la boca abierta ante las puertas, y a medida que el pueblo va entrando, él se lo va tragando entero.

El cuerpo de Al-Lat se descompone y desintegra en la hierba, dejando sólo una mancha oscura; y ahora todos los relojes de la capital de Desh empiezan a dar campanadas y siguen y siguen, más de doce y más de veinticuatro y más de mil y una, anunciando el fin del Tiempo, la hora que no puede medirse, la hora del regreso del exiliado, de la victoria del agua sobre el vino, del comienzo del Antitiempo del Imán.




Foto: Carlos Miralles
Traducción del inglés: J. L. Miranda
Primera edición: Madrid, mayo 1989





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