Robert Burton - Curación de la melancolía
9 de junio de 2009
Aunque la melancolía crónica es difícil de curar, muchas veces puede aliviársela aun cuando se presente con intensidad y violencia. Es preciso, pues, no desesperar y tener mucha constancia.
Algunos de los medios terapéuticos pueden considerarse lícitos y otros no; unos son de probada eficacia y otros de efectos discutibles y de ahí que hayan sido censurados.
¿Puede ser curada la melancolía mediante prácticas propias de la magia negra y con el empleo de fórmulas cabalísticas, encantamientos, filtros y amuletos? Aun cuando ello fuera eficaz, ¿es lícito recurrir a tales procedimientos? He aquí dos cuestiones distintas. La primera, es decir, la posibilidad de que pueda curarse la melancolía por obra de Satanás y sus servidores —magos y hechiceros— es afirmada por unos tratadistas y negada por otros. Valesio, Heurn, Caelio, Delrío, Wier, Lavater, Holbrenner, Tandler, Lemnio, etc., niegan que los espíritus o demonios tengan poder alguno sobre los humanos, y sólo admiten causas naturales y el efecto de los humores. Sostienen lo contrario Bodin en su Daemonomantiae, Amoldo, Marcelo Empírico, I. Pistorio, Paracelso, Agrippa, Marsilio Ficino, Pontano, Flud y otros. Cardan aduce numerosas pruebas tomadas del Ars Notoria y de las obras desaparecidas de Salomón, Hermes el antiguo, Artefio, Costaben Luca, Picatrix, etc., sobre la posibilidad de tales curas.
Esos autores suponen que también es posible hacer arder fuego que no queme, mostrar en un cristal el rostro de una persona ausente, hechizar serpientes, detener la circulación de la sangre, curar la gota, la epilepsia, la hidrofobia, el dolor de muelas, la melancolía y todas las enfermedades, hacer a los hombres inmortales, rejuvenecer a los ancianos, como aquel marqués español que, según se dice, fue rejuvenecido por uno de sus criados, y como lo hacen aún en nuestra época los magos chinos (según Tragalt) y algunos alquimistas modernos por medio de filtros, de la piedra filosofal, etc. «Algunos dudan —dice Nicolás Taurell— que el diablo pueda curar tales enfermedades, puesto que no lo ha hecho; otros lo niegan rotundamente, aunque la experiencia común prueba, para nuestro asombro, que los magos son capaces de hacerlo y que el diablo puede penetrar sin dificultad en el cuerpo humano y curar sus males por medios que nos son desconocidos».
Pistorio expresa acerca de tales curaciones sobrenaturales que se trata de una ciencia verdadera, pero en la que pocos están iniciados. Marcelo Donato, basándose en la Antigüedades de Josefo, consigna que el rey Salomón curaba todas las afecciones mentales y ahuyentaba los demonios por medio de encantamientos y fórmulas mágicas, lo que también hizo Eleazar mucho antes que Vespasiano. Godelman dice que el diablo es un hábil curandero, y por su parte Paracelso afirma que los males del espíritu sólo pueden curarse por medio de hechizos, que califica como «medicina espiritual».
Aun admitiendo que tal cura sea posible, cabe preguntarse si es lícito acudir, en una situación desesperada, a la ayuda de un hechicero. Algunos requieren primeramente los servicios de éste, y cuando no obtienen mejoría recurren a los del médico. Paracelso opina que es indiferente valerse del poder de Dios, del diablo, de los ángeles o de los espíritus maléficos con tal de curarse o lograr una mejoría. Si una persona cae en una zanja —añade a guisa de ejemplo—, ¿no da lo mismo que lo ayude a salir de allí un amigo o un adversario? En cambio, Remigio, Bodin, Godelman, Wier, Delrío y Erasto impugnan tal opinión y hacen notar que los teólogos y hasta las Sagradas Escrituras prohiben rigurosamente la invocación del auxilio de Satanás, so pena de incurrir en pecado mortal.
Es preferible soportar una leve afección antes que arriesgarse a perder para siempre la salud del alma, y Delrío es aún más terminante cuando dice: «Es preferible la muerte a la curación satánica». Algunos pretenden que los exorcismos fueron aprobados por la Iglesia en sus primeros tiempos, y citan en apoyo del aserto a Josefo, Eleazar, Ireneo, Tertuliano y San Agustín. Otros dicen que la magia se enseñó públicamente en la Universidad española de Salamanca y en la de Cracovia (Polonia), si bien fué condenada por la de París en el año 1318.
Supuesto que todo procedimiento terapéutico ilícito debe desecharse, es preciso admitir como únicos remedios los que Dios ha puesto a nuestro alcance: hierbas, plantas, minerales, sustancias nutritivas, etc., por efecto de sus virtudes particulares. Tales son los remedios adecuados, una vez convertidos en medicamentos. Debemos recurrir, pues, a los médicos, que tanto pueden hacer a favor de nuestro bienestar y considerarlos como agentes de la voluntad de Dios cuando de curar dolencias se trata. Pero es necesario que tengamos fe en el Todopoderoso y pongamos nuestro mayor empeño en coadyuvar al esfuerzo del médico.
Cabe recordar el consejo que el cronista y escritor político Cominges dio a los príncipes cristianos a raíz de haber sufrido el duque de Borgoña una derrota y hallarse atacado de melancolía y al parecer enfermo de muerte: «Ante todo rogad a Dios, haced penitencia y confesad vuestros pecados. Sólo después de haber hecho esto, recurrid a la medicina».
Grave falta cometemos cuando confiamos más en la medicina y en los médicos que en Dios mismo.
Admitida la necesidad de la creencia en Dios y de cumplir con las oraciones, podría suscitarse la duda de si hemos de rogar también a los santos por nuestra curación y si tienen poder para mejorar nuestra salud. La misma pregunta puede hacerle extensiva a las imágenes, reliquias, medallas, bendiciones de los santos, al agua bendita, a la señal de la cruz, etc. Los autores eclesiásticos sostienen firmemente que muchos enfermos de melancolía, demencia y embrujamiento fueron curados en las iglesias de San Antonio en Padua y San Vito en Alemania. Igual poder se atribuye a las santas de Loreto y Sichem. Por lo demás, se considera que cada santo puede curar especialmente una o más enfermedades determinadas: Santa Petronila, las fiebres, la gota, las intoxicaciones; San Román, los males producidos por embrujamiento; Santa Valentina, la epilepsia; San Vito, la demencia, etc.
En el mundo pagano existía casi un dios para cada enfermedad, que nombra Plinio, así como templos, días y ceremonias consagrados al amor, a la tristeza, a la virtud, a la libertad y hasta a la impudencia. Entre tales dioses y diosas, cuyo número hace ascender Varrón a 30.000, puede citarse a Vacuna, Cloacina, Prema, Premunda, Priapo y Angerona, esta última, diosa de la melancolía, según testimonio de Macrobio y San Agustín.
Coster, Gretser, Arcturo, Gregorio de Tolosa, Cicogna, Jerónimo Mengus y otros consignan un sinnúmero de ejemplos de curas milagrosas, obtenidas mediante reliquias, imágenes, agua bendita, cruces, amuletos, rosarios consagrados, etc. El jesuíta Barradius creía que el melancólico podía curarse mirando con fijeza las imágenes de Cristo y de la "Virgen María, lo que confirma el autor español P. Morales, fundándose en hechos acontecidos entre los cartujos. En nuestra época no son pocas las personas que con igual anhelo van en peregrinación a los templos de San Antonio en Padua y San Hilario en Poitiers (Francia). En este último hay un lecho donde se hace acostar a los insanos, y después de ciertas oraciones y ceremonias y de entregarse al sueño se despiertan curados. Relatos análogos figuran en las obras de Giraldo de Cambray, M. Ricci, Acosta, Loyola, etc. El jesuíta belga Jasper curó a una mujer demente suspendiendo sobre su cabeza el Evangelio de San Juan.
No está en mi ánimo negar las curaciones sobrenaturales que ordinariamente se realizan en el templo de San Antonio, aunque observaré que en ciertos casos cabe preguntarse si las afecciones que presentan los fieles y peregrinos son verdaderas y si no hay en ello superchería, como bien dice Hildesheim. En efecto, se conocen bastantes casos de impostura. Estrabón refiere curas milagrosas debidas al falso dios Esculapio, cuyo templo se veía siempre lleno de enfermos, Había allí multitud de inscripciones, monedas, pinturas, etc., al igual que hoy día en la iglesia de la Virgen de Loreto en Italia.
Digamos en suma que basta tener fe en Dios y en el único mediador entre Él y el hombre: Jesucristo.
De los diversos bienes que el Altísimo ha dispensado al hombre, como dice el apóstol San Pablo, no es el menor la medicina, sino al contrario el más útil y el más eficaz para nuestro bienestar. También es preciso, pues, tener honda fe en la ciencia. No me refiero, por supuesto, a los charlatanes y curanderos, que no faltan en ninguna localidad, usurpan títulos que no poseen y desacreditan a la medicina con su ignorancia y su descaro. Hablo de los facultativos que han cursado estudios y son diestros y probos. Acerca de su labor y sus deberes tratan extensamente Wecker, Crato, Julio Alejandrino y Heurn.
Se plantea por otra parte la cuestión de si el médico debe dominar sólo la medicina propiamente dicha. Paracelso quiere que sea también mago, químico, filósofo y astrólogo. Ficino, Crato y Fernelio consideran indispensable el conocimiento de la astrología, lo que otros niegan. Por mi parte, no intentaré zanjar esta controversia y me remito a los trabajos de Juan Hossurt, Tomás Boder y Maginus, el último de los cuales expone, en el prólogo de su Medicina matemática, ideas a las que me adhiero sin reservas. El mismo autor dice que muchos médicos condenan la astrología dentro de su ciencia, pero yo repruebo a los facultativos que nada quieren saber fuera de la medicina misma, como lo han sostenido Hipócrates, Galeno, Avicena y otros. Bien se ha dicho que el médico ignorante de la astrología no pasa de ser un vulgar matasanos: homicidas medicos Astrologiae ignaros.
Por otra parte, no quiero opinar sobre cuestiones ajenas a mis conocimientos, para no parecerme al ciego que da su juicio sobre colores. Lo que sí exijo en el médico es una honradez a toda prueba, que no sea negligente ni venal ni trate de «desplumar» a su paciente. Un facultativo indigente, como dice Wecker, tratará de prolongar su tratamiento terapéutico mientras vea la posibilidad de obtener remuneración. Hay médicos que recetan remedios a troche y moche a todos los que se presentan a la consulta, aun cuando sea innecesario, con lo cual pueden agravar afecciones latentes, como expresa Heurn con fundada lamentación.
No pocas veces el galeno puede contribuir decisivamente a la curación del enfermo sin recetar nada, con sólo darle un buen consejo sobre el régimen que debe seguir, lo que ha de evitar o los hábitos perniciosos que debe suprimir. Los medicamentos innecesarios —que Amoldo censura en sus Aforismos— se oponen a la naturaleza y pueden debilitar un organismo vigoroso.
El médico debe proceder con sumo cuidado antes de diagnosticar una dolencia, para no ser engañado por los síntomas semejantes que presentan ciertas afecciones (y podría citar casos análogos en que han sido prescritos remedios, no sólo distintos, sino incompatibles entre sí). A veces tales remedios son poco efectivos como cuando se trata de los humores malignos, que con frecuencia se excitan en vez de eliminarlos o se eliminan a medias. Aunque el enfermo sienta aversión por determinados medicamentos no hay razón para prescindir de ellos. Pero casi siempre se peca por exceso en las prescripciones terapéuticas en perjuicio del organismo. Por eso dice Ecio que es necesario dar un respiro o descanso a la naturaleza: Naturae remissionem dare oportet.
Desde luego, por más competente y probo que sea el médico, si el paciente no sigue al pie de la letra sus indicaciones, los esfuerzos de aquél se malograrán.
Muchas observaciones pueden hacerse con respecto al paciente: ante todo, éste no debe ser tacaño ni tratar de salvar la bolsa a costa de la pérdida de su salud. No debe sentir vergüenza en revelar todos los aspectos de su enfermedad, pues la ocultación en este caso, además de ser una tontería (stultorum pudor), puede traer graves inconvenientes; ha de tener voluntad de curarse, pues como dice Séneca, constituye un factor de la curación el querer alcanzarla (velle sanari); no ha de esperar a que el mal se haga insufrible para ponerse en manos del médico y lamentar su propia negligencia en cuanto al cumplimiento de los preceptos que atañen a la salud. Pero si es conveniente no desatender los síntomas de una posible dolencia, en cambio es perjudicial mostrarse demasiado receloso en lo que toca a la salud y acostumbrarse a tomar remedios en todo momento, con lo cual sólo se conseguirá agravar todo malestar.
Precisamente una falta que cometen los melancólicos, como señala Cappivacci, consiste en exagerar o amplificar los síntomas propios en la creencia de que ello redundará en su beneficio. Además de las condiciones expresadas es necesario que el paciente tenga confianza en su médico y mucho optimismo. Damasceno quiere que el facultativo, antes de iniciar un tratamiento, ponga empeño en ganarse esa confianza expresando al enfermo que puede curarle, pues de lo contrario su labor profesional puede resultar ineficaz. Galeno llegó a decir que la fe tiene mayor poder que la propia medicina, y cuando ella alienta en el alma más fácil es la curación. Paracelso sostiene que los maravillosos éxitos terapéuticos de Hipócrates no se debieron tanto a la superioridad de sus conocimientos o a su destreza profesional cuanto a la fe absoluta que tenía la gente del pueblo en su valer.
A la fe, considerada como condición fundamental, es necesario agregar la obediencia y la constancia, cualidad ésta que se manifiesta en no cambiar de médico y permitir que el tratamiento pueda llevarse a cabo sin interrupción. Esto es lo que aconsejaba Séneca a su hermano Lucilio diciéndole: «ninguna herida puede curarse si se le aplican distintos emplastos» (nec venit vulnus ad cicatricem in quo diversa medicamento, tentantur). En esta falta, expresa Crato, incurren todos los melancólicos, que al cambiar de médico y de remedios acaban por agravar su mal.
Montano refiere que antes de someter a una paciente a su tratamiento le advirtió que «si quería curarse debía tener paciencia, mucha perseverancia y mostrarse obediente; en cambio, la duda o la desconfianza podría malograr el buen resultado de la curación».
Por último, el paciente no debe ingerir sustancias curativas no aprobadas por su médico ni efectuar experimentos con su propio organismo, como ocurre cuando se entera de la existencia de un específico que cree excelente y hace de él uso por cuenta propia. He aquí el origen de lamentables errores que no raramente causan daño en vez de beneficio. Por lo demás, lo que puede recetarse a un enfermo no siempre es recomendable a otro, aun cuando se trate del mismo caso. Los sujetos incautos —dice un autor— suelen hallar en los libros indicaciones de medicamentos que creen de gran eficacia, pero al usarlos no pocas veces sufren un cruel desengaño y el remedio, en vez de curar, obra como un tóxico. Recuerdo que Vallerio la cuenta que un italiano llamado Juan Bautista encontró casualmente en una calle de Nápoles un opúsculo en el que se hacían tales elogios de las virtudes del eléboro que bebió una copita de su esencia y sufrió una aguda intoxicación.
En el Eclesiastés se lee que el Señor creó remedios para nuestras afecciones y los distribuyó sobre la tierra. Se trata de plantas, minerales, sustancias animales, etc., buenos para unos y nocivos para otros, y aun nocivos en todos los casos si no son objeto de elaboración industrial o dosificación farmacéutica, ya simples, ya combinados, etc.
La terapéutica, según la expresión de Hipócrates, no es más que un arte cuantitativo, una operación de suma y resta, y si esto es cierto en lo que concierne a todas las enfermedades, lo es aún más en lo tocante a la melancolía, por lo que la dosis de los medicamentos es cuestión que requiere especial cuidado.
Algunos pretenden que un mismo remedio puede curar todas las enfermedades siempre que sea usado en distinta cantidad, como la Panacea aurum potabile o la Herba solis, asunto muy discutido en nuestro tiempo.
Paracelso reduce todas las enfermedades a cuatro principales: lepra, gota, hidropesía y epilepsia. El grupo de la lepra comprende a su vez las úlceras, pústulas, sarna, caspa, etc.; la gota incluye los cálculos o litiasis, el cólico, el dolor de muelas y de cabeza; dentro de la hidropesía agrupa las fiebres, la ictericia, la caquexia, etc., y bajo la denominación común de epilepsia reúne la parálisis, vértigo, convulsiones, pesadillas, calambres, apoplejía, etc. Profesan el mismo criterio Ravelasco, Severino, León Suavio y otros. El primero de ellos sostiene que «si alguna de esas cuatro enfermedades principales es curada, todas las secundarias correspondientes se curan también» (sanantur omnes inferiores) y que para cada grupo los remedios son comunes. Pero se trata de un criterio que peca de generalización excesiva y por eso es impugnado por muchos.
En lo que respecta al caso particular de la melancolía hallo diversos remedios, métodos y prescripciones. Los que pretenden curar la melancolía —dice Duret en sus notas al libro de Holler— exponen nueve procedimientos; Savonarola formula siete .reglas especiales; Montalto, Faventino, Hércules de Sajonia y otros consignan métodos distintos para alcanzar tal objeto.
Creo que los remedios, métodos y sistemas curativos pueden reducirse a tres clases: la dietética o alimentación, los medicamentos farmacéuticos y la cirugía, tal como lo indican Wecker, Crato, Guianeri y la mayoría de los especialistas.
En Anatomía de la melancolía (selección)
Buenos Aires, Espasa Calpe, 1947